Jade May Hoey

1974-2004

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30.11.07

Otro lado del río

No es mía, pero sé disimular. Me la contó Max. Cuando escucho a Max contar, siento que todo lo que yo escribo es basura metafísicoide. Me hace bien escucharlo a Max. Escucharlo y verlo. Porque Max no sólo cuenta. Max actúa. Y con ancho teflón.
Pero lo mejor es que la dejemos pasar. Sólo por esta vez. Sea.
Sea mía.
Rosario. Gran ciudad. Posiblemente la mejor de las ciudades que uno pudiera concebir. Le faltaría el bosque, creo yo. Un bosquecito de los nuestros. Sencillo. Cipreses. Un poco menos de cemento. Mataría que estuviese del otro lado del Paraná, así no le pega tanto la mugre del río. Y que Belgrano se hubiera brotado en otro lado. Menos cemento. Eso es lo que venía diciendo.
Que lo que son las minas mejor no lo voy a decir. Ya es sabido. Y de sobra. Las mejores del mundo. Sí, es cierto. No tengo mucho mundo. Pero igual, hay que ganarles. Dicen las santafesinas. Concedo. Pero es casi lo mismo. Están ahí. Dos ciudades grandes, pegadas al río. Dos metrópolis en medio de la pampa gringa. Qué esperabas. Es así. La economía es mejor que la meteorología. A veces da resultado.
Yo trabajaba en el tren. En el ferrocarril, eso quiero decir. De esto debe hacer mucho tiempo. Yo trabajaba. Ferrocarril quería decir algo. Por ejemplo, trabajo. Lindo. Grossa cuadrilla. Con ancho teflón.
Vino mi hermano. Mi hermano con otro chabón. Yo les hablaba de Rosario. Rosario esto, Rosario aquello. Las minas de Rosario. Las minas. Rosario. Pero yo me la pasaba trabajando. Capaz que ya no era en el ferrocarril. Es probable que fuese haciendo boludeces. Topografía. Vas a un lugar, cuanto más lejos mejor. Tomás medidas. Las anotás en una planilla. O hacía encuestas. Eso puede ser. Bares de mala muerte. Las putas más reventadas que puedas imaginarte. Putas con tres dientes. Putas borrachas a las cinco de la tarde. Putas borrachas, con las polleras arremangadas. Putas que no enseñaban nada porque todo lo tenían a la vista. Putas de tres dientes, parroquianos. Olor a tabaco y a vino malo. Mugre.
Los muchachos querían conocer esa Rosario de la que yo hablaba. Y no me quedó otra. Enderezamos la nave y marchamos sobre la Chicago argenta. Todo era nuevo para mí. Para ellos también, pero en ese momento no me importaba. Era sábado. O domingo, mejor domingo. Dimos un millon de vueltas. Hacía calor. Alguien dijo playa y todos creímos en la magia. Decís playa y el fresco se te viene encima. El río es sucio de este lado, ya se sabe. Había que cruzar. Buscamos por dónde. Y cruzamos.
Era una lancha. Una lanchita de esas por las que no das dos mangos. Cuando llegamos, el tipo salía. La lancha hasta las tetas. Esperamos. El nos dijo que esperásemos. A la media hora, apareció. Y salió gente de todos lados. Todos arriba. Cruzamos.
Era una isla, no muy grande. Eso creo. No la caminamos de punta a punta, pero más o menos. Llegó la tarde y estábamos fusilados. Nos pintó volver. Buscamos la playita hasta dónde llegaba la lancha. Llegamos. El tipo se iba. Otra vez nos dejaba a pata. Otra vez esperar. En media hora estoy de vuelta, dijo el tipo. Media hora que se hizo una hora, hora y media, noche que empieza a caer. Los muchachos me miraban desconcertados. Yo era el que sabía. Claro. A mí no se me hubiera ocurrido venir a una isla en la que no hay nada. Nada que no sea una playita a la que suele venir una lancha. Deben pescar. Yo qué sé.
Nadie. Ni un alma. Todo ese rato esperando escuchar el bendito ruido que no llegaba. Y no iba a llegar tampoco. El viento se hizo áspero. El río levantaba unas olas que metían miedo. Mejor que buscásemos algo, qué sé yo. Porque, para más, refrescaba. Y yo con mi bermuda.
Vimos pasar unos tipos. Ya era de noche, nos imaginamos que eran isleños. Lo eran. Les contamos nuestra desgracia. Del auto al otro lado del río. La tempestad se la sabían de memoria. Eran cuatro. Sólo el líder nos habló. Se vio obligado a invitarnos a su casa. Casa, porque de lagún modo había que llamarle a ese enorme nido de alimañas. Las tripas nos crujían. Comimos eso que había. Bien poco, dijo el líder, mientras cortaba unas papas en rodajas. Sí, era poco incluso para ellos. Yo forzaba la charla. Mis compañeros estaban abatidos. Sólo el líder hablaba. Si no fuera por la ropa, hubiera jurado que eran de una tribu rara. Unos esquimales del río Paraná. Gente rara, de esa de las que uno no sospecha las costumbres. Y por eso mismo tiene miedo. Quiere ser, no sé, galante tal vez sea la palabra. Después de todo te alojan. Te libran de la tempestad.
Al rato, hablaron los otros dos. Poco, pero hablaron. Al más misterioso, el mudo, para mis adentros, lo bauticé Viernes. Nada original, ya sé. Viernes hablaba, pero sólo cuando se lo pedían. Era una especie de esclavo. Antes de dormir sobre el colchón de cucarachas, uno de nosotros preguntó si tardaría mucho en irse la tempestad. Los tres miraron a Viernes. Viernes salió a otear el horizonte y dijo que pasaría, pero a la tarde. No era una gran respuesta. El lunes había que trabajar. Yo tenía que volver a la capital. Los pibes también. Ni pensarlo.
Claro que había un solo colchón de cucarachas. Claro que me tocó ir al medio. Claro que los otros dos roncaban como si fueran perros moquillados. Claro que antes de taparme con la manta de cucarachas creí que lo mejor sería no despertar. Pero desperté. No era de día, pero venía clareando. Salí casi corriendo a buscar la mañana. El río seguía con pataleta.
Los muchachos tampoco habían pegado un ojo. Eso decían. Pero nos consolamos pensando en que los pescadores tenían lancha. La libertad estaba no demasiado lejos. Lástima que cuando se levantaron, y ante nuestro pedido de rajar, el líder consultó a Viernes y Viernes miró a los dos lados en busca del horizonte. Y dijo que no. Que lo mejor era esperar a la tarde. Yo apuré al líder. Era vida o muerte.
Salimos.
La lancha era más chica que la del chabón que nos dejó a pata. A mitad del río nos vimos en medio de un remolino y yo pensé que no zafábamos. No deberíamos habernos largado, pero ya era tarde. Un poco antes de la mitad del río, ya era tarde. Al fin, llegamos. Les llenamos un bidón con nafta en recompensa por los servicios prestados y marchamos sin más trámite.
Volamos por autopista. En la capital estuvimos tres veces al filo de chocar. Pero llegamos. Tres y media o cuatro aparecí por mi trabajo. Todo iba bien hasta que me crucé a mi jefa. Harta de mis llegadas tardes, esta vez exigía una explicación. Una explicación convincente.
¡No sabés lo que me pasó! Resulta que estuve de náufrago en una isla...

22.11.07

Retórica en verde musgo

Es por culpa de esos ojazos verdes que uno le perdona todo, no por otra cosa. Aunque, pensándolo bien, si no tuviese esos ojos que le han tocado en suerte, de alguna otra cosa se hubiese valido para imponerse siempre. Ese es su juego. No lo aprendió. Nadie se lo enseña. Ella simplemente juega. Como si lo hubiera hecho siempre. Y seguirá jugando. Como si cada vez fuese la primera.
Viene Carlitos Balá. Lo trae Piñón. Bah, qué importa quién lo traiga. El objetivo es muy claro. Nadie que tenga menos de veinticinco años, que ya no es poco, tiene la menor idea de quién es el fulano. Piñon, en cambio, es un fenómeno de la historia reciente. No hace tanto se dio el lujo de darle la espalda a la televisión, y la televisión se vengó catapultándolo a un bellísimo anonimato.
De eso hablamos. De reunir fuerzas. De que nada importe. Ni siquiera el ridículo. Hablamos y tenemos en la cabeza todas las muletillas. Es cosa de mover un poco el balero y ahí nomás ya mismo y sin cambiar de andén repetimos la tontería de siempre. Como si jugásemos. Como si en vez pudiésemos hacer otra cosa.
Pero a ella hay que explicarle quién es el fulano. Papá se esmera. Hace un resumen de los viejos locos años. Le cuenta de la televisión, la leche, esa perdida ceremonia. Cuando yo era chiquito como vos, le dice. Ella piensa. El mundo se va a vivir dentro de los ojazos verdes y al cabo de un momento pregunta: pero, ese hombre ¿no debería estar muerto?

19.11.07

Desde la vereda del sol

Uno no se da cuenta, che, pero hay otros que la pasan mucho peor que uno. Hace un rato pensaba en un amigo. Se mudó hace unos días. El mercado inmobiliario viene apretando. Cada vez nos mudamos a barrios más retirados. En cualquier caso, siempre aparece algún consuelo. Que el departamento sea de estreno, por decir algo. Lástima que eso trae aparejado el advenimiento de eso que los abogados llaman vicios redhibitorios. Claro: la heladera no cabe en el hueco que le ha sido asignado. Nadie lo supo antes de que fuese mi amigo a intentar poner la heladera en su nuevo sitio. El baño tiene puerta corrediza. A quién se le ocurre. No lo sé, pero sí tengo en claro que a un tipo claustrofóbico como yo no puede pasarle nada peor que quedarse forcejeando con la puerta que se salió de carril. El dueño de casa, al oír la acalorada discusión que sostengo con la puerta, (cada quien en su idioma, qué se pensaban) intenta darme instrucciones: a la derecha, arriba. En fin, salgo. Ya tengo renovados deseos de orinar. Resisto el embate como si fuera un hombre. A los hombres siempre los derrota su deseo. No me disgusta esa idea; al contrario. Pienso en uno de los gatos de mi amigo. Ahora que cambió de casa, supo del olor de las gatitas. Se puso loco, pobre bicho. No quedó otra que caparlo. En cambio yo, en homenaje a ese soldado sin fusil, salgo al pasillo y me pongo a gritar: ah, gatitas, gatitas...

15.11.07

Corrigenda

¡Por fin me lo saqué de encima! No se dan idea cuánto me costó hacerlo. No estaba encariñado ni nada. Tampoco podría negar que durante un buen tiempo, sin saberlo, lo disfruté. Ha de ser eso. Disfrutar sin ponerse a demasiado pensar. Lo que no tenía modo de imaginarme era el vacío que quedaría en su remplazo. No es enorme. Enorme sería si ocupara una magnitud importante dentro de una cierta totalidad. No. Esta es una ausencia plena. El, en cierto modo, era la magnitud.
Era un tipo tranquilo, a veces demasiado. Discutidor. Un tipo de no agachar la cabeza ni siquiera ante la garúa. Eso, se me ocurre, hacía de él un infeliz. Leía mucho, más que nada tonterías. El diario, a veces novelitas de terror. Despreciaba la televisión, el cine. No sospechaba la existencia de artes como el teatro, la pintura. Le gustaba, eso sí, la música. Le hubiera gustado tener buena voz para cantar. Será por eso que padecía una voz rasposa, casi lastimera. Pero lo mismo la hacía cantar. Tenía por costumbre la higiene y el vestir más o menos a la moda. Por divisa, la amistad. Las cosas pequeñas de la vida. Los rincones. Las murmuraciones que dice el día antes de irse a dormir.
Pero ya no está. Ahora soy yo. Yo que no duerme. Yo que anda de aquí para allá atendiendo a extraños, fingiendo interés en aventuras que no me mueven un pelo. Interesado, créanme, en el amor, en el futuro. En esas estupideces que piensan los tipos que llegan a mi edad. Será eso, me digo, la edad. El tiempo por venir. La conciencia de la muerte. El tiempo medido en litros de sangre de la mala.
Si no fuera que sigo pensando en las mismas tetas que ayer, diría que amanecí en otro cuerpo. Que me robaron. Que debo estar enfermo y no sé de qué. Debería ir al médico y no quiero. Eso no cambia. Eso es consuelo. Algo de mí conserva sus bríos.

9.11.07

Darcy

Mi primera cosa no me hace feliz, pero me tiene muy ocupado.