Jade May Hoey

1974-2004

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28.2.06

Dejavú

Cuando toque mi venida, ya lo tengo masticado, seré un gato vagabundo, de esos que llevan una pelambre imposible, a veces rayando el naranja que no lograría ninguna tintura de las que se compran en los hipermercados.
Contemplaré la belleza cuando deje de dormir en la tapia asoleada que escoja a razón de una por cada tarde y de cuando en vez me batiré en duelos sangrientos hasta que me quede un ojo en el lomo, total que a ellos, que son eternos, cada cosa acostumbra volver a su punto de partida.
Y me bañaría sólo con saliva.
Y haría ostentación de mis amoríos quitándole el sueño a todo el vecindario.

27.2.06

El cerdo y las margaritas

Cada vez que decimos algo que no es del todo entendido o compartido por quien asume la gentileza de ponerse del otro lado en calidad de lector, sea que alcanzare esa condición por propia convicción, por masoquismo o por accidente, quien escribe tiene el irrenunciable derecho, cuando no la impostergable obligación, de efectuar las aclaraciones del caso, echando luz sobre los puntos susceptibles de interpretación errónea, incorporando nuevos elementos de análisis o profundizando el análisis de los incluidos en el escrito primigenio.
Eso está muy bien. Resulta una sana práctica de honestidad intelectual.

Ahora bien, qué pensar respecto de un intelectual (sea barbado, embigotado o lampiño) que es convocado a participar en una publicación de respetable tirada con una columna semanal sujeta a la sola limitación del espacio, que en gráfica es tirano, que semana tras semana no hace sino retomar y sólo lateralmente los cabos sueltos de sus intervenciones pretéritas con el aditamento de los ecos suscitados en los actores aludidos, aunque esos ecos respondan al mero devenir de los hechos y no siempre se trate de contestaciones directas a sus planteos, toda vez que el columnista no puede decir de sí mismo que sea influyente, ni bastante menos.

Supongamos que en vez de publicar esa columna lo que escribe es un libro y, cómo no, de sus dichos queda alguna tela para cortar sea por su mérito o demérito escritural, sea porque a alguien no le gusta, digamos, el corte de su barba, sea que para el público el tema siempre ha sido objeto de debates (como la menstruación, por decir algo). ¿Usaría una oportunidad escasa y por lo tanto valiosa oportunidad de publicar un libro para juntar esos ecos y, llegado el caso, refutarlos? ¿uno por uno?

Eso es inviable en la práctica pero bien podría suceder que haya un editor que esté interesado en incorporar a su catálogo una obra tan pronta a entrar en descomposición como ésa. Y eso también estará bien porque cada uno se las ingenia como puede para cuidar su dinero y el de su patrono. Pero se me ocurre que lo más sensato sería que cada libro se ocupe de algo y tenga, al menos desde los motivos que inspiran a su autor, la pretensión de ser algo definitivo, no ya por haber anulado toda posibilidad de refutación sino porque el libro es capaz de defenderse con dignidad y por sus propios medios y en el futuro no habrá de requerir que el autor desenfunde nuevamente su espada.

Por supuesto que parir libros que sean idóneos para defenderse por sí solos no es cosa sencilla, pero precisamente reside en un autor cabal una preocupación que en mucho puede asimilarse a la de un buen padre de familia: existe un periodo improrrogable durante el cual se dota al vástago de la instrumental para valerse por sí mismo en la vida, superado el cual toda corrección que se intente peca por tardía y resulta igualmente mortificante para el padre como para el hijo.

Finalmente, no hay razones para que un autor cabal no aplique este mismo mecanismo en la composición de una columna semanal antes de exponerla a la luz pública. De otro modo, no ponderado el peso de las palabras utilizadas, no escrutados al dedillo los argumentos esbozados, el hijo guacho estará pronto a avergonzarlo, se verá compelido a intervenir nuevamente sobre al asunto y la puesta en juego de un prestigio a manos de su torpeza, de un linaje de su porfía, se parecerá demasiado a darle de comer margaritas a los cerdos.

Push_2

Era de esperarse. El disco que tengo en mis manos no es el mismo que yo echaba de menos.
El disco aquél del que yo estaba enamorado tenía una pista, más precisamente la última, que me parecía una pieza sublime. Pues bien, después de revisar al tanteo mi copia actual, porque no recordaba sino los nombres de las canciones más conocidas, compruebo que lo que siempre llamé "el último tema del labo b" es en realidad el track número cinco, Push, y que no se trata de algo grandioso sino sólo de una buena canción como tantas otras que tiene The Cure.
Lo que, ya que venimos hablando de las mutaciones en la parafernalia que circunda a la música, me lleva a pensar en un par de cosas.
En primer lugar, qué romántico aquello de reservar para las pistas más cercanas al límite externo, es decir las primeras en la secuencia de la escucha, a las que la banda considerase cartas fuertes, ya que eran las que permitían oír más diáfanos los sonidos graves. Más romántico resulta ahora que las discográficas deciden de antemano cuáles son las canciones con las que promocionarán el disco, aunque las escogidas poco o nada tengan que ver con lo que el disco representa como todo global, si es que pudiera hablarse en esos términos.
De lo que se desprende mi renacida simpatía por los temas ocultos, aquellos que lejos de encabezar alguno de los lados del disco (o casette, pucha, si esto es un anacronismo total!), los que en realidad otorgaban la carnadura a los discos aunque los intérpretes los considerasen, en cierto modo, una parte de su obra digna de ser puesta en un segundo plano.
Y otra cosa es la diferencia entre un gran disco y un puñado de buenas canciones. The head on the door es precisamente esto último: un puñado de buenas canciones, algunas olvidadas, otras saturadas por el bombardeo radial. Desintegration, en cambio, es un todo hermoso, una canción a la muerte de un amor compuesta en once tramos que está bastante lejos de envejecer. Aunque ahora que lo pienso, once eran las pistas que contenía el casette y puede que el disco haya tenido un par más.

Muera el perro/5

lago Nahuel Huapi



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Push

Por aquellos años no estábamos acostumbrados a tener más que una y sólo una disquería para buscar cosas raras a precio de saldo. Veníamos de un pueblo donde todo se reducía a Musical David, un pequeño bolichito regenteado por un bolita que de música sabía poco y nada. Si hasta le habíamos hecho un jingle que nos gustaba repetir ante cualquier estímulo: sim sim simplemente David, porque el negro era hombre de pocas palabras y cuando quería decir sí largaba un sí pronto a dar contra una m final que acolchaba lo que la afirmación pudiera tener de elocuente. Pero ante la escasez de material, su salida recurrente era otra: che, David, ¿tenés algo de Los extremistas del ventilador (o cualquier otro nombre inventado)?, a lo que él decía siempre: no, pero ya hice un pedido que me estaría entrando la semana que viene.
Posiblemente el más informado sobre música era yo, porque me la pasaba leyendo a Marchi, a Kleiman, a Rosso, que me tenían al tanto de lo que pasaba, pero todos sabemos que oír New Order es muy distinto a verlo escrito. Por buenas que fuesen sus plumas más me hubiera valido que me tararearan las canciones, pero era mejor eso que nada. Qué distinto era todo sin efe emes y emepetrés. La educación en el gusto musical quedaba reservada a la fortuna de tener un amigo mayor, en lo posible con posibilidades de viajar a otra parte, sino estábamos a la buena de dios.
Así que aquella vez que entramos a Vía libre y vimos que había un par de casettes de The Cure a cinco pesos cada uno, no dudamos ni un segundo. Plin caja. Eso sí: casi hubo que echar a suertes quién se llevaba cuál, salvo que a mi amigo le dio un brote de cortesía y me permitió elegir.
Me quedé con Desintegration y él con The head on the door.
Por supuesto que yo soy de esos que aunque vayan del brazo de Carolina Grimaldi no dudarían en darse vuelta para mirar el agraciado culo de una señorita que va pasando. Por supuesto que aunque mi casette fuera hermoso envidié The head on the door por muchos años. Trece para ser exacto.
Y lo busqué. Y lo busqué sin suerte porque cuando me familiaricé con los disqueros de esta ciudad me di cuenta de que en el fondo todos son como el negro David y no entienden nada de nada. Como aquel que, consultado por un grupo llamado The Cure encaró raudo hacia la D en el orden alfabético y momentos después, a través del handy, consultaba a otra sucursal acerca de la existencia de un disco llamado dejé ondebor.
El sábado a la noche he vuelto a tenerlo en mis manos.

25.2.06

Puentes

Uno de los beneficios más notorios que otorga el hecho de administrar un weblog es el participar en una tertulia de fronteras difusas en la que cada cual pone su empeño para comunicarse con otros como él, sea cual fuere el punto del globo en el que se encuentre y en algún punto es valedera la cita borgesiana: cada casualidad es una cita.
Por azar llegó hasta aquí Cristino Bogado, uno de los responsables de Kurupí, el único blog paraguayo del que tengo noticia (y a tenor de su contenido, aprovecho la ocasión para volver a recomendar), que se sintió interpelado por este sujeto que dice escribir desde esa tierra extraña que es la patagonia, y al pasar dejó caer un nombre: José Rodríguez Alcalá, ni más ni menos que el padre de la novela paraguaya (suya es Ignacia, la hija del suburbio, que data de 1905), otro patagónico pero ligado a un tiempo en el que su pueblo natal, Carmen de Patagones, era el extremo austral de la civilización. Hablo de finales del siglo xix.
Por supuesto, tanto los datos de su filiación como el detalle de su obra son algo que se me escapa, tan grande es mi ignorancia y tan lejos nos queda el Paraguay, muy a pesar de estar apenas cruzando un par de ríos.
Cristino me preguntó si existía la posibilidad de rastrear por estas pampas la continuidad del linaje de los Rodríguez Alcalá (que allá dio acá ha dado dos novelistas, un sociólogo, un crítico de arte, una embajadora plenipotenciaria en el Vaticano) y no puedo negar que al principio sentí una pequeña desazón: Carmen de Patagones es un pueblo cercano a Trelew, pero esa cercanía ha de medirse con el parámetro patagónico, en el que 600 kilómetros se consideran poca cosa y yo apenas si estuve allí hace casi veinte años, embelesado por la belleza de un pequeño pueblo que conserva la arquitectura colonial y es un pedazo grande de la gesta patagónica.
Sin embargo, hace poco menos de dos años, me pasé varias tardes observándola a mitad de camino del horizonte, desde Viedma, con el río Negro de por medio. Puedo garantizar que no cuento muchas ocasiones en que haya sentido en mi piel la paz que en esos atardeceres cayendo sobre su perfil azul.
A quien le interese, le dejo una cronología en este enlace y un breve estudio sobre literatura paraguaya en este otro.

Una manito

Hace casi trece años llegué a Trelew con planes de encarar mis estudios universitarios.
Hoy he vuelto a recordar ese día.

Me levanté un poco tarde por ser sábado y comprobé que no tenía ni un poco de yerba ni bizcochitos ni dinero para comprarlos. Volví a ponerme la camisa y el sueter pasados por humo que había usado ayer y bajé al centro a sacar unos pesos del cajero automático. Aprovecharía la ocasión para comprar vino.
Prendí un cigarrillo y comencé a bajar la cuesta, ya que vivo en la zona pavimentada del morro. Al par de pitadas me vi obligado a tirarlo. Me llamaba un jovencito algo deforme: flaco, no me tirás una mano. Hubiese preferido que me mangara un faso. Estaba de buen humor y no se lo hubiese negado. Pero requería del concurso de mis escasas fuerzas para dar arranque a un auto desvencijado, un Renault 18 break. Uff.
Era sobre cerca de una de las rotondas de la avenida principal, es decir una de las pocas calles de doble mano. Estaba mirando hacia el norte, a la loma. Agarramos cada cual su flanco y avanzamos un par de metros y con muchísimo esfuerzo. Algo dijo el conductor, un viejo gordo casi enclenque. Dejá, pá, te vas a cagar la pierna, le dijo el pibe. Y dirigiéndose a mí: quiere que lo demos vuelta. Uffff.
A tomarlo por delante, doblar, y ponerlo en dirección a la calle nueve de julio, para la que faltaban unos cuarenta metros. Fue un poco más fácil. Al tercer cof-cof, pareció arrancar y antes de recibir el saludo del pibe, me fui. Temía que se les volviera a quedar, pero de refilón, mientras apuraba el tranco, vi que avanzaban a paso lento pero inexorable.
Me sentía agitado. Qué comienzo del día. Tal vez todo el mundo me estuviese mirando, un poco sudado, con la respiración entrecortada. Pero un faso y ya pasa.

Aquella vez venía con dos amigos y su padre en un Falcon futura, bordó (como todos los Falcon futura) y nos quedamos a un kilómetro, más o menos, de la entrada de Trelew y los tres a empujar la catrasca cargada por nuestro equipaje de flamantes universitarios. Y así por las calles principales de Trelew, parando ante cada semáforo, recibiendo un coro de puteadas como nunca he vuelto a escuchar en persona.
Así fue la bienvenida.
En el pueblo es bastante usual que los autos se queden y que cualquiera se acerque a darte una mano sin que haga falta pedirlo. Acá, que es un pueblo, pero un poco más grande, eso casi no se ve. Al menos por las calles que yo frecuento. Tal vez esa mística se conserve en los barrios. No lo sé.
Pero esas puteadas me quedaron grabadas.

Podía haber ido a La Plata o a Río Cuarto. No sé bien cómo caí acá. O lo tengo negado y no quiero recordarlo. Allá hubiese sido distinto: no me hubieran recibido a puteada limpia.

24.2.06

Pantalla del mundo nuevo

Varias cuestiones.
La educación no es joda, dijo Arturito, y fundó un instituto universitario.
Hay que darle una mano al compañero, apuntó un peronista, y le pidió algún folleto.
Informática, niveles inicial, intermedio y avanzado. Tres grupos de catorce personas. Horario a convenir. Ocho lucas de anticipo, y ocho más al finalizar el curso.
Una organización pública es un traje hecho por un modisto primerizo con las sobras de las sobras.
Tengo seis horas a la mañana, qué me das a cambio, un sueldo miserable, hecho.
¿Y qué sabés hacer?
Yo cuento, tu ordeñas, él resta, nosotros peleamos, vosotros mentís, ellos pierden.

Antes de entrar en materia e incluso de conocer los nombre de los participantes del curso, el tipo de camisa rosa camina de una punta a otra de la pequeña aula enfatizando diplomas y experiencias, apellidos y puntos del mapa. El pedestal le sienta bien.
La informática ha cambiado el mundo, dice, y se florea en ejemplos. Al pasar deja caer una amenaza: ya nada será como ha sido. La transmisión de datos al instante, la gestión de infinitos catálogos, el rol mismo del hombre en la nueva sociedad supondrá nuevos desafíos. Más temprano que tarde, internet revolucionará las formas de la información, del conocimiento, del ocio, incluso del trabajo que ustedes realizan.
-A ver vos, por ejemplo, qué función cumplís en la organización, qué hacés:
-Café.

Los venenos

Ibamos con Pablo y un pibe más, un poeta trunco, que me habían presentado hace no mucho, con el que compartíamos alguna preocupación filosófica y la simpatía por determinado vino.
La noche era triste y después de deambular por algunos bares muertos a manos de la indiferencia, decidimos quedarnos en el local que lucía más solitario. Era enorme y no había más que un puñado de muchachones que se apretujaban en torno al escaso ganado femenino.
Nos quedamos al margen, fumando, charlando un poco a los gritos, supongo que sobre Spinoza, que fue el último tipo interesante que pisó la faz de la tierra.
Una de las chicas se arrimó, mitad por escaparse de los salvajes, mitad por pedirnos fuego, o cigarrillos. Yo llevaba unos Gitanes negros sin filtro que eran una deliciosa bazooka. En cada pitada se sentía el blando humo azulino y una patada feroz contra el pecho y la sola revelación de continuar en pie que daba una vaga sensación de eternidad.
Prefirió un rubio y quedarse en nuestra compañía.
Andaba de paso. La semana siguiente volvería a La Plata, a los exámenes, a su violín tocando Brahms en la peatonal.
Cuando le repetí mi nombre se dijo y me dijo: y por qué a mí me sale decirte Ulises.
No sabría decirlo con la precisión que otros tienen, pero supongo que hay la puja por llegar a cierto sitio que me fue amputado y no lo recuerdo. O incluso mejor, vos sos Circe y en el humo del cigarrillo puesto en tu boca ha hecho de mis amigos un par de cerdos.

23.2.06

Este sábado

Para el último fin de semana de febrero suelo reservar un ritual que me ha recomendado algún viejo, pero la verdad es que por escasez de medios y, por qué no decirlo, de la suficiente dedicación a mi propia persona, me vi en el deber de hacer un par de correcciones a la formulación primigenia.
La idea es que una buena caminata por la playa a finales del verano es útil para prevenir las gripes más virulentas.
Pongamos que el final del verano ocurre durante el mes de marzo y para esas fechas no tengo quien me acompañe, de modo que debo adelantarme a que lleguen los fríos. Entonces aprovecho uno de estos sábados en que la noche trelewense no ha resucitado aún y me escapo a Playa Unión con algún amigo que tenga auto.
Allí no hay mucho más que un par de cuadras en las que se agolpa una multitud que no permite andar más rápido que un anciano a pie y que se integra, en su mayoría, por otros como yo, que buscan un sitio donde ver la misma gente de siempre, sólo que ahora concentrados en la pequeña villa.
Y la caminata queda reducida a unos pocos pasos en la playa, hecho lo cual me quito zapatos y medias, arremango los pantalones y dejo que venga a mis pies el agua del atlántico. Practicado el bautismo, ya puedo volver a casa con la tranquilidad de que las gripes me tomarán desprevenido, como hasta ahora lo han hecho, pero que he de volver, al cabo de un año, a cumplir el mismo rito.

Chuy

no querría ponerme trágico pero el día esplende, es una canción que mece la cama a despecho de las patas, que sí, que no, bueno sí, pero ojo que es sí a falta de mejor alternativa porque sino bien que me quedaría ovillado y que me tiren los perros, a ver quién se anima, pero la pucha que lo largó, también hay voceos que vienen desde la almohada, que dicen algo que parecido a no, no, no, por favor y sólo por llevarle la contra al día que es noche pero esplende, me quito el traje de fantasma afrazado y pongo un piecito en el piso, y después el otro, tiritando de otoño caído como garrotazo, qué le costaba ser paulatino, che, hagan juego señores, media hora tarde, ¿quién da más?, qué le costaba postergar un par de semanas el estreno de las mañanas chuy, acaso un par de millones, mejor tomarlos a todos durmiendo sin remera, hoy mejor no me hablen que los muerdo, a ver quién se anima a darle a la campañilla, pim pim, la puta, ¿quién es? ¿holá? ¿Jorge? Soy... yo, Silvana, y ladro como si lo tuviese ensayado, ladro de ganas de besos en el morro, pero ladro al fin

22.2.06

Reencuentro

Nos encontramos por azar y no le importó demasiado que yo estuviera con otra persona, más precisamente con una persona que se prodigaba en una cercanía para conmigo que connotaba un cierto cariño o, cuantimenos, una cierta novedad.
Igual se acercó.
Se había puesto su mejor sonrisa. En todos y cada uno de sus dientes llevaba el mismo brillo que un buen tiempo atrás había servido para encadilarme, pero ya no. Ahora sólo servía para distraerme, cuando no para sacarme de quicio, porque en el fondo se tendía a comportarse como una criatura. Primero cometía algo digno de que yo se lo reprochase y después, como perro que volteó la olla, se arrimaba, me sonreía, y al cabo de unos pocos minutos yo no sólo había echado al olvido la ofensa padecida, sino sabedor del error que había cometido, me las ingeniaba para llevar esa sonrisa al paroxismo.
Soy un tipo fácil de tentar.
-¡Hola!
-Hola. ¿Cómo estás?
-Pero muy bieeen,
-¿Sí?
-Sí.
-¿Me hacés un favor a la memoria de aquellos buenos tiempos?
-¡Claro!
-Decime buen día.
-¡Buen día!
Creer o reventar. Decía buen día y lograba que mi día fuese bueno, aunque esta vez no estábamos en las condiciones ideales: comenzaba a caer la noche y yo estaba acompañado, pero siempre hubo algo en su voz, ahora que lo pienso se me ocurre que ha de ser algo parecido a lo que yo veía en sus dientes; pertenecía a la casta de la gente de piedra, capaz de llevar una cara que no se compadezca con el escenario y seguir a pie juntillas un libreto.
De piedra preciosa.
Habida cuenta de la renacida complicidad cruzó por mi cabeza con la velocidad de un relámpago, la posibilidad casi necesaria de presentarlas. Fue un desliz. Pensé que estaría a salvo del cortocircuito que se olfateaba en su primera mirada, pero me equivoqué. Y, fiel a mi estilo, me equivoqué de cabo a rabo. Al girar la mirada sobre mi flanco izquierdo comprobé que no había ni la huella del calor sobre la butaca.
¿Se habría espantado ante la reencarnación que se ofrecía a mis ojos? ¿A tanto pueden llegar los celos de una mujer?
A mitad de camino entre la congoja y el desconcierto, volví a mirarla y es probable, aunque yo no sea quien para saberlo, que ante el reproche que veía venirse y acaso esta vez yo no tuviera fuerza suficientes para arrancarlo de mí, sintiese en la cosquilla interior el decreto de volver a sonreír con todos y cada uno de sus dientes.

Quememos el Servicio Meterológico Nacional dependiente de la Fuerza Aérea Argentina

Por alguna demanda social, el domingo pasado anduve caminando a eso de las dos de la tarde por una callecita del centro de mi aldea. Hacía un calor de locos, pero acá calor de locos es cualquiera que supere los 25 grados. Cierta proximidad con el río y su consecuente carga de humedad más el grosor de la piel de cualquier pingüino que se precie hacen que uno empiece a sudar de un modo que lo deposita a escasos centímetros del bajón de presión.
Levanté la vista, el cartel de Fontana e Italia era contundente: 39º.
Hoy es miércoles.
Llevamos un par de días de otoño. De profundo otoño. Con lluviecita helada y todo.
Acabo de oír a alguien que iba por la vereda del sitio en el que me encuentro. Eh, loco, está nevando, dice, y yo miro sabiendo que de ninguna manera puede estar nevando porque hace exactos siete minutos yo caminaba a la intemperie y ningún frío hacía presagiar que nevase. De todos modos, es 21 de febrero. No. No es nieve. Es aguanieve.

21.2.06

Clave

La clave es no respirar, decía el viejo mientras sostenía en su encallecida mano una tetera por cuyo pico escapaba con rumbo al techo un vapor que hacía que los conterturlios, mudos testigos del prodigio, temiesen por la inminente fuga de la tetera o mejor de la mano sobre la que se erigía, como si pudiera el temblor que a ellos asistía mudarse a ese otro cuerpo que ostentaba algo más que el vigor de una mano tapizada de callos.
La clave es no respirar, repito yo, con la bolsa de nylon en la cabeza.

Vindicación de Oniria

Acabo de contarle mi rutina cotidiana a alguien que se sorprende que pueda venir a trabajar a las 6.45, hacer vida civil y sacarle todo el jugo posible a la noche. Eh!, el ideal tuyo sería un día de 36 horas, me dice. Le respondo que esas horas, 7.30 AM, me vería igualmente cansado.
¿Y si fuera cierto que hay una pastilla que nos permitiera estar descansados con sólo dos horas de sueño al día?

No sé de dónde extraje alguna vez un detalle que me gustó mucho: el sueño es el metabolismo del pensamiento.
Pues bien, suponiendo que encontrásemos un remedio a la fatiga que no suponga el acto de dormir, ¿con qué sustituiríamos al sueño? ¿con alucinógenos?
Si se recomiendan ocho horas diarias de sueño, diríamos que la relación ideal vigilia/sueño es de 2 a 1; pero la vida moderna nos ha limita a escasas seis horas de sueño, con lo que la relación es de 3 a 1. ¿Qué pasaría si extremásemos el cociente hasta llevarlo a la friolera de 11 a 1?
Suponiendo que a mayor vigilia, más pensamiento, tendríamos también un aumento de los residuos provocados por su acción pugnando por el cada vez más breve período de sueño.
A juzgar por mi experiencia en la materia, creo que el resultado que cabe esperar de este engendro es una sucesión enfermiza de pesadillas en technicolor.

Por ganarle tiempo al tiempo, anoche, al cabo de la cena frugal con que acompaño a mi vasito de vino tinto y antecede al último cigarrillo, decidí aprovechar la fresca y acostarme una hora antes de lo habitual. Naturalmente que, para hacerlo, me puse la ropa de Finnegan y solicité una prórroga más a una contestación que debo y a la composición del mapa de un cierto relato que no puedo ordenar con mi propio fluir.
Sólo logré despertarme una hora antes. Eran las cuatro y media. Me soñaba en pleno escarceo con G. Le lengüimordisqueaba la pantorrilla a lo que ella respondía en un balbuceo su voluntad de ser faenada para ofrecerse en banquete a mí. Sin dejar de hacer lo mío, dejaba volar la fantasía hacia esa improbabilidad cuando me desperté.

Volver a dormirme por un lapso tan breve como el faltante para que el reloj diese la alarma, me condujo a un semisueño más cercano de mis cavilaciones vespertinas que al programa anterior. Bosquejaba apasionadamente un manual para el amante caníbal. Se me hacía agua la boca con sólo evocar su gusto salado durante una tarde de calor.
Ya lo tenía decidido.
Pediría el consejo de mis amigas para los capítulos estrictamente culinarios. Hay en el mundo de las especias, según me cuentan, las Indias que yo aún no he descubierto, y puntos de cocción insospechados, que varían conforme a la edad del amante y la presa elegida para la oportunidad, y un vino ideal para acompañar cada plato y una mesa apropiada a cada motivo.
Para ahondar en los secretos de la faena, recurriría a la sapiencia de mi padre, en lo posible a través de una experiencia que me permita vivenciar cada paso: la preparación del individuo, su alimentación durante las horas previas, el sitio justo para practicarle el corte letal evitándole tensiones innecesarias, la técnica del desposte para el aprovechamiento óptimo de cada pieza seccionada.
Y bon apetit.

Madrenuestra que estás en el sueño
la inspiración nuestra de cada día dánosla hoy.

20.2.06

Pies de barro

Hace una semana Piro consideraba la senilidad de uno de los pensadores que el suplemento de Cultura de Perfil ha escogido para llenar su contratapa puesto, en aquella ocasión, a analizar el deplorable estado de las veredas porteñas.
Sin embargo su compañero de página no se queda atrás. Sin ir más lejos, en la edición de ayer, nos obsequió una intervención que es una verdadera fiesta para la razón.
Por supuesto, el artículo comenzaba con una cita. Esta vez se ocupó de una frase atribuida a Borges (o a su caricatura, tanto da): aquella en la que decía que la democracia es un abuso de la estadística.
En plan de refutar tal sentencia, a las diez líneas se permitió decir que es la estadística la que abusa de nosotros y puso como ejemplo, cuándo no, la tristísima gestión gubernamental al servicio de la lucha contra la inflación.
El que no lea Perfil se preguntará qué hace un comentario de señora gorda en la contratapa de una sección cultural. Sinceramente no lo sé.
Sí sé que, a partir de un libro de Osborne, Reinventar el gobierno, que el ex vicepresidente estadounidense Al Gore tomó como propio, se instaló la tendencia de medir el impacto económico-social de cada etapa de la acción estatal con miras a revertir las habituales prácticas discrecionales que estilan llevar a cabo los conductores de la cosa pública y que, a partir de eso, los organismos multilaterales de crédito se encargaron de extender la ola a cada uno de los países en vías de desarrollo a través de sistemas de evaluación de la eficiencia en el uso de los préstamos por ellos otorgados.
Inexorablemente, la medición continua de la eficiencia pasó a formar parte capital del proceso de reforma del estado, fogoneada, claro está, por el poder de coerción que siempre tiene un acreedor insoluto.
A pesar de ser loable la intención, la precariedad de esos sistemas de evaluación era proverbial. Por caso, deja bastante que desear el pretender que a mayor cantidad de desembolsos, mejor sea la calificación de la unidad ejecutora de un programa de inversiones porque bien puede darse que, con tal de engrosar la cifra se burlen todos los procedimientos que atañen a la legalidad. Y, llegado el caso, medir la legalidad (o en todo caso sus desvíos) es algo un poco más complejo que sumar el monto de las órdenes de pago.
Del mismo modo, por dar otro ejemplo, a nivel educativo se pondera el costo de la universidad pública cotejando el monto total invertido con la cantidad de graduados, lo que naturalmente da un número estratosférico para los ad lateres del control del gasto público y, por otra parte, se instala la idea de que para ser más eficiente la universidad debe expedir más diplomas, sea como fuere. Eso por no mencionar la cantidad de estudiantes que dejan a la mitad sus estudios, equiparando el monto invertido en ellos a dinero derrochado cuando, en realidad, una buena parte de ellos pueden ser útiles a la sociedad incluso en su carácter de productos semiterminados.
Con esto quiero decir que la culpa no es de los índices. No es por culpa de la campana de Gauss que haya tanta gente que atraviese penurias económicas ni es por el teorema de Bernoulli que tanta otra se mate en accidentes de tránsito. Son sólo cifras derivadas de modelizaciones.
El punto es que la bondad o no de esas modelizaciones expone groseramente al segmento social menos preparado a la manipulación por parte de aquellos que se cuidan el traste mostrando cifras. Las enormes posibilidades que nos abre el auge de la informática son un arma de doble filo porque, sin la capacidad de procesar la marejada de datos que cualquier Juan de los Palotes dispone, corremos el serio peligro de volvernos mucho más ignorantes de lo que hasta ahora hemos sido.
Pero qué hacer ante este fenómeno, ¿quedarnos de brazos cruzados maldiciendo a la estadística o indagar cuáles son las bases con las que un periodista, un empresario, un hombre público nos informa que ha bajado la cantidad de delitos en un distrito, ha aumentado la generación de empleo o el tamaño de los senos de las mujeres de más de 35 años?
Más que nunca nuestro límite está dado por la capacidad que mostremos a la hora de separar la paja del trigo y en este punto reverdece la importancia de los espacios en que pueda refugiarse la capacidad de pensar y, sobre todo, de pensar distinto.
De otro modo, incapaces de distinguir entre causas y consecuencias, estaremos a merced de los que nos prefieren ignorantes como en aquel capítulo de Los Simpson en que la amenaza un meteorito alteró la paz de Springfield y, descubierto el error de cálculo, fue Moe quien encabezó la horda a la voz de “quememos el observatorio así esto no vuelve a suceder”, una frase tan argentina, tan de señora gorda, tan de contratapa de suplemento de cultura que dan ganas de llorar.
A menudo, a propósito de alguno de los espasmos que le debo a la falta de medicación, quisiera ser poeta para trocar en peluche a tanto monigote para golpearlo hasta que me sangren los nudillos.

Advertencia al carroñero

Al cumplir 31 estrené la obsesión de imaginarme víctima de una prematura muerte que no puede demorar más que unos cinco años. Asumida esa verdad de raíz más bien esotérica, cambié alguna de mis conductas habituales. Todo sea por estirar cuanto fuese posible el viaje.
Me preguntaba, ya sumergido en el hábito de meditar lo que a ninguna parte lleva, qué sentido tendría, por ejemplo, dejar de llamarme Jorge Mayer y escribir en todas partes que mi nombre es Jorge Javier Alfredo Mayer. Ninguno más que distinguirme del otro, el que dirige la carrera de ciencia política en la UBA y ha tapizado la calle Corrientes con su libro sobre Alberdi. Pero, suponiendo que alguien me conozca con mi nombre -digamos- comercial y de la noche a la mañana se encontrase con mi nombre civil y le diese por componer una fantasía en torno a lo que cada parte del mismo representa y, a su vez, qué artificio de posicionamiento encarna que yo firme lo que firmo como si me llamase sólo Jorge, el hijo de Mayer.
¿Sería el modo de huir de la falta de musicalidad de un nombre semejante? ¿O estaría detrás de esto la consabida fórmula de utilizar un nombre que lleve la misma cantidad de letras que el apellido?
Mi estimado carroñero: sepa usted que en mi barrio, que es decir en mi pueblo todo, sigo siendo Jorgito, el hijo del carnicero. No busque otra cosa que se irá con las manos vacías.
Del mismo modo, se lo ruego, evite elucubrar mis razones y mis logros bajo la menesterosa luz de los propósitos que guían su propia vida. Que no me entere. En tal caso le garantizo que si he sido molesto en vida, no espere nada distinto cuando me toque volver. Sea bajo la forma de fantasma, sea bajo la sabiduría indiferente de un gato.

Otro sí

Tiene razón Silvia.
Acá metió mano Joyce y no sé por qué me lo niego a mí mismo. Tal vez, y me ocurre pensar esto durante la frontera entre viernes y sábado y a partir del afortunado encadenamiento entre el whisky, un sueño reparador y el Beethoven que me despierta, la responsable de la negación que acabo de echar por tierra es la propia Nora Barnacle. Siendo suya la voz que le da letra a la apoteosis de Molly Bloom, aunque para elevar todavía más el mito de Jimbo se hayan borrado del epistolario las cartas (las costuras) que podrían probar cuánto le debe el autor a su mujer (la mano del sastre), no puede uno evocarla sino con un sí rotundo, desmesurado, resto triunfal de un periplo vertiginoso cuesta abajo por la estrecha cornisa de un camino de montaña.
Entonces es no a Joyce y sí a Nora, a su eco extendido a lo largo de los tiempos como un mantel blanco a la espera de un banquete, al reclamo que no por repetido e irresuelto se convertirá en reproche de anestesiar la sílaba si, tomar de ella una muestra y mostrarme capaz de reproducirla y multiplicarla y por fin, de una vez y por todas, entenderla.
He dicho no y no quería otra cosa que ponerle carne al deseo de decir sí. De nuevo, sí.

Muera el perro/4

Esperancita, Kaputt // Lamia, Doke libertario // París era una orgía, A mi manera // El círculo, El bosque de los signos // Letras, enroques y mitos, Humphrey Bloggart // El judezno, Nébula // En la celda, Dubón.es // Monserrat Álvarez: inéditos ahora en la red, Kurupi // Jan, La chica irónica // Truman Sorrentino, el cazador oculto por Rodrigo Fresán, La miel y el cuchillo

19.2.06

Vanidad

Si el crítico echa más luz sobre sí mismo que sobre el texto que toma por objeto de análisis, y luego de declarar eso dice algo así como "sin embargo, fulanito no derramó toda su tinta en vano", que es casi como decir que no vivió toda su vida al pedo, uno no puede menos que pensar que es el crítico quien no ha vivido toda su vida en vano, aunque cueste rescatar de ella algo.
En fin.
Ni pena ni gloria.

Finnegan´s way

diseño de Aydesa diseño de Aydesa



Admiro profundamente la obra de Francis Scott Fitzgerald, en particular a ese personaje oscuro llamado Finnegan, de profesión escritor, aunque a lo largo del cuento que lo tiene por protagonista, parece que no escribe otra cosa que cartas pidiendo adelantos a cuenta del futuro gran libro.
De momento se me ocurre que Finnegan´s way sería un título más que apropiado para esos trabajitos que cada tanto encaro y siempre naufragan antes de que pueda redondearlos. Pero no se tome esto demasiado en serio: creo que es otro de esos rodeos que doy antes de abandonar algo que recién estoy comenzando.

Y los diseños son de Aydesa, a la que agradezco todalavidamente.

17.2.06

Los síes

Sí en la elocuencia Sí por dios y la patria Sí en la carencia Sí por estos santos evangelios Sí acepto Sí como a los locos Sí prometo Sí con el mentón Sí juro Sí en la adhesión Sí a la bandera Sí a la adición Sí como esposa, Sí con la adicción Sí hasta la muerte Sí por la aflicción Sí dejar de pensar en la importancia de la sílaba si.

Digresión de conventillo

El juicio por el que se promueve la destitución como alcalde porteño de Aníbal Ibarra es inviable desde todo punto de vista. Eso está claro. No menos evidente resulta que los hoy integrantes de la sala juzgadora más temprano que tarde ocuparán los puestos más relevantes de la administración nacional, aun cuando, a tenor de los méritos cívicos que exponen, deberían disputar su alimento palmo a palmo con las ratas.
Pero más allá de esto, de las chicanas de ocasión, de la oquedad de las flamantes instituciones capitalinas, de la inestimable cooperación prestada al show business por algunos familiares de las víctimas de Cromañón, los ribetes cómicos que alcanza el debate son extraordinarios. Nuestra pequeñez no es digna de ellos.
El tema del día es la -también inviable- renuncia a integrar la sala juzgadora por parte de un legislador saltimbanqui y el conventillo que se armó en torno a eso. Pues bien, de todo esto, el gag que más he celebrado es uno que le debo a clarín y que a continuación refiero:
También a favor de la continuidad del proceso se mostró el constitucionalista Gregorio Badén: “Hay que seguir el juicio normalmente. La ausencia de uno de los integrantes no provoca ningún inconveniente para funcionar. No es necesario reemplazarlo pero se puede hacer”, evaluó esta mañana.

El hombre se llama Badeni y es un jurista tan pero tan destacado, que llegó a integrar la corte suprema de justicia en los años previos al aquelarre menemista, y badén, según su acepción más usual, es obstáculo artificial alomado que se pone de través en la calzada para limitar la velocidad de los vehículos.
Con lo cual, un tipo honorable, respetado por sus años y por su ciencia, más allá de que por esta vez yo no coincida con su opinión, se ve mágicamente convertido en un retardador de velocidad, un lomo de burro, una digresión inoportuna.

16.2.06

Los noes

Llevo poco dinero en mis alforjas y debo tomar, antes del día 20 (a más tardar el 22) una decisión capital para mis intereses. Llegado el caso, sé que no habré de pensarlo mucho. Yo soy de esas personas que cuando se plantean meditar sobre un determinado aspecto que requiere un dictamen perentorio acaban por mancarse. Ese proceso es una tortura porque el apremio por alcanzar la resolución torna morosa la más estúpida de las definiciones, es decir la primera que se posa en nuestro entendimiento, pero a mitad de la puesta en marcha se ve que la cosa viene flaqueando y volvemos sobre nuestros pasos, no sin un cierto arrepentimiento con un regusto entre ácido y amargo. Y a cualquier actor de una republiqueta espasmódica le ataca sin vuelta de hoja el deseo inaudito de tomar el camino exactamente inverso, como si el mundo todo se comportase bajo una lógica binaria.
Hay, lo presiento, un no grande capaz de llenar los vacíos que deforman la percepción, y una serie de pequeños noes que no garantizan ninguna concreción más que la mera postergación de los trámites. El primero, sigo presintiéndolo, es un camino sin retorno, una apresurada quema de naves con tal que todo se reduzca a victoria o muerte, mi reino jugado a manos de la casi mitad colorada de la rueda. El otro es la certeza de la incertidumbre a perpetuidad.
Con uno, lo gastaría todo hoy mismo, que es apenas 16. Con el otro, nunca cuánto es todo, cuánto es nada.

Bot

Decir verano es decir dos semanas de vacaciones durante las que no amainará ni siquiera un par de horas el viento que siempre está, pero con algo de rabia, acaso él también con la presión un poco baja y de mal humor y ver en la televisión como en otras playas siempre hay sol y siempre hay mar y siempre mujeres con ganas de desnudarse y mandarse a una piecita con el primero que articule un verso más o menos, pero acá es diferente, sobre todo porque acá playa le llaman a un sitio lleno de piedras situado frente al mar, al que se llega, si uno no toma la precaución de conseguirse otro medio de locomoción, a través de unos colectivos verdecitos, bastante deteriorados que son una porquería en comparación con los que yo tomo siempre, que tienen los colores de la bandera francesa. No quisiera hacer la prueba de treparme al estribo de uno de los verdecitos, no al menos sino después de pensarlo unas veinte veces, o el tiempo que sea necesario para quitarme de encima la sensación de vivir entre gente excedida de peso. Es una precepción extraña, lo admito, como de claustrofobia, todos esos cuerpos húmedos que no dejan de crecer y echarse sobre mí, que no puedo oponer ninguna defensa, y todos portando un pesado abrigo, o una incómoda bolsa, o indisimuladas carteras, o dictadores de cuero con forma de maletín, unos y otros rozándome, privándome del oxígeno, interponiéndose en la ventolina de ventanilla que adivino en el peinado de una señora gorda, a punto tal que no me asombraría que al cerrar los ojos invocando la presencia del sueño vengador, no pueda volver a abrirlos.

15.2.06

Taras

Le gusta hablarme de su trabajo, de las campañas, de las revistas; yo simplemente escucho, cada tanto meto un bocadillo, pero no le pago con la misma moneda porque reputo de mal gusto pasármela hablando de trabajo aunque, todo la verdad sea dicha, si estamos hablando de traficar belleza quizá en su charla no me enfrente a un trabajo que pueda medirse con la vara de lo convencional, y dice muchas cosas y alguna que otra de esas cosas me salpican los mocasines y la botamanga del pantalón y yo no sé mucho cómo ponerme porque presiento que poco me importa si el Marcos que menciona es Ferdinando o el Subcomandante, pero qué voy a ponerme a pensar yo de padrinazgos y de extranjería si el mismo día, y casi sin solución de continuidad, me baja la presión por los 39.5 de allá afuera, vuelve a trabarse la maldita barra espaciadora y no tengo ánimos de salir a la calle a buscarle un remplazo y escribo, poquito pero escribo, sobre conchas y en lapicera, en algo que de movida se ofreció como un eslabonamiento de razones más o menos enfocadas pero que el curso de las horas convirtió en una carta de amor escrita sobre arenas movedizas, y no sobre generalidades sino sobre una y en concreto, pero en realidad prefiero evadir el tópico un poco porque sé que si ella habla de su agenda sin un renglón miserable a mi disposición es precisamente por escaparle al reposo, al lugar común con un tipo común que si bien le reportará una razonable estabilidad, nunca será capaz de ponerle los puntos sobre las íes. Pero uno, yo, ella, tanta gente que creo conocer, entabla con tanta facilidad un apego por aquellos que nos tendieron una mano en los malos momentos que la entiendo perfectamente cuando trata de no pensar en que su etapa está terminada desde hace mucho tiempo y que si bien los meses pasan dejando una ligera cosquilla, se está tan bien así que sería un pecado imperdonable macular una carrera de tantos años. Y entre lo no dicho, creo, lo más grave es pensar que ella, en este mismo momento, está pensando algo parecido sobre mí.

14.2.06

Apunte de cocina

No sé de qué venga el asunto, pero lo cierto es que llevo unos días atroces o, para mejor decir, unas noches atroces, de esas en las que ni siquiera me dan ánimos de enchufar la computadora y sentarme a escribir algo lo que, cuando uno asume ciertos compromisos, se convierte en todo un problema.
Porque no es que escaseen las ideas sino que la mano se endurece y la ráfaga que se encarga de los dictados se aleja de mí y debo vérmelas con el avance ínfimo, casi de hormiga, con tal de llegar al bendito punto final.
Así, el miércoles o el jueves pasado, ya no lo recuerdo, pretendía dedicar el fin de semana a trabajar la refutación de un texto desafortunado de la pluma de alguien que goza del favor del gran público y es a los cuatro vientos festejado por cultos y legos aun cuando su corrección no sea más que gramatical, dando cuerpo a la idea de otro alguien que hace no mucho dijo que escritor es cualquier dactilógrafo con buena redacción.
El caso es que en un estado como el que me toca atravesar, resulta bastante improbable que los argumentos no sean más que falacias que por elípticas no dejan de ser tales y con el paso de las horas y de los días se me ocurrió que llevar la “discusión” al terreno de los llanos argumentos terminaría por caricaturizar mi rabia por sus exabruptos.
Amputada mi aptitud para encadenar razonamientos, extranjero en los dominios de la poesía, para salir del pantano, durante las últimas horas del domingo comencé a redactar el texto que fue publicado ayer en kaputt. A resultas de la batalla contra la depresión y la fatiga escribí los parágrafos uno, dos, tres, siete y seis, en ese orden, y de una sola vez, sin detenerme a corregir las repeticiones, las cacofonías ni los defectos de concordancia.
Me llevé el manuscrito a la cama, volví a leerlo con el esfuerzo que implica para mí decodificar los garabatos que escribo al vuelo y me sentí complacido por el brote y ya en plena marea onírica vi las cuatro carillas oficio mancilladas con esa letra salvaje como piezas dignas de exposición, después de todo no se veía en ellas ni una sola tachadura; al contrario: los firuletes que dibujaba cuando las eses o las efes denotaban claramente mi felicidad.
Al despertarme, con los ojos todavía pegados por el madrugón, volví a echar una mirada sobre los folios y colegí que algo había pasado en el medio, algo que no podría remediar durante una larga mañana de trabajo.

Primeros ensayos con wordpress

Bajo las leyes de blogger todos somos libres hasta el límite más o menos remoto de nuestra impericia. En el condado wordpress la versatilidad es prefabricada. Ante la disyuntiva emerge, con brillos de fiel amante, la duda.

13.2.06

Muera el perro/3

Feliz día, mi amor, Kaputt // Correspondencia Arendt-Heidegger, Apostillas // Leyendo a Sade, Dubón.es // Sobre las jergas del habla hispana, Gatopardo // Polémica'í, Kurupi // Recuerdos del futuro, Con las tripas // Réquiem para Gabriela, Gioconda de cabotaje // Los Altares, Temakel // Los Altares, ChubuTur
Sé que vos lo sabés mucho mejor que yo, pero bien vale que, si no lo hice antes, lo deje anotado aquí: un día terrible no se olvida con sólo tomar la precaución de arrancar del calendario la hoja que le toca porque hay también la memoria insobornable del cuerpo que, a su modo, siempre te dirá que las grandes cosas no le ocurren a pequeños hombres.
Y si de algo sirve, mi abrazo.

12.2.06

Una astilla

Los domingos echo de menos a dios, o al menos recuerdo los años en que todavía no me había rebelado y junto a papá, mamá y las chicas, íbamos a oír los interminables sermones del padre Aldo que, por lo demás, era bastante simpático y nunca dejó de visitar nuestra casa con cualquier motivo: podía ser que mamá faltase un domingo a la iglesia y pretendiese recibir alguna explicación o que simplemente le diera hambre caminando por el barrio y sabedor de que a nuestra mesa siempre estaba convidado, llegaba, me preguntaba cómo íbamos en la escuela Malau y yo y si pensaba pasarme la vida sin dar el estirón. Ya sabés cómo me gusta a mí, Gabi, decía, y la vieja espolvoreaba la sal como nieve sobre la planchuela y ponía sobre ella la chuleta con la maestría que nunca dejó de habitar esos dedos regordetes que incluso ahora llevan las uñas descuidadas. Y de cuando en vez la hermana Ñaqui, como le decíamos, o Anastasia, y siempre decir aunque sea un padrenuestro antes del primer bocado para sabernos en la gracia de dios, ya que el pan nunca nos faltaba y las risas sin causa y el vasito de vino. Pero después llegó el padre Hilario, que era un mal ejemplo según mi padre, y un viejo borracho, según mi madre, porque atendía a la feligresía, a cualquier hora del día en que alguno se apareciese por la parroquia, detrás de una escandalosa humareda y con aliento de haber estado tomando y no poco precisamente y la hermanita Sara que dejó los hábitos para irse a vivir con don Valenzuela, y qué le habrá pasado a Ramoncito que dejó a su esposa para enredarse con una monja descarriada, por dios santo, Jesús y los apóstoles. Y por último un cura, el más reciente, uno joven, muy delgado y con barba, que retomó la costumbre sacerdotal de venir a casa a almorzar. Cómo lo quería la gente a ese muchacho, si hasta mi propio padre empezó a concurrir a esas tertulias que organizaba los viernes en las que no faltaba ni el campeonato de truco ni la ronda de chistes verdes. Por supuesto que la gente que se había enganchado con Hilario dejó de ir y aparecieron en misa, en cambio, muchos otros, que por primera vez se sentían agraciados y dispuestos a ser los corderos de una misión pastoral que no duró más que dos o tres años, porque el ala disconforme de los corderos empezó a repartir malos comentarios y el curita nuevo tuvo que enjugar las lágrimas de mi santa madre con una explicación que no acabó por llenarla: algunos son faros, Gabi, y a mí me toca ser buque.
Pero por echar a menos a dios es que él se siente convocado y viene a mí cuando menos me lo espero. Por ejemplo hoy, que me pasé la tarde con el trapo de piso y a cuatro patas acabé por dejar reluciente hasta el último rincón de mi casa, aunque puede que en este punto exagere y a poco que profundice el examen me dé cuenta de que sigue habiendo polvillo en algún sitio, pero si lo hice no fue porque tenga especial apego por las tareas domésticas, ni porque esto sea la rutina de todos los domingos sino por una razón apenas banal: el único modo en que puedo quitarme de encima el domingo es la perfecta fatiga, no tengo otra manera de dormir. Pero al cabo de la faena sentí que trepaba por mi pierna derecha un dolor que me dejó casi inmóvil bajo el chorro helado de la ducha y recién en la cama, y después del enorme esfuerzo que hice para llegarme a ella, comprobé la raíz del dolor: una pequeñísima astilla de vidrio, casi imperceptible a mis ojos, se había incrustado en el segundo dedo y con mis dedos cada vez más grandes y más torpes puestos esta vez en forma de pinza, la arranqué de mí para echarla dentro del inodoro.
Dios existe. Todavía camino, pero el próximo domingo, me lo prometo, saldré a pasear.

11.2.06

Profecía

Sábado metaboliza semana.
Oír la novena sinfonía de Beethoven y echar de menos un momento del inescrutable futuro, uno en el que la agonía sea tejida con la paciencia bastante como para despedirme de los míos, llamando a cada uno por su nombre, como cuenta el libro que alguna vez hizo Juan, el continente del mejor de los amores.
Pensar en Juanita sirviéndose de contrabando un trago de sidra durante su última navidad, a la vista de su joven esposo, Barrio viejo, Barrionuevo, que la miraba impávido, como esperando que llegue la ocasión en que a la viejita que supo querer y se esfumaba le ocurriese el último impulso que se permite a los condenados.
Imaginar que el camino es algo así como un método para limpiar toda la inmundicia concebible con una escobita que de tan pequeña apenas se deja tomar por una mano.
Y ya, ayuno de porvenires, dejar que la cinta corra, una y otra vez, y como un Moebius de respiración agitada reclamando en ese último destello la redención.

10.2.06

La ley de la horda

Me duele Las Heras.
No sé bien en qué punto del mapa se encuentra, pero sí que las principales ciudades de la provincia de Santa Cruz son sus cabeceras departamentales. Semejante territorio está dividido en cuatro franjas de norte a sur, cada una con su puerto: Río Gallegos, Puerto Santa Cruz, Puerto San Julián y Puerto Deseado. Desde que los pingüinos asaltaron, voto popular mediante, la casa de gobierno cobró un relativo auge un pueblo del extremo andino: El Calafate.
Las Heras no existe. Es un pedazo más de la patagonia sin nombres propios. Pertenece a la cuenca petrolera del golfo San Jorge, lo que hace diez o quince años, cuando mi pueblo se caía a pedazos, la convirtió en una meca para cientos de desocupados, tal como un ignoto paraje neuquino llamado Piedra del Aguila.
Al parecer es un sitio lo bastante inhóspito como para que mis paisanos escogieran vivir separados de sus familias. No me asombra: el frío es aún menos piadoso cuando crujen las tripas.
En estos días, y sólo por estos, Las Heras es noticia de los medios nacionales. Hay un reclamo del gremio petrolero, un reclamo que lleva ya varios meses de manifestaciones y especialmente cortes de ruta, detalle nada menor considerando que no hay otra ruta que la número 3. Pero la fuerza de la costumbre ha logrado que eso no llame la atención a nadie. Después de todo, los únicos perjudicados son los anónimos pobladores del paralelo 38 al sur, que padecen los efectos del desabastecimiento de los bienes más básicos.
Pero esta vez mataron a un policía y lo han hecho con una alevosía que no termino de entender.
Repasemos.
El reclamo es salarial. El año pasado los empleados petroleros recibieron un aumento que llegó en una versión bastante desmejorada. La culpa es del inaudito régimen de retención en la fuente del impuesto a las ganancias.
El impuesto grava, siempre lo ha hecho, la renta del trabajo personal y varias otras muchas rentas, a excepción de algunos simpáticos conceptos como los intereses por colocaciones bancarias. Ergo, el fruto del trabajo, paga; el fruto del capital, muchas veces no.
Pero más allá de eso, que responde a una asimetría estructural del sistema tributario argentino, hay un componente de coyuntura que dice mucho de este gobierno: según el último relevamiento oficial, un argentino es pobre si su ingreso no alcanza los 840 pesos mensuales (280 dólares, 240 euros). Pero si tiene un salario por el doble de esa suma es pasible de ver mermado su haber en concepto de pago a cuenta del impuesto a las ganancias. Para más, la escala del gravamen es progresiva. Hay que analizar cada caso, por supuesto, pero para dar un ejemplo grosero: si con 1.800 pesos la retención es de 10 pesos, con 4.000 asciende a 300.
El quid de la cuestión radica en que la perversa política fiscal del gobierno argentino no ha actualizado el monto no sujeto a retención (incluso en algunos casos lo ha disminuido) que se mantiene en los niveles previos a la crisis del año 2001. A resultas de ese pequeño olvido sucede que gran parte de las mejoras salariales obtenidas por los trabajadores de diversos sectores de la economía, han birlado su bolsillo para abultar la recaudación impositiva, esa que siempre nos depara la única noticia que al ministro de economía le complace dar.
Descartemos los componentes locales del problema (la orgía sindical determina que los empleados de supermercado quieran ser encuadrados como camioneros, y cosas así), ¿puede ser esto motivo de huelga? Claro que sí, pero de una huelga general, porque el perjuicio atraviesa a la gran mayoría del universo asalariado. ¿Qué puede hacer al respecto la empresa que los contrata? Nada. ¿A qué negociación puede dar lugar el planteo? A ninguna.
¿Y por qué hay un policía baleado, apuñalado y con la cabeza partida al medio? No lo sé.
Tampoco entendí por qué hace tres o cuatro meses, bajo la excusa de la pobre calidad en la prestación del servicio, quemaron siete vagones de una formación ferroviaria y, por el mismo precio, la estación de trenes.
O se reunieron en Mar del Plata (esta vez la excusa era la globalización) para apedrear vidrieras y saquear comercios.
Pero hay demasiadas cosas que no están bien. Hace un tiempo me causaba gracia leer en algunos foros en los que participo una sobreactuada queja por los retaceos en la calidad del servicio de internet por parte de las tres o cuatro empresas que manejan el negocio. Las justificaciones eran muy sólidas, pero lo gracioso es que los internautas se lo tomaran de ese modo cuando, si de reclamos sectoriales se trata, hay otra gente que no tiene ni agua para tomar.
¿Qué pasaba si quinientos nerds marchaban al Congreso y después a Plaza de Mayo?
Tal vez lo mismo que ha pasado ahora. En cuestión de minutos aparecen las piedras, las bombas molotov. ¿Y qué se supone que haga la policía? Desde luego devolver el orden a las calles y apresar a los revoltosos. Pero no: estos son los tiempos de los derechos humanos. Así que, o mandamos a la policía sin armas, o la represión es salvaje, y por -efecto dominó- aparecen las solidaridades y se multiplican las marchas en defensa de los luchadores sociales.
Sí, uno puede quejarse del precio de internet y convertirse en un luchador social injustamente privado de su libertad porque el derecho al pataleo es lo único que nos interesa de la constitución.
Si, en defensa del más legítimo de los derechos nos comportamos como una horda, no podemos pretender otra cosa que esto que tenemos entre manos.
Una versión más ilustrada en Criticar es fácil a cargo de Manuel Vicent.

8.2.06

El emperador hubiese dicho la suerte está echada (lo que puesto en latín sería hermoso y en castellano carga consigo a la desgracia, a la voz del quinielero y a la de los niños cantores, la pluma del cronista deportivo y la del editorialista dominguero). El idiota, no en el sentido griego, sino en el argentino: o sea, el más idiota de todos, dirá ¿qué suerte? ¿desde cuándo? ¿a título de qué? ¿cómo se atreve? ¿qué pretende usted de mí?, pero la verdad (consumada y a consumar), eso que otros llaman destino, es ésa: la suerte que se echa, el álea, el azar es como el aire, que está en todas partes, incluso dentro nuestro, pero no se deja alcanzar.
El resto es pretender que agitando la respiración ha de vivirse más, en otras palabras la más pura de las necedades.

Heil

Cuando viene don Angel, cierro la puerta. Es el más simpático entre mis clientes. Pero su pensamiento es tan gorila que mi viejo es muy capaz de oírlo y darle una buena sopapeada apenas diga una de las que siempre dice. Tiene un campo en algún sitio que yo ni con mucho trabajo podría ubicar en el mapa y es el único que paga en fecha, pero más que por eso, que no es poco, lo aprecio por la alevosía de su memoria y la generosidad para prodigarse en detalles inverosímiles, por ejemplo las incidencias del partido que Punta Rieles le ganó a La Herrería en diciembre del 44, en el que él, pese a ser de Trelew, integró el equipo vencedor. Así como lo leen. En esos míticos partidos de pueblo contra pueblo se ponía en juego un asado multitudinario, así que no había demasiadas alternativas más que ganar o costear un cordero por cabeza.
Si mis conocimientos de la geografía provincial son frugales mucho más lo son los relativos a la traza ferroviaria. Por eso es que Punta Rieles, en tiempos de progreso, habrá sido un lugar nómade, si se me permite el contrasentido. Ahora, al contrario, ya no puede decirse que el extremo de la red vial sea un punto fijo sino una partícula de lo imposible, algo así como un camarote en el arca de Noé o un campo sin lotear en el cielo.
Pero voy a indagar más sobre el asunto porque yo no acabo de imaginar la bravura de aquel partido del año 44 que don Angel arremete con otra de las suyas:
-¿Te conté que en Punta Rieles lo vieron a Hitler?

7.2.06

Ultimo aviso

Hasta ahora sólo hay quejas serias por el tamaño de la tipografía. También demandas contradictorias en torno a la frecuencia de actualización y la dimensión de los textos.
¿Alguna cosa más?
¿Lo dejan a mi completo arbitrio?
Bueno, a partir de mañana comenzamos con el panorama de fútbol de la liga barrial.
El que avisa no traiciona.

Fe

Sólo escribo cuando ella me llama.

Reloj

El kiosco de Tito me gustaba desde hace mucho tiempo. Lo primero que me atrajo fue la radio Tonomac, ese esperpento que ni en sus versiones más modernas supo adaptar su tamaño. Yo tenía una en mi habitación de adolescente, igualita a la de Tito, con seis bandas, sólo que en aquel tiempo no se había inventado la FM y tenía cinco bandas de onda corta con las que podía pasarme las horas y los días, pujando por sintonizar el español neutro de la emisión latinoamericana de alguna señal exótica. Qué sé yo, hace quince años lo exótico también era el este, pero no Indonesia sino Hungría o la vieja Yugoslavia.
Después me fijé en la mujer de Tito. Era verdaderamente hermosa a sus cuarenta y tantos y de seguro habría sido en sus tiempos mozos una de esas por las que vale la pena darse vuelta y gastar un poco de saliva.
Y por si poco fuera, quince días en el invierno y un par de meses durante el verano, estaba la hija del matrimonio, una pendejita muy delgada, de distantes ojos verdosos y oscuros cabellos que terminaban en rizos, pero no le presté atención sino con el curso de los años. Claro que al principio no me daba cuenta de ese detalle. Prefería detenerme en el gris que avanzaba sobre la cabellera de la mujer de Tito y también sobre su ropa, como si se adentrara en el duelo tibio de un ser más o menos querido.
Como era de esperar, de a poco me fui enamorando del capullito lejano que despuntaba en lo peor de los veranos y de los inviernos, casi tanto como para decir que cortaba mi vida con el cuchillo de sus visitas.
Ya no había videoclub, el kiosco crecía y también la parte de fotocopiado, fotoduplicado y esas malas artes que tanto preocupan a los defensores de los derechos de autor.
La Tonomac seguía firme. A todas las horas entregaba el flash de siempre noticias y un locutor sobreactuaba las crónicas policiales con ese tonito con el que presumen los fascistas y yo, a qué negarlo, me soñaba festejante de una cucuza de la derecha, un bicho desde luego más interesante que los engendros izquierdosos que pululan en la facultad de ciencias sociales, siempre cargados de mugre y el morralito reglamentario.
Recuerdo haber celebrado esos octubres en que la cada vez más vieja esposa de Tito secundaba a un marido musculoso, de esos que salen a correr a rayo del sol a un costado de la ruta, más que nada porque el bronceado que le deparaba la maratón diaria avizoraba la pronta aparición de su retoño, sin duda algo comparable a la aparición en la vista de los marineros de las primeras gaviotas, esas que indican que el continente sigue allí.
Durante esos veranos cada vez más breves, yo compraba cigarrillos a diario, más allá de la maldición que recaía sobre todos los tabáquicos a tenor de los carteles amenazantes que se multiplicaban en el local. Con tal de llamar su atención era capaz de dejarme crecer la barba para un día afeitarla rotundamente, cambiar de dedo mi único anillo, meterme en marcas que apenas conocía, pero nunca nada. Nada de nada.
Será porque cada vez salgo menos, o porque todos los comercios de la calle Belgrano se parecen entre sí que recién hoy me di cuenta de que el número 215 está ocupado por la sociedad de seguros San Cristóbal, la misma a la que cuatro veces al año le doy seis pesos de mi haber con tal de saberme un poco más seguro.
Según ellos, diez mil pesos es lo que valgo. Si me tocase morir mañana, mi padre cobraría esa suma dentro de los treinta días. Pero no es mi escaso valor lo que les reprocho y tampoco estoy seguro de que pueda hacerle un reproche a ellos, al cabo, si hago cuentas, a ese dinero lo ahorraría en unos diez años.
Lo malo es haberme dado cuenta de que ya no tengo el reloj con el que medía los años. Me queda el sol, sí, para medir los días, pero le creo mucho menos a él que a la certeza de aquellos ojos verdosos. Un día no muy lejano será siempre invierno y no habrá luz de sol ni de estrellas, y en qué pensaré yo, sino en las canas de la hija de Tito, más distante cada vez.
Creo recordar una escena del año 2018.
Vivo en Londres. No tengo trabajo estable ni me hace falta.
Me convertí a la causa feminista y soy voluntario en una fundación que lucha contra la violencia familiar.
Mi compañera, cansada ya de mi falta de destreza como bailarín de tango, me pide a modo de prueba de amor que la acompañe a tomar clases. Me sigue costando el arranque en frío. Al par de meses voy. El profesor es argentino. Tiene la cabeza rapada y un bigote entrecano que le da un aire de cara con manubrio.
Me saluda muy atento, como a todos los principiantes. Le pido piedad y confieso, porque nunca dejaré de abrir el paraguas, que mi arte es otro. Toma el guante y me inquiere. He is a writer, dice ella. ¿Ah, sí?, ¿Y escribís, teatro, che?, dice él.
Sí, claro, digo yo, como si hubiese esperado trece años a que me lo pregunten.
Porque yo soy actor, me aclara.
Y al poco tiempo me hago dramaturgo de una compañía arrabalera.

Somos los piratas

En un trabajo honrado lo corriente es trabajar mucho y ganar poco: la vida del pirata, en cambio, es plenitud y saciedad, placer y fortuna, libertad y además poder.

Bartholomew Roberts

Uma

Un par de pies feos realzan la belleza de una mujer linda.
Quise escribir acerca de eso hoy. No me lo permitió el constante sonar del teléfono, la gula con que acometí la torta que trajo una compañera que cumplió años, la declaración en rebeldía del programa para generar declaraciones juradas impositivas, la improbable traducción de una carta de intimación redactada con el inglés castizo de los australianos. En fin. Otro día será.

6.2.06

Tusitala/2

No fue el más accidentado de todos, pero sí se trata del viaje que me deparó la mayor fatiga.
Pinchamos un neumático en el parque y, aunque no me llegué a Cholila (el pueblo más cercano), tuve la corazonada de que todo venía malparido. Ya bastante suerte teníamos de estar todos (o casi todos) reunidos porque el grupo inicial de amigos se ha ido extendiendo y de a poco se ríe de la geografía, pero la mayor parte padece la congoja de los que tienen que ir a ganarse el pan a otra parte.
Como era de prever, porque no hay una sin dos, volvimos a pinchar a la vuelta, bastante antes de llegar a Paso de Indios.
Antes, una aclaración: la provincia del Chubut, apenas al sur del paralelo 42, tiene un ancho de 700 kilómetros, más o menos. Los principales centros poblados son: al sudeste, Comodoro Rivadavia; al noreste Puerto Madryn-Trelew-Rawson; y al noroeste, Esquel. A mitad de camino, por la ruta 25, hay tres caseríos que ostentan el privilegio de ser los únicos conglomerados casi urbanos en el medio de la nada. Son Las Plumas, Paso de Indios y Tecka. Se trata de pueblos de no más de quinientos habitantes en los que sopla permanentemente un viento atroz (y tengan presente que como patagónico, en materia de viento, sé de lo que hablo) y en los que la vida humana transcurre poco más que en los intervalos entre colectivo y colectivo.
A estos efectos es importante decir que el tramo Trelew-Esquel es cubierto por las empresas Mar y Valle y Don Otto mediante viajes que parten a las diez de la noche para llegar a destino a las seis de la mañana. O sea que el avispero de esos pueblos se mueve, según el caso, a la una, a las tres o a las cinco de la mañana.
Decía que pinchamos antes de Paso de Indios, que entre los viejos todavía sigue llamándose La herrería, vaya a saber en homenaje a la visión de que prócer del comercio. Era domingo y comenzaba a caer la noche. Cargando un par de críos, no podíamos correr el riesgo de completar el viaje sin llevar rueda de auxilio. Es bastante improbable cruzarse con alguien por esas soledades. Así que con algo de resignación nos metimos en el pueblo a buscar una gomería que nos sacara del apuro. Por supuesto que en Paso de Indios no hay muchas gomerías, así que existía la nada despreciable posibilidad de que tuviésemos que hacer noche ahí, pero no, dimos con el gomero del pueblo, que gentilmente nos informó el precio de una cubierta nueva en esas latitudes. No recuerdo la cifra pero estoy seguro de que doblaba con holgura todo el dinero que nosotros cargábamos, incluidas las monedas, y no tenía ninguna goma usada.
Hubo un par de cabildeos de los que yo no supe demasiado porque me quedé dentro del auto. Al rato salió en bicicleta una niña, presumiblemente la hija del gomero, que a la media hora volvió con una goma nueva y santo remedio.
Nos fuimos de Paso de Indios.
Con tanta suerte que en el medio de la ruta nos encontramos con un auto que esperaba, bajo un cielo nada amigable, que alguien le tendiese una mano. Como era de esperar, ellos sí habían pinchado y no tenían rueda de auxilio, y claro que, por esos prodigios que se dan cuando uno reza mucho, el rodado coincidía con nuestra reciente adquisición.
Se la prestamos hasta Gaiman, el primer sitio donde ellos podían conseguir una gomería. Era la madrugada y por no devolver a su sitio la rueda y perder valiosísimos diez minutos en el trámite, en mi carácter oficial de copiloto, me tocó traerla sobre la falda.
El tempranero sol del verano saludó nuestro ingreso a la ciudad más hedionda de la patagonia y yo, sin siquiera bañarme, me eché a dormir un sueño largo, del que tal vez no haya despertado.

Sinsunday

¿Qué podría ser mejor que tener un amigo que publica en Playboy? ¿Acaso tener alguna amiga que posara desnuda para la misma revista? Tal vez, diré yo, que si tengo esa duda es porque ahora conozco la primera experiencia, no así la segunda. Pero llegado el caso, a poco de escrutar un poco el tópico, compruebo que conocer la desnudez de una amiga a través de una publicación de tirada nacional es casi un despropósito comparado con el placer que reporta concretar ese objeto por nuestra propia mano. Alguno de ustedes tal vez diga que la consecución de esa desnudez implica echar por tierra la amistad. No lo sé. En principio se me ocurre que una gran parte de las dificultades que se suscitan en torno a la improbable amistad hombre-mujer se evitarían si todos tomásemos como recaudo el procurarnos amistades que nos atraigan sexualmente. Bajo esa ley, al menos, quedaría desterrada para siempre la expresión sólo te quiero como amigo/a, que es una de las más tristes que conoce la lengua castellana. ¿Trocaría yo a todos mis amigos hombres con tal de eliminar una frase? Sin duda alguna.
Pero todo esto es conjetura. Lo único cierto es que celebro la publicación de este artículo del talentoso colega y amigo Agustín Fest en la edición mexicana de Playboy.
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UPT: Me apunta Agustín que es Penthouse y no Playboy. El fallido se debe a que aquí no tenemos edición de Penthouse (por lo menos yo no veo una hace más de 15 años) y todavía tengo fresco el recuerdo de Leticia Bredice. Ya que estamos: por una página mexicana me entero de que la próxima playmate será Pamela David. Desde aquí hago votos por la pronta inclusión de Emilia Attias y Carla Conte; de lo contrario le veo poca vida al experimento conejeril.
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¿Cómo se da cuenta uno que ha dejado de estar en día domingo? Sencillamente por el cambio de velocidad. Durante el domingo somos como esos ancianos que caminan con un pie que le pide permiso al otro. El lunes, en cambio, tiene al mismo viejo como objeto de un empujón: o corre o se cae. No hay puntos medios.
Por eso no hay que trabajar los domingos: ¿a qué agregar ese plus de esfuerzo? Somos un bicho deslucido y deslúcido.
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Pero como hay que ganar la vida, ayer me tuvo trabajando. En lo mío. Carpetas con comprobantes. Ordenar el caos ajeno. Agrupar, compilar, resumir. ¿Y si nada cuadra? Es decir: sé que nunca cuadra nada, pero uno se educa en la malicia de enderezar lo que viene torcido y se teje una impunidad que le hace creer que puede cabecear un ladrillo si fuera eso lo que tirasen. Pero ayer no. Horas y horas y cada vez peor. Nunca me había sentido así. A esa mitad de la vida, la vivo en piloto automático. No importa que no me guste: insumo, caja negra, resultado. Sin dolor. No importa, como en el caso de escribir, una gran elaboración previa, que a menudo requiere marginarse, adentrarse en una pequeña muerte, en una noche a la medida de mis ojos, operar una suerte de desgarro que no sería tal si mediara un anestésico capaz de mitigarlo.
*
Algo se está acabando.
*
Estoy a punto de cambiar el layout de esta página, de manera que quedan todos invitados a formular las recomendaciones del caso.
Hasta ahora sólo tengo apuntada la de Daniela, que reclama tipografía más grande. Pues bien, luego de cavilar y cavilar, comprobé que soy uno de los pocos trovadores medievales que navega en 800*600, por lo que el único perjudicado por una letra de mayor tamaño (y el consecuente estiramiento de la vista del blog) sería yo mismo (que no me leo). Sea.

Muera el perro/2

Bifurcaciones, Kaputt // Brothers in punk, Contra las cuerdas // Mundo Orwell, JorgeLetralia // Marmota Bush muere, Juan José Flores // La muerte, A mi manera // La calle de los muertos, Tinta Digital // La mujer que amó Nietzsche, Lou Andreas-Salomé // Siempre con luz artificial, Jacques Derrida // El influjo de la locura en Poe, Maupassant y Nietzsche, Letralia // La trece prevenciones para tener un bebe, Google

IBSN: 0-000-0000-27

Et in Arcadia ego es el primer blog argentino con IBSN (Internet Blog Serial Number). O el primer patagónico. O el primer trelewense.

Aquí la historia.

3.2.06

Tusitala

Dedicado a Acteón, a quien le perdonaría cualquier cosa, incluso que se dedique a la crítica, salvo sus escamoteos como autor.
La verdad es que no tengo demasiadas historias de campamento y no es precisamente por falta de experiencia sino, muy por el contrario, por la naturalidad con la que la vida del campamentista trascurre en clave de anécdota y poco es lo que uno recuerda de esos cuadros fuera de las oportunidades en que toca volver a vacacionar.
La mayoría de las veces, con mis amigos, y por cuestiones de cercanía con los centros poblados, escogemos el lago Rivadavia, dentro del parque nacional Los Alerces. Es que ya estamos todos en edad de merecer y pocos estamos a salvo de la tiranía de cargar con la prole cualquiera sea la empresa.
Debería avergonzarme al contarlo, pero mucho me temo que a ninguno de ustedes sorprenda esta vieja novedad: mis habilidades manuales son menos que escasas. Por esa razón y por la imperdonable ausencia de un guitarrero dentro de mi grupo, me veo compelido a inventarme algo digno de contar para prolongar la vigilia ante la lumbre del fogón. Desde luego esa práctica me resulta mucho menos enojosa que cargar lo más pesado del equipaje, ir a buscar leña o cocinar, y de paso, no es óbice para que despunte mi pasión por el trago.
De todos modos, el mejor de mis recuerdos de campamento se lo debo al campamento menos campamento entre todos los posibles. Quiero decir: no puede hablar de campamento el afortunado que durmió en un sommier. Fue en las cercanías de El Bolsón, en una cabaña de obscena comodidad de propiedad de un turco bastante conocido en la zona. A pesar de todas las gentilezas que tuvo para con nosotros todavía conservo el registro de su cara: flor de hijo de puta, el turco.
Una de las bonitas cosas que suceden en el lago es la pesca con mosca. Hay pocas sensaciones comparables a tirar y tirar la caña para forzar un estiletazo sutil que seduzca a las truchas. Mientras la parte superior del cuerpo se encarga de administrar la fuerza puesta al servicio de las intentonas bajo el persistente rayo del sol, de la cintura para abajo se siente el frío virulento del agua del lago de un modo tan parecido a la ebriedad que yo podría tranquilamente perecer por congelamiento, tal el engaño térmico del juego.
Por supuesto el segmento masculino celebra la pesca en cuanto actividad a la par que las mujeres censuran la poca eficacia de los tipos que dilapidan su tiempo para no conseguir nada, por no mencionar el costo de los equipos, que saldrían más baratos si costasen un ojo de la cara.
De los días en la cabaña del Turco me quedó grabado el tanque australiano en el que criaba truchas. Toda una tentación para estos tipos entrenados en el arte de tirar la caña. A falta de mosca, buena es la miga de pan. La caña es lo de menos. Un alambre torcido debería ser igualmente útil.
Claro que después, en plan de narrar la hazaña ante el público femenino, no fue nada sencillo ponderar la forma poco ortodoxa de pesca que nos deparó nada más que una pieza. Enganchada de un ojo.

Mandrágora

Ayer, o tal vez anteayer, se cumplieron las primeras siete semanas sin el disco de Sabina.
Se lo presté a Mechi sin pensarlo demasiado, como si me hubiese tomado desprevenido en el medio de una borrachera y ahora comienzo a echarlo de menos, en particular porque sé que ya nunca me lo devolverá, como tampoco me devolvió el libro que le presté hace unos años, cuando me gustaba evangelizar mi literatura preferida, incluso entre aquellos que nunca habían tocado un libro.

Para ser sincero, nunca pude escuchar el disco de Sabina con mis propios parlantes. La lectora de CD tiene esas cosas. A veces le da por no leer determinadas partes de los discos que consigo en préstamo y a veces, muy cada tanto, no lee nada de nada y ésta fue una de esas veces, y lo lamenté profundamente. Por Pablo que me lo prestó y por las grabaciones traviesas del joven Sabina en los tiempos de La mandrágora, una joyita que no podría conseguir en ninguna disquería, aunque ahora, que la salud de Joaquín viene entrando en su cuarto menguante, no es descabellado fabular con la pronta edición póstuma de semejantes despropósitos.

Ahora que recuerdo, hace poco, tres o cuatro meses, presté media docena de libros a un pibe que ponía mucha atención a mis disparates y como quien no quiere la cosa me pidió que le recomiende “algo como para empezar”, y yo qué sé por dónde se le entra a la literatura. Si fuera mi hijo y tuviera ocho años lo pondría a leer H.G.Wells, que tiene una obra extraordinaria, para que no le pase lo que a mí, que empecé por Verne. Así es que antes de sugerirle un listado de obras elementales para el lector en ciernes, separé de mi biblioteca algunos tomitos y al otro día se los traje. Puse -entre un par que ahora se me escapan- a Cortázar, a Wilcock, a Capote y a Steinbek. Con eso, pienso, tiene que andar.

Para quitarle de encima el rictus emotivo que le atacó cuando me vio aparecer con los libros, le dije que no se hiciera problemas: un tipo que no respeta la entidad “libro”, no me los devolvería; uno que la apreciara, tampoco. Así que en ese momento y ante su gesto asombrado, di mis libros por perdidos. O donados. Qué mejor. Después de todo siempre me he declarado partidario de andar por la vida con la menor cantidad posible de equipaje, que en el caso de los libros serían unos veinte volúmenes. Al resto, al cabo de la lectura, les cabe esperar el olvido en el fondo del cajón o ser ofrendados a quien tenga ganas de leer y no tenga qué. Yo he sido de esos y mi modo de saldar esa deuda de amor es ésta: prestar los libros sabiendo que los regalo.

Pero por el libro que le presté a Mechi mantengo un afecto particular. Además de ser un regalo de cumpleaños (de mis 24, parece ayer) tiene una dedicatoria que me gustaría escupirle en la cara a la personita que lo firma. Pero fuera de todo incordio, con ese libro le perdí el respeto a los diálogos y aprendí a apartar de mi camino los signos de pregunta, los de interrogación, las rayas y más de la mitad de los puntos y seguido, pero su historia es bastante ordinaria, así que no pagaría por volver a tener un ejemplar conmigo.

Mechi no lo leyó nunca. Sé que en algo la confortó porque en aquel tiempo tenía un novio que daba clases de tango, un tipo muy agradable, rubio, flaco, ligeramente tartamudo, que pensaba que yo le había perdido el respeto a Mechita, y el tipo estaba fascinado con el libro, a punto tal que se lo leía en voz alta y a todas las horas. Naturalmente sólo una mujer demasiado ingenua (Mechi lo era) podría reclamarle fidelidad a un profesor de tango y ya no he sabido de él más que por algún comentario más bien estúpido, como que el tipo se hacía llamar por su segundo nombre, que era el único que la tartamudez le permitía pronunciar de un tirón.

Quiero escuchar a La Mandrágora. Estoy antojado. Como una mujer preñada.

Invocando a la musa

Lou enseña lo que es bueno

Atlas: Los diarios

En Trelew, pese a nuestros escasos 100 mil habitantes, tenemos dos diarios: El Chubut y Jornada (en adelante Chubú y Jorná), lo que está a tono con la realidad provincial, que ha parido otros tres diarios para medio millón de habitantes.
La primera lectura es bastante obvia: con tan modestas tiradas los diarios no podrían sobrevivir sino fuera por el generoso aporte estatal lo que, lejos de promover una prensa independiente, impulsa la proliferación de revistuchas que no pasan del par de números, que se dedican a ventilar el conventillo oficial.
Chubú es el más tradicional y, careciendo de mejores datos que los que depara mi observación, no dudo que sea el de mayor alcance. Jorná, al contrario, a lo largo de su historia ha sentido fuertemente los cimbronazos de los ires y venires de la politiquería local.
Chubú es regenteado por un patriarca radical que sólo por tener un diario llegó a ocupar un escaño en el senado de la nación. Jorná, por el contrario, luce remozado y cuenta ahora con una gran cantidad de móviles, el mejor cuerpo de periodistas y ocupa el edificio que antes estaba asignado al casino de la ciudad.
Chubú, acaso por su tradición, se muestra conservador; en cambio el lector desprevenido de Jorná puede pensar que Trelew es un confín de Noruega o poco menos que eso. Es que ha recibido últimamente una inyección financiera de la mano de uno de esos monjes que, entre bastidores, maneja los hilos de la cosa pública. Así, a la manera de Citizen Kane, en pocos meses reclutó a la mayoría de los redactores de Chubú para incorporarlos a la ofensiva de propaganda del gobierno de turno, condenando a su rival a componer a diario un lastimero pasquín digno de los peores alumnos de tercer grado de una escuela primaria.
Yo venía acostumbrado a otra cosa. El diario Río Negro, más allá de ser permeable a los vaivenes de la arena política (como cualquier diario de provincias), presentaba un diseño clásico, fácil de leer, aunque ahora se ha quedado bastante atrás respecto de su competidor, La mañana del sur. Chubú y Jorná son una carrera con obstáculos. Sin perjuicio de ser idéntico el cuerpo del diario en cada punto de la provincia, cada uno presenta cuatro portadas diarias: una para Trelew, una Puerto Madryn, una para Comodoro Rivadavia y otra para Esquel, que hacen las veces de primera página del segmento local, con lo cual uno puede mudar de cosmovisión con la facilidad con la que se cambia de página.
Si a esto le sumamos el escaso nivel de la clase dirigente, el complejo cuadro social, la parálisis económica y la creciente inseguridad estamos frente a un explosivo cóctel que oscila entre el vodevil y la tragedia.
La semana pasada colecté (y extravié) una veintena de titulares de ambos diarios y tal vez intente repetir la operación en breve. Eso sería mucho más eficaz como ilustrativo que esta morosa descripción.
Al pasar, recuerdo dos cosas. La tapa de Puerto Madryn del Chubú, con una foto a media página de un perro lanudo lamiendo una canilla. El epígrafe decía algo así como “ni los perros soportaron dos días sin agua”. Y el remate a una nota del suplemento cultural del Jorná a propósito de la reedición de Poemas Chinos de Laiseca: “celebro la reedición de este libro imperdible (a la primera edición la perdí). Eso sí: la tapa es fiera con ganas”.
Sin embargo, a propósito del exabrupto del reseñista, quiero aclarar algo. Jorná tiene un suplemento de cultura hecho en casa, lo que es bastante decir, y me consta el esfuerzo del editor por mejorar el producto que pone en la calle. Desgraciadamente el panorama local no permite mucho más que eso.

2.2.06

Smurp

Hunde su trasero en la cabeza de mi clavícula y me acomodo a la idea de que en lo que dure este viaje será imposible masticar qué leyó Camus en El Castillo de Kafka. También menciona algo de La metamorfosis pero siento que leímos cosas diferentes, qué yo seré un estúpido que se quedó en el brillo de la otra metamorfosis, la única que en verdad se produjo, ese maravillosa capacidad de adaptación que atañe al ser humano, que depara episodios como éste, con el culo de un vaquero con ganas de desplancharme la camisa, lo que sería bien poca cosa sino fuera por la compañía que trae el culito. Pierdo la vista en la hoja del libro hasta que las letras se nublan y la imagino morocha, por el tamaño de a cartera colijo que anda con la regla o que es vieja, de las murmuraciones que no le entiendo extraigo que no viene sola, del olor que poco a poco va ganando el ámbito de mi nariz deduzco que se trata de un tipo y del ruido a líquido que no encuentra reposo me da por pensar que se dan besos de lengua. Temo por mi libro. Lo cierro y lo guardo. Intento dormir aun a costa de los ruidos de más besos, de más lenguas enredadas ante la mirada de los otros agrimensores que no encuentran lo que buscan en el castillo. Es el símbolo que no se puede traducir sin ramificarse en muchos sentidos, acaso contradictorios. Pensar por ejemplo en que me gustan los culos, me gustan mucho, hasta la perdición, pero ahora padezco esta presencia excesiva, pegajosa, de un culo que da besos con ruido a la boca de un cuerpo que despide ese olor que me incordia, me exaspera, que remueve los escombros de la tierra del asco. El resto es el calor, el hastío, las piernas inútiles de Rudi que tiene que viajar un par de años más para alcanzar la jubilación, que se ayudan por un palo con la forma de bastón pero que mejor parece una rama de árbol apenas lijada encima de la falda de unos blue jeans que embolsan el vacío, la cara recién afeitada del cuervo que sonríe con aire de victoria a alguien que no alcanzo a ver y tal vez sea yo, un yo detrás de mí, asomado del bolsillo de una cartera de mujer con la regla.

Polis

Mi caligrafía soy yo mismo, mi andar espasmódico, mis vacilaciones, mi pretensión anárquica.
Todo comenzó a los diez u once años. A pesar de la voluntad de mis maestras, descarté escribir en cursiva. Algo no me gustaba en el gesto forzado de unir una letra a la otra. La letra de imprenta me permitía, en cambio, un atisbo de sobriedad que me confortaba. El tiempo pasó y los requerimientos materiales me obligaron a escribir un poco más rápido cada vez, desdeñando el dibujo de cada letra en su individualidad. Las letras descarrilaron y empezaron poco a poco a fingirse mis estados de ánimo.
Por eso, tan rápido como pude, deseché los cuadernos con renglones y me pasé a la hoja blanca de papel ordinario.
Por eso ahora ando para todos lados con una libretita que me regalaron. Es muy sencilla. Doscientas hojas del tamaño de una cuartilla, sin renglones, sujetadas por un delicado doble espiral, enmarcadas bajo unas tapas de plástico casi duras, ceñidas a su vez por un cordón elástico con el agregado -que recién descubro- de un ojal para echar la lapicera.
No le he podido dar demasiado uso. El papel es impecable y mi pulso no acaba de acostumbrarse a esa resistencia. Me siento a mis anchas con la hoja oficio doblada en dos. No hay nada más hermoso a la hora de escribir a mano.
A propósito de los renglones, alguien me cuenta de los curiosos hábitos de escritura de Noelia, una criatura de cinco años, y de su hermano menor.
Mi libreta sería la perdición de Noelia. Ella busca para escribir los márgenes, las tapas, todo aquello que no tenga renglones pero, si no le quedara otro remedio, se enfrenta a la hoja y trata de sujetar el trazo al campo reglado. A menudo se enoja porque alguno de los garabatos que pone a manera de letra se le va un poco alto o un poco bajo y llegado un punto se cansa, y deja el asunto para mejor ocasión. Su hermanito, en cambio, no tiene ningún tipo de contemplaciones ni remordimientos.
Con algo de esfuerzo, leo algo que escribí ayer: completó el hoyito con saliva al modo de y compruebo que en una hoja en blanco todo es periferia. Y que siempre fue así. Por eso alguna vez lamenté perforar la hoja justo allí donde estaba esa palabra que ahora se me escapa. Zona de nadie. El embate del metal todo lo echa a perder.
El resto es metrópoli. Sociedad. Estado de derecho.
Sólo por hoy, prometo hacer buena letra aunque sólo la use para burlarme de los renglones.

1.2.06

Run

¿Por qué el estigma? ¿Qué habré hecho tan mal que no me es concedido el olvido? Eso es lo que me pregunto. Una vez está bien. Su número de teléfono es tan sencillo que de vuelta a casa, remontando la calle Corrientes me tiento y disco las cuatro cifras en escalera y después cero setecientos (parece una hotline, che, habrá dicho ella la primera vez) y antes del primer timbrazo me muerdo el labio, mastico el espanto que se vuelve sobre mí. Antes del segundo lo pienso un par de veces. Qué estoy haciendo acá. Quién me llamó. Quién me insta a hacerle esta jugarreta al destino, pero qué más. Suena el segundo timbrazo y ya estoy entregado a mi suerte: ojalá atendiese, a ver qué es lo que dice. Antes de que suene el tercero me llevo la mano a la frente. Estoy sudando. De refilón miro el reloj. Son las tres menos cuarto de la mañana. Se supone que voluntariamente me he metido en una cabina de teléfonos de una ciudad extraña y acaso lo único que me mueve a hacerlo es el temor a que un asaltante me tome por sorpresa y me quite los seis pesos que cargo encima para tomar un taxi, los tres malditos pesos que acaso no alcancen para llegar a Malabia y yo acá, como un tonto, imaginándome que ella atiende y que no sé qué decir: hola, soy yo, ya te olvidaste. O en vez de eso: déjeme acá, maestro, que tengo sólo seis mangos. Y suena el tercer timbrazo y debería atenderme su voz metálica en la grabación del contestador: hola, te comunicaste con, en este momento no puedo atenderte. Y no; el mensaje es otro. La casilla está saturada. ¿Estarás en Neuquén? ¿Debería sentir la satisfacción por el hidalgo gesto de marcar un número en el que nadie me atiende? Antes de parar a un taxi camino un par de cuadras más. Tengo miedo de cargar encima por el resto de mis días el estigma del hidalgo trunco y un bicho arriba de un taxi es muy capaz de tirar de la lengua de un hidalgo trunco, y qué le digo, que llamé y ella no estaba y que con ese gesto preservé el caos del universo? No, tal vez lo aconsejable sea que haga un par de cuadras más. Y así. Hasta el 5300.
Al par de meses, el hidalgo trunco de nuevo en jaque: ¿te parece que nos hagamos una escapada a Neuquén? Ya arreglé todo con ella. Dice que. No.
Y no.
Y no.
¿Y ahora una foto?
¿Nunca voy a poder escaparme? ¿Siempre en plena estampida voy a pisarme los cordones?

Etología_9

Grillo italiano


Hace un par de días comentaba la absoluta desnudez del canto del grillo y siendo natura tan sabia como dicen que es me intrigó el modo en que a estos bichos les da por la mímesis. Después de todo, tal atributo goza de tanta difusión en el reino animal, que poseer alguna cualidad en ese sentido, dista mucho de ser una excentricidad.
Acabo de descubrir un lejano pariente de la familia, el Oecanthus pellucens, popularmente conocido como grillo italiano, más pequeño (no más de un centímetro), más elegante (luce un color amarillo pálido) y mejor dotado para el vuelo por el desarrollo de sus alas. No esperarán que un ejemplar tan distinguido viva por aquí, no señor: su patria es la Europa meridional; y a diferencia de los nuestros, no se alimenta de basuras sino de vegetales.
Esta variedad no acalla su voz ante la presencia de una amenaza sino que, poseedor de la capacidad de modular su sonoridad, sencillamente desconcierta a sus predadores simulando cantar desde la lejanía.
A eso llaman primer mundo.

Río

¿Para qué querría yo alquilar una caja de seguridad en un banco?
Para esconder bienes del largo brazo del fisco, o de una ex mujer incordiosa, o de los intratables acreedores de la sociedad anónima que acabo de vaciar o bien para poner a resguardo los haberes de mi actividad delictual siempre y cuando, por supuesto, no se trate del botín de un robo a las cajas de seguridad de un banco.
Es curiosa la ambivalencia de la sociedad argentina. Hace unos pocos meses se promovió una legislación que endureciera las penas de los delitos contra la propiedad lo que, si se toma al código penal como el estatuto que determina qué es lo que resulta dañino para la sociedad y en qué medida lo es, significó la postergación de los delitos contra las personas. En términos relativos, y a tenor de la letra del corpus punitivo, para la sociedad argentina de principios del siglo xxi es más grave robar un banco que lesionar, violar o matar a alguien.
Y a la par, luego del golpe contra la sucursal Acassuso del banco Río y a medida que se conocen más detalles de la felicísima operación de robo, se extiende transversalmente en la sociedad una atmósfera de embelesamiento, de admiración por la delicada planificación del hecho y la eficacia con que cada paso fue llevado a cabo.
Un boquete con peldaños, ni una sola gota de sangre derramada, una fuga en lancha, trajes de neoprene, el botín multimillonario ciento por ciento en efectivo, el feliz cumpleaños a una rehén, el risible nombre del banco, la ubicación de la sucursal, lo que se dice una obra de arte. Si hasta parece una broma que habiendo despreciado las joyas, los ladrones se hayan llevado los manuscritos de Sábato (el autor de El túnel, no del boquete).
Yo, pobre rata condenado a tener una cuenta bancaria por obra y gracia de la voluntad del fisco, me pregunto: ¿quién es más ladrón? ¿el que funda un banco o quien alquila una caja de seguridad en él?