Jade May Hoey

1974-2004

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31.8.06

SOS

Luz última en agosto

Se escribe para exorcizar, dicen. A veces para matar, agrego, como si me estuviera dado agregar alguna cosa.

Por nunca esclarecidas razones siempre desprecié a Kafka. No sé, no le creí. Su mundo me pareció de juguete; su pintura de la asfixia, mera entretención de niños. Tal vez fuera otro de los modos que tengo de odiar a mi padre, bien que el no nació checo, pero también, alguna vez, quiso introducirme a la lengua alemana. Sin éxito, por supuesto. Y mi prejuicio, no teniendo bastante con la lengua, se ha extendido a todo lo alemán. Sin más.
No voy a hablar aquí del mérito o demérito de la obra de Kafka. Desconozco a uno tanto como al otro. No me interesa y a otra cosa. Nunca me interesó.
Más allá de mi germanofobia, algo habrá hecho la proliferación del adjetivo kafkiano. Es posible que ya esté en condiciones de empardar a lo dantesco, aunque no propongo leer en eso más que lo que he dicho: Kafka tercia entre los comentaristas de fútbol, agrega cierto barniz a lo obvio, jerarquiza.
Tal vez, a mis dulces dieciséis, ya sabía yo que el mundo en el que me tocaría vivir se parecería mucho a las novelitas del orejón. O tal vez, simplemente, no me gustaba.
Sin embargo, a juzgar por otras experiencias de lectura, es extraño que todavía no haya llegado a gustarme. Un poco, sí, La transformación, pero tampoco para cortarme las venas.

Hoy por la mañana me llamó aparte uno de los personeros. Cuando no usan el teléfono o no me dan una orden delante del resto de los súbditos, sé que las noticias no son buenas. Y la verdad es que todos estos días mi cuerpo estuvo avisándome que no habría buenas noticias. Dentro de lo posible estaba que me tocase una racha de pequeñas derrotas de esas útiles para esmerilar la autoestima o que se desatara un vendaval siniestro. Parece que se trata de un vendaval siniestro, pero todavía no canto victoria: todo puede ser peor bajo las leyes de la cleptocracia.
Era una mala noticia, bah, no mala del todo, un alerta. Ojo que se larga la maroma. ¿Otra vez? Sí, otra vez. Ellos son cortos de libreto. Sé que no me quieren, que nunca me han querido y que, donde puedan, van a querer ensartarme. Es lo que vienen buscando desde hace años. Se prevé la derrota. Se deja ver. Como en el truco, cuando uno va descubriendo el naipe por la punta.
El asunto es no perder la dignidad. Estoy enojado. Y sé que no estoy enojado por lo que creo sino por cosas rotundamente más graves. Esto no me importa mucho. Es una comedia. Un capítulo más en la novelita del orejón.

Estamos en El proceso. No recuerdo bien de qué iba la cosa, pero el aparte de hoy tenía que ver con eso. Quieren novedades. No me comprometí a mucho. De a ratos tengo la estampa de un condenado a muerte y quiero que acabemos con los simulacros. Así que dije que hoy no, que mañana sin falta. Ya es casi mañana. Di vuelta el orden de mi casa buscando la papeleta. No la encontré. Por un momento se me ha ocurrido pensar que mañana puede irse todo a la puta que lo parió, pero al rato pensé en que tengo la carta ganadora. Eso antes de levantarla del paño. La siento al tacto. De ella emana una tibieza que me hace sentir seguro, pero puede que también esto sea fantasía, que ya hayan jugado la carta por mí y que sólo quieren ver mi semblante a la hora del dictamen último.
Ella hubiese dicho: ¿por qué pasa siempre así?

Cómo pensar de otro modo. Cómo pensar y aún seguir pensando. Pensando en que hay gente que los trata como si fueran señores. Que les ofrecen a besar los bebés y los corren para tocarles el saco. Los creen sanadores. Mamá Evita estaría orgullosa.

Y sigo hurgando. Las cajas están llenas de polvo y de ayeres. No puedo controlarlo. Cuando vuelvo a mis cabales me encuentro releyendo cartas de gente que hoy me resulta tan extraña, gente que ha sabido quererme, que tal vez se hubiese batido a duelo por devolverme la libertad perdida a mano de estos tipos. Regalos. Qué manera de hacerme querer, la puta madre. Certificados. Más cartas. Apuntes. Manuscritos. Fragmentos de un discurso amoroso, impreso de contrabando y envuelto en un folio. Y los poemas de Rosario Castellanos. Y fotos. He sido tan feliz.

Incluso sin la papeleta.

Yo no sé si en algún momento me interesó saber la verdad de todo esto. Sí, tampoco puedo evitarlo, recuerdo el primer día que subí por la bendita escalera que también suben los cuervos, y los cuervos que fallan, y vi a toda esa pobre gente que trabaja a sus órdenes, tapados de expedientes, de fichas garabateadas en una jerga que me resulta extraña, los mostradores, el formalismo, el perfume nauseabundo de los doctores de la ley y yo con mis zapatos sucios de tierra y la campera verde y el ruedo descosido, un poco avergonzado de no tener que someterme a la humillación de subir la misma escalera que ellos, como si fuera uno más, o un delincuente.
Porque yo no quería defender mi derecho. Lo había puesto a disposición, como hace cualquiera que trabaja de buena fe. Y no tuve alternativa. Me convertí en denunciante. No reclamé nada más que una declaración. Que digan que no soy eso que dicen. Se tomarían su tiempo, siempre lo supe, pero también que me asistía la razón y que a los negros con la papeleta les bastaba. Eso pensaba. Eso, los negros.

Mi identidad, ¿eso tengo que defender? ¿no es una vergüenza? No para ellos, de ningún modo. Sí para mí, por el agravio primero y por tomar las armas para defenderme. Y pensar que yo, acaso como Chaplin, en un concurso de tipos que me imiten, saldría último, lejos, porque hace tiempo, demasiado ya, que he dejado de ser ese que dicen los documentos, los certificados, las cartas, ese que recibía regalos.

Me acordé de Kafka por el día de mañana, por lo que puede suceder si yo no llego a encontrar la papeleta en lo que queda del día, hecho por demás probable. Pediré por mí, que apenas sé cómo me llamo, me derivarán a otra oficina. No podrán creer que yo denuncie y tenga tanto miedo. Que ya haya tocado el curso de las cosas de modo que mi denuncia, la solicitud de una tal declaración, ajena a todo contenido patrimonial, haya devenido abstracta, y que lo mismo luzca angustiado, como si me importase, o no tanto porque no sé el número del expediente que a mi nombre iniciaron, ni el extracto, simplemente porque no lo he visto jamás en mi vida y no quiero verlo, tampoco mañana, aunque me lo pidan bajo amenaza, porque no tiene sentido defenderme de haberme defendido, o algo así, ya no entiendo mucho de lo que digo.
Perdón.

Maetr

Lo mío no es la tolerancia. No tengo empacho en decirlo. No me empeño en negarlo. Ni siquiera muevo un dedo por combatirlo.
Ya sé que no hay mérito en esa carencia; tampoco lo hay en la confesión, pero con el estado de cosas vigente, cierto es que, día sí, día no, siento un deseo irrefrenable de agarrarme a trompadas con alguien, no diré con el primero que se me cruce pero tampoco puedo sostener que haré justicia de mi arrebato.
Aclaremos los tantos: no me molesta la gente ni sus cosas. Me altera la regularidad que observan en sus conductas.
Quizá allí se esconda una virtud. Veamos.
Con el tiempo he desarrollado la facultad de descomponer a las personas, no ya en esos atributos que sirven para completar formularios, cosa que está más o menos al alcance de cualquiera, sino en tres o cuatro acciones que hacen a su rutina, gruesas pinceladas que me sirven para hacerme un boceto de lo peor de cada quien.
Antes, para eso, necesitaba conversar. Ya no. Ahora me alcanza la panorámica de mi ventana. Todo es tan absurdamente previsible que pocas veces me equivoco. Y no preciso involucrarme, forzando vínculos que no han de perdurar.
Ahora estoy pensando en uno de esos sujetos.
Viejo. Voz de lengua hecha nudo. Andar encorvado. Eso está a la vista de todos.
Pero a poco de prestarle un poco de atención a sus rituales puede comprobarse que seis o siete veces, cada mañana, fatiga el pasillo que media entre su oficina y la hornalla más cercana. No lo hace movido para matar el tiempo apurando el mate en ronda, que es la práctica más extendida, sino con un propósito más rata.
Se me escapa en qué gesto arranca la secuencia. Yo lo veo a mitad del pasillo y más allá, con el pucho entre dos dedos de su mano derecha, asomando apenas su cabeza entre las solapas del saco, no porque se esconda sino porque su cuerpo evidencia los años de trampear de noche y de día.
Al ritmo que va, fuma, como mínimo, atado, atado y medio por día, sin embargo se resiste a comprar un encendedor. O una cajita de fósforos. O una carterita que no debe costar más de veinte céntimos. Lo dicho: un rata, prejuicio que se disipa apenas uno lo oye entablar conversación con cualquiera que le dé un poco de calce. Todo es trepar, trepar y trepar, hacer fortaleza del descuido ajeno, colarse en la fila, mangar, pagar un peso lo que vale dos y vender a tres lo que cuesta uno, meter codo y, primero y principal, hacerse amigo. De todo y de todos. Hazte amigo y no mires de quién.
Por eso, el periplo que a diario realiza, veinticinco metros de ida y otro tanto de vuelta, multiplicado por seis o siete, deviene en escenografía ideal para extenderse prodigando saludos, que pecan todos por comedidos. O por babosos. O por petulantes.
Cómo le va, señor doctor (o ingeniero o licenciado o, en el peor de los casos, don; sí, cómo le va señor don...) Fulano. Qué dice doña Fulanita (o señorita Fulana, observándose en tal caso una peculiar musicalidad que se empeña en preservar). Cómo anda, maestro (que en su lengua bola se oye algo así como “comandamaetr”), o padre, o hermano, o hermanito, dependiendo en cada caso del contexto, de la cara que ponga el interlocutor, no del tiempo, que nunca le falta, ni del grado de confianza, que aparenta provenir de fuente divina.
Aquí llegado es propicio el párrafo para decir que él no me molesta. Ha dejado de molestarme desde que he sido capaz de separar el evento que me fastidia de su propio ser. No me interesa cómo se llama, si tiene padrino, familia con hijos, fortuna, relaciones, prestigio, coche, cuernos. El ha muerto para mí. El es eso: la no compra de un encendedor, que no sale más que un peso, con tal de saludar a troche y moche.
Y es eso lo que desordena mi composición celular, a punto tal que se desatan mis deseos de darle una buena sandunga. Para que aprenda. Para que sepa. Èl y todos los que son como él. Que no tengo interés, ni siquiera el menor que pueda pensarse, en trabar relación con él. Y con los que son como él. Nada. Ni los buenos días. Ni la conversación sobre las condiciones del clima, según manda el reglamento. Ni quiero saber en qué anda metida su hija o las maratónicas gestiones que ha tenido que hacer por conseguirle una beca que jamás de los nunca le pagan. Ni las aceitadas relaciones que lo han subido a la condición que hoy ostenta y mañana y pasado y todos los días que dure el régimen.

Los mejores de la década

Como parte de las actividades por su décimo aniversario, la revista literaria venezolana Letralia, Tierra de Letras, realiza hasta el 18 de septiembre una consulta a sus lectores en torno a los mejores libros en español publicados entre 1996 y 2006.

Para participar en la consulta basta con entrar al portal de Letralia en Internet (www.letralia.com) y sugerir un libro en español, publicado en los últimos diez años, que en opinión del usuario sea uno de los más importantes de esta década. Una vez finalizada la encuesta, los resultados serán analizados por el equipo de Letralia y se publicarán en la edición 150 de la revista, el próximo 2 de octubre.

Editada por el escritor venezolano Jorge Gómez Jiménez, Letralia es la primera revista literaria venezolana en Internet y circula quincenalmente desde el 20 de mayo de 1996. El portal también ofrece a sus lectores el más extenso directorio de enlaces comentados del ámbito cultural hispanoamericano, una editorial digital y secciones de traducción literaria, firmas exclusivas y áreas de formación.

Para participar hay que completar este formulario.

30.8.06

Cart

Como si se tratase de un estigma, ayer me descubrí puliendo una idea que no por vieja me resulta del todo clara.
Hace un par de semanas empecé a escribir una carta antes había prometido. Tanto pensé en que no podría con la empresa, que arremetí contra la hoja en blanco con bastante antelación, no fuera cosa que se hiciera la fecha y tuviera que andar esquivando al apremio, sin duda hubiese duplicado por mi caligrafía, que en los últimos diez años no ha dejado de empeorar.
Naturalmente no pude con la carta. Es decir: sí, pude, y durante un buen rato, creo que era domingo y afuera llovía, me dediqué a enlazar comentarios sin sentido, todo con la florida prosa que se adhiere a las palabras huecas.
Una carilla, dos, dos y media. Muy bien. Después alguna cosa que hacer, la inevitable postergación, un párrafo a la mitad, al par de días hacer un alto en la rutina de los martes, posiblemente fuese a la tarde, apenas el sol da una tregua a la ventana de la cocina, no mucho sol, pero fastidia, cosas del invierno en retirada.
No fue sencillo retomar. Por lo pronto me costó bastante encontrar la lapicera que había estado usando, me lamenté de tener tantas así como antes me lamentaba de tener que ir al kiosco cada vez que una me dejaba a pie. Tampoco fue sencillo escribir con el tamaño de letra que usaba hacía apenas dos días. Cuando me deprimo, no puedo evitarlo, escribo con letra de hormiga, sin firuletes. A medida que avanza la angustia, la letra se comprime, como si le faltase el aire.
Algo se había roto.
Y también el tema. Era martes. No tenía capacidad para ir demasiado lejos. Antes de incurrir en algo que después fuese digno de lamento, dejé todo como estaba. O casi como estaba y esperé a que fuera de nuevo domingo.
Un día se hizo domingo y me acordé de que tenía que escribir la carta que adeudaba. Puse manos a la obra y me encontré con las mismas dificultades que el martes. Sólo que esta vez era domingo, pero no llovía. Inútil decir que tampoco pude escribir ni media letra.
Pensé que lo más honesto era dejar el párrafo trunco y empezar un nuevo, posiblemente en otra hoja, para quede claro que otro había sido el autor de esos despropósitos de los que yo no pensaba hacerme cargo.
A medida que avanzaba en la redacción del nuevo tramo de la carta, más me enojaba contra ése que había escrito lo anterior. Como puede ser uno tan trivial. ¡Informar que afuera llueve! Me incomodaba pensar en que mi hechura del día habría de convivir dentro de un sobre a lo largo de varios cientos de kilómetros con ese enemigo que osaba inmiscuirse en mis asuntos a punto tal de meterse en algo tan privado como una carta.Abandoné esa hoja. Comencé, varios días después, con otra hoja, y al cabo de la lectura de todos aquellos fragmentos me di por vencido. No podría escribir esa carta. Ni ninguna otra. Ni explicar jamás el por qué de las excusas que por dentro me abochornan.

28.8.06

En mi barrio hay sólo una alarma. Es la que nunca deja de sonar.
Fotos de Sierra Grande en este link.

Síntoma

En una de esas debería darme vergüenza, yo qué sé, pero cada vez me afeito con menos frecuencia. Y cada vez me afeito peor, como si lo hiciera a desgano. La cuestión es que, al verme el tajo en la cara me quedo pensando si no es mejor postergar la afeitada para mejor ocasión, es decir, de algún modo, quizá pecando de optimismo, hacer de cuenta que el tiempo habrá de detenerse hasta que a mí se me componga el pulso. Pero no, no es una cuestión de pulso. Es, quedó dicho, desgano. Entonces la pregunta es para qué cuernos me afeito. Bueno, si esa es la pregunta, podría responder con alguna evasiva. Se supone que me afeito para lucir mejor. Mi barba crece despareja. Una leve tendencia izquierdosa, algo cuyo remedio requiere de un complejo arte que está fuera de mi alcance. Pero los paraqués son, casi siempre, baladíes. Los porqués gozan de mejor reputación. La ciencia, sospecho, les ha dado un lustre que ni de lejos merecen. En este caso el por qué tampoco me pertenece. Convención social. No sé, pero al menos semanalmente debo afeitarme. Y cuando me afeito tiendo a lastimarme, sobre todo cuando algo me aflige, algo que no es la afeitada, se sobreentiende.
De escribir, ni hablar. Notifíquese, etc.

25.8.06

Ojalá hubiese apuntado alguno de los versos que el Bocha tuvo el grandísimo coraje de recitar para mí. Acaso pudiera repetirlos una y otra mientras dura bajo mis pies el pasillo y quién sabe si no también después de trasponer ese episodio brusco de la edificación que en castellano gustamos llamar puerta. No podría decir qué tan necesario es el oxígeno en este borde de la asfixia. Sin embargo, por esa manía que copié de las personas, puedo, sin proponérmelo, dar mi carne toda a la costumbre. Padecer, por ejemplo, la violenta cercanía del techo y, de ella colgada, dos tubos o mil, tanto da, siempre encendidos, tal que aquí abajo es siempre noche, es siempre invierno, y las cosas toman para sí ese cariz grisáceo que yo sólo conocía por algunos libros, por aquellos sin duda portadores de un terror de pelaje suave al tacto. Qué más, qué menos, colgado de un verso me pasaría toda esta mañana y aun las que puedan venir. Me bastaría solamente que no fuera este que me arrumba al repetirlo, este que no cesan de escandir los yoes que me agusanan, ese que dice ya nadie se acuerda del Bebe Bonomini.

24.8.06

Sólo cuando Susana arrancó la hoja del almanaque de la mesa de entradas -esto pasa a las nueve, porque a los efectos procesales antes de las nueve todavía es ayer- supe que hoy era 26 de agosto. Antes que crujieran, hice de las tripas corazón y me apersoné en el kiosco. Lo atiende el Bocha y eso ya es decir. Ha sido, al menos eso le gusta perorar, tipo de gran cultura y a esta altura del mes no tiene muchos clientes que digamos. No fía, ese es el problema. Ese es mi problema. Es decir, no siempre ha sido mi problema. Un momento antes nada más, antes de saber qué día era hoy, mi único problema era atender una queja de mi cuerpo que amenazaba, más temprano que tarde, denunciarme ruidosamente. Pero así dicho, retaceo una parte de la verdad: el problema está en mi casa, más exactamente en la heladera, pero se supone que escribo para olvidar. Adelante pues.
-Vio que día es hoy
-Sí, martes. No pasa más la semana.
-Ah, los días y su maldita rutina de pasar de uno en uno.
-Yo que usted no lo diría tan alegremente.
-Sin duda, usted en mi lugar sería cualquier cosa menos un tipo alegre.
-Usaría menos palabras.
-Pero a cambio de qué.
-No me toree.
-Qué se le ofrece.
-Qué día es hoy.
-26 de agosto. Se cumplen 37 años del fallecimiento de un gran hombre: el Tata Lorenzo.
-Quién.
-Juan Bautista Lorenzo, el autor de una inmensa obra poética que el mundo se empeña en ignorar.
-No va a creerme pero me está devolviendo un sentido de pertenencia.
-Ya nadie se acuerda del Tata Lorenzo.

23.8.06

La referencia a las efemérides fue, por supuesto, una ironía. Una más.
Enhorabuena los blogs esquivan ese vicio tan de suplemento cultural que dictamina en junio deba homenajearse el bendito día en que falleció Borges y otro tanto en agosto por culpa de la madre que lo parió, a lo que el viejo hubiese dicho, lacónico como prefería oírse, nacer es algo que le ocurre a todos los hombres.
El vicio ha ganado terreno de tal modo que resulta ostensible la incorporación de otras fechas que se consideran merecedoras de evocación, verbigracia: el aniversario de la publicación de su libro más famoso, y de su cuento, y del poema que falsamente se le atribuye, y del premio que compartió con Beckett y del día en que perdió el Nobel y de su primera colaboración en una revista femenina, y de su primera traducción, de suerte que el calendario de fechas Borges puede tranquilamente confundirse con un almanaque común y corriente.
Si a eso sumamos otros nombres, no más de media docena, los previsibles, los que están al alcance de la mano, tenemos casi completa la programación entre enero y diciembre del suplemento cultural de cualquiera de los diarios de mayor circulación.
Entonces el almanaque de la liturgia cultural crea un espejismo asfixiante: la historia terminó hace un buen tiempo y sólo nos queda vivir entre los fantasmas que cada fecha mande evocar.
Es posible que la historia haya terminado, no puedo afirmar lo contrario, o puede ser que yo mismo quien esté soñando un sueño viejo que no deja de repetirse. Como sea, de puro obstinado, seguiré resistiendo el embate de los espectros y de los que en su nombre declaman.
Amanecí tan pronto como pude. Me incorporé bruscamente y al tantear en la oscuridad buscando el interruptor, pensé en la suerte de tener un vaso de leche esperándome en la puerta de la heladera. No contaba con la compañía del intruso. Recién me escapaba de las fauces de un sueño en el que me perseguían acreedores de toda índole, bastante tenía con ese incordio para pensar que otro , cualquiera fuese, pudiera birlarme el desayuno. En todo caso, era yo el que, en sueños, se valía de ardides para conquistar confianzas y mucho más gruesos los desayunos ganados y por ganar. Así, mi culpa y yo hubiéramos querido desvanecernos en hidalga contemplación de la derrota, pero opté, y en este caso yo soy mi culpa, por mover una pieza imprevista. Encendí la radio. Sin quererlo sometía a mi yo al peor de los tormentos: oír la versión de El salmón que acaba de perpetrar el cantante de Los ratoncitos de ricota. Fue mi modo de comprender que seguiría siendo hoy por un buen rato.

El mundo sigue andando

Ayer, 22 de agosto, fue el aniversario de un hito en nuestra historia reciente. Ningún blogger cazador de efemérides se mostró mayormente conmovido.
Hoy se cumple un año más de la gesta conocida como "el éxodo jujeño".
Y así.
Un inconveniente doméstico se ha metido en mi casa. No sé cómo pudo hacerlo. En realidad no lo sabía. Bastó que pensara un segundo todo el tiempo que paso fuera de casa para darme cuenta. El tipo habrá merodeado, controlado mis horarios, no es tan complejo. Sabrá seguramente que tengo la malsana costumbre de no echarle llave a la puerta. La aprendí de esos ladrones de barrio que llevan encima un arma descargada que les sirve para amedrentar a sus ocasionales víctimas. Mi arma es la llave y a nadie asusto más que a la pobre puerta. Todas las mañanas el mismo teatro a la ida. Todas las tardes el mismo teatro a la vuelta. Por la tarde estaba ahí. No diré muerto de risa, la situación era grave, pero me sentí burlado. Ya es tarde y no se ha ido. Al contrario: soy yo quien tiene unas ganas locas de marcharse. Pero cuando me pongo así no me hago caso. Me digo sí, sí, como se le dice a cualquier loco y espero a que se me pase. Después de todo, ha preferido alojarse en la heladera y ese no es buen sitio para hacer temporada.

22.8.06

Jodido, muy. O no tanto, pero un poco. Un poco que alcanza para molestarme. Y por lo visto cada vez me molesto con menos. Iba a poner -por lo menos así lo leí en la pizarra mental- cada vez me molesto con más poco. Pero por suerte lo pensé y sólo eso. Si hubiera sido un cartel de propaganda en la calle, tal vez lo hubiese apedreado. Eso hoy. El resto de los días -algún día dejará de ser hoy, no siempre ha sido hoy- me lo hubiese tomado a risa. Pero dice risa que hoy no está. Para nadie. ¿No está hoy o no está risa? Si risa pretende convencerme de que hoy no está debo advertirle que va a costarle mucho más trabajo que el que piensa le tomará. Siento su olor. Siento su peso en los hombros. Y aún creo en lo que siento. Eso por hoy. No sé qué haré el día de mañana. Pero si lo que risa se propone es hacerme creer que no está, es posible que voltee esa maldita puerta cuando deje de ser hoy. O tal vez mañana mismo. Sin falta.
En Naxos puede leerse un extenso artículo que especula sobre el futuro de la gratuidad en el mundo blog. Muy interesante.

Deleuziana

Su biógrafo Colerus refiere que disfrutaba con la lucha de arañas: "Buscaba arañas a las que hacía luchar entre ellas, o bien moscas a las que lanzaba a la tela de araña, y contemplaba después estas batallas con tanto placer que a veces no podía contener la risa. Pues los animales nos enseñan al menos el carácter irreductiblemente exterior de la muerte. No la llevan en sí mismos, aunque se la den necesariamente los unos a los otros; se trata de la muerte como "mal
encuentro inevitable en el orden de las existencias naturales. Pero ellos no han inventado todavía esa muerte interior, este sado-masoquismo del esclavo-tirano.
Más adelante:
...el tirano necesita las almas rotas como las almas rotas al tirano.

Gilles Deleuze, Spinoza: Filosofía práctica.

21.8.06

Brillante, en todo el sentido de la palabra, el artículo publicado en Contra las cuerdas sobre Gustavo Cerati.

Póstuma

Así las cosas de este mundo, un día de estos el tirano perecerá y antes de que diga las palabras que pasarán a la posteridad, otro ocupará su sitio y desatará de su boca peores tempestades que las que tú, caro lector, o yo, modesto fabulador de los confines, seamos capaces de imaginar.
Ante el pelotón que caro cobre ser distinto o en la ratonera que merezca un disidente, quiera el creador entrase un hilo de poesía.

En fin, ¿perecen las copiosas lluvias
cuando las precipita el padre éter
en el regazo de la madre tierra?
No: pues hermosos frutos se levantan,
los ramos de los árboles verdean,
crecen y se desgajan con el fruto.
Sustentan a los hombres y alimañas,
de alegres niños pueblan las ciudades,
por cualquier parte en las frondosas selvas
se oyen los cantos de las aves nuevas,
y los rebaños de pacer cansados
tienden sus cuerpos por risueños pastos,
y sale de sus ubres retestadas
copiosa y blanca leche; sus hijuelos
de pocas fuerzas por la tierna hierba
lascivos juguetean, conmovidos
del placer de mamar la pura leche:
luego ningunos cuerpos se aniquilan;
pues la naturaleza los rehace,
y con la muerte de unos otro engendra.

Lucrecio, De rerum natura, libro primero
Mi texto del día de la fecha en Kaputt se llama El duelo.

Ah, la antipatía

A veces la antipatía que, de modo casi unánime, profesamos por los Estados Unidos nos da a cumplir el ridículo papel de ser los tontos de la película.

El caso más notorio es el de Cuba. La enfermedad de Castro ha excitado esa mirada romántica que nos ha merecido la Isla todos estos años y es tildado de facho, de pro-yanqui o llanamente censurado el que ose decir que ya es hora de que las cosas cambien.

No hay que ser funcional a la derecha, dice alguien que sabe que las cosas no están bien y sin embargo escoge ser políticamente correcto, preservando el desprecio a todo aquello que guarde un dejo de imperio.

Digámoslo de una vez: los argentinos de fines de siglo no soportaríamos cinco minutos de la Cuba con la que simpatizamos a distancia. Y maniqueos como somos, amigos del rótulo fácil, no nos cuesta casi nada ponernos en fundamentalistas y decir ah, esa mierda del imperio.
Parece que hay otras voces, como la de Laura Pollán, esposa de Héctor Maseda Gutiérrez, uno de los tantos disidentes que van a pasar lo que les queda de vida en la cárcel. Ella, yo no entiendo cómo, conserva la esperanza:

Les voy a hablar con el corazón, como ser humano, y también como alguien que está sufriendo mucho. En cuanto a la economía, si yo pudiera escoger, me inclinaría por el régimen capitalista, pero en cuanto a muchos logros que hacen al bienestar social. Es decir que habría que hacer un injerto de lo mejor de los dos. ¡Porque ni los dos son buenos-buenos ni malos-malos! En Cuba se ha logrado mucho en educación y salud. Me gustaría que a la educación le quitáramos la política. Es también que al totalitarismo socialista no hay quien lo soporte. No se puede vivir en esa dependencia total del gobierno sin ningún tipo de libertad. A los pueblos les hace mucha falta la salud, solucionar para todos el problema de la medicina. Volviendo a la educación, yo me pregunto: aquí en Cuba, ¿qué logramos con la educación si no podemos desarrollar nuestro pensamiento? Insisto, si no podemos emplear y aplicar lo que hemos aprendido para el bien de nuestra sociedad, ¿para qué nos han dado esta cultura y esta educación?


Me sacude el alma que alguien con la vida hecha jirones use el resto que aún conserva para pensar positivamente a sus verdugos. Nosotros, en cambio, haciendo zapping: fútbol, farándula, Cuba, ah, esa mierda del imperio.

20.8.06

Cuando la visita se haya ido

Ahora que ya todos se han mandado a mudar y me he quedado solo con mis otros yoes, los que se encargan del sucio trabajo que implica adjetivar lo que me rodea, compruebo que la visita no ha sido desafortunada por los agravios -tal vez yo mis yoes no merezcan otra cosa que estos vasos rotos en el piso y las manchas de humedad en la pared- sino por lo extemporánea.

Trataré de explicarme. No es desagradable la compañía, casi nunca. Es rara la ocasión en que una persona, cualquiera sea, caída del cielo, encontrada en la calle o vecina por trabajo, enfermedad o cualesquiera otra fuerza mayor -en tanto sea junto a nosotros- le sucediere, sea desechable sin más. Hay gente que no vale nada, y acá no voy a dar nombres porque estamos todos tan crispados que mucho me temo habrá quien me espere a la salida para abofetearme, y sin embargo son, en alguna hora del día, lo mejor cuanto puede pasarnos.

Sigo tratando de explicarme y esto se pone cada vez peor. Sí. Hay momentos en que nuestro espíritu flaquea. Son raros, imposibles de prevenir pero a algunos sujetos, entre los que se halla el suscripto, los ataca con extraña regularidad una necesidad que raya lo perverso: sentimos el inquietante deseo de escupir a quien amamos, de destrozar lo que sangre, sudor, lágrima y entraña nos costó, les costó y nos costará en el futuro, a nosotros, caballos desmadrados y a varios otros muchos que nos han puesto el hombro antes, cuando éramos mucho menos que esto, ahora que no somos capaces de darnos cuenta y, sin duda, lo harán mañana y acaso sin que los convoquemos, pues de eso va el cumplir misiones y es oportuno saberlo.

Para esos momentos en el que la ira está a punto de irse de cauce no hay mejor ni puede haberlo que esos tipos de sentimiento plano, consecuentes en la dificultad del arte del jamás pensar, estúpidos que aparentan serlo por placer pero en realidad carecen de todo objetivo, que si tuvieran una idea cierta o tan siquiera aproximada de lo útiles que pueden resultar cuando el brote es inminente, cuando la turbiedad viene trepando por la garganta y no ve la hora de salir, si por cuasualidad, intuición o golpe de suerte estuvieran en condiciones de enterarse de esa erupción, cobardes, se harían a un costado.

Pero comencé por otro lado y ya mismo trato de atar los cabos sueltos. Lo malo de una visita de improviso es que, por lo general, lo toma a uno bajo la licencia que el hogar permite, esto es: absoluto estado de somnolencia que impide separar día, noche, sueño, realidad; no estudiada desnudez, aparente desidia en la provisión de víveres alimentarios e higiénicos, vamos, el mejor de los desórdenes que alguien pueda permitirse.

Entonces los visitantes vienen, escudriñan detalles, apuntan en sus respectivas libretas y se van no sin antes prometer retornos mismamente inoportunos a efectos de verificar el pronto restablecimiento del estado de cosas que una persona de bien quiere para sí y para los que quiere.
Internet multiplica y descentraliza, pero también separa. Seguramente, el mejor ejemplo en ese aspecto es lo que está sucediendo con las bitácoras. Un instrumento magnífico que, como cualquier instrumento, puede tener consecuencias indeseables. En el extremo negativo, cada vez más común, elimina o dificulta la creación de espacios comunes y se convierte en un canto al yo. Crea redes, pero tienden a ser simples clanes familiares. Y a fuerza de acumulación de millones de «yoes» separados, no es más que una línea directa al corazón de la nada; los focos que se forman son débiles, o puramente ocasionales, o están tan marcados por el interés del individuo o del clan que la famosa «horizontalidad» se convierte en premio extra a la «verticalidad» de la información tradicional.


Jesús Gómez Gutiérrez, De intelectuales y conservadores en La insignia.

17.8.06

A manera de elegante disculpa y antes de que me lo pidan

Y en circunstancias así, aunque no sea un ejemplo muy agradable para traer a cuento en la mesa, la cosa no funciona muy diferente que en el baño. Sí, hay un llamado, y el convocado por la urgencia se dirige tan pronto como puede y se pone en situación de, aunque el llamado en un primer momento luzca aquí y allá como una falsa alarma. En el recuento escrupuloso nada queda afuera: el techo lejano y sus telarañas, los azulejos y el sarro que los come, la rejilla y esos cabellos que no pueden tener otro dueño que yo mismo, la colonia, flamante regalo que nunca uso, quizá con la excusa de que tampoco me he sentado a escribir la carta en que necesariamente planeaba agradecer el detalle, el papel allí, al alcance de la mano, a la espera de ser escrito pasionalmente y la ronda del tiempo que primero da gusto y después marea, y después desencanta y después, en medio de la inquina que supone volver a casa con tan magro botín, el dictado que señala que se ha hecho la hora de volver las armas a su sitio.

Toda esa ceremonia me resulta ajena. Yo soy de los otros. Si no es fácil, es imposible, de modo que ante la menor sospecha de falsa alarma, hora infértil o de lo que mierda sea atrofie la intentona, me pongo a hacer otra cosa. Hay una vida y a veces no sé si tanto. Espero sepan comprender.

Desafantasmar

Acaso por evitar el demasiado trajinado sitio que custodia el título aquel, Mujer que dice chau, es que a veces me voy antes de tiempo de donde no me echan. No sólo no tengo la precaución de despedirme, que bien podría ser tomado por la contraparte como una muestra de debilidad, una invitación, un si me insistís me quedo, sino antes por el contrario: tomo el bidón de nafta que siempre traigo encima y un fósforo, de la cajita última que ha quedado guacha de cigarrillos pero ávida de destrucción.
Todo criminal que se precie vuelve al escenario a contemplar en carne propia las repercusiones de su propia obra. Vienen a mi mente, por caso, las fotografías de un fastuoso incendio allá por el 97. A los pocos días, sobrevivientes, damnificados, contadores de anécdotas, todos reunidos en torno a los álbumes recién revelados, no salíamos de nuestro asombro cuando vimos entre los curiosos que entorpecían la tarea de los bomberos un rostro que conocíamos desde no mucho tiempo atrás. Era el pobre infeliz al que todos los dedos índices apuntarían como responsable del siniestro.
Por supuesto, la trama de esa historia es mucho más espesa. Quizá algún día la cuente, no todavía porque debajo de las cenizas mojadas del archivo quemado -intuyo- quedan algunos restos vivos y es preciso dejarlos morir antes de perderles todo el respeto, pero, como todos sospecharán ahora mismo, los autores intelectuales y materiales del hecho fueron muy otros.
También entre los testigos incrédulos de aquella mañana sin sol andaba el gato al que alimentábamos. De poco sirvieron los intentos de quienes pretendieron traerlo a la nueva locación, no muy lejos de aquel sitio. El bicho era de ahí y no nació el que lo convenza de lo contrario. Algunos, yo entre ellos, festejamos el incendio en la esperanza de que el gato también se hiciese polvo y salimos defraudados. El mal había tramado -y ejecutado- una obra perfecta.
Lo que quería decir, y acá retomo el desvarío trunco, es que bajo esas nubes yo me sentía culpable de las cenizas. Nada tenía que ver con los autores. Es más: sólo supe la verdad con el correr de los años. Pero siempre se me ocurre que si hay llamas es porque yo las he ocasionado. A lo mejor, apuntará alguien que sea versado en cosas raras, mi conducta es el reflejo de alguna vida anterior y yo he sido quien quemó Roma, vaya a saber.
Por eso mismo ahora, paralizados ante el estrago, ella me llama para contarme que él se lo reprocha y no sabe bien cómo reaccionar, aunque en realidad con eso sólo está reclamando que yo la escuche, le dé un poco de mi tiempo a manera de contención, si es que eso existe más allá de la palabra de las señoras paquetas; y yo, lejos de actuar como catalizador, tengo a mano el bidón, y los fósforos, y sin duda alguna lo que más deseo en el mundo es que ella desembuche de una vez, que me dé la excusa mejor para que yo actúe en consecuencia, pero que lo haga rápido, urgente, porque me salgo de la vaina por hacer lo que siempre quise, que es lo que él viene haciendo desde que tengo memoria.
Entonces, dentro de un rato, cuando se aplaquen los mares hirvientes, comprenderé que lo imperdonable es el actuar reflejo, que es un modo, quizá el más triste, de ser un fantasma.

Irse, volverse, coincidirnos

En su edición del día de la fecha, el portavoz del gobierno de Kirchner, esto es: el diario Página/12, nos alimenta con un pequeño desliz que, bien leído, tal vez pueda entenderse como algo más que un desliz.
En las últimas horas, como es de dominio público, falleció en Brasil el ex dictador paraguayo Alfredo Stroessner, lo que debería movernos a la pregunta: ¿cuál es la razón por la que la longevidad de los tiranos deja en ridículo la esperanza de vida de la población a la que someten?
Por otro lado, y ya en nuestro ámbito doméstico, la hermana del presidente pide licencia en el ejercicio de su cargo como senadora para tomar las riendas del ministerio de desarrollo social, al que antes había renunciado para afrontar la campaña proselitista.
El diario oficial cubre ambos hechos con sendas columnas de opinión: la que se refiere a los días finales de Stroessner, firmada por Darío Pignotti, se llama Nunca se fue del todo, nombre peligrosamente vecino a La ministra que nunca se fue, que es el que Mario Wainstein escogió para retratar los días de la hermana Alicia como senadora.
De paso: ni el comentario sobre la longevidad de los tiranos ni el andar nepótico del régimen argentino implican toma de posición alguna respecto de la situación política de la Isla.

13.8.06

La vida equivocado

carcasa.
(Del fr. carcasse).
1. f. esqueleto (conjunto de piezas duras y resistentes).
2. f. cierta bomba incendiaria.

carcaza.
1. f. carcaj (aljaba).

11.8.06

¿Será posible?

Yo tampoco creo ni media palabra del mega-atentado que dicen haber abortado las huestes de scotland yard.

Si vas a Kabul/6

Google tiene algunas cosas maravillosas. Una de ellas es Google Trends. Se trata de una herramienta que permite cotejar los volúmenes de búsqueda y de referencias en internet de dos o más términos de búsqueda, también conocidos como queries.
Acabo de compulsar los nombres de cuatro filósofos y un futbolista, todos ellos franceses: Foucault, Barthes, Derrida, Deleuze y Zidane.
El resultado global fue el que cualquiera podía avizorar: se impuso el más famoso cabeceador de los últimos tiempos y Derrida incrementó su popularidad cuando le tocó morirse.
Sin embargo no puedo ocultar mi sorpresa por el resultado que se atribuye a Buenos Aires: Foucault es más requerido que Zizou.
Me gustaría creer que eso es cierto.
Los resultados aquí.

Criollita

Fue un ave de paso, qué iba a saberlo yo cuando la conocí. Siempre he sido tan atolondrado que más de una vez he tenido que oír que dijeran de mí: te imaginás cuando éste maneje, claro que yo nunca les di el gusto de intentar siquiera aprender a conducir, pero no deja de ser una pena, porque yo podría tener auto, podría haberlo tenido cuando la conocí y eso hubiese facilitado las cosas. Bah, no sé como sea facilitar algo que viene mal parido, pero ahora que todo ha pasado y la historia sólo transcurre dentro de mi pensamiento, sitio propicio para el hipertexto, que no la vida real, su perpetua manía de que una cosa venga detrás de la otra con el pretexto del destino.
Decir, sólo por decir algo, otra ciudad, dieciocho kilómetros de por medio, que se traducen en media hora de viaje a la hora que otros deciden, nunca más allá de la una de la mañana, tampoco antes de las seis.
Decir, sólo porque es necesario, que ella quería que le hablasen de libros, por ejemplo de Oscar Wilde. El fantasma de Carterville es hermoso, me decía, y yo en realidad pensaba que era un texto que no estaba a la altura de Wilde, pero habérselo dicho hubiese supuesto tener que meterme en el fango de las explicaciones y, se sabe, nada merecedor de un desprecio mayor que las explicaciones doctas, que el consejo del padre o de cualquiera que sepa un poco más o aparente saberlo o actúe como si.
Callaba.
Me gustaba verla toda prisa por resolver un asunto que no era tan importante como ella hubiera querido, pero hay algo que mueve el motor de los que intuyen que su tiempo es poco, una asincronía con el mundo que les devuelve una imagen que se mueve morosamente. Y también comer las criollitas que se me ofrecían solas en el escritorio del mate, una y otra más, porque tenía un hambre de huerfanito y unas ganas locas de verla, aunque me reventase verla así y escucharla tan leve, tan veinte años, que me sentía no diría viejo sino gastado, arrumbado.
-¿Me das una galletita?
Le ofrecí el paquete, con un dedo puse una más cerca de su alcance.
Ella, los ojos puestos en los míos, maliciosa:
-Esta quiero.
La que yo tenía entre los dedos.
La que, a falta de un bocado, era la más idónea para mi rubor.

Si vas a Kabul/5

10.8.06

Café

Los días previos hacen de sí mismos un carrusel de disparates que se creen conjetura. Alto, bajo, joven, especulan las chicas. Recibo, pliego, garantías, la jerarquía contable. Parilla, cantina en el puerto o hacer de cuenta que nada ha pasado, que todo sigue igual aunque lluevan bigornias de punta; eso es lo que, entre algún cabildeo, define la cabeza, los cabecitas.
Alto, sí, bastante alto, el pelo lacio, dejado crecer, blanco casi ceniza, lentes para leer, ringtone de ulular de sirena policial, vestido ni muy muy, ni tan tan, amable en el trato, menos escrupuloso de lo que debería. Amistoso.
Los cabecitas se desentendieron de todo. La recepción corre por cuenta de la jerarquía contable. El portavoz no esconde sus esfuerzos con tal de dar la talla. Ofrece café. Por un momento ha querido ser cortés y ha tenido éxito.
Se pone a contar, no es que sea bueno contando, pero hay la fundada sospecha de una larga espera. El forastero, tal vez la lengua seca del viaje y los ojos amodorrados por un huso horario tan distinto al de la capital, se hace ilusiones. Mete, como si cuidase un bien que escasea, un bocadillo. No sin esfuerzo, muy cada tanto, sonríen, quieren reírse pero la risa no está prevista en los libretos del auditor ni del auditado.
Hace tiempo. El otro acepta, algo resignado, ese inventario de fracasos que es el pasar revista al proyecto que el banco ha financiado.
Bueno, como sabrás, el primer consultor se escapó sin presentarnos el informe final. Por eso... Esa obra salió, tarde pero salió. No sabés lo que nos costó levantar ese muerto. Cuando nos tocó intervenir a nosotros, es decir cuando ya pasaba para el pago el primer certificado, caímos en la cuenta de que el Tribunal no se había expedido. Es más: nunca lo había visto. Y la obra era de tres millones. Decí que la legislatura... Eso fue otro parto, el tipo nos entregó la mercancía, nos mandó la factura y cuando le pedimos que nos mande el número de cuenta para acreditarle los fondos, se le antojó que le transfiramos a la central en Canadá. Averiguamos. Para saltar la ley antilavado de dinero necesitábamos una autorización del central que demoraba, si es que se les ocurría otorgarla, seis meses.
Ha llegado el café, gracias a dios. La charla se distiende, por decirlo así. El auditor frente a su café, el auditado fingiendo supervisión a sus auxiliares, que se esmeran en conquistar la complicidad del forastero con comentarios amables.
Hay excusas por la demora. El servicio de cafetería está dividido, explica el auditado. Para ganar en celeridad hubo que pedir el café a la secretaria del presidente. A falta de jinetas, no hay café. Ser secretaria del presidente da buenas jinetas. Entonces el café demora y, si alguien pide café, después de la justificación del caso, por ejemplo hay un forastero que anda revisando las macanas que hicimos en las últimas tres gestiones, queda sobreentendido que pide café. ¿O alguien acaso, fuera de este cronista, mencionó la palabra azúcar?
Hay un llamado telefónico desde un aparato retirado de la escucha del forastero. Angel: preguntale a Adela si tenemos azúcar. Hay una pausa. Quien llamaba cuelga sin frustración y dice algo así como no te preocupes, de algún lado vamos a conseguir, aunque sea por caja chica.
La caja chica está escaleras arriba. El súper, providencialmente abierto siendo la hora que es, está a dos cuadras y media, cruzando el monolito de las cinco esquinas. Por supuesto que no hay un horno de microondas para calentar lo que se está enfriando.
Otras reparticiones pagan mejor. Esto es demasiada responsabilidad. Por este trabajo uno debería cobrar, como mínimo, cuatro gambas, capaz que cinco, che.
La sierva que bajó las escaleras con el servicio no sólo soslayó el azúcar. También la bandeja, los platitos, las cucharas. Suerte que trajo el ceño fruncido que si no daría para pensar que está ofuscada por el mal rato que la hacen pasar con este bochorno.
No es bochorno para ella, parece. Tampoco para el auditor que, antes de que el café esté helado, dice en voz baja, como para no molestar: está bien, me gusta así.
Daniel Freidemberg, acosado por uno de tantos bárbaros que circulan por la red, escribe en su nuevo blog:
La insoportable levedad del no ser. Como moscardones sobre la fruta, como lauchitas alrededor de la quesera. Pero lo que los lleva a entrometerse y molestar no es falta de alimento sino de existencia visible: la sola posibilidad de que no se les preste atención les da pánico, entonces chillan, insultan, provocan, patalean, no dejan ver u oír otra cosa que su propia vacua desesperación, cargan todo de fastidio y banalidad.
Les cuento una infidencia: mis días empeoran cuando cierra algún blog por el que tengo alguna simpatía. Hoy es el caso de La ciencia maldita y Vacío. Ya veremos cómo capeamos el chubasco.
*
Sin embargo, quizá enarbolando la insoluble pretensión de equilibrar las cosas o tan sólo del puro aburrimiento que a todos nos provocaba ver la caricatura de Monk, Kaputt se renueva. En efecto, todavía falta algún que otro detalle, pero, antes de que nos arrepintamos: fuerrrrrrrrte el aplauso para el webmaster: el amigo Balduccio.

*
Actualización 2.56 PM: Monk no es Fidel; es Monk. La ciencia maldita sigue siendo la ciencia maldita con más el agregado que supone haber pasado el necesario escollo de todo blog que se precie de grande: una renuncia renunciada.

Heterodoxia

Iría apurada, quién sabe. Mejor no preguntarse demasiado las cosas. Yo me conozco bien: empiezo por preguntarme por qué esa que supo ser conocida en los tiempos más felices que estos, dos lucas en pilchas como si nada, dios mío, ahora no me ve, o hace que no me ve con tal de no saludarme y termino pensando en lo bien que le haría al mundo dejarse de joder con los ortodoxos.
No es la primera vez que me pasa y yo mismo recuerdo haberme escapado casi con pavura de cierta chiquilla de la infancia, una vecina de la misma cuadra en la que yo vivía, pinta de princesita, incurable tonada cordobesa, esa que cualquiera decretaría primera novia, con lo ilusorio que es ese título, su inutilidad para reclamar ulteriormente derecho alguno. Me gustaba mucho. Tal vez hicimos toda la primaria juntos. Tal vez sólo me gustó mientras tuvimos seis o siete años y el resto fue inercia. Mejor sería tener aprendida la relación casi morbosa que hay entre vida real y nostalgia, pero eso desde el vamos, si no para qué cuernos sirve un padre, una madre, un padrino, un maestro de escuela. Pero el tiempo sin vernos se había derramado sobre ella como una grata sinfonía.
Tal vez eso me retuvo sentado en el banco de cemento de la terminal de mi pueblo. Ella cruzaba la calle. Vendría al kiosco, me imagino. A ciertas horas, en los pueblos, no hay otro kiosco que no sea el de la terminal, que, por cierto, va a cobrar tres lo que caro cuesta dos. Era un domingo de sol rabioso. Yo concluía una visita veraniega a los míos. El colectivo no llegaba nunca y de pronto ella como un milagro del empedrado de la calle nacido. Bermuda color café con leche, musculosa azul oscuro, las mejillas coloradas como entonces.
Un instante de duda, tal vez prender un cigarrillo, siempre compañero de las decisiones difíciles o quizá una brusca huida hacia el interior del recinto a propósito de cualquier excusa, consultar en ventanilla el término del retardo o, incluso mejor, emprender una excursión hacia los baños, con la excusa de la última meada en el pueblo hacer media cuadra por un pasillo sin techo.
Creo que no me moví del sitio en que estaba y sólo di vuelta la cara. Si hasta ese momento tenía la vista hundida en la ruta interminable en dirección al norte, me puse a mirar al sur, haciendo reparo para que alguna ráfaga traicionera no me apagase el cigarrillo.
Renuncié a ver el momento en que se iba. Nunca supe si se fue, en realidad, si alguien la esperaba adentro, en la confitería, o en algún vehículo estacionado sobre la calle San Martín.
Por segunda vez en la tarde sucedió la magia. De las entrañas de la tierra apareció el colectivo. Me subí apurado. Llevaba sólo un bolso, que preferí llevar conmigo para no demorar un minuto más la fuga.
Allá va Manolo, ¿se habrá operado la vista?
Al repasar estos apuntes me parece oportuno explicar el significado que, felizmente para mí, la vida me otorgó mostrándome muchachas. Esto acabo de escribirlo hoy y ya muy lejos de Elvirita, a la que sigo adorando. Hace tiempo un amigo que comentaba su vida matrimonial me dijo: «Uno se casa con una muchacha y una mala mañana se encuentra con una mujer a su lado». Sucede. Es que el mundo, generación va y viene, está perpetuamente poblado por falsas muchachas. Hay muchas que nacieron no muchachas y nunca variará su condición, tan lamentable. Las muchachas legítimas al dar sus primeros berridos ya son esclavas deliciosas de su destino inmutable. Porque el muchachismo persevera y se mantiene exento de edades o peripecias. Es eterno, y la hermosura no es indispensable.


Juan Carlos Onetti, Cuando ya no importe.

9.8.06

Si vas a Kabul/4

Quizás se trate de fundar finalmente nuestra propia antropología: la que va a hablar de nosotros, la que va a buscar en nosotros lo que durante tanto tiempo nosotros saqueamos en los demás. Ya no lo exótico, sino lo endótico.

Georges Perec, Aproximación a qué
Vía Milanesa

Los padrinos

Se lo hubiera dicho, sin dudas, pero a qué buscar la complicidad de una mujer tan bien ocupada, porque pucha, mellizos, eso sí que es ocupación y no las mañanas inútiles que uno le cambia al régimen por monedas.
¿Y si fueran mellizos? Por un segundo me detuve a pensar que en casa solían ser muy amigos de la iglesia y los domingos, casi por inercia, tocaba lucir la ropa para ese día reservada y ubicarnos allá en el fondo, en un banco retirado con otros como nosotros, los pobres, pero incluso así nunca supe bien de qué iba el bautismo.
Vi muchas fotos. Mamá siempre guardó las fotos en una caja enorme forrada en tela a cuadrillé azul y las chicas y yo, muy cada tanto, metíamos nuestros dedos sucios de infancia, desordenábamos lo que supo estar ordenado con tal de sacar una y sólo una foto y ponerla casi a las barbas de papá o de mamá y preguntarle éste quién es.
Y ese era Guillermo, por decir algo, tipo obtuso como pocos, que sin embargo se hizo amigo de la familia cuando se acababan los setenta, y esa era Beatriz, la mujer de Guillermo, conocida por mi madre bajo el mote de la yegua, todo por culpa de su trabajo de enfermera y su modo de colocar inyecciones que le hacían a uno ver en detalle la vía láctea.
Esos eran los padrinos de la Laurita; yo no tenía, o sí y eran mis difuntos abuelos, a quién se le ocurre designar para un cargo así, pero ahora yo estoy en las gateras. ¿Y si me eligieran?
Adiós, señora, que le vaya lindo.

8.8.06

La vista gorda

Leo con fruición a Onetti, incluso contra la resistencia que imponen los rayos catódicos porque todavía falta un buen tiempo para que pueda hacerme de los libros como manda dios.
La excursión es grata. Más que grata diría fascinante. Podría, si de ser odioso esto se tratase, mencionar a un autor que reservé para leer en el colectivo. Un tipo respetado por muchos, por otros vilipendiado, cómo no, con algunos libros de gran destaque, entre los que se cuenta éste, que yo pagué cinco pesos en un supermercado, y varios muchos otros olvidables. De él puedo decir que su lectura es tan liviana, tan fácilmente asible, que es ideal para emprenderla en vehículos en movimiento.
Con Onetti no podría. Me gustaría mucho tener su obra completa ya mismo, pero por lo pronto me arreglo con esto. Esto son algunos archivos en formato pdf que me inspiran un odio visceral, a tal punto que me tomo el trabajo de pasarlos a un documento de texto y de salvar las innúmeras erratas que hay por aquí y por allá.
Eso es lo mejor de todo. O lo peor, según quiera mirarse. La escasez de tildes recuerda a cierto personajucho que la va de crítico literario (un tipo entrañable que suele hablarle a sus ocasionales vecinos de página, incluso a los gritos, y nadie le lleva el apunte; me daría un poco de pena si no supiera que la sordera de sus vecinos lo complace: para él, nada como tener la última palabra), lo que es de sencilla corrección, pero hay otros obstáculos que creo que al propio Onetti resultarían encantadores.
Ahora, por ejemplo, leo y "corrijo" Cuando ya no importe. Repetidamente se habla de la construcción de una represa sobre un “no”; no debe ser “río”, no se requiere demasiada perspicacia para sospecharlo. Sin embargo, me cuesta salvar esa errata, quizá porque más adelante habla de cruzar el “no” sobre un precario puente hecho con tablones.
La escena se detiene. Llueven ferozmente hilos de plata que retacean la visibilidad. Hay que cruzar el no y el lector tiene la semicerteza de que los tablones no soportarán el peso del convoy y el yo narrador perecerá a manos del no.
Y me gusta.

Si vas a Kabul/3

Anillo al dedo

Tomada como cierta la sentencia aquella que decía que mañana es nunca, el sábado primero, sin pensarlo demasiado, examiné la escasa solvencia por mi billetera denunciada y me dije está bien, pero sólo por esta vez y sólo por esa vez lo hice, en realidad me convencí de que sólo lo haría esa vez, pero no, nada de eso. Así es que el sábado segundo, más nutrida por el brillo cercano del día de cobro, y también por ser sábado y dar por hecho que cualquier trámite en el súper demandaría un buen rato, me aflojé y volví a pasar frente a la góndola en la que lucen los alcoholes. Me sorprendió, y gratamente, casi al punto de dar un salto, el hecho de encontrar la misma botella que el sábado primero a un precio sensiblemente menor. Esta noche es una buena noche, me dije y actué en consecuencia.
Tomado el consejo de vadinho, bien que un poco tarde porque la puntualidad es algo que me olvidé en un rincón de la adolescencia, decidí arremeter contra un pinot noir. No fue una de mis marcas predilectas, al contrario. Con el tiempo, a fuerza de sentir en los bolsillos el flagelo de la macroeconomía, me hice a la costumbre de enjuiciar a los vinos por su marca, en la medida en que me fue dado saber de ella o, más acá en el tiempo, amputados varios grados de libertad en la elección, por la musicalidad del nombre, por la nostalgia de algún episodio pretérito que cuantimenos me deparase una vaga familiaridad o, en última instancia, por capricho. Y la sílaba “cho” cae como anillo al dedo, ¿quién elegiría un vino que en su nombre la incluya? Más allá, ¿no son detestables todas las marcas que incluyen fonemas como “che” o “chi”?
No había otro pinot noir que no fuera el de esta marca, y qué decir como balance que no sea declarar a enorme gratitud por la recomendación porque, como bien anticipaba mi consejero, este es un vino con temperamento propio. Es más: de sábado a sábado me demostró que podía cambiar de humor en función de la semana que atrás había quedado.
Un milagro. Como quitarse de la mano un anillo y calzarlo en un dedo ajeno y querido.

Magias de la oficina de correos

Fueron varios los días sin sol hasta hoy, que hemos sido bendecidos, la ciudad, yo, todas estas cosas, por una luz no desdeñable por el hecho de su tardanza; al cabo, la ciudad, yo, todas las cosas, hemos tomado debida cuenta de que, arrancada del almanaque la hoja del interminable mes de julio, toca el mes de Augusto y no sé bien si tenga algún asidero la superstición de que esta es la temporada que se lleva a los viejos, pero es norma por todos acatada que es preciso redoblar los cuidados, mirar dos veces antes de cruzar la calle, no hacer demasiado caso al pronóstico del tiempo y levantar la bufandita, aunque más no sea para que le haga compañía al saco en el perchero y después estorbe un poco en el cuello, no perder de vista los horarios de la medicación y el día de visita al matasanos. Claro que ninguno de nosotros habrá de reparar en que esa superstición tiene más años que el primer traidor y bien podría suceder que ella misma esté primera en la fila de los que el viento de agosto ha de barrer, salvo que queden un par que la recuerden, qué digo un par si con uno alcanza. La verdad avanza, y no siempre, con paso tembloroso; en cambio para los camelos siempre hay una vía rápida.

¿No es cierto, patrona? tuve ganas de decirle una muchacha en mujer devenida, que a las chuequeadas se hacía lugar en uno de los corredores más transitados de la plaza del fundador, el que da frente al correo, porque, aprovechando que hay sol y esto no puede durar, vine a sentarme un rato a ver la gente pasar. Pero no, qué iba a decirle. Bastante tendría con sus mellizos, el tránsito con el carrito doble, las dos mamaderas, el improvisado depósito de pañales, dios mío, ha de ser un percance por el que nadie querría pasar dos veces.

Prefiero la vista sobre esta calle. Desde la opuesta se ve la entrada al casino pero no puedo resistirlo. Pasan los años, se arrumba la osamenta de las edificaciones truncas de la década del ochenta, pero el templo de la diosa timba no deja de crecer. Antes de torcer el rumbo solía hacerme una escapada los sábados por la noche. Jugaba un par de fichas en la rula, tomaba un wiscacho, daba una vuelta y volvía a casa. Era la más económica entre las salidas posibles. Después vino la función pública y con ella la abstinencia, lo que bien mirado es todo un lujo si se lo ve bajo la farola de este gobierno. Parece que no hay vacantes en la planta para los que no son habitués. Pero no hagan caso: no tengo la menor intención de hablar de esas cosas el día de hoy.

Dos, tres de la tarde, viejas que entran, viejas que salen, apretando la cartera debajo del brazo, enfundadas en sacones con corderitos que se meten debajo del cuello y chalinas, mirando para los dos lados, no sea cosa que alguien se dé cuenta de que han caído de nuevo en las redes. No hay problemas. Es siete. Hay metálico. Los salones dorados parecen hormigueros y entre hormigas no vamos a andar pisándonos la manguera.

Por eso es mejor frente al correo, uno de los edificios que más me gustan. Sus terminaciones en canto rodado lo asemejan a una fortaleza más apropiada a la época de los malones. Por lo demás, nada que pueda sorprenderlos: escaleras, rampas, puertas giratorias, ventanas enrejadas, canteros hace ya demasiado abandonados.

Uno de cada diez, estoy seguro, sube la escalera para recoger algún envío que no cupo en el buzón. Esa papeleta es emocionante, encontrarla debajo de la puerta supone, en principio, la molestia de acomodar la tarde para emprender la aventura de arrimarse por la oficina del correo antes de que cierren, lo que no siempre es sencillo. Sólo la inquietud de no saber quién sea el remitente y por ende tampoco tener la menor sospecha acerca del contenido genera una cierta picazón. Subsanada la primera incógnita, el mundo todo es mucho más sencillo. Incluso más: cualquier rata puede jactarse de su necesidad de cancelar una cita cualquiera para concretar este trámite. Su nocturnidad ya ha hecho de él un episodio mágico. La papeleta blanca con detalles en azul y amarillo, escrita a las apuradas por el cartero, posiblemente sobre una superficie que no atinaba a quedarse quieta cuando no burlando la imprescindible horizontalidad que al papel le solicita toda correcta escritura, habrá de trocarse en un objeto que otro ha querido valioso para uno. Y eso sólo por el solo hecho de ser entregada en tiempo en forma a un empleado, que en primer término echará maldiciones sobre la grafía del cartero y después se meterá detrás de una misteriosa puerta. Al cabo de esa aventura dentro de lo que ya es una aventura, el tipo traerá el paquete, lo echará del otro lado de la ventanilla, escupirá alguna formalidad y recibirá un saludo que acaso roce la euforia.

Acto seguido, el cliente, a esta altura convertido en una bolsa de nervios de impaciencia, se sentará en un banco de la plaza del fundador, el más cercano que encuentre y abrirá el sobre. Puta que es lindo recibir cartas, ¿no es cierto, patrona?

7.8.06

Tal vez también se trate de una cuestión de cantidad. Antes eran pocos y por eso mismo era bastante sencillo saldar la cuota que a cada uno le toca.
Una moneda, una muda de ropa limpia, platos, vasos, lo que nunca, cubiertos, una chapa, un colchón, a veces, por qué no, una palabra. El que en verdad los conoce sabe perfectamente de lo que hablo. A veces, y yo siento qué ése es el mejor descubrimiento que puede ocurrirle al benefactor, la clave es la palmada en la espalda, la escucha, el qué te anda pasando. Se trata, por supuesto, de los que ya se han quedado al costado del camino. Lejos de la caravana de estos y de aquellos, como gustan distinguirse aunque el color que los hace diversos, la sutileza en la que pueda consistir, son poco menos que materia reservada a semidioses. Los otros, los rescatistas de almas, no están demasiado interesados. Es comprensible. A quién puede reprocharse la omisión de unas pocas buenas almas que son incapaces de financiarse el agua bendita.
Ya son muchos y lo paradojal es que su muchedumbre facilita el desprecio. Acaso en la sospecha de la misérrima utilidad de estirar la mano para llegar a alguno de ellos, se prescinde de ese acto y cada cual a lo suyo, que es lo que la ley manda.
Destouches en el País de los Soviets por Nicolás González Varela en Nación Apache es la recomendación del día.

Si vas a Kabul/2

Me faltabas.
Primera noticia del spam es un nombre del texto que me sirve para continuar la glosa de Felisberto Hernández, que es una de las obsesiones que me atormentan. Hoy en kaputt.

Analgesia

Sólo escucho radio 10 cuando, por alguna razón por completo ajena a mí, debo compartir un momento de mi vida con algún troglodita que sí tiene esa mala costumbre.
El chofer del colectivo que tomo a la mañana es uno de esos, de modo que entre las siete y diez y las siete y veinticinco -porque al menos tiene la gentileza de apagar la radio y las luces cuando salimos a la ruta- me toca oír el programa de Longobardi.
Como ustedes saben, y si no saben ahora se los cuento, radio 10 tiene por política intercalar llamados de sus oyentes con avisos publicitarios, lo que suscita algún que otro episodio inconveniente. Tal vez el que recuerdo de esta mañana sea uno de ellos.
Llama una señora muy indignada:
-Lo que yo quiero decir es que castrar a un violador no alcanza, porque el violador sigue violando […]
A continuación, un jingle:
con Tafirol ya no hay dolor/ con Tafirol ya estoy mejor
y la voz de un locutor que resume las bondades analgésicas del celebrado producto.

6.8.06

Reglas

Luego, las puertas de entrada violentadas por la Guardia de Infantería seguida por mi visión estremecida ante la presencia súbita de los represores, sólidamente instalados con todos sus temibles pertrechos en el primer tramo de la entrada de la facultad; de lo que había sido hasta entonces nuestra facultad.
(…)
Inmediatamente, como se hacía, entonamos el Himno, y los guardias, como también se hacía, detuvieron su avance, adoptaron posición de firmes y aguardaron hasta que fuera cantado en su totalidad. Me sorprendo al advertir que entonces aun las dictaduras tenían reglas. Recuerdo por fin que después lamentábamos con humor que el himno argentino no tuviera la extensión de la Novena Sinfonía. Porque ipso pucho (también así se decía) comenzó la represión.


(Oscar Terán, sobre la noche de los bastones largos, en el cultural de Clarín de ayer)

Si vas a Kabul



(Hotel Intercontinental, Kabul, Afghanistán)

5.8.06

Un escrupuloso artículo de Omar Genovese en Nación Apache nos esclarece sobre lo que ha hecho la larga mano de César Aira sobre la obra de Osvaldo Lamborghini.

Clausura

Me está pidiendo que cierre El astillero. Sí, ya es hora de conversar. Se apoltrona entonces en mi falda y con toda la delicadeza que puedo permitirme, enciendo un cigarrillo, creo que el último de mi vida, o por lo menos el último de esta noche.
Conversamos a su modo. Lo suyo es la suma quietud; lo mío en pensar.
Pienso.
Repaso entonces lo más reciente en la memoria y concluyo en que todo fue una charla con el espejo. Un poco lenta en un comienzo. Más muscolosa después. En la desembocadura, el dolor de las simetrías no escogidas, el proferir un consejo que ninguno de los dos atenderá pero cuánto bien hace oírlo.
El whisky sin cielo clausura la cerveza. No lo pretendemos pero esto es el clamor por un desenlace que no llega.
Creo que estamos de acuerdo.

4.8.06

Converso

Alguien me preguntó cómo hice para dejar de fumar. La respuesta es sencilla: no fumé más.
No ha sido fácil en realidad, pero conté con la invalorable ayuda de un resfrío marca cañón, que me dejó varios días en cama, absolutamente empastillado, con una tos que amenazaba rajarme la caja toráxica y, hacia el final, unos dolores en la espalda que me hacían caer las lágrimas.
El punto clave fue haber perdido el sentido del gusto. Casi todo me daba asco, a punto tal que bajé un par de kilos por prescindir por completo de los sólidos en la alimentación. No fue una decisión sino una reacción, quede eso claro.
Lo mismo con el pucho. El cuarto día dije: ya van tres, qué tal si pruebo seriamente no fumar hoy, y así, día por día, engañándome con que era una necesidad para apurar el tratamiento, y después evité contar los días que pasaban, que eso sólo pasa con los presos de las películas
Y me tiento cada tanto, no puedo negarlo. Los viernes, por ejemplo, después de la cerveza o del vino, o a veces leyendo. Ahora me pasa que estoy con Onetti y digo la puta madre, qué ganas de fumar. O cuando escribo. Créanme que no es muy romántico comerse un caramelo en vez de encender un cigarrillo que ha de consumirse en el cenicero mientras uno dale que te dale con las teclas. Pero un día, alguien me dijo, no recuerdo quién, que por mi desprecio por las mascotas nunca sería un escritor con gato. Quizá nunca sea escritor en realidad, pero no hay duda alguna de que en mi álbum faltará esa foto que se hizo Cortázar con el minino en la falda. No es gran pérdida para mí, es bueno que lo sepan.
Finalmente, no me molesta que alguien fume en mi presencia. Me irritan las campañas contra los tabáquicos que emprenden los gobiernos fascistoides. Basta de criminalizar las adicciones, pelafustanes. De todos modos, incluso antes de dejar el vicio, yo sabía que las cosas serían así. Nada de renegar por el pasado. Nada de luchar contra lo que alguna vez me reportó algún placer.
En el fondo está mi odio por los conversos. Desde Saulo de Tarso para acá, no hay un converso que valga dos pesos.

Balada del ausente

Entonces no me des un motivo por favor
No le des conciencia a la nostalgia,
La desesperación y el juego.
Pensarte y no verte
Sufrir en ti y no alzar mi grito
Rumiar a solas, gracias a ti, por mi culpa,
En lo único que puede ser
Enteramente pensado
Llamar sin voz porque Dios dispuso
Que si Él tiene compromisos
Si Dios mismo le impide contestar
Con dos dedos el saludo
Cotidiano, nocturno, inevitable
Es necesario aceptar la soledad,
Confortarse hermanado
Con el olor a perro, en esos días húmedos del sur,
En cualquier regreso
En cualquier hora cambiable del crepúsculo
Tu silencio
Y el paso indiferente de Dios que no ve ni saluda
Que no responde al sombrero enlutado
Golpeando las rodillas
Que teme a Dios y se preocupa
Por lo que opine, condene, rezongue, imponga.
No me des conciencia, grito, necesidad ni orden.
Estoy desnudo y lejos, lo que me dejaron
Giro hacia el mundo y su secreto de musgo,
Hacia la claridad dolorosa del mundo,
Desnudo, sólo, desarmado
bamboleo mi cuerpo enmagrecido
Tropiezo y avanzo
Me acerco tal vez a una frontera
A un odio inútil, a su creciente miseria
Y tampoco es consuelo
Esa dulce ilusión de paz y de combate
Porque la lejanía
No es ya, se disuelve en la espera
Graciosa, incomprensible, de ayudarme
A vivir y esperar.
Ningún otro país y para siempre.
Mi pie izquierdo en la barra de bronce
Fundido con ella.
El mozo que comprende, ayuda a esperar, cree lo que ignora.
Se aceptan todas las apuestas:
Eternidad, infierno, aventura, estupidez
Pero soy mayor
Ya ni siquiera creo,
En romper espejos
En la noche
Y lamerme la sangre de los dedos
Como si la hubiera traído desde allí
Como si la salobre mentira se espesara
Como si la sangre, pequeño dolor filoso,
Me aproximara a lo que resta vivo, blando y ágil.
Muerto por la distancia y el tiempo
Y yo la, lo pierdo, doy mi vida,
A cambio de vejeces y ambiciones ajenas
Cada día más antiguas, suciamente deseosas y extrañas.
Volver y no lo haré, dejar y no puedo.
Apoyar el zapato en el barrote de bronce
Y esperar sin prisa su vejez, su ajenidad, su diminuto no ser.
La paz y después, dichosamente, en seguida, nada.
Ahí estaré. El tiempo no tocará mi pelo, no inventará arrugas, no me inflará las mejillas
Ahí estaré esperando una cita imposible, un encuentro que no se cumplirá.

Juan Carlos Onetti

¿Alguna vez la guerra fue la instancia que surgía cuando la política se agotaba? ¿O leí mal? ¿O me contaron mal? Como quiera que fuese, la guerra sigue siendo -cada vez peor- uno de los nombres de la barbarie. Creo que sólo por eso se le llama guerra a la intervención militar norteamericana en Irak y es mejor es que evite catalogar a la acción israelí de las últimas semanas.
Pues bien, Félix de Azúa se pregunta si es sólo una guerra.

Un beso para Abraham

Che, para quien no esté al tanto de lo que sucede en el mundo de los blogs, le cuento, así, bajito, como una vieja chismosa de barrio, que en los Trabajos Prácticos, el antes conocido como filósofo Tomás Abraham está dando muestras de lo que hace el tiempo sobre el cristiano. Ya el año pasado alguien se había ofuscado por la recién nacida preocupación de nuestro heredero de Platón: la caca de los perros en las veredas porteñas. Ahora las cosas son diferentes, aunque no mucho mejores: está embarcado en feroz lucha contra el beso entre hombres, dice que todo es culpa de los hippies del orto, no sé bien, me falta la paciencia para leer los artículos completos.
Péguenle una ojeada. El enlace, como ya saben, se los debo. No se trata de gente con la que yo simpatice.

Poda

Ayer perdí una amiga. No sé si puedo decir que llevábamos años de amistad porque en el medio de todo está el tiempo y el agravante de la distancia, de los proyectos que se disocian y a uno le da, por ejemplo, por mudarse, por empezar todo de cero y al otro por abandonar su empleo y también empezar de nuevo, como si en verdad se pudiera borrar de la cabeza toda memoria de eso otro de lo que uno se escapa cuando quiere mudarse, cuando por fin renuncia a su empleo.
Bueno, ella piensa que sí, que uno puede olvidarse. Es más: en el fragor de la discusión, ya con el disco a la vista, casi lo reivindicó como un derecho. Yo estaba acalorado. Era un día de perros y por lo visto poco de lo que se pusiera en el medio quedaría a salvo de los destrozos. Yo sería una pieza más a romper y también el que rompiese todo.
No sé, algún día lo pensaré un poco mejor. Por lo pronto comienza el hueco. Salgo a la calle. El sol se ha retirado a sus aposentos. En realidad creo que hoy también se tomó el día. Una picardía, la verdad. Pasa el camión recolector de residuos. Los muchachos maldicen la época. Dentro de poco vendrá la primavera. Hay que podar. Eso cree al gente y está bien: mejor tener la esperanza de que habrá todavía árboles que crezcan con el vigor bastante como para darnos sombra en el verano antes que mirar la tele y ver que Bush y sus amigos siguen buscando salidas democráticas para los países que no les caen en gracia.
Pum.

3.8.06

2 Orientales

Me he pasado estas últimas semanas leyendo a Onetti y cada día que pasa, cada párrafo que voy dejando atrás con la vista, me sorprendo de la misma lectura hecha hace unos diez años. Esa vez me dio un asco tremendo, tanto que lo eché de inmediato al olvido, salvo por dos o tres piezas breves que me parecían muy logradas, o tal vez sólo breves y la brevedad es algo que siempre se agradece.
Resulta evidente que cierto kilometraje adquirido por el lector hace leer de un modo muy distinto, no me atrevería a decir que esta lectura, todas las lecturas, tengan distinta profundidad, o placer, o algo intrínseco que las distinga de las primerizas. Es, sencillamente, el paso del tiempo, las huellas que va dejando sobre el cuero del que lee. Eso es lo que cambia.
Así, un felisbertiano como yo, se encuentra leyendo detenidamente a Onetti y lo disfruta. Alguien dirá ¿a qué viene la referencia felisbertiana? Yo responderé: a nada en especial. Felisberto siempre sobrevuela estas letras y su mérito literario es para mí un faro. Ahora: qué distintos, casi diría qué antagónicos, el uno y el otro. Y ahí nomás, al alcance de la mano el mapa, la pe queña república que los parió y el asombro de que allí quepan dos tipos tan grandes, que por cierto no son los únicos: mi proverbial ignorancia en los distritos de la poesía hace que omita a Vilariño, a Di Giorgio, quién sabe a cuántos más.
Felisberto tenía una cosa muy femenina. Estaba en cada detalle y en algún punto daba la impresión de que tomados de su mano íbamos a extraviarnos.¿Detallista y distraído? Sí, y fetichista. Y corto de vocabulario. Todas esas cosas que horrorizaban a la crítica. Onetti, por el contrario, es un narrador machazo. El nunca suelta el volante. A él nunca le sobra nada. Casi diría que estrangula los párrafos hasta dejarlos huesudos, frágiles.
Onetti es viento, Felisberto es la hojarasca.
Y de este lado no tenemos a nadie así.
La superpotencia de los días pares es un lúcido artículo de Guillermo Piro para Nación Apache. No menos recomendable es La nueva épica, también en NA, con la firma de David Wapner.

del frasco punto com

¿Está mal que en el orden de las prioridades primero estén mis hijos y después mi marido?
¿A dónde fueron los mayas?
¿Qué zapatos te pusiste hoy?
¿Por cuánto tiempo ha existido la Humanidad?
¿Alguien ha asis,tido a algún grupo de los optimistas y me podría decir de qué se trata y si le gustó?
¿Cómo le digo a un ex-novio, al que no veía desde hace seis años, que mi hijo puede ser de él?
Cuando se mueren los mosquitos, ¿dónde queda su alma?
¿Qué harías ante un inmenso dolor de estómago si no puedes más?
¿Por qué los argentinos se creen más de lo que son?
¿Qué puedo comer después de una pancreatitis?
Mi novio me hizo de las suyas y ha hecho lo imposible para que lo perdone, ¿lo perdono?
¿Sería posible vivir sin dinero?
¿Alguien puede explicar por qué nadie condena a Israel por la masacre que está haciendo en el Líbano?
¿Yoga o Pilates?
¿Por qué a la gente no le gusta el rock progresivo?
¿Qué beneficios nos da la cristaloterapia?
¿Qué le pasó a José Ramón Fernández?
¿Qué carajo es esto? Preguntá... Respondé... Descubrí... ¿Ya no saben qué inventar?
¿Por qué tarde o temprano caemos ante la belleza de una mujer?
Las respuestas a éstas y a todas las preguntas que puedan pasar por la cabeza de un desquiciado, en Yahoo! Respuestas.

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2.8.06

Lo escucho, tío

En cierto punto creo que el problema no es el trabajo en sí, bien que por monótono y mal pago no sea el mejor entre los posibles, sino el medio ambiente. Me refiero, por ejemplo, a los vecinos de oficina, esos tipos con los que compartimos tantas horas a la semana sin haberlos escogido, algo así como compañeros de un interminable viaje en tren que en virtud de esa vecindad involuntaria se han creído idóneos para invadirnos hasta el pensamiento.
De a ratos se parece a un matrimonio. Nos guste o no, poco -casi nada- del quehacer diario queda afuera. Uno acaba por enterarse si el otro soñó o dejó de hacerlo, con quién y hasta qué horas, si planea comprarse un vehículo o le han regalado una mascota, si se bañó o le regalaron un perfume importado. A un compañero de oficina uno acaba por conocerle sus pantalones, los arranques que le depara su humor de perros, el sentido y oportunidad de cada uno de sus silencios y, por si todo esto fuese poca cosa, puede oírlo hablar por teléfono y decirle en tono de jologorio ¡así que vas a ser tío! porque eso parecía enterarse él mientras sostenía el auricular contra la oreja o, incluso mejor, dejar que pase un rato para que la noticia se asiente porque, después de todo, él espetó algo así cómo ¡¿y se sabe quién es el padre?! y puso una cara que bueno, bueno.
Qué sabrán estos paparulos, piensa uno que está un poco podrido de que se enteren de que alguien querido se ha ido para siempre por culpa de ese brotar de lágrimas y de mocos que los obligó a preguntar che, qué pasó, qué desde ahí, detrás de un escritorio con la vista puesta en kilométricas planillas y los lentes en la punta de la nariz, qué del perdón del padre, llegado después de sabe dios cuánto rato y tal vez por culpa de la enfermedad que lo viene jaqueando, entonces, de puro resignado nomás, uno se pone a pensar que la criatura tal vez llegue en febrero, ojalá, y que aunque el padre sea un tipo casado, maldita la hora en que las pendejas miran esas novelas en la televisión donde las heroínas con embarazos meten presión a sus galanes, qué lejos la vida, tal vez él aferrado a esa fantasía de ver a su nieto lleve del mejor modo el tiempo que le viene faltando.

Desliz

Finnegan bajo la lluvia.
Calle Mariano Moreno, el primer desaparecido, diría un idiota con la cara grave de los intelectuales.
Vereda de la residencia de los gobernadores.
Muro blanquísimo que estrena grafiti en letras verdes. El pulso fue tosco pero el mensaje es claro:
UN PATACON POR OREJA
ROCCA ASESINO

Finnegan se muerde la risa y piensa en los inefables hermanos Rocca y en las prácticas laborales de la organización Techint.
Ya no amaga reírse. Tal vez en cien años los hermanos Rocca sean protagonistas de espacios televisivos dedicados a la Historia y -por qué no- de grafitis toscos que salpiquen el honor de edificios públicos.
Por ahora, la referencia es, pese al desliz ortográfico, inequívoca. Julio Argentino Roca no ha sido el padre de la patria pero es probable que esté dentro de la media docena de nombres que aparecen están a flor de labios de quien esté llamado a mencionar próceres. Sin embargo, el autor de la reivindicación a los indios caídos so pretexto de conquistar el desierto desconoce la correcta grafía del prócer devenido asesino, o el asesino devenido prócer, esto a opción del lector.
Es una pena que la legitimidad del reclamo se empañe por la estupidez de ensuciar una pared que mañana o pasado habrá de recuperar su blanco inmaculado a costa del peculio fiscal y por la torpeza de alguien que acusa sin haber abierto jamás un libro alusivo a la cuestión.
Está bien: no hay un solo libro que pueda decirse poseedor de verdades absolutas, eso es sabido, pero a falta de esa lectura, ¿qué validez tiene un juicio que se pretende crítico? Un poco más allá: ¿qué tanta justicia podrá reclamar un pueblo sin educación?
Finnegan tantea las monedas en su bolsillo. Mañana hay que pagar los impuestos.

1.8.06

No hay merienda sin Los autos locos













Un dossier sobre los autos locos
Ante el episodio de público conocimiento, JorgeLetralia escribe sobre las muertes de Fidel Castro. Aquí cruzamos los dedos.

Felisberto y la jeringa

Vadinho acaba de recordarme un cuento de Fslisberto Hernández llamado Muebles "El Canario" y yo aprovecho la oportunidad para agregarlo a una lenta enciclopedia de mis caprichos, que he bautizado, precisamente en honor a Felisberto, Libro sin tapas, que así se llamó su primer volumen de relatos, allá por los años veinte.
El texto cuenta la sencilla historia de un tipo al que le inoculan una propaganda en formato de banda sonora y es una pequeña muestra del inmenso talento del pianista escritor. A propósito de él, Amir Hamed publicó El duende y los lugares comunes, exquisito artículo en que confronta el mentado cuento a uno de Carlos Fuentes y demuestra por qué razón uno es un gran escritor y el otro es sólo Carlos Fuentes.

-23º

No insistan con la teoría de los dos demonios: uno es terrorismo; el otro es terrorismo de estado.

Un minuto de silencio

Le temo al silencio casi tanto como a la muerte. Por eso todo el tiempo tengo encendida la radio. No siempre la escucho, pero ahí está ella. Cuando leo, cuando escribo. Hace casi nada que comencé a apagar el aparato por las noches sólo porque a algo tenía que echarle la culpa del cansancio que arrastraba en la vigilia y quién mejor que ella que nunca pregunta.

Hace varios años, en medio de una charla sobre bueyes perdidos, departíamos con un par de amigos acerca de la conveniencia de poner nuestra propia estación de radio, esto dicho con la seriedad que supone decirlo ante una mesa en la que la cerveza se desliza rauda por botellas, vasos y gargantas.

No obstante eso, uno de los muchachos mostraba cierto conocimiento de la causa y nos ilustraba con algunos detalles de su cosecha: conseguir una habilitación oficial era una quimera, pero se podía orejear fuera de la ley pero no tanto; bastaba incorporar dentro de la programación espacios que fueran de índole educativa o religiosa. Quien no tomase ese recaudo, se exponía a una segura incautación de equipos, lo que suponía un costo demasiado elevado para la aventura empresaria.

El proyecto nunca pasó de ser un tema de charla etílica, sin embargo, cada vez que desando el dial buscando alguna sintonía confortable, no dejo de sorprenderme por la cantidad de emisoras con programación religiosa y la inaudita potencia de sus equipos transmisores, lo que dificulta -cuando no imposibilita- la escucha de mis programas favoritos.

Desde mi perfecto desconocimiento de la ley de radiodifusión, y sólo a partir del comentario de mi amigo, comprendo que estamos en un callejón sin salida: en pleno apogeo peronista, no puede esperarse que desde los medios haya promoción alguna de nada que tenga que ver con la educación. Más práctico, más coherente con la filosofía del balcón y las masas, es el florecimiento de esta fiebre pastoril. Dentro de poco no habrá en la radio otra cosa que no sea la voz pegajosa de los pastores de calaña sujeta a sospecha vociferando arengas que es mejor no someter a mayor análisis.

Pues bien, ayer o antes de ayer, hacia el final de la sintonía en el dial de frecuencia modulada, me faltaban un par de señales que me gusta escuchar. Pensé que se trataría de un corte de energía eléctrica o algo así, pero persistí en la búsqueda. Por un momento, al oír el cántico embravecido de una tribuna, pensé que se trataba de algún disco en directo de alguna de estas bandas de rock ricotero que florecen como bacterias en la mierda.

No. Nada de eso. Escuché completo el estribillo que entonaban casi sin creer que era el mismo que sólo se escucha en las canchas de fútbol cuando un equipo triunfa sobre su clásico rival. Y no supe bien si reír o llorar:

un minuto de silencio
para el diablo que está muerto
eah eah eah eah

eah eah eah eah