Jade May Hoey

1974-2004

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26.6.07

Kinesio

Me duele la espalda. Tengo la sensación de que mi cama ya no me quiere. O quizá sea mi colchón el que ya está vencido. No lo sé, pero también es raro trazar la división entre cama y colchón. Uno siempre dice que se va a la cama, pero bien que a nadie se le ocurriría echarse sobre las maderas. En realidad, y aquí una nueva denuncia de relativa realidad, nadie, lo que se dice nadie, no. El viejo, harto de sus dolores de columna, una vez dio con la panacea, algo inaudito, algo que cualquier vieja no hubiese soportado, pero sí que la vieja lo soportó y cómo. Y cómo lo contaba, si hasta parecía no molestarle la nueva. Es cosa de locos. La sangre india, creo yo, la mueve a la vieja a todo tolerarlo como algo venido del más allá, algo que hay que saber enfrentar. Gente que cree en el destino. El viejo no. El es un luchador, un tipo que le pone el gesto fiero al destino y la mierda, a mí me da a pensar que, aunque el destino siempre se sale con la suya, tiene que doblegar esfuerzos. Todo es una trampa, ya lo sé. Cuando las cosas ya pasaron lo más sencillo es echarle la culpa a la historia. Estaba escrito, decimos, y si lo estaba por qué no lo leímos, cómo no fuimos capaces de darnos cuenta. Claro, al puzzle siempre le falta una pieza, y la construcción sobre esa falta le da el tinte de sobrenaturalidad que la realidad requiere para ser tal y, por tanto, alejarse de nuestra pobre percepción. Pero no es de eso de lo que quería hablar, sino de la salida del viejo ante sus dolores de columna.
Ramoncito, el de los masajes, no venía más. Se habría enojado por alguna cosa, quién sabe, o se le habría roto la lámpara. No creo que el viejo lo haya hecho rabiar. No me imagino la situación. A veces, sobre todo los domingos, cuando estoy un poco deprimido por esto y aquello, siempre me hago el bocho pensando en que mi vida hubiese cambiado si estudiaba kinesiología. No tengo buenos dedos ni soy muy aplicado estudiando, ni me sobra don de gente, ni tengo carácter para ser trabajador sanitario. Sólo sé que si me faltara poco para recibirme y los furores me hubiesen dejado a pie, como me han dejado ahora y nadie que se ofrezca a devolverme a casa, yo podría, lo más pancho, trabajar de masajista. El tipo, las viejas, todos los que llaman al masajista están hechos moco. El masajista viene, que lamparita, que crema, que masajito de acá y de allá, y la dolencia desaparece. Es arte de magia, el calor del cuerpo, los tendones que de desanudan, la mejor de las magias. Los dolores volverán, siempre vuelven, apenas si por un rato están agazapados, pero para la hora del regeso, el masajista está lejos, y hay que llamarlo, llamarlo y pagarle. En una palabra, el kinesiólogo trunco vende felicidad. Y bastante barata.
El viejo es un tipo pragmático. En vez de dormir en el piso, que es lo mejor para la columna, el tipo, que no se fija en gastos, cruzó un tablón sobre la cama matrimonial, un tablón para dormir arriba de eso, como en los viejos tiempos el andamio, se me ocurrió pensar. Le cuento a alguien, le digo que del viejo no me sorprende, que la vieja ya me tiene acostumbrado, y mi interlocutor me dice ¿no era más fácil separarse?

25.6.07

El país de Aliverti/2

No soy elector porteño, qué va, y no creo que, de haberlo sido, hubiese integrado las filas del voto blanco, impugnado, anulado o llanamente de los ausentes. O sea que, ante la segunda vuelta, tenía dos alternativas. Ganar o perder. Siempre tiene su encanto perder, no lo niego. Las masas en mi país se equivocan con una coherencia que, a hechos vista, mete miedo, pero qué más da. La democracia es ese ratito en que uno hace la fila delante de la urna, recibe el sobre, se mete en el cuarto oscuro, elige una boleta, la mete en el sobre, y a éste en la urna. Ahí se acaba todo. Minga representatividad. Sí, gobernamos sólo a través de nuestros representantes, sí, claro, igual que las cárceles tienen que estar limpias y servir para reintegrar a los reeclusos a la sociedad. Igual que el 14 bis de punta a punta. Si ni siquiera los actos privados de las personas quedan librados a dios y a su conciencia. O hacé la prueba de hacerte agarrar por la cana con un porro encima. Y no hablemos de cosas gruesas. De división de poderes, de federalismo. No, mejor hagamos la vista gorda. Pero votar, incluso con todo eso a cuestas, sigue siendo un acto sagrado. Sí, no hay alternativas. Las que hay no son válidas. Los partidos son todos una reverenda cagada de perro sarnoso, pero sigue siendo mejor que nada. Entonces, cómo puede uno en su sano juicio tratar al electorado de estúpido. Por más que lo sea, ¿eh?, sí, somos estúpidos. Votamos a Alfonsín, a Menem, a De la Rúa, a... Sí, y ¿qué? ¿no fuimos soberanos dentro del cuarto -a dios gracias- iluminado? Les digo la verdad: estoy harto de los que se dicen progresistas. Estoy harto de actitudes como las de Filmus que no es culo ni de llamar por el nombre a su adversario y en el mismo discurso, no en otro, trata de gente que no piensa a los que les negaron el voto. Ese tipo, y por ese solo hecho, merece ser tratado como una rata. Estoy harto de los derrotados que no hacen autocrítica y, en el mejor de los casos, admiten que el publicista de la contra fue mucho mejor, pero me lo banco: es la era de la política shopping. Estoy harto del presidente que dice que no está y está y dice que está y no está, pero la mentira tiene patas cortas y a los caraduras también les crece la nariz. Estoy harto de los que dicen que el resultado electoral tiene que ver "con el asunto del gas", como si el asunto del gas fuera una pavada. Estoy harto de los idiotas que no se dan cuenta que su voto, idiotas y todo, vale uno, igual que el de los otros, sabios, idiotas, reclusos sin sentencia firme, piqueteros, funcionarios, alcurnia, y que, una vez contados, no importa quién votó a quién, porque -gracias a dios- el voto todavía es secreto. Entonces, si es que gana un hijo de puta, que, dadas las conocidas circunstancias, bien puede ganar, la culpa es de todos. Estoy harto de los Aliverti.

23.6.07

Maga

No sé qué tendrá, no sé, pero de vez en cuando me acuerdo de ella, me acuerdo y me río, me río solo. No hay muchas minas así. Si las hay, deben de estar lejos de los ámbitos que yo frecuento. El mundo de los contables y las secretarias es más bien chato, la biblioteca, desde google para acá, tiene cada vez menos tránsito, la misa de 8 nunca ha sido muy seductora. Queda la noche, esos antros llenos de humo en los que la pura necesidad de comunicarse lo obliga a uno a leer los labios, a gritar hasta quedar sordo, y así, pero no es de la noche que la conozco, aunque el destino quiso que saliéramos juntos un par de veces, sino porque cayó en las garras de un amigo, el amigo donjuán que todos tenemos. Eso sí, esta vez no estoy seguro de quién atrapó a quién ni tampoco supe quién dejó a quién, aunque se siguen viendo, cada vez menos, aunque nos seguimos viendo; los obispos, aunque tardan, también se mueren de vez en cuando.
No me olvido de la primera vez. Estábamos en casa de él. Leíamos. Siempre nos ha gustado leer juntos. Su madre, pobrísima poeta, tiene una biblioteca generosa. No sé, hay de todo: Quiroga, Poe, Lovecraft, Wilde, Puig, una preciosa edición de las obras completas de Borges hasta mitad de los setenta, y otros aportes nuestros, cacos literatos impiadosos para el descuido ajeno. Un relámpago se estrella a mitad de mi cabeza y me acuerdo ahora de otra edición preciosa de obras completas. Baudelaire (Oh! baúl del aire), el maestro Charlie, en la traducción impecable de una mina sin nombre, impecable salvo por las notas al pie, en las que se preocupaba en decir cosas tales como la negrita esa no se merecía a Charlie, que no era bastante mujer, o que el mismo Baudelaire nunca había conocido una mujer de verdad, lo que a nosotros nos causaba una risa infinita, un estruendo de puro aire hasta el techo, hasta la cocina. La vieja venía, ofrecía té, preguntaba por las risas. Siempre creyó que yo estaba loco, pero cuando nos quedábamos solos el tono le cambiaba. Me contaba de su miedo a la decrepitud, que, llegado el momento, no dudaría en matarse. Otras veces, madre inquieta, me preguntaba cómo cortar el cordón umbilical de ese hijo que no mostraba el menor interés por abandonar la casa paterna. Al rato, yo se lo decía a él, y volvíamos a reír. Siempre nos reímos. Creo que todos estos años no hemos hecho otra cosa que buscar motivos para reírnos y ella calzaba perfecto en nuestro juego.
Era la Maga.
En fin, dicen que la Maga, Lucía, la verdadera, era una alemanota rubia, y no tan torpe ni tan hippie como la elaboró el lector colectivo. Menos mal. A mí desde el vamos me cayó mal y no por lo que decían los del club, sino porque esa afectación me resulta impropia, cada vez más. Talita, en cambio, era hermosa. Pola, dios santo, es el cielo. Pero, ¿la Maga?, ¿se extraviaría hoy la Maga? ¿se quedaría ciega? ¿la alcanzaría un rayo?
La Maga tocó el timbre y mi amigo me alertó: es ella.
De oídas, sabía que los que no la querían, los del club, la llamaban Pocahontas, pero para mí nunca será Pocahontas. Yo conocí a la verdadera. Es alta, flaca pero musculosa y con una nariz que vagamente me recordaba a Scottie Pippen, el escudero de Michael Jordan (¿o ya se olvidaron?). Era odiosa pero muy bella, incluso a pesar de llevar la nariz del último de los mohicanos, predispuesta, afable, me ayudó en una mudanza. Fue de mucho provecho: tenía bastante más fuerza que yo, pero la perdí de vista. No me atraen las minas que tienen más fuerza que yo. O más vello. O la voz más gruesa.
Esta era menudita, rulos perfumados, sonrisa ancha, voz que mueve al respeto, de vaga elegancia. La nueva de ese día era que había cobrado su primer sueldo como profesora. Daba clases a la noche. Tenía alumnos de todas las edades. Todos, de un modo o de otro, se enamoraban de ella. Había cobrado el sueldo, el primero, y lo había gastado también. Era una miseria, cuatrocientos de los viejos, pero tampoco era cosa de gastarlos en una tarde. Había comprado una enciclopedia enorme, tres o cuatro tomos. Esa vez me gustó verla en el sofá, los lentes en la punta de la nariz, el libro en la falda, escrutando el medioevo en un mapa.
Cuando en alguno de esos antros, él y yo nos cruzamos con algún otro viejo conocido, alguno de los del club de la Maga, nos miran con algún rencor y no falta el que nos ha quitado el saludo. Al principio él no entendía por qué, pero me ponía en autos y yo, detective insolvente, ataba cabos. Le decía que todo era culpa de la loquita que alguna vez supo moverle el piso, pero él no estaba del todo convencido. Yo menos que él. En realidad nunca di dos mangos por la Maga. Era demasiado tonta y se preocupaba en aclarar que no. Vivía para contarnos las costillas. Le faltaba un botón, le sobraba un ojal.
Lo otro, lo que más me impresionaba, era un brújula, cosa nueva para mí, bella a la vista, bella como pocas cosas que puedan comprarse, pero de un peso inaudito, pongamos medio kilo, por decir algo. Eso la frustraba. Decía que quería colgársela al cuello. Estaba loca. Se lo dije a donjuán apenas ella hubo de irse y él sólo atinó a encogerse de hombros y me ofreció más té.
Un rato antes, al escucharnos hablar, ella había dicho: pero... ¡son iguales! Yo me quedé de una pieza. Era un despropósito, visto superficialmente, sin duda lo era, pero es gemelo el retruécano, siamés el cinismo aprendido. La verdad es que nuestras pobres erudiciones comparten algo más que una medianera. Ella tenía un poco de razón, pero así como a donjuán lo enloquecen los culos, yo pierdo la compostura por un buen par de tetas, y eso me bastaba para encontrarnos diferentes y, en algún punto, complementarios. Lo exiguo de su escote, pensaba yo, me mantendría a salvo de la tentación, pero nunca se sabe.
Si éramos iguales, si ella estaba loca, si todo esto resultaba vagamente cortazariano, uno de los dos era Oliveira y el otro debía de ser Traveler. Hice cuentas, me acordé de esa pibita que un día me dijo como suele decir cualquier argentino que se cree dueño de la razón: ¿sabés que pasa? Pasa que vos sos como Oliveira, pensás que nadie te entiende y el único que no entiende sos vos. Eso dijo y dio un portazo. Algo de razón tenía. Las mujeres, la mayoría de las que he conocido, vienen a mi vida a decirme una verdad y se van.
Y se van.
Yo era Oliveira, el único que no entendía que lo estaban dejando era yo, pero ella, la pibita, también estaba loca, y yo era Traveler, yo nunca fui a ninguna parte. Mi vida es ripio. Somos iguales. El es Oliveira, él no entiende, él se resigna, yo me caliento, yo pierdo.
¿Viste qué perra me vine?, preguntó ella un sábado. El humo, los vahos de una incipiente borrachera, las luces temblorosas ante estos ojos poco amigos de la noche, alumbraban sus medias más allá de las rodillas. Yo dije sí, pero qué importaba, era ella la que quería congraciarse, que fuéramos amigos, y me abrazaba, y me decía cosas al oído. Afuera la lluvia estragaba las callecitas de la periferia. El auto de donjuán no arrancaba. Hubo que empujar. Varios zapatos que no podían hacer pie en el barro se conjuraron para sacar a la máquina del atasco. Ella iba al volante. Lo sacó escarbando. Nunca comí tanta tierra mojada como esa noche.
No entiendo cómo pueden seguir siendo amigos, decía. Se me ocurre que ella pensaba que estas cosas se resuelven a las trompadas y hasta puede que también en eso estuviera en lo cierto. Hay que remover la escoria antes de que la primavera llame a los brotes a tomar posiciones, posesiones, y nosotros nunca lo hicimos, más por cobardía que por generosidad, pero nos fingimos caballeros de la reina y nos mostramos mil veces juntos y no pudimos aventar del todo las versiones. A la gente le gusta eso. A los el club también. Será por eso que los desprecio tanto.
Ibamos, ella y yo, en el asiento de atrás, anudados en un abrazo tan tierno como carente de motivo. Donjuán, en algún momento, se fastidió. Pidió explicaciones y, por toda respuesta, mis manos empujaron por el culito mullido a la Maga hacia el otro lado del auto. La amistad podría quebrarse por eso pero yo no iba a desperdiciar la ocasión. Ahora se abrazó a él y me dijo chau con la mano. Loca de mierda, pensé yo.
Ahora volvemos a estar en el sofá, ella en medio de los dos, hasta que él se para y va a poner un disco. No es jazz, faltaba más. No es jazz y es una suerte que no nos guste el jazz y una bendición que se pare y elija de entre todos sus discos, creo que ya era muy tarde, tan tarde que había puesto todos los discos que esa noche íbamos a escuchar, y traiga el último de Kraftwerk, una joya, no por la música, porque ellos siguen haciendo eso que era novedad hace treinta años y ahora, como el canon de Pachelbel, todos tocan. El mundo es Kraftwerk. Ese mismo mundo que ellos inventaron los dejó del lado de afuera. El disco tomaba la forma de una corona de bicicleta, y también ese maldito olor a aceite. El lo acercó a nuestras narices y por un rato dejé de sentir el olor a la Maga.
Viste esa gente que aplaude cuando termina la película.
Sí, o cuando aterriza el avión.
O llega el colectivo.
Estúpidos.
¿Qué aplauden?
Al motorman, creo yo.
¿Viste que son iguales?
Daba lo mismo uno que otro, estaba claro, pero a ella le gustaba él y a él le gustaba ella. Yo era un convidado de piedra, la piedra que hacía fondo en el estanque, las olas cada vez más tenues que le marcaban los contornos cuando le pinchaba el ombligo con la barba, esa noche descuidada, y él atacaba la boca, todo por callarla, todo para que nunca le cuentes a nadie, que es mentira y de las peores eso que dicen los del club, pero ella estaba perra y maldita la hora en que me dio a oler el escote y hacerme en el cielo de la boca esa alfombra de perro mojado por la lluvia de mil años de soledad.
El me da una paz infinita, decía, miraba, preguntaba mirándome a los ojos.
No, no somos. Ni seremos. Yo, en primer lugar, en único lugar, porque tengo las palabras por piedras de mi castillo, y antes de poner una sobre la otra y otra sobre la una, persigo, las escondo y las vuelvo a sacar, las manoseo, las miro desde acá y desde allá, y les doy una vuelta más, como si fueran el cubo mágico, por eso la miro y no encuentro el quid del hechizo. Algo hay que no termino de ver y temo por mí y mi temor, mi fundado temblor, es que yo sea el punto ciego, el extremo del cielo caído, como esa vez que todas mis pocas fuerzas en el mango de la espátula volaron hasta hacer añicos la ventana que abrigaba el invierno de mi más amor emputecido y me mordí la carne del labio, y tragué pelo, saliva y sólo dios perdona a ese triángulo que otro escribió, mucho antes, mucho mejor de lo que yo soy capaz de actuar.
El sí tiene la respuesta, mitad porque es dueño de los más largos silencios, mitad porque hay algunas mitades que valen el todo y un poco más.

13.6.07

Los años 90

Si de música hablamos (¿de música hablamos?), los años 90 no han sido la gran cosa, pero qué remedio, nos ha tocado estar allí y soportar con estoicismo la proliferación de medios de reproducción cada vez más sofisticados, bandas cada vez más berretas, wonder hits cada vez más efímeros. Si por mí fuera, hubiese echado el ancla en los 80, cuando yo, muy de a poco, empecé a esuchar música más o menos metódicamente. En esa época no había estaciones de frecuencia modulada, ni discografías en formato mp3, ni google, ni emule, y en los pueblos el acceso a la música, tanto a su historia como a las novedades, estaba limitado a unos pocos gurúes, pero no me hagan caso. Siempre es la nostalgia.
De un tiempo a esta parte, han comenzado a fascinarme las listas. Cada tanto, en cualquier sitio y a cualquier hora, me encuentro componiendo listas mentales. Una de esas listas, a la fecha inconclusa, pretende abarcar la banda de sonido de mi vida. Cien canciones, de las que tendré definidas unas cincuenta y cinco.
Otra gente, igual de mal entretenida que yo, ha compuesto una lista de las 100 canciones de los 90. No está mal, aunque yo, en principio, haría algunos retoques. Y digo sólo "en principio" porque conozco al dedillo mis adicciones. A poco de empezar a corregir esa lista (o cualquier otra) me veo haciendo un bollo con ella y comenzando una nueva.
En fin, aquí el enlace, a ver qué les parece.

Rosebud

Ayer terminé, por fin, de leer Asfixia, de Palahniuk. Me lo regalaron para mi cumpleaños, o sea que, impuntuales como suelen ser los regalos de cumpleaños, debe haber llegado a mis manos los primeros días de enero. En ese momento leía otra cosa. No me tomé ni siquiera el trabajo de leer la contratapa. Tenía el vago recuerdo de visto algunas reseñas negativas, aunque cualquiera sabe que sólo son interesantes las reseñas de los libros que sabemos de antemano que no leeremos.
Yo, en cambio, supe desde hace mucho que habría de leerlo al bueno de Chuck. Las películas no suelen superar a las novelas que las inspiran. En mi recuerdo, El club de la pelea había sido una gran película. Todavía espero que llegue el día en que encuentre el saco que usaba Brad Pitt. Si no fuera por el hecho de que las películas duran tan poco en cartel, creo que la hubiera visto más de una vez, pero eso es apenas una suposición. Jamás he visto dos veces la misma película en el cine y las pocas veces que he vuelto a ver en televisión algo que ya había visto en cine terminé defraudado. El cine es otra cosa. Sólo en cine sucede que uno vea entrar al cine a la calva cabeza de un amigo que se sienta en las primeras filas y abandone el sitio de siempre, de la mitad para allá, la fila trece o catorce, y se cruce a la seis, y que maldiga la decisión de ver en primerísimo plano a Pitt saltando un escollo alambrado mientras se le cae el sachet de grasa de lipoaspiración. Un auténtico asco.
En fin, ya sabía que me gustaría leer a Chuck. Lo entreví en la voz del narrador aquél y, en efecto, ésa es su voz. Por eso a los pocos días de que desembarcaron en Argentina las primeras traducciones, recomendé Fantasmas. Uno de mis queridos amigos, no el de la cabeza calva sino otro con el que me liga un vínculo más intelectual que sentimental, quería quedar bien con su amorcito. De un tiempo a esta parte, los tres leemos casi los mismos libros. Ya habíamos pasado por Sade, por Fromm, por Barthes, Bataille, Carroll, incluso por Gustavo Enrique Nielsen. Algo extraño: una comunidad a la distancia que comparte experiencias sólo a través de los libros. Veré si puedo explicarme.
Mi amigo es mi amigo, así, a secas. En el medio están Orson Welles, David Bowie, Charles Chaplin, Tinto Brass, Robert Smith, que son nuestros amigos comunes, los que nos hacen más amigos. A la distancia está ella, que no es más que una cachorrita de dulces veinte. La he visto sólo una vez en mi vida y creo que eso ha sido pura suerte. De otro modo no hubiera tenido otro asunto que enamorarme de ella y ganarme su rechazo y el casi seguro desprecio de mi amigo. Porque uno es amigo de alguien hasta que se cruza un tajito en el medio. Arduo es salir indemne de una cosa así. Ya nos ha pasado alguna vez, pero tampoco es cosa de volver a tentar al destino.
Fantasmas, le dije, así, a ciegas, a pesar de que había leído reseñas incluso peores. Un reseñista incluso decía, poco menos, que se trataba de un delirio pendejonanista. Qué más da. Qué pocos saben los críticos. Si la vieran a ella, lo entenderían, pero es mejor que no la vean. Es mejor que se conformen con mi morosa descripción. Es preferible que todo permanezca vicio y privado. Que eso somos: pendejos y onanistas.
Fue una pegada. A la cachorra le encantó. Yo había leído ya algún retazo del libro en cuestión y no me había gustado para nada. Sonaba demasiado efectista. Así es Chuck, dirá alguien. Concedido, pero estos golpes de efecto no me enamoraban.
Llegaron mis doce campanadas y no tuve mi regalo. Me lo esperaba. Me lo merecía, creo. A mi vez, le había regalado a mi amigo Las 120 noches de Sodoma y Gomorra. Uno más del divino marqués, pero él, igual que yo, ya tiene las pelotas por el piso de tanto divino y marqués, así que a la fecha no lo ha leído. Está bien: ahora somos gente ocupada, pero la educación de la cachorra no admite demoras. Quizá el libro haya viajado hasta sus manos y yo no lo sé. Lo que sé es que ella ya no se impresiona fácil, que sólo una película de horror le ha traído náuseas. De ahí para abajo, vale todo.
A las dos semanas, apareció por casa. Lo conseguí, me dijo, y yo pensé lo peor. Si el envoltorio hubiese traído Fantasmas, se lo tiraba por la cabeza. Yo quería otra cosa. En ese momento me desesperaba conseguir Viaje al fin de la noche de Céline. Ya sé, hay una reedición reciente y en cualquier ciudad está al alcance de todo aquel que se ponga con los cuarenta mangos que, bien mirados, no son mucha guita, pero acá es un quilombo salir a comprar libros.
La librería por excelencia se llama Morón. Sí, el chiste es obvio: son demorones para los encargos. Uno puede pedir un libro y pagar una seña imposible y los tipos no se mosquean. No sé, habrá venido tal vez en ese paquete que tenemos sin abrir, dicen, dicen y no lo abren. Son gente que odia los libros, está claro, pero más que a los libros odian a la gente que se presenta a comprarlos. Imagínense cuántos zapatos de mujer vendería un tipo que odie a las mujeres que compran zapatos. No requiere demasiado empeño verles el entrecejo fruncido cuando el número de mortales dentro del local exceden la cantidad de dos.
No da. Lo dejo para cuando viaje. Yo soy de los que viajan y se compran libros. Todo lo que me reprimo acá, lo dejo salir en otra parte. Tu casa es la casa del viaje, dice mi pitonisa. Sí, ni que me conociera desde hace años. Viajar me renueva la estructura celular, aunque después reniego por las molestias que ocasiona el equipaje. Todo el mundo sabe, especialmente los habituados a las mudanzas, que no hay cosa más incómoda de mover que los libros pero, en fin, yo quería hablar de un libro en particular.
Era Asfixia. Me puse contento cuando lo vi, pero no tanto: yo esperaba a Céline. Es que el tipo me había alertado, no sabés lo que me costó conseguirlo y esto y aquello, y yo, que tengo por manía el escrúpulo, sé todos los libros que él ha leído, los que amaría tener, los que detesta, los que le vendrían como anillo al dedo a este momento de su vida y así, pero él no es así conmigo. El me oye hablar de autores, se entusiasma con lo que le cuento y es capaz de preguntarme a la semana siguiente cómo era que se llamaba ese tipo del que yo le hablaba. Se va en detalles, pero nunca termina por comprenderlo todo.
Y eso, por extraño que luzca, es lo bueno. Su lectura me abre mucho la cabeza. A veces no hace ni falta que me diga lo que piensa de determinada obra. Lo conozco y ya sé por dónde entrarle. De todos modos, aunque no supiera, me quedan los libros, las huellas que deja en su lectura. Nada grave, apenas unos corchetes dibujados en lápiz. Nunca una anotación en los márgenes. Lástima. Tiene una letra de ratón, parecida a la de Borges, que haría de cada libro un objeto único, porque lo que son los corchetes... en fin, cualquiera puede hacer unos corchetes discretos para resaltar un cacho de texto, y el que lee, más adelante en el tiempo, no sabe si el pre-lector remarcó eso para reírse, para citarlo delante de gente, o por el asco que le produjo. Yo sí sé. Su rastro me resulta útil.
Empecé a leer el libro con algún desgano. Creo que él mismo me lo pedía prestado o algo así, ya no me acuerdo. Pesa sobre mí la interdicción para leer libros de Anagrama. Por el precio, como le pasa a cualquier laburante, así que sólo de oídas sé que sus traducciones son abominables. Pero este muchacho, Javier Calvo Perales, es llanamente un delincuente. Creo que ha perpetrado la peor traducción que yo vaya a leer nunca, pero, conforme que progresaba mi lectura, el libro me gustaba más.
Y se lo presté. Se lo presté a él, que en este caso es ella. Ella quería leerlo y yo estaba tan enamorado de Asfixia que me pareció que lo que mejor podía hacer era ponerlo a su disposición. El libro viajó a sus manos. Ella simpatizó más con Fantasmas. Lo supe a vuelta de correo, cuando tuve de nuevo el ejemplar conmigo y por todo rastro de ella encontré una receta de cocina.
No es de ella, me aclaró mi amigo. Ella profesa gustos extraños. Detesta la pizza, por ejemplo, con lo cómodo que resulta llamar a la rotisería en tiempos de luna de miel. Nos la pasamos a milanesas, me cuenta él, o hamburguesas. Así y todo, le enseñó a preparar lentejas. Yo pienso que si mi amigo se esmera, al décimo intento podré comer un plato de lentejas decente, no antes. El libro está lleno de un desencanto muy profundo. De a ratos me sentí leyendo una novelita de las de César Aira. No sé por qué. Supongo que ha de ser por esa manía de huir hacia delante, pero a Palahniuk el relato nunca se le escapa de las manos. Aira lo deja todo por la mitad, siempre está escribiendo el libro siguiente. Es de un estilo veloz. Son trescientas y pico de páginas pero se liquida tranquilamente en un par de tardes, pero eso mismo puede voltearse hacia el tedio. Es la gota que acaba por comer a la piedra. Tac, tac, tac. Llega un instante en que uno está igual de abatido que el protagonista y lo único que quiere es morirse de una vez, saber dónde carajo empieza el límite cierto de la lectura. Es increíble. Cada vez me preocupan menos cosas, pero leyendo este libro he sentido la desesperación por conocer una verdad, por efímera que pudiera resultar. El lector poco a poco se sumerge en el pantano de la angustia y ya no hay otro remedio que no sea acabar de una vez con el libro.
Y el humor. Palahniuk es dueño de un humor lacerante. Antes de prestárselo a mi amigo, no pude evitar la tentación de leerle el capítulo 27 (¿o el 29?), donde Victor narra su encuentro con una mujer llamada Gwen. Convienen una violación y Victor se encarga metódicamente de malograrla. No sé si lo gracioso era oírme a mí leyendo, o la pésima traducción o lo bizarro de la escena, el caso es que a los pocos minutos mi amigo y yo llorábamos de la risa. Por esos días escribí un texto que me gustó mucho escribir. Creo que fue el único modo posible de exorcizarme de Chuck y de ese capítulo.
Se lo di a leer a mi amigo, cosa que hago muy pocas veces, y a el le pareció aceptable, aunque no me ocultó que la influencia era excesiva. Es así: yo me entusiasmo con un autor y de inmediato, por reflejo, robo los modos más notorios, lo que a veces toma ribetes espantosos. Imagínense cómo queda uno después de leer a Cabrera Infante. A resultas de esa suerte de cleptomanía literaria, uno acaba siendo una caricatura. Sin embargo, encuentro consolación en un pensamiento: el efecto del robo se siente apenas uno lo perpetra. Hay un algo posterior, un proceso de sedimentación, que acaba por purificar el agua. Miento. Sé que lo hago atrozmente, pero trato busco consuelo. Dejo a otros que persigan la verdad. A mí no me interesa.
En lo que duró la ausencia, me encargué de esparcir recomendaciones pero, a la par, el libro se iba de mí. Me pasaba de charlar con mi amigo y que él me dijera viste la parte en que tal y cual cosa, y yo lo miraba con gesto asombrado, a lo que él me decía siempre igual: al final no habías leído nada. Lo mismo que Aira, pensaba. Las novelitas de Aira no sedimentan; se vuelan. Al poco tiempo uno no sabe ni de qué trataban. Tal vez sólo la obra global tenga algún espesor y no estos capítulos, tantos fallidos, que el más mentado de los nuestros viene echando, yo no lo sé, pero al mismo tiempo me ganaba el temor de que Palahniuk fuese un invento, lo mismo que Tarantino y tantos otros, que conocen su negocio y lo explotan, que una vez localizado el nicho de mercado en el que son fértiles, despachan lo más grueso de su artillería, todo bajo la mascarada del autor de culto. Ya nadie es de culto, nada dura demasiado, todo, tristemente, se parece mucho a todo.
Al final la novelita me ganó. Recién ayer la terminé. Dejé para la mañana el último capítulo, aunque ya había pizpeado, y sin entender, las últimas líneas. Lo siento, tengo esas manías. Algún lector de mis pre-blogs me preguntaba si a mí me gustaría que mis libros se leyesen así, a los saltos, y yo no tenía una buena respuesta en ese momento, ni creo tenerla ahora, pero más fresco en mi memoria luce un prologuito de los tantos de Macedonio en la segunda parte de la Eterna, el prólogo para el mejor lector, el que lee salteado, ese que toma un retazo de acá y otro de allá y compone el resto del libro en su cabeza. Una forma de autosuficiencia. O de onanismo, según quiera verse. Sí, no sé cómo me gustaría ser leído, pero en todo caso ésa ya no sería jurisdicción mía sino del lector. Ya demasiada es la presencia del autor entre las tapas de un libro como para encima soportar que éste imponga un orden de lectura. Queden los índices en manos de los bibliotecarios, y éstos en manos de los bibliófilos, que ellos sabrán lo que hacer.
Después el vacío, claro; después el deseo de recobrar las frases que debería haber marcado mi amigo y esta vez, no sé por qué prurito, no ha marcado, como si deseara que el libro siguiese virgen para mí. Después buscarle un buen lugar, supongo, al margen de la humedad y las malas compañías. Ya no tengo a quién prestárselo. Ninguno del resto de mis amigos se interesa por mis niñerías. Algunos hacen como que me llevan el apunte pero sé que no, sé que apenas es una impostura para congraciarse conmigo. El resto no me toma en serio y eso está bien. No hay mucho en estos días para tomárselo muy en serio.
Me temo, sin embargo, que las razones del vacío sean muy otras que el haber dejado atrás un libro, por bueno o malo que éste haya sido. Mi amigo se irá pronto de aquí. La patria que supimos conseguir no tiene pensado gran cosa para él. Para mí tampoco, ni para vos, me parece, pero otros no tenemos el valor bastante como para mandarlo todo a la puta madre que lo parió, o nos regodeamos en consuelos estúpidos como estos de los que venía hablando. Educar una cachorrita, aprender a cocinar lentejas, escuchar a Bowie, buscar en un libro los rastros de la lectura de alguien. Haré comunidad con algún otro amigo, mucho me temo, y será un gran trabajo hacer de estas piedras una construcción grata y perdurable, pero así planteadas las cosas me veo padecer una abominable nostalgia a cuenta de lo porvenir y no, no es nostalgia por eso, sino alegría, alegría de atorrante por aquello otro, lo que ha quedado atrás y ha sido el común camino que supimos abrirnos.
Y a escribir otras cosas. Y a parecernos a tipos mejores que nosotros, que nada empezará si antes todo esto que vemos y nos deslumbra caiga por su peso y haga sitio a la carne caliente de los sueños.

10.6.07

El adjunto/6

Se había despertado con apuro, eso, sentía, siempre sería igual. Lo extraño es que no tenía mayores deseos de desayunar. Si el día, que es la vida que toca vivir hoy, comienza con el desayuno, entonces yo vivo en mi trabajo, le gustaba engañarse. Al mediodía llegaría la vianda. Era un milagro por todos los gordos del ministerio celebrado el hecho de que, en un pueblo miserable como éste, hubiera una rotisería para vegetarianos. La gente del futuro no comerá carne y será más sana. Nosotros, pensaba él, no comeremos carne el día de hoy y estaremos un poco menos enfermos. Oía, eso sí, la radio, y a todo volumen. Un locutor daba, a medias con una chica, las noticias de las siete. El gobierno del estado, bramaba, apostará doscientos millones a tal o cual proyecto. ¿Apostará o aportará?, se preguntaba él, frente al espejo, con una sonrisita de lado. Lo que son las cosas, si el tipo hablará del Negro Rulli, por más administrador público que fuese, estaría por demás claro que la palabra era apostar, no aportar. Total, el muchacho se había cargado un par de subsidios que tenía que entregar en la aldea. Nos enteramos, tarde y mal, por supuesto, porque el sujeto de marras perdió. Lo habrá jugado todo a colorado. Perdió y después se vio en figuritas. Perdió y acabó haciendo lo que todos: tomando un préstamo, que sumado al préstamo que ya venía pagando y al tercio del salario que por ley debía pasarle a la yegua de su ex mujer, lo tuvo a las corridas un año. O dos. Yo me acuerdo bien del Negro. Al poco tiempo ya ni se lavaba. Era la viva imagen de la ruina. Por lo demás, los gobiernos siempre aportan y cada aporte es una apuesta, una apuesta en medio de un largo pasamanos, una apuesta que de antemano se sabe casi perdida pero conviene, a efectos de la ilación del relato, hacer de cuenta que no, que nunca se sabe, que algo de las decisiones públicas llevan en sí el sino del álea de los negocios, aunque todo sea una estúpida mentira de mercenario. Se hizo tarde para el desayuno. Sería eterna la mañana esperando la vianda. Lo mismo, él perdía la vista más allá de la ventana. Por absurdo que pareciera, hoy, hoy y todos estos días, pueden valer la pena.

6.6.07

El adjunto/5

El tipo se asoma a la puerta. Desearía no tener que entrar ahí, que ése no fuera su trabajo, que no hubiera una mujer esperándolo. El tipo se detiene. Lo mira todo desde la puerta. El invierno no ha levantado del todo las persianas. Es poco lo que se ve más allá de los ventanales. Menos mal, no es la gran cosa, piensa él. Duda por un momento. Quizá deba demorar la entrada, no mucho, un par de minutos, lo suficiente para dar una vuelta más por el pasillo. Le gusta hacerlo. Demorarse, quiero decir, demorarse saludando a todos los que andan por el pasillo. Los imagina esperando su saludo. Desde que se mudó aquí y conchabó este empleo se siente un tipo poderoso. De él y de su mujer dicen "son los contadores", pero sólo ella es contadora. El, en todo caso, ha sido un alumno crónico cuando joven. Es que desde joven le gustaban los pasillos. Estarse ahí, a la espera de uno y otro saludo. Eso, cuando los saludos no valían nada más que eso y eso era mucho, muchísimo. Ahora es diferente. Ahora lo saludan, le piden favores. Muchos tratan de congraciarse con él y hasta han comenzado a llamarlo por el nombre de pila. El tipo busca en el bolsillo de su saco. Toma un cigarrillo y lo prende. Echa una larga bocanada de humo, la primera del día. Dirán que sólo esa le da placer y que el resto de las veces sólo lo hará por calmar los nervios. La ansiedad. Pero tal vez no. Tal vez disfrute más de una vez. Es tan bello el humo azul llenando el cielo modesto de los pasillos. O quizá lo esté sufriendo. A esta cigarrillo, a esta primera pitada de la mañana, como luego sufrirá todos los demás. Cuántos serán hoy. Ojalá que no más de medio atado. Quién lo sabe. El no. Yo tampoco, pero se me ocurre que hoy podría ser un buen día. Debería serlo. Debería comenzar tan pronto como él cruce el umbral de la puert y tome a esa mujer por la cintura. Quizá la bese y le diga buenos días. Quizá sólo le dé los buenos días y dejé el maletín en la silla. Luego se aflojará la corbata, revisará la agenda, pedirá que le traigan un café. Pero para que sea un buen día será ella la que le vuelva la corbata a su sitio, al que es debido y él no ha tenido la precaución de acertar. Hay mañanas así. Todas las mañanas tienen un poco de eso. Ella llega primero. Ella está en la oficinay él un poco nunca está. Aunque entre, la tome de la cintura y le dé el beso de los buenos días.

5.6.07

El adjunto/4

Tenés que conocerla, me decía la jefa, más temprano que tarde vas a ser vos el que tenga que lidiar en nombre nuestro con esta gente. Es bueno que sepas cómo son. A veces, a la distancia, dan la impresión de ser gente inaccesible, pero no creas en todo lo que ves. No creas ni dejes de creer. Mantenete alerta. Observá los detalles. Prestá atención a los gestos. Las palabras son tontas, son huecas. Dicen, pero dicen de un modo flaco. A las palbras se las lleva el viento, ¿no? Bueno, para que no se vuelen hay otros modos hacerse saber. Ya vas a aprenderlos. Si te fijás en lo escrito, todos escribimos memorándums, saludamos atentamente, aludimos a razones que vuestra excelencia conoce en detalle, confiamos en su alto juicio para dar curso a lo solicitado en la referencia. Un trámite, en realidad, nunca es igual a ningún otro. Eso que a los comunes les parece rutina es, para nosotros, una prueba de fuerza. Hay que arremangarse. No te fíes de que el lunes prometa estar despejado. Siempre el casco a mano, y el paraguas y la guadaña para el que saque los pies del plato. Si una mina te dice que habla con piedras, vos seguile la corriente. A mí no me importa cómo lo hagas. El cómo es cosa tuya. Ahí, en ese sillón, se ha sentado gente ducha en las malas artes, pero no es eso lo que necesito. Las malas artes son sólo malas artes. Lo que yo necesito es arte, arte a secas, y cada cual con el suyo, ¿no? Entonces no tiene mucho sentido que yo te lleve de la mano más que esta sola vez, la primera. Ahora ya sabés que el presupuesto, tu presupuesto, el nuestro, la asignación de fondos con que han puesto candado a nuestro propósito, está a cargo de una mina que tiene piedras en su oficina, piedras a las que les habla, quizás como te habló a vos, un poco más suelta, porque ya han trabado amistad. Cosas de la fidelidad. Fidelidad de piedras. Ahora ya lo sabés. Decime. ¿Qué pensás hacer?

4.6.07

La señorita Roldán/10

El Negrito salió a su viejo, bastante incivilizado. Suerte que tenía un hermano más chico, el Cachete, que resultaba bastante dócil para los arrebatos de violencia. Cachete sí que era divertido. Por la perpetua necesidad que hay en los pueblos de quejarse, por todo y por cualquier cosa, ante gente importante, gente que ponga la oreja de puro comedida, o ante quién sea y bajo cualquier motivo, el Negro, el padre de los pibes, marchaba a la municipalidad una vez a la semana. No sé cómo lo tratarían en el palacio municipal. A lo mejor lo atendían con las evasivas de siempre, que sí, que no, que esto y aquello, que dejame que lo charlamos con Miguel y por qué no te das una vuelta la semana que viene; o les caía simpático y lo tomaban para el churrete y éste no terminaba de darse cuenta. Pobre hombre. Tenía un pantalón de salir y una camisa blanca, el pelo renegrido y la piel castigada por el más virulento de los soles. Era bastante mal hablado pero muy laburante, eso sí. De vez en cuando castigaba a su señora, la Olga, una gringa regordota que ni siquiera lloraba. Yo la he visto en sueños a la Olga, apenitas después de que supe de que había muerto, y en esa gesto de llanto soterrado la entreví como una estampita, como la virgen María, una mina más, entre muchas otras, a la que el destino confinó a un barrio de callecitas de tierra, una mujercita que no conoció más amor que el de un solo tipo, un imbécil, un corazón flaco con la cáscara dura, que no sabía otra cosa que trabajar desde que se levantaba y hasta bien entrada la tarde y después apurar uno o dos vasos de Concilio para olvidarse de que el mundo es mundo y ajeno y después cascar a esa mujer que nunca entendió nada.
El Negrito salió al viejo. A sus pocos años ya sabe que las mujeres son iguales a los hombres nada más que les cortaron el bicho. El Cachete, en cambio, monta uno de los rastrillos de su padre y enfila hacia el norte. A dónde vas, Cachete:
–A la muycilipá.

*
nueve / ocho / siete / seis / cinco / cuatro / tres / dos / uno

El adjunto/3

Ponete cómodo. Ella es Gabi ¿Se conocen? ¿Es divina, no? Yo me la traje conmigo porque desde el primer momento sentí conexión con ella. Algo que no se puede explicar, viste, algo que lo sentís acá, como en las muñecas. Es una gran colaboradora. Además, siempre nos contamos nuestras cosas. Es bueno compartir cosas más allá del trabajo. Un día te das cuenta que el trabajo no lo es todo. En general ese día es demasiado tarde. Seguro que algo se rompió. Es como la factura del gas, que te viene con el aviso de corte. ¡No te lo cortan y lo mismo te cobran el envío del aviso! Son geniales. Yo a veces me paso de rosca con cosas así. ¡Qué se creen! Porque una sea mujer no se va a quedar en el molde. A veces vienen los del banco, ponele, y se traen esas carpetitas azules con requerimientos. Yo ya me los conozco de memoria. Al principio, eso sí, me costaba. Me pasaron un par de veces. Pecados de la inexperiencia, pero ya no me pasa más. Yo los veo entrar con las carpetitas azules y ni los dejo que se sienten. Los atiendo paraditos y a cara de perro. Yo tampoco me siento. Me gusta conversar de igual a igual. Y si hay que largar alguna puteada, la largo, qué tanto. La sensibilidad corre por otro lado. Lo que pasa es que la mayoría de la gente no sabe separar. Algunos son jovencitos y dan un poco de pena porque el camino de ese aprender es muy largo y muy caro. Se pierde la juventud, nada menos. El resto no tiene remedio. Esos ya no dan pena sino lástima, infinita lástima. Por eso yo soy así como me ves. Entras a esta oficina y ves todo lo que soy. Mirá, estas son mis piedras, son bonitas, ¿no? Me las traje de una playa de Brasil. Mi marido me decía que estoy loca, que sólo a mí se me ocurre pagar exceso de equipaje para traer piedras, pero yo las vi y sentí conexión. ¿Nunca te ha pasado? Uf, hace varios años de esto, y siempre me acompañan. La gente no me cree, pero yo les hablo. Son divinas mis piedras.