Los venenos
Ibamos con Pablo y un pibe más, un poeta trunco, que me habían presentado hace no mucho, con el que compartíamos alguna preocupación filosófica y la simpatía por determinado vino. La noche era triste y después de deambular por algunos bares muertos a manos de la indiferencia, decidimos quedarnos en el local que lucía más solitario. Era enorme y no había más que un puñado de muchachones que se apretujaban en torno al escaso ganado femenino. Nos quedamos al margen, fumando, charlando un poco a los gritos, supongo que sobre Spinoza, que fue el último tipo interesante que pisó la faz de la tierra. Una de las chicas se arrimó, mitad por escaparse de los salvajes, mitad por pedirnos fuego, o cigarrillos. Yo llevaba unos Gitanes negros sin filtro que eran una deliciosa bazooka. En cada pitada se sentía el blando humo azulino y una patada feroz contra el pecho y la sola revelación de continuar en pie que daba una vaga sensación de eternidad. Prefirió un rubio y quedarse en nuestra compañía. Andaba de paso. La semana siguiente volvería a La Plata, a los exámenes, a su violín tocando Brahms en la peatonal. Cuando le repetí mi nombre se dijo y me dijo: y por qué a mí me sale decirte Ulises. No sabría decirlo con la precisión que otros tienen, pero supongo que hay la puja por llegar a cierto sitio que me fue amputado y no lo recuerdo. O incluso mejor, vos sos Circe y en el humo del cigarrillo puesto en tu boca ha hecho de mis amigos un par de cerdos. |
Comments on "Los venenos"