Jade May Hoey

1974-2004

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31.8.05

Tal vez la literatura

1.
Es de mal gusto dar explicaciones sobre lo que uno escribe y la manera que utiliza para escribirlo. Por eso resultan de tanto fastidio la crítica literaria, las entrevistas y todo ese cotilleo que puebla los suplementos culturales de los diarios. Mediando buena voluntad y existiendo una lengua en común, si un texto no se explica por sí mismo, está mal escrito. Hay un tipo que escribe, uno que lee y un texto en el medio que no ha sido un vehículo eficaz. Ni más ni menos que una oportunidad para entendernos que se ha malogrado.
No voy a pelearme. Renuncié a esas cosas. Viene rastrero el nivel de debate y creo que me voy a morir joven. Por eso no soy amigo de las pérdidas de tiempo en cosas que no me reportan placer.
Pero el caso es que mi amiga Beatriz Vignoli me ha acusado de amargo, lo que debe entenderse a la luz de su simpatías en el fútbol (ella es de Newell´s Old Boys y yo soy apenas admirador de la academia rosarina, Rosario Central), pero además me honra con la dedicatoria de un post que no me merezco, un post que pretende refutar una proposición que me atribuye y a la cual no adhiero.
2.
¿A quién se le puede ocurrir que yo ataque a los libros? Amo a la literatura como a pocas cosas de este mundo y, a mayor detalle, ejerzo con fruición el fetichismo. Mi biblioteca no tiene más que unos 30 volúmenes, pero a ellos les debo mi fe, mi visión del mundo, la vocación de escribir que es casi lo mismo a decir que mi vida no tiene otro sentido que el que hallé en ellos. De verdad lo pregunto, ¿no se me nota? A mayor abundamiento debo decir que no sólo los leo: también disfruto con su mera contemplación bajo la lumbre del sol (fuente de toda razón y justicia), tocándolos, oliéndolos. En general no tienen tapa dura, ni son primeras ediciones. Se parecen a mí: por dos monedas alguien los rescató del olvido. Así de sencillo.
3.
El escrito de la discordia tiene una intención satírica que no llegó a destino. No hice más que reírme de mí mismo, que estoy tan hecho moco que me dio por recordar qué se siente tener hambre y para cortar la amargura puse a tallar una pesadilla que en verdad tuve, y que es la misma que allí se lee. Ni una letra más, ni una menos.
El pecado es haberme reido de una tilinga que se despidió de la última polémica que se vio en la hermandad bloguera, una de las más estúpidas que yo recuerde, diciendo algo así como “Chau. Me voy a leer. Libros”, con lo que se ponía en la posición de despreciar los intentos de pensar un poco las cosas que se han dado en este medio. Libros es lo que debería leer, sin duda alguna, a juzgar por las dificultades con que tropieza en su expresión escrita. De lo que me permití colegir que la mención a “los libros” no era más que una impostura, algo chic, como diciendo “miren, yo soy linda, me saco fotos con un libro de Alan Pauls y qué”.
4.
¿Me río de Borges? Sí, claro. En las llamas del infierno él se ríe de mí y de todos los que lo seguimos nombrando. ¿Me río de Aira? Sí, claro, si más allá de sus méritos literarios es la caricatura que mejor grafica el estado actual de la literatura argentina. También me río de lo que escribió Apollinaire. Es que en verdad es muy gracioso como para que su pornografía me excite.
Ahora bien, ¿de dónde saco yo la relación entre mi sueño y la fecha en que se produjo (un par de noches antes que el post)? ¿qué es lo que hace que mi cerebro en sueños asocie a Aira con “todas las tardes”? ¿por qué lo abordo con esa fórmula y no le dije por ejemplo: dejate de joder, pedazo de maricón? ¿por qué justo Borges y Aira y no Soriano y Washington Cucurto? ¿es gratuita la relación entre el nombre Culculine y las bondades amatorias del personaje femenino?
5.
Hay varias lecturas posibles; de hecho la ambigüedad es algo que forma parte del bagaje de herramientas con el que trabajo siempre, pero no vayamos lejos.
Debo, por lo menos, haber leido a Borges, Aira y Apollinaire. Se atisba mi preferencia por cierta literatura. Ante lo que creo un fantasma hablo como Borges, sólo que no sé el nombre completo de Aira, y prescindo de las guirnaldas. Tengo alardes de grandeza: no sólo tomo para mí el sueño que dos veces contó Borges (una como plan, otra como balance) sino que, además, agarro la posta que me entrega Aira y hasta me permito despreciarlo, lo que puede entenderse como un posicionamiento ante la posturas canónicas hoy en pugna. Erijo en la puta de Apollinaire además de mi amante, una suerte de amanuense o nodriza, un faro que alumbra mi destino de escribir.
No podría probar ante un tribunal que yo soñé lo que soñé. Lo compartí con mis lectores porque son pocos y no hacen demasiadas preguntas. Ni loco escribiría esto si existiese la posibilidad de que Aira lo leyera. A ellos no tengo que explicarles qué quise significar cuando dije que a falta de comida, comí literatura, libros, libros, libros al punto de alucinar con mis lecturas!
6.
Pero hay otra cosa, algo subterráneo, algo que dijiste otras veces, y quizá sea el velado foco de esta colisión.
A Aira lo compro. Si tengo la plata, lo pago y con mucho gusto. Celebro que a un tipo que me conforta el espíritu le tiren unas monedas a cambio del producto de su talento. A Borges me lo prestan. Algún amigo hay que pudo pagarlo y es generoso conmigo privándose un par de semanas de su compra con tal de que yo tenga ese placer. Son demasiados los libros que me gustan y no puedo comprarme pero no por quedarme lejos voy a dejar de leerlos. A Apollinaire me lo regalaron. En forma de ebook Ni él ni sus herederos habrían cambiado su situación económica por el deleite que me dieron sus parrafadas cochinas.
Con esto quiero decir que soy esclavo del producto más allá de su forma. Me fascinaría vivir en un tiempo y en un lugar en que los artistas puedan vivir de lo que mejor saben hacer. Pero estoy acá y ahora, lo que no me impide adelantarme un par de jugadas a los hechos. Me imagino un día en el que no haya árboles y no puedan imprimirse libros. Tal vez compremos novelas que vengan en dispositivos digitales. O puede que un día una bomba acabe con el mundo así como lo concebimos. Quizá queden cien habitantes. Ojalá les tocara en suerte una biblioteca como resto del naufragio, o al menos media docena de libros. Pero si eso no fuera posible no se acabarían las historias. Quedaría la memoria. Y si ni la memoria quedara a salvo, todavía tendríamos la imaginación. Y la voz de alguien que cuente cuentos, que revele secretos, que enseñe cosas.
7.
Si en los últimos tiempos me ha tocado escribir acerca de suicidios, del hambre, de la intemperie, es porque eso es la picazón que tengo en todo el cuerpo. Hay quien dice que para mejorar mi salud debería dedicarme por entero a escribir, hacer la prueba, dar el salto, a ver qué tanto puedo y dejar de desperdiciar los cartuchos que me quedan en las tonterías a las que me he aferrado. Soy un cagón, no me atrevo. Por eso ando en medio de estos percances y no me asiste el deber moral de quejarme
Sin embargo, la fortuna me ha dado tres o cuatro amigos que me ofrecen un plato de comida caliente. Lo necesito, y ¿sabés qué es lo mejor? Ni siquiera me piden que cocine. Les basta con que les hable, con que les cuente las tres o cuatro cosas que suelo poner acá mismo. Y puedo asegurarte que me esmero en ganarme ese plato de comida, más allá de que es posible, casi inexorable, que nunca deje redonda mi mejor historia, que jamás termine de escribir un libro. Y si lo termino puede que nadie lo publique o que publicado nadie lo compre y que yo siga peleando el puchero con un balde de albañil, una azada o una llave francesa. Pero hay algo que no sé nombrar, algo que está más allá de Borges, de Vignoli, de Mayer; más allá de los libros, de los weblogs, de los relatos orales de fogón y de los grafitis en los paredones. Tal vez la literatura en su más pura esencia, la que hemos perdido de vista porque el crujir de las tripas nos atrofia la razón y nos da por inventarnos conspiraciones a medida. A ella le supuran los ojos ante la marquesina de los premios literarios, de las ferias del libro, de las agregadurías en las embajadas.
8.
Hace poco me conmoviste bocetando a tus lectores. Mirá lo que son los míos: una suicida que se quedó tres meses más para leerme, una escocesa que aprende castellano para leerme, una jujeñita que los vientos de la tragedia pusieron en Londres que me lee para no perderlo del todo, un chabón que ebrio de fe literaria empeñó -y perdió- hasta su caracú en el sueño de una cooperativa de las letras. ¿Y qué? Nada, les doy lo mejor que tengo para darles y en eso actúo como si fuera el mejor. Y nunca gané nada y no me importa, y no me ponen en el top 500 de bitácoras punto no sé qué, cuando yo sé que la mía es mejor que un par de las rankeadas, y no me calienta, y tengo pocas visitas, y me chupa un huevo, y a mi no me citaron en ninguna nota de diario ni de revista, ¡y qué! Seré un tarado pero ya aprendí que esas cosas no valen nada. Debe ser que la muerte te marca y de ahí no volvés más. Debe ser que eso es lo que me dicta que por más que me gane el Nobel, el Cervantes, o el Rómulo Gallegos, que no me da el cuero para ponerme ahí, nunca el dinero ni el prestigio serán mejor recompensa que las cenizas de mis papeles mezcladas con las cenizas de una mina que aguantó un poco más para leerme. ¿Y entonces?
Yo no soy nadie para darte consejos ni para señalarte cómo se lee, que de esos hay demasiados, ni me da el cuero siquiera para insinuarte cuál es la mejor postura para que no te dañes la columna. Sólo encadeno estas cosas porque, además de repetirlas para mí (que soy duro de entendederas y necesito del eco para saber dónde estoy parado), me parece que tu lectura, una de las muchas posibles aunque a mí me resulte improbable que otra persona la tome en esa dirección, denota una mirada errónea sobre asuntos que exceden a este weblog.
9.
Por último, querida Beatriz, voy a coincidir en algo que me parece capital para desatar este falso nudo. Acá pasa todo muy rápido. Incluso algunos lectores.
10.
PS: algunas cosas De Quincey las decía mejor que yo.

Inquisición a mi linealidad

¿Por qué me doy el lujo de ser tan lineal pudiendo no serlo? ¿Por qué la alegría se me representa como una de esas jovencitas de delgadísima silueta que cuando sonríen parece que rieran y que aún en estado de perfecta circunspección producen el impacto de una sonrisa cuando da en el banco? ¿Por qué, en cambio, me imagino a la tristeza -Tristezota- gorda, emblema de la fidelidad y del trabajo cuando está bien hecho? Avanza sobre la mitad de cama que por contrato me corresponde, no luce versátil sino a mi costa, y esto pagando el precio de caminar por la calle y sentir que siempre algo me mordisquea los talones, y escribir cada vez peor, como si me comiera los dedos uno a uno, falange a falange, y ante la hoja escrita con los codos y a punto de estallar y hacerme esquirla contra las paredes creyera huir, y con mis piernas a medio comer hasta diese la impresión de que corro de rodillas? ¿Por qué Tristezota se parece tanto al todo si yo jamás la he invitado a esta casa? ¿Por qué si la echo a patadas que por si misma son un diccionario políglota de insultos ella vuelve? ¿Por qué tan lineal, Mayer? Por qué. Por qué!

30.8.05

Amberes

Un buen epitafio podría ser: yo nunca quise morir en Amberes. Le serviría a la mayoría de los seres humanos, tantísimos de los cuales ni siquiera sospechan de la existencia de la mentada Amberes. Cuando digo Amberes de inmediato me remonto a algún cuarto de mis tiempos de escolar. Para alguna cosa fue importante, imprescindible, el puerto de Amberes. Eso y la idea de triángulo. De dos más en pugna, aunque puede que esté mezclando peras con manzanas, lo que no es tan extraño que me suceda si nos atenemos a mi origen: soy de una provincia que en los buenos tiempos se jactaba de producir las mejores peras y manzanas del mundo. No estoy en condiciones de ratificar la especie, en principio porque las que traía Stornini Hermanos a mi pueblo algo decían en relación a Bahía Blanca que, por cierto, está fuera de mi provincia. Una vez más puede que esté mezclando lugares sin el menor sentido, más si se trae a cuento que yo empecé hablando de Amberes, que tampoco es cuento sino una novela, rara, muy de sí misma, inaprensible. Uno la ataca por todos lados y no hay manera de quebrarle la resistencia. Así, en un rato leí la mitad. Al otro día la mitad de la mitad, y en adelante no he dejado de leer cada día sólo la mitad del tramo que me faltaba recorrer. Es breve y sólo de imaginarla cada vez más breve en lo que me faltaba me daba por temblar y la dejaba. Me quedaba masticando el vacío. El horror en estado de amenaza era que yo fuese el detective y no resolviera el caso, o el escritor y siguiera sin poder escribir una misérrima línea, o no dar nunca con la pelirroja, nunca, nunca, nunca. Hasta el otro día. Antes de volver a encararla repetía y repetía: Amberes, Amberes, qué buen verbo sería amber si de verdad significase algo. Se parecería, no lo niego, a lamber, que es algo que me prohibieron cuando era chico. Lamber está prohibido, lamer es lo preciso. Lamer lejos de Amberes. Morir en cualquier parte.

Rajaduras de la intimidad

a F.C.
La noche peor que aplacar los demonios, prefiere hacerlos pensar y para el caso de que alguien pudiera oírnos reservamos la confidencia, el apunte inconveniente, decir por ejemplo: antes de este kiosco la chance era comenzar asaltando casas. Primero es rutina, tomar cuenta de horarios y de movimientos, tú sabes, composición familiar, visitas, disposición de la edificación. Lleva su tiempo y los botines suelen ser jugosos, pero después de pensarlo un poco decidí que para comenzar lo mejor fuera un sitio público, me revuelve menos las tripas. Es un robo más franco.
Sí, claro, no hay modo de reponerse de un atraco que se da en la propia casa. Quien más, quien menos, cualquiera asume su negocio como si fuera un trabajo, le tiene un poco menos de apego a las cosas que puedan caber allí dentro, no digo que no valgan, sólo que todo es mueble, mercancía, moneda de cambio. Hay en los objetos una plusvalía que les da la intimidad. Alguna vez un amigo me lo pintó en estas palabras: algo dentro tuyo se quiebra cuando ves los calzones de tu mujer revoleados por ahí. Algo de eso habrá, yo no lo sé a ciencia cierta, pero acaba de recordármelo una amiga. Todo era seguro menos la ventana por la que entraron. Se llevaron cosas. Algunas se pueden volver a comprar, otras no, pero el golpe de verte violado en lo más íntimo es lo peor. Es una rajadura. Para más, una mujer sola, que es fortuna que el creador la haya apartado del camino a esas horas. De repente uno es un cobarde, pero también es un hombre. Por eso cuando me lo dijo, tal vez por instinto, deseé con todas mis fuerzas que pudiera haber alguna manera de hacerme presente ahí, no sé, tal vez algo de mi olor que asuma la guarda durante el tiempo que dure el miedo, una latencia que se ponga en el lugar de aquel otro que no está. Tal vez no alcance para asustar a un ladrón, pero en los días del miedo lo único que puede uno pedir es que le tengan algo de respeto.

29.8.05

Adiós muchachos

Imagina una de esas copas suramericanas que se montan con el solo fin de atender las obligaciones que la publicidad impone a la televisión y que esta impone al fútbol. Podrías ponerle un apellido que aludiera a los próceres de la historia, que no han sido tantos que están tan echados al olvido, que esta ocasión y cualquiera otra estaría bien con tal que las fervorosas masas incultas repitan esos apellidos, que martillen esos apellidos, que se encarnicen con ellos y en ellos, pero no, la copa llevará el nombre de su padre, el señor Nissan, que si bien no goza de fama presente, con la suculenta inversión que despliega a lo largo de todo el continente no tardará en conquistar un puesto en el cuaderno de los escolares. Así se hace la historia y no de otra manera. Imagina que tú eres simpatizante de un equipo de provincias, de esos a los que les toca campeonar sólo cuando a los dueños del circo les da por atender otros asuntos, algo así como hacer travesuras cuando creemos que dios está durmiendo, sólo que dios nunca duerme, y estas no son travesuras sino pequeños grandes accidentes, que se ven pequeños si son inmediatos pero en sentido contrario al que muestran los espejos retrovisores de los automóviles, la imagen se crece a medida que nos alejamos. Así se construyen los mitos. Los héroes son lejanos. Sus fotos en blanco y negro, mucho antes de que el blanco y negro se llamase escala de grises, como si la avanzada del tercer sexo hubiese irrumpido también en este entuerto. Los epígrafes de las fotos en blanco y negro por el contrario brillan con luz propia. Imagina también que el capricho del destino impone que en esa copa suramericana te toque medirte en el primer turno con tu tradicional rival, un equipo que carga la misma modestia que el tuyo, sólo que tú lo odias como si sólo hubieras nacido para odiarlo. No, sé que no puedes imaginar lo que es presentarte en la casa del ser amado y que la familia, reunida en congreso en derredor de la mesa, te escrute hasta el hueso y antes de preguntarte tu nombre averigüe si no perteneces al bando antagonista, ay de ti si lo fueras, de qué se disfraza uno. No, nadie con un mínimo de raciocinio puede entenderlo, pero sigamos. Imagina que la eliminación se juega a dos partidos, uno en cada cancha, y que el primero es un empate redondo en la cancha de ellos y un lunes, el día menos glamoroso de la semana, pegadito al Paraná es la revancha, es en casa, es a suerte y verdad. Y tu equipo se adelanta en el marcador durante la primera mitad del partido y el resto se hace enredado, de dientes apretados. Ellos se vienen con todo y nosotros resistimos como los esquimales: con cánticos. Imagina que el partido está por terminar y se está por dar la jugada soñada. Hay un desborde y una posterior habilitación al medio y de espaldas al arco un ignoto jugador le pega a la pelota con el taco y no entra. Esa página de la historia que pudo quedarse escrita con el barro de un tacazo certero que fuese a besar la red elige que no, que es mejor dejar las cosas como están hasta mejor ocasión. Qué son cincuenta años en la historia de la humanidad, nada, un par de páginas como el tacazo fallido, tu vida, la mía.

Cuervo

Entre nosotros ha pasado el cuervo. Tal vez dentro de él no haya maldad o quizá sea cierto lo que me han contado afuera: es un larva más, uno del pelotón. Antes decía que era conserva y andaba de acá para allá con el subsecretario de Infradesarrollo Económico y ahora se colgó del miserable que han puesto al frente de Salubridad y como no sirve ni para secar guano al sol lo trajeron acá, con nosotros, dentro de lo posible en la asesoría letrada, que es donde se supone que menos estorba. A mí se me hace cuento que tenga tanta llegada. El que la tiene se ahorra la molestia de concurrir todos y cada uno de los días a estos recintos donde jamás pega el sol. A esos se les reserva una asesoría de gabinete y se dan una vueltita a la semana, como quien no quiere la cosa, revisan que esté todo en orden, hacen un poco de pasillo, carpetita en mano, en la antesala de algún despacho importante. Dentro de su código de comportamiento se prevén severísimas sanciones para el caso en que osen saludar con amabilidad a alguno de la cuadra. No, el gesto circunspecto, la mirada ida en la arquitectura del lugar o, mejor, en la carpeta de tapas transparentes que rigurosamente han de llevar a todas partes. Es evidente que nuestro viejo y querido cuervo no da el nivel para tanta carpeta. Resulta inútil hasta como cadete. No conoce el nombre de las oficinas, ni se ha hecho amigo de las recepcionistas, ni guarda el menor registro de los trámites de rigor. Nada. Es sólo un bigote debajo de una mirada esquiva, agazapada. Ni las canas lo han transformado en un tipo que alguien se tome en serio. Hay algo de él cuando camina. Lleva el cuello un tanto encorvado hacia delante, como si instintivamente la cabeza quisiera guarecerse de algo que no aparece. Por lo demás, me da un poco de lástima. Es feo ser fumador y no tener fuego, en realidad, es un tanto degradante tener cigarrillos y no tener fuego, porque el que anda sin encendedor podría haberse comprado uno a un tercio de lo que sale el tabaco. No contemos el caso en que el encendedor nos deja a pata de improviso y no tenemos repuesto, que llegado el caso también nos expone a la humillación de pedirle fuego a otro. También es cosa del instinto. Si alguien me pide fuego y trae el cigarrillo en la mano, de inmediato pienso que acaba de encarar a alguien para mangarle tabaco y sólo por no ser cargoso con su benefactor no le pidió también fuego. Cuando éramos chicos decíamos en casos así: ¿no querés que te lo fume o que te dé un pedazo de pulmón? Visto así, no me sorprende que también vaya a todas las oficinas de Educación a llorarles la carta por sus hijas universitarias. Eso: me dio un poco de risa leer su curriculum vitae y comprobar que tenía tres hijas universitarias, así y asá. A lo que hemos llegado que un rata que pide trabajo saca chapa con los logros de sus hijas. Sí, becas para las nenas, yo siempre estuve con Dardo, soy de la primera hora. Cuando nadie creía que llegaría a ministro, yo le puse el hombro y hay en el yo un énfasis inusitado como si dijese yo que nunca hice nada, aposté todas mis fichas por él. Cómo es que no me van a dar unos pesos por las nenas. No pude evitar pensar todo eso cuando lo vi venir por el pasillo. Yo estaba en el rincón que me pertenece, viendo la lluvia retirarse de los charcos, maldiciendo por la humedad que me trae dolor de muelas, casi a punto de gritar. O de llorar. Por primera vez le devolví el saludo, le vi el pucho en la mano derecha y le ofrecí fuego.

La barea

La noche se derramaba sogazos de rocío en el banco de plaza. El reloj del campanario de la iglesia dio una campanada. Eran las “y media” de alguna hora incierta y todo parecía indicar que ladrón y suicida fracasados dormirían a la intemperie, sólo que al dar la campanada el caco se solbresaltó y empezó a blasfemar generosamente. Primero contra el reloj del campanario, después contra la iglesia y en medio de la ebullición contra el cura párroco le inventé un recuerdo que lo apaciguara. O lo hiciera reír, pero que sólo logró interrumpirlo.
Cuando era chico mis padres me cargaban a mí y a mis hermanos y cumplíamos el rito de estar todos juntos en la liturgia de católica de los domingos. Para ese día nos calzaban la mejor ropa que pudiéramos tener y todo brillaba demasiado, encandilaba. Por eso yo hubiese preferido quedarme en casa, leer un libro o por lo menos imaginar que tenía un libro, o mejor una docena y podía leer un poco de casa cosa, pero no estaba en edad de decidir. Cuando llegara ese momento me daría cuenta, eso decía mi padre y sólo de oírlo sentía algo deslizarse por mi espalda.
En la iglesia las canciones eran números, los números de página de un libro en el que estaban las letras de las canciones. Tal vez nadie las sabía de memoria o todos preferían olvidarla de domingo a domingo con tal de arrimarse un poco al que estaba al lado y pizpearle un poco el libro. Había una canción, una en particular, que les gustaba cantar a mis hermanos pequeños. Suerte que ellos no precisaran del libro para cantarla en casa y a los gritos! El estribillo repetía hasta el cansancio “alabaré a mi señor Jesús, alabaré, alabaré”, algo que a los chicos también les quedaba lejos y le cantaban “a la barea” y nunca se preocuparon de averiguar qué o quién pudiera ser barea, pero había que cantarle y eso hacían.

28.8.05

Del zurcido invisible

1.


No puede escaparse uno de los rumores que requieren sus oídos excepto, claro, que no esté ya sordo y no conserve ni un melancólico residuo de la dimensión sonora del mundo.

2.


Sin embargo, siendo corto de vista me reservo ciertas prevenciones en el trato con aquellos catalogados como sordos o en vía de serlo. No apunto a los sordos que no saben que están sordos con holgura lo peor de los sordos si no a los que están sienten que están mermados en su facultad auditiva y tienden a acercar uno de los lados de la cara cuando hablan o derechamente prolongan en el pabellón de la oreja con una de sus manos.
La prevención deviene de mi propia limitación. Yo sé que todo el mundo sabe que soy corto de vista, lo que me permite andar por la calle con la traviesa comodidad de permitirme soslayar el saludo de la gente a la que no soporto. Me dirán que sería preferible cortar relaciones de una sola vez, plantarme delante del sujeto en cuestión y cantarle las cuarenta del mazo. Sí, tal vez, pero es de los hombres de buen juicio el no dar demasiado crédito a su memoria (ni a su inteligencia). Muchas veces el olvido se llevó la razón de mi enfado, lo que no implica necesariamente que me pelee sin que medie motivo o siendo tal motivo de una magnitud despreciable. A contrario sensu, tantas veces me he olvidado de cosas que sí son importantes que antes de prestarme a enumerarlas preferiría volver a alabar al dios de lo católicos.

3.


Además, siempre es de más fastidio la hipocresía. Más efectivo que agarrarse a las piñas es trabajar la situación con piedra esmeril. Si, como suele suceder, el que me saluda se queda con la manito en alto y yo apuro el paso con la mirada concentrada en los autos, él no acabará de sentirse objeto de mi desprecio, si no se entregará a los previsibles interrogantes: ¿me habrá visto Mayer? ¿estará enojado conmigo? ¿cuándo se mandará a hacer unos anteojos ese tuerto de mierda?
Cuando llegue la hora de encontrarnos, yo pondré mi mejor cara de estúpido y alegaré en mi defensa que después de lo de Elenita peleo en mi cabeza contra un nudo marinero y la vista que no ayuda, y las obligaciones.
A mí me asusta que los sordos hagan lo mismo conmigo. Estoy prácticamente convencido de que también se apoyan en su debilidad.

4.


Al principio decía que no hay modo de escapar. Lo ratifico.

5.


Un capricho de mi aparato de radio me deparó una sesuda exposición sobre la técnica del zurcido invisible.
Se trata de tomar un hilo de la tela original, comenzó la reporteada y no pude prestarle suficiente atención. O mejor sería asumir mi condición de lego en la materia y de todas maneras no hubiera entendido. Antes de terminar, se permitió agregar que el zurcido invisible era casi un arcaísmo. El avance del sintético tornó inaplicable la técnica. Lo que se rompe ya no puede componerse. Ahora la ecuación es: rotura, ahorro, remplazo.

6.


¿Y si se extingue el ahorro antes de que llegue el remplazo?
Hacer un rápido inventario de mis hilachas me deparó la tristeza. Sólo desnudo estoy a salvo de esos desgarros. Al menos frente al espejo no encontré ningún hilo con ansias de vida propia. Fingí que daba con uno y de inmediato me precipité sobre unos viejos borradores que pedían mejor trato. Una de las voces del coro elegíaco de Rilke me dictó un párrafo, dos, tres.
Albricias. He comenzado.

26.8.05

Prodigios de Culculine

[i]


En ocasiones me da por cuestionarme severamente, lo cual resulta bastante sencillo. A pocos meses de graduarme en ciencias económicas al menos debería tener incorporado a mi estatuto diario el concepto de rentabilidad.
Por ejemplo, ¿tiene algún sentido dejar esta huella escrita? Sí, claro que lo tiene. A partir de ella, no sin alguna dificultad, un puñado de amigos ven en qué ando, qué nivel de locura o de histeria ha tocado esta semana.
Sin embargo, a esos efectos sería mucho más útil colgar una foto que tenga algún grado de vigencia y cualquiera que me conoce sacaría conclusiones perfectamente fundadas. Si tengo el largo el cabello, es que hace mucho que no viajo a mi pueblo; si luce bien, es que llevo varios días sin lavarlo; la calidad de mi sueño (metabolismo de las preocupaciones de la vigilia) se mide en relación inversa al tamaño de mis ojeras; si estoy bien afeitado, es sábado. Si sonrío es que el saldo de mi cuenta bancaria todavía es de tres dígitos. El rostro cortado por una cuadrícula es señal de que no hace demasiado interrumpí un sueño erótico que me pateó lejos de la almohada.

[ii]


Lo que se dice: el camino es más previsible que el de un caballo viejo. Y entre mis amigos la cosa no varía demasiado, a punto tal que con vernos las caras es suficiente. Lo mismo me pasaría ante el sujeto más interesante del universo. Tres minutos dura mi interés: decodifico su fórmula y -acto seguido- me aburro.
No obstante eso (que pueden llamar homofobia con total tranquilidad; a mí no me molesta, al contrario: me irrita la gente que hace bandera con esas boludeces), mi psicóloga sólo me dirigió una vez la palabra. Me acusaba de misógino, lo que contrarresté echándole los perros de inmediato. Resulta evidente que me dio el alta sólo para que el colegio profesional no le inicie un sumario. Ante todo hay que conservar la fuente de ingresos; los clientes van y vienen.

[iii]


El caso es que no recuerdo cuando fue la última vez que cobré el sueldo. Debe hacer muchísimo tiempo. Es más, si me agarran desprevenido pueden convencerme de que este es mi primer empleo, que nunca antes cobré, que no se ha inventado el metálico y que a fin de mes me darán un vale que cambiaré por comida en el despacho de ramos generales del paraje. ¿Será cierto que ya no hay dinero y el sistema está reducido a cuentas escriturales? Volvamos al trueque, mamá.

[iv]


Alguna moneda florecerá de algún lado, estoy seguro de eso y de pocas cosas más. Una de ellas es que no voy a morirme de hambre. Sin embargo tal vez resulte ilustrativo para el que nunca ha pasado por una situación así que dé alguna precisión respecto del uso de la palabra hambre.
Hay un componente físico y otro psicológico del hambre.
El físico es controlable. Uno come y derrota ese asqueroso vacío que asalta el ecuador del cuerpo y amenaza extenderse -a veces lo logra- hasta los trópicos. Si no tiene mucho que comer le echa alguna infusión cargadísima de azúcar o fuma. Así, el estómago da una tregua que le permite a uno recomponer la moral de los soldados y ganar tiempo pensando en una solución de fondo: el combate final.

[v]


Pero el componente psicológico es mucho más peligroso. Nunca he tenido la necesidad de cometer un atentado sexual, pero sí varias veces esta otra sensación de carestía, y tengo para mí la terrible sospecha de que uno y otro estados sean de algún modo vecinos. Cuando la llama comienza a arder no hay nada que pueda hacer el cuerpo para conjurar el hechizo. Las elementales respuestas que da el instinto apenas le hacen cosquillas al monstruo recién nacido.
Supongamos que la existencia en almacenes es de medio kilo de arroz, una lata de arvejas y sal. El enajenado procede a hacerse la comida. En vez de dos puñados de arroz pone tres, casi cuatro, aun cuando sabe que no va a poder terminarlo. El estómago se estira hasta donde se estira y nada más. Por supuesto que no sólo come todo lo que preparó sino que, aun intuyendo un pequeño desorden interno por el exceso cometido, está tentado de volver al ataque en media hora, que es lo que tardaría en hacerse un poco más de arroz si pone ahora mismo el agua a hervir. Y así. ¿Hay mermelada? Le damos. Se acabó el pan. Bueno, directamente con la cuchara. ¿Hay fruta?. Sí, pero recién tomaste mate. No me importa, traé acá.

[vi]


Dicho suena más que leve. Pero convivir con un monstruo es algo perturbador, de lo que podrán dar mejor testimonio los que han preferido casarse.
No será en esta ocasión en que me extienda hablando mal del matrimonio, pero tampoco tengo mucho para decir de bueno.
Sí, se me acaba de ocurrir, que en estos días en los que he tenido que reducir al mínimo mis actividades habituales (modo ahorro de energía que le llaman) me ha consolado la literatura, quién más.
Hoy por ejemplo me divertía con Mr. Apollinaire, en particular con Culculine d'Ancóne. Eso es un nombre, carajo! y de repente mi barbarie alimentaria se mudó a otras provincias. Cuántas ganas de tener una novia para llamarla Culculine. Sin duda que en mi menesterosa fonética francesa sería algo digno de oírse.
CULCULINE!

[vii]


Me provoca alucinaciones o algo así.
Me despierto y resulta que en sueños he seguido leyendo.
Hace poco leí a alguien que despreciaba los weblogs decir que se mudaba a otros distritos de lectura: a los libros! Me mordí la lengua por no mandarla al agujero del que nunca debió salir. A la vida misma hay que leerla. A las conversaciones, a las canciones de la radio, a los pensamientos, al rostro del ser amado, pero no, hay quien dice que libros es lo que hay que leer. Lástima que es mera jactancia.
Los libros dejan huellas. El lector es la página en blanco. Uno puede leer la peor porquería que se haya escrito jamás (es reciente mi lectura de Cristina Civale y tengo miedo de que nadie pueda superarla) y a falta de emociones, de convicciones, de rencores, a falta de rigor argumental, a pesar de la languidez del vocabulario, siempre queda algo, un residuo, algo que germina.
Al buen lector le duelen los ojos cuando lee aberraciones ortográficas. A los farsantes se les cae la cutícula a la segunda frase. Por fortuna esta persona se fugó a leer libros y ya no echaremos de menos las tildes en sus panfletos.

[viii]


Soñé.
Todas las tardes debía soportar la presencia de César Aira. Puntualito a la hora de la siesta llegaba con un novísimo relato bajo el brazo. En realidad era el mismo todas las benditas tardes. Harto de él, por una vez decidí no atenderlo. Miraba por la ventana de mi casa (vivo en un primer piso) esperando que se cansara y se mandara a mudar y lo veía sentado al lado de la puerta, fiel como un perro de la calle. No era otra cosa que un perro llorón en la puerta, requiriendo mi atención. En fin. Bajé a abrirle la puerta, él sentado, la cabeza entre las rodillas, llorando torrencialmente. Yo me acercaba despacio, tratando de no sobresaltarlo. Le tocaba el hombro diciendo: ey, César, soy yo. Soy Borges.

[ix]


Menos mal que me desperté de la pesadilla. No pude aguantarme y se lo conté a Culculine, que además de buena amante tiene una memoria que me fascina.
-Lo tuyo es espantosamente borgesiano -me dice-. ¿Te fijaste la fecha?
-Veinticinco de agosto.
-¿No te recuerda nada eso?
-Hummm, si la palabra empeñada valiese algo, Borges se hubiese suicidado el veinticinco de agosto de mil nueve ochenta y tres.
-Ahora repetime que no sabés para qué escribís.
-No, todo esto es una alucinación…
-Repetilo. Escribilo.

25.8.05

Linda deriva

A Woody le sucedía aquello de desear ser lindo, qué tontera, aspirar a la perecedera belleza humana estando, si de cotejar deseos se trata, ante las infinitas posibilidades (qué bella manera de apodar a las imposibilidades que se me acaba de ocurrir), las ligeras variaciones que determinan cientas y cientas de eventuales combinatorias. Sí, un chiste era. Algo así como resucitarlo a Oscar Wilde para quedarnos con un pedo por evidencia, un pedo multivalente que haga las veces del genio y permita también, adoptados los recaudos de forma que se estimen corresponder, emprender una muestra andante, Museo del Pedo de Oscar Wilde, declarado de interés municipal por el honorable concejo deliberante de Sierras Bayas, y para evitarle mayor molestia a la jovencísima senectud de nuestra sedentaria población, el pedo sería grabado con la mayor calidad posible, a los efectos de compartir el archivo de audio en formato mp3 a través de la red Emule.


¿Se abrirán muchas más puertas? Me lo pregunto yo que nunca he tocado ninguna. Quiero decir, yo que he tocado timbre nada más para salir corriendo antes de alguien salga a atender. Hay que atreverse a hacerlo en un monoblock de esos que estilaban construir los viejos gobiernos. La iracundia del vecindario en mi pueblo nunca dio para más que una puteada kilométrica, de esas que uno puede germinar en el estómago durante meses. Cuántas úlceras se evitarían si en vez de usar balazos se espantase a los muchachitos quilomberos con una buena puteada. La hostilidad del terreno, esos malditos escalones que han pelado más de una rodilla y abierto más de una cabeza, fomentaban la fortaleza física, la capacidad de reacción, otras formas de ser lindo, sólo que bajo la máscara del anonimato.


No, no se abren más puertas. La lindura obra el mismo efecto que las promesas, que los cheques (orden de pago pura y simple librada contra un banco en el que el librador tiene fondos). Dicho de otro modo, la lindura sólo abre puertas en la medida en que se esté dispuesto a poner la lindura en acción. La vida es movimiento. La belleza es estática, el soplo divino que la pone en movimiento es una actitud vecina a la prostitución. ¿Cuánto hay a cambio?, ¿cuál es la puerta que se me abre? Es claro que yo no quiero que se abra cualquier puerta. Por caso un hospital no es de mi interés ni como curiosidad antropológica, que debería tenerla si es que a esto me dedico aunque nunca vaya a ser mi fuente de sustento.


Que si la lindura fuera fuente de sustento, sería capital en la nomenclatura de la ley que grava a la renta y en tal caso, contemplando la posibilidad de que la lindura más temprano que tarde se termine, hay que actuar en consecuencia, esto es, crear un fondo de amortización, una reserva para cuando toque volver al bando de los feos. Sólo que la belleza es impune y actúa todo el tiempo con aires de perdurabilidad (por qué no de eternidad). Nadie actúa como si la riqueza de la que goza podría acabarse en algún momento. Que es casi lo mismo que decir que la lindura se ha suicidado en el mismo acto de reputarse perpetua.


Yo abono de la idea de que la belleza es evasión, que todo en realidad es feo y que preferimos inventarnos lindas formas de ver y que con un poco de suerte y actuando en forma consensuada creamos mayorías que adhieren a un concepto de lindura, algo que nadie puede circunscribir a una definición. Entonces la lindura no limita con la cobardía sino que se identifica con ella. Para evocar lo bello no hay que ver nada. Es preferible cerrar los ojos y abocarse al proceso de reconstrucción de la idea que creó el consenso, un consenso puramente local, algo que tiene los alardes del vecinalismo más básico que es el mismo que saca de quicio a cualquier analista que toma un poco de distancia de los hechos.


Estoy cuestionando a la belleza. Soy lo que comúnmente se conoce como un hereje. Jorge Mayer, mucho gusto.


Pero me permito depositar en la herejía las mismas esperanzas que cualquier persona de bien deposita en el estoico grupo que trabaja para la resistencia. ¿A qué? A cualquier cosa: a la política económica del estado argentino, al oligopolio de la industria del cemento, a la endogamia de los circuitos literarios que gozan del mayor prestigio, a la polución de los pataduras en las canchas de fútbol, a las hegemonías. Queda claro que la mayoría de estas resistencias tienen una buena razón de ser y por eso mismo están condenadas a fracasar. Queda claro que otras no son más que un capricho de estudiante y por esa misma condición se catapultan al mayor rango posible: es vida o muerte, nosotros o ellos, ellos o la nada.


Me causa gracia el tal Woody Allen.


Yo hubiese preferido ser poeta.


Frotar la lámpara y convencer al genio que necesito de otro órgano vital que sea capaz de dar por mí los pasos que no me atrevo, hacerse puño y provocarle una buena hemorragia nasal a los demás. Y que también sirva para llorar, que responda a mi correo, que atienda a las visitas cuando no tengo deseos de ver a nadie.

24.8.05

Quedarse

-Con qué eres filósofo, ¿eh? Apuesto que esa es la única razón por la que no tienes ni la valentía de pegarte un tiro. ¿No comenzamos hablando de eso? Eres hombre de suerte, justo he aparecido en el medio del escenario yo que tengo precisamente lo que tú necesitas. Anda, ten, gatilla.
-No, de ninguna manera. Lo único bueno que tiene la filosofía es que su nombre empieza con "filo", lo que debería ser toda una declaración de principios. Si no tengo nada que decir que mueve a alguien a cortarse las venas, mejor me quedo en el molde o, incluso mejor, me las corto yo, y que sea mi sangre la que acabe con la sequía. Pero ya ves que todo en realidad son disfraces. Los filósofos en vez de amar los filos, que es lo que deberían, les da por amar el saber y el saber es generoso pero ellos son mezquinos. De patadas se llevan. Figúrate tú, que si a alguno de ellos le diera por analizar lo que estoy diciendo dirían que es un típico caso de filofilia, amor a los filos, amor al amor, amor al cuadrado, y de allí se enredarían en las conjeturas más extrañas y no, ni es eso lo que yo necesito, ni ellos tampoco necesitan apartarse. Mejor que marchen al desierto y que se asen al sol y se congelen por las noches. Algún consuelo tendrán para ellos las estrellas, que brillan para todos, incluso para la bosta de caballo.
-Ni modo, no piensas dispararte.
-Yo vengo de un sitio donde disparar también es correr. Hablo de huir, por supuesto, de qué otra cosa podría hablar yo. ¿Te imaginas? Bueno sería que uno ganase los cien metros llanos de disparada, allí estaríamos todos, ¿tú no?
-Verás, soy un novato en lo mío, pero a como vienen las cosas antes que a tirar debí a aprender a huir.
-Tampoco huir es una buena palabra. ¿Por qué mejor no hablar de elegir otro lugar? Concretas el robo, es obvio que eliges estar en otro lugar y vas por él, a toda prisa. No huyes, recuérdalo, buscas sitios más apropiados.
-De acuerdo, quedarse es ser hombre muerto
Sierra grande, minning town

23.8.05

Un caramelo Media hora

Lo hubiera convidado a unas cervezas que es lo que la majestad de la luna y la circunstancia aconsejaban, pero ni yo tenía dinero y mucho menos él que andaba en el trance de robar. Después de todo, lo bueno de ser suicida es que a uno deja de importarle andar con los bolsillos vacíos, pero no, hurga que te hurga, en el fondo de uno de los míos encontré un caramelo y se lo ofrecí. Es de suerte que no me hubiese tirado al río, pobre caramelito hubiese perecido conmigo, aunque su sufrimiento se hubiese extendido más allá. A mí la ropa de nada me cuida, pero ese ridículo envoltorio a él lo pone a resguardo de soles y de humedades, que es la manera que el creador ha elegido para darle muerte. Mejor el paladar del caco que el río, sí señor.
De dónde has sacado esta porquería, me dijo, y se lo notaba tentado de escupir la golosina, un gesto de descortesía que no se compadecía con la situación. Mejor prefirió mostrarme el brillo del fierro y de nuevo hube de hablar.
La gracia de la vida está en los contrapuntos. Sólo se abraza ferozmente la vida cuando duele, casi tanto como que a la mujer parturienta en el momento de dejar de serlo le atacan todos los dolores. Hay que sentir el frío punzando sobre los nudillos para ponderar cuánto vale una campera que ataje el frío. Sólo ha de amarse a la mujer que te humilla al punto de hacerte sentir que no vales nada y saborear el caramelo que nunca se acabe, que te crispe el paladar y lo odies de tal modo que no tengas otra alternativa que recuperar el gusto por el resto de las golosinas, las efímeras, las que no hieren, las que nos abandonan a la primera de cambio, cuando aun no hemos dado con su efímera esencia.

Hoy pregunta dios

Justo a mí que tanto tardé en salirme de la carrera me toca dictar la última materia y como si no bastase con la densidad de los contenidos, que a cualquiera abatatan, lo sé porque repito la pesadilla cada vez que toca mesa de examen, es a la hora última del día, lo que es igual a decir que hable de lo que hable los pibes están más bien en duermevela, más del lado de allá que del de acá lo que, nobleza obliga, me deja lugar a ciertas liberalidades que no podría permitirme en otras circunstancias. Si hay una rubia, preferentemente de pelo lacio y largo, le hablo sólo a ella. Nadie se queja, es más: a nadie le sorprende. Por alguna razón me han hecho la fama de picaflor y en estos asuntos más vale fama que pinta, bastó que la voz se corriese para que yo me transforme en un galán de teleteatro mexicano, no sé, será la voz, me digo por decir algo que oficie de justificativo. Tal vez. No lo sé. Casi me atrevo a creer que no. Mi voz sale del fondo de una caverna y a menudo me veo en figuritas para contener la tos que me han traido los años tabáquicos. Tampoco soy apuesto, en fin, si nunca he entendido a las mujeres por qué habría de sucederme justo hoy.
También, decía respecto de las ventajas que me reporta la somnolencia de los concurrentes, puedo fumar a discreción. Si la clase dura una hora cuarenta, con tres cigarrillos está bien. Pero no, no ha sido eso. Más bien un alumno incómodo que me ha tocado. Se sienta en el primer banco del lado de la ventana. En realidad se sienta en el segundo, al primero lo usa para dejar la campera y la bufanda. Da gusto verlo en plena ceremonia. La bufanda es gris, tejida a mano, tan larga que sospecho que podría darse tres vueltas completas al cuello. La campera es verde, deshilachada hacia las mangas, lo que le da la apariencia de un mendigo. Cuando yo llego, el siempre está ubicado. Finge leer sus apuntes manuscritos o está escribiendo con un frenesí que no sabe de renglones ni es ejemplo de caligrafía. Cuando doy por concluida la clase, él es el primero en pararse. Antes que él nadie. Siempre es igual, echa las lapiceras al bolsillo izquierdo de la campera, toma la bufanda y se da dos vueltas, y con sumo cuidado se calza la campera, como quien no quiere causarle más estrago que el que ya carga la pobrecita. Nunca había hecho preguntas hasta hoy. Siempre que volteo mi vista hacia ese costado, el más retirado de mi visual, lo veo ensimismado, con la lapicera en pleno vértigo o cruzado de piernas, con los ojos perdidos en el horizonte que ha de permitirle la ventana.
Yo le veía carita conocida, pero esto es así, uno nunca sabe si la familiaridad viene de alguna visita ocasional a la oficina, somos tan pocos y tan llenos de parientes estamos, o de alguna noche de borrachera, en la que a uno le da por rodar de bar en bar hasta que el mozo pierde la paciencia y nos da la señal de retirada. De todos modos, nunca había hablado antes. Si no, puta que lo hubiese marcado. Es que esa es la voz rasposa que tienen los que son de poco hablar. Fuera de escenario el tipo no tiene el timbre bien calibrado y la voz rasposa es casi amenazante. Algo preguntó hoy, yo no le había dado mayor importancia. El tema no ameritaba desarrollo o yo estaba algo distraido y no alcancé a entenderlo.
Como todas las noches él fue el primero en retirarse. Dos chicas se acercaron a preguntar lo de siempre, que tal autor no dice lo mismo que tal otro, y la ley comentada por fulano es carísima que porque la cátedra no adopta un criterio de selección de autores más baratos, en fin, las despaché. Rutina que le llaman. Al salir estaba él, que a boca de jarro me espeta:
-Ey, profesor…
-¿Sí?
- ¿Tiene un momento?
No, en efecto yo no había leido un cierto dictamen de la autoridad de contralor de la capital y parece que el dictamen había levantado polvareda. Si yo fuera soberbio, me hubiese puesto de todos colores, pero como todos saben que lo mío es la modestia le pedí que me lo comente, y lo bien que lo hizo, con lujo de detalles y anotaciones que por lo coloquiales parecían de su propia cosecha.
Olvidé el nombre que me dijo. Sí recuerdo que con mucho respeto se rió del optimismo que yo profeso y ya en tono profético abundó en detalles que me dejaron de una pieza.
Antes de irse, me pidió un cigarrillo.
Lo vi perderse bajo la arboleda y me invadió una espantosa sensación de fragilidad.

22.8.05

Cara de luna

Y tú que miras, cara de luna, me escupió en las narices un caco que salía corriendo desde el kiosco del barrio que da justo frente a la plaza. Yo en verdad no lo miraba a él sino que estaba con la mirada perdida en un punto del horizonte, tal vez extraviado en algún detalle del acrílico que el kiosco tenía por puerta, en alguna de sus calcomanías llenas de colores que incitaban a no fumar en ese recinto, a adoptar la fe católica por religión, a no dejar de leer, a contar el vuelto antes de retirarse.
Nada en particular, buen hombre, le dije yo, que si algo sabía es que estaba tratando con algo que no era ni de lejos un buen hombre pero que jamás me hubiese atrevido a afirmar lo contrario, no digamos por eso que dan en llamar don de gente, ni cortesía trabada en ardua lucha con la indiferencia. No señor, lo mío era mucho más severo. Llevaba una hora sentado en un banco de plaza, un día en esa ciudad, un año en ese país extraño y lo único que había desalentado mis intentos de suicidio era vivir en una ciudad con las calles demasiado anchas como para tirarme bajo las ruedas de un vehículo en marcha, estar en una ciudad vecina de un río de muy escasa musculatura como para dejarse vencer, carecer de un arma apropiada, ser un cobarde. Buscando planes alternativos estaba yo cuando lo ví. Llevaba un arma en la mano. Me apuntó.
No te preocupes, me apresuré a entrar en confianza, baja el arma, siéntate a conversar, no tardará en llegar la policía y como que sigas perdiendo el tiempo de tu huida te atraparán. Pues sí, tal vez tengas razón, pero a qué viene tanto coraje si apenas eres una rata mugrienta como yo.
Caramba, qué rápido había entrado en razones. Antes me habían dicho que era dueño de la encantadora virtud de la palabra, mas nunca lo había experimentado como en ese momento, pero puesto a explicar, preferí saltearme los detalles con tal de darle al relato un cariz que pudiera interesar a un sujeto que llevaba las de ganar, no en vano cargaba consigo un arma.
Estaba pensando una buena manera de suicidarme y como ves acabas de interrumpirme, le dije y los dos nos reímos con unas risotadas de estruendo que rebotaron en toda la plaza. Naturalmente llegó la policía y nos vio tan jocosos que ni se arrimó a nuestra posición, si hasta parecíamos dos tipos felices. Por lo demás, después supe que el ladrón era un inexperto. Lo habían mandado a hacer el trabajo, pero sin un buen dato es demasiado arduo dar con una caja que tenga una cantidad de dinero que merezca la pena el alboroto. La alternativa era dar tres o cuatro golpes al boleo, pero el secreto de la efectividad es darlos en lo que tarda un relámpago en cortar en dos el cielo y esfumarse y ya se había hecho un poco tarde.
Y bien, ¿aun tienes ganas de suicidarte? Tengo una sola bala, pero serás tú quien jale el gatillo. El fierro brilló en la oscuridad y ví de repente pasar las postales más felices de mi vida. Mamá ponía un disco de Jorge Cafrune, papá volvía caminando del hospital, Nico pintaba con un aerosol nuestros nombres en el paredón del fondo de mi casa, sacudíamos los delgados postes de la avenida central hasta apagar la lumbre, corríamos para salvar el pellejo en una callecita llena de perros salvajes, renunciaba para siempre a ser un empleado público, ponía en el sobre una carta manuscrita, me pasaba una tarde completa leyendo a Roberto Bolaño, lamía los dedos de Rosario Castellanos, decía no, cien veces no.

19.8.05

Que sea sangre

Que sea sangre, que sea sangre, solían gritar los muchachones en las fiestas cuando se les iba el vino de las copas arrasando la pacífica blancura de los manteles, el flamante encerado de los pisos, las bregas de doña Carmen a cuatro patas y trapo en mano, pero resulta ser que, tanto decir y tanto decir, un día fue sangre lo que se derramó y también tuvieron lugar hondas lamentaciones, aunque a nadie le dio por gritar: que sea vino, que sea vino, lo cual hubiera sido lo más apropiado para el discurso contestatario que despachaban esos mismos muchachones apenas arremetían sobre el naipe, copa en mano y una flor en el ojal.
Dentro de todo, y en honor al honor, que es lo que gustamos honrar desde estas páginas, la que más sufrió el episodio fue doña Carmen, a la sazón la gerente financiera de esta pequeña cooperativa. Ya era lo que se dice un factor exógeno, fuera de control, que en la cooperativa hubiese hijos y entenados con el consecuente demérito en materia de prestaciones: si los unos aportaban casi poco, los otros respondían con apenas nada y así doña Carmen no tenía mejor opción que pasársela haciendo malabares con el recurso y de hecho malabares era lo que hacía en una esquina populosa de la ciudad. Había que verla alternando con palos encendidos que iba y venían, sin contar lo complicado que pueda resultar el desempeño si se hace sobre zancos y para más el semáforo siempre amarillo intermitente, en un alerta que no atemorizaba a nadie más que a ella.
Dos de los muchachones, que por algo lo serían y yo que soy de mal pensar creo que pretendían caerle en gracia porque habían cometido, por lo menos, algún delito de acción pública y le andaban siempre encima: que Carmencita de acá, su majestad por allá, qué en que le ayudo, su seguro servidor, es usted la luz de mis ojos. No se haga problema, madrecita, que al menos mientras dure la convalecencia será un plato menos, pero no, a ella no la consolaban con engaños irrisorios. Más aun: si se la miraba con atención hasta daba la sensación de que andaba sumando puntos para la canonización y que no más le faltaba un milagro, o dos, no sé bien a cuánto venimos cotizando al cambio de hoy. Qué me importa un plato menos si los señoritos hace rato que comen de la cacerola, ni vergüenza llegan a tener, si la tuvieran seguro que la pondrían a empeño para jugársela toda en el casino o comprar vino, si es lo que digo yo… Y así, muchas veces, todas las veces.
Lo que ella no atisbaba a sospechar es que el muy maricón herido acabaría por morirse. Sí, así nomás, lo que parecía una mísera herida sin aspiraciones de rango ministerial se lo había cargado donde Sampedro. ¿Y ahora?
Lo que lloró en las horas previas al desenlace no tiene nombre. No es que le preocupara ese lugar vacío en la mesa. Después de todo podría reclutar a algún otro sin poner aviso en el diario. Lo malo son los servicios de prepago, por caso el funerario, que donde uno se atrasa un par de cuotas los mercaderes del ataúd no te lo perdonan y entonces a te mandan, telegrama colacionado mediante, a venderle naranjas al Paraguay. Un atraso, un error en los decimales, esos imperdonables errores de la gerencia financiera, un compendio de causales para llorar, sí señor.
Reunido el directorio no dudó en despedirla, sin miramientos, bajo amenaza de recurrir al concurso de la asesoría letrada en el caso de que no tuviera a bien desocupar las instalaciones en el perentorio plazo de cuarenta y ocho horas, pero antes de irse, ella no dejaría de mantener en alto su dignidad hasta el final, de rodillas les recomendó que brinden con vasos de plástico.

18.8.05

Mi arte

Mi arte es soldar las partes rotas, ya lo sabía de antes pero casi todos los días me encuentro con las más eficaces ratificaciones. Sin ir más lejos, a qué vendría el llamado de la voz amiga, casualmente a propósito del querido San Cayetano y los inevitables rezos de mi madre, sino para llenarme un par de cajas de recibos, talonarios de facturas, planillas de caja, extractos bancarios, viejos papeles de trabajo. Son dos balances, che, esta vez todo el honorario para vos. Bueno, sí, pero esperemos que suban los niveles de cobrabilidad que ya no son lujos los que financio sino el pan de cada día. Eso y otras cuestiones que no vienen tanto al caso pero que también son mi pan de cada día. Así como se plantean las cosas hasta parece normal -por no decir justificado- que guarde por unos días los papeles que venía redactando, nada de otro mundo, un cuento que crece hasta darme miedo, el intento de saldar otra acreencia, los apuntes que piden a gritos ser archivados. Yo tampoco quiero verlos. Nuestra relación hace unos diez años que ha dejado de ser cordial, sobre todo cuando me dio por empezar a escribirles cositas que no venían al caso en el reverso, todo sea por aprovechar cuanto espacio se prestase para el combate cuerpo a cuerpo con la tierra que laboreo. Así es, señores, he vuelto al yugo contable y no veo la hora de salir de él. Hubieran visto qué cara llevaba y cómo los hombros desacostumbrados saludaban con alborozo la pesada carga que no recordaban ni de los tiempos cuando albañil. Por la calle me parecieron tan hermosos como inalcanzables los culos de todas las mujeres. Tuve miedo de que me asaltasen, de perder esto que me traje a casa, mi pequeña esperanza de volver a comer todos los días, aunque tenga que retornar con la cabeza gacha a los numeritos, a las planillas, al gesto bravío a la hora de reclamar mi paga. Las partes rotas como si fuera soldador, ese es mi arte, juntarlas, como se pueda, y si no se puede romper todo hasta que algo aparezca.


Créditos: fourmilab.ch
Vía: Asakhira

17.8.05

Núcleo de consensos básicos

La normalidad es una cuestión de consenso, dice alguien, y lo dice de tal modo que yo paso por loco, bah, para lo que hay, qué más da estar de este lado o de aquél, si lo mismo la cosa es tan peliaguda que no sabemos ni por dónde empezar, que de empezar tratamos aun antes de acomodarnos a la idea de lo que queremos hacer.
Por cierto, mis ergotismos estaban ya pasando de castaño oscuro, pero es que no me dan el suficiente tiempo para desarrollarlos, o verdaderamente lo que han preferido es no entenderme y dejarme solo de este lado. Les aclaro: si es por mí, aquí no ha pasado nada. Hagan lo que quieran con lo que se les cante pero después no quiero oírles lamentos.
Caramba, sólo a mí se me puede ocurrir que pueda tener algo que ver un hecho trivial como dormir con un perro en la cama con un grave asunto de estado, como enjuiciar a un juez. Tal vez encadené mal las causalidades. No soy muy ducho argumentando pues cuando acudía al dictado de Lógica mi atención estaba centrada en las citas de Ciceron antes en los formalismos aristotélicos. Y es así nomás, el que no aprende a pensar de chico, en vano se emperifollará con saberes enciclopédicos. Está más que probado ya que el hombre puede vivir sin diccionario sin libros de tapa dura pero qué es esto de entregarse al fluir de la vida como si tal, a la espera de que sean los objetos los que den todas las órdenes y los sujetos apenas los recipendarios, autómatas, estúpidos.
El perro se sube a la cama y al principio me gustaba, lo que pasa es que ahora ya no puedo echarlo, si le doy un empujón amenaza morderme, además de que se le han desarrollado en buena medida los dientes, no hay caso, duerme conmigo y ya está. Y si vieras a mi gata: no se va a dormir sin un beso en la boca. Oh, el horror!
El problema no comenzó cuando el perro se subió a la cama sino en un estadio anterior: cuando a alguien se le ocurrió que podía ser una experiencia saludable tratar al perro como si fuera uno más de la familia. Qué es eso de dormir afuera, y cómo va a estar al margen del seguro de salud, pobre angelito de dios. Democracia ya.
Cuánto falta para que haya que tratar a las sartenes como si fueran un integrante más de la familia, para que hayan programas de televisión alusivos al escaso escrúpulo que tienen los dueños de sartenes sometidas a freír y freír. Cuánto falta para que alguna top model declare públicamente que convive con 18 sartenes y que como no compartía esa afición con su novio, no dudó en echarlo a patadas por el culo. ¿Y si mandamos un proyecto al parlamento para legislar sobre la máxima temperatura a la que cabe someter a una sartén? ¿Y qué le digo a mis amistades cuando me planteen que prefieren una sartén antes que un ser humano? Por supuesto: las sartenes carecen de maldad. No hay –todavía– movimientos de integrismo sartenil que profesen que les corresponde un determinado territorio del planeta. ¿Se imaginan? Un huevo frito que explota en plena cara del ministro del interior. Nadie reivindica el atentado pero el modus operandi es inequívoco…
¿No queda claro por qué los hijos hoy acostumbran a pegarles a sus padres cuando les niegan un permiso o un teléfono móvil? ¿No es obvio el motivo por el que se investiga más a la víctima de un robo que a un ladrón reincidente? ¿No se entiende por qué es cosa de todos los días que se enjuicie a un juez? ¿A alguien puede sorprenderle que un presidente surja de una terna de criminales?
Bueno, sí, tienen razón ustedes.

Puff

Eran, mucho me temo, mejores tiempos que este que ahora toca y podía pasarme las horas jugando a la pelota. Detrás de un barrio que no ahorró pompa en su nombre: Esfuerzo Propio, había una cancha grande, donde podíamos darnos el lujo de hacer partidos de once contra once, lo que era placentero, sobre todo llegado el tiempo de proteger las escasas energías remanentes hasta que se restablecieran. Uno se recostaba sobre una de las bandas y podía pasar largos minutos lejos de la pelota y de la faena, cambiaba el aire y volvía a batallar.
De las hazañas de mi equipo es mejor prescindir de los detalles, al cabo todo está ya prolijamente olvidado, sin embargo no puedo evitar el cariñoso de recuerdo del día en que aprendí que le pegaba maravillosamente a la pelota. La agarraba en cualquier lado y le aplicaba un suave golpe en alguno de sus cascos y la pelota, si bien no iba donde yo pretendía, cobraba una vida propia muy lejos de las intenciones del arquero. Nunca supe cómo hacía. No eran demasiadas las variables que controlaba. Apenas elegir en qué casco le pegaba, con qué parte del pie y qué recorrido hacía la pierna hasta el consabido castigo. En cuanto a la fuerza siempre fue poca. Mucho mejor me iba pateando los tobillos de mis adversarios.
Lo que sí puedo decir que pasé en limpio, y lo hice a partir de una limitación no demasiado severa en el ámbito aficionado, fue que nunca podría patear con el pie izquierdo o que si lo hacía corría demasiado peligro de caerme sobre las piedras de punta de las que estaba llena la cancha y lastimarme. Siempre he sido demasiado impresionable con la sangre, mucho más tratándose de la mía pero más temores me asaltaban cuando me imaginaba las preocupaciones de mi madre al ver a su vástago preferido mortalmente herido, así que no había mayor opción: siempre con suavidad, siempre con la derecha, la izquierda sólo sería el apoyo y ahora a ese respecto necesito saciar ese interrogante: ¿por qué uno ataca con lo más duro y apoya su defensa en lo más débil? ¿No es acaso la materialización de la vocación destructiva que reside en el espíritu de todos los hombres? En efecto: en vez de educar la ductilidad que nos haga reversibles, permeables a las necesidades del medio, preferimos aguzar el sentido ofensivo. Tempranamente asumimos el carácter incorregible de nuestras debilidades y edificamos sobre en su derredor el armazón, el esqueleto; que las terminaciones sean, en lo posible, bruscas, de suerte que el que nos vea proceder sepa que no le resultará sencillo acceder a los compartimentos sensibles; antes deberá correr demasiados riesgos.
Otro punto de análisis era el don de pegarle bien a la pelota. Quedó dicho que lo mío no era la eficacia sino un componente excéntrico que me excluía del contorno de los posibles. Por este despreciable detalle me condené a jugar lejos del arco contrario. Cuando el jugador está de frente al arco con la pelota dominada, todo el mundo espera que convierta el gol, no precisamente que resuelva con originalidad. De algún modo eso fue menguando mi gusto por el juego. A nadie le interesa demasiado oficiar de parante del lucimiento de otros, al menos yo nunca he bebido gustoso de esa fuente. Con lo cual me transformé en un jugador oficinista que, huérfano del don de eludir rivales con destellos de habilidad, se limitaba a recoger la pelota cuando le pasaba cerca y buscaba cederla a algún compañero que poblase la misma área de influencia.
Recapitulando tendríamos que mi fuerte no reside en la fuerza sino en lo excéntrico, que me apoyo en mi debilidad, que no tengo el don de eludir obstáculos, que me alejo progresivamente de los objetivos y que –finalmente– me aburro.
La vida es un furor breve me decían. Sí, claro, no reviste mayor complejidad comportarse como un infradotado en el juego, lo malo es que el cerebro sea capaz de generar ideas y que los pies no respondan en consecuencia. Si uno fuese un perfecto idiota estaría a salvo de sí mismo.
Eso es lo peor de estas horas, la dispersión. Tal vez a eso se refería Miguel Abuelo cuando quería encuadrar su búsqueda un juntar de partes rotas de algo tal vez haya sido una sola cosa. Ahora es dilapidar energías por no poder encauzar las intentonas, la impotencia de no poder erigir un destino superior al de la suma de las partes rotas, el calvario de padecer lo mismo que un idiota sabiendo que no hay un culpable que buscar.
Ahora, el caos.

16.8.05

Glup

Supongo que habré retrocedido más de lo debido. Siempre me pasa así con la saliva en los momentos menos oportunos. Por caso ayer, o antes de ayer que es casi lo mismo, sentí el chisporroteo de la lluvia en el techo mientras me bañaba y pensé: ¿alguna precaución especial?, me parece, está lloviendo, no, sólo hay que apurar el paso para que no se moje el cigarrillo, tratándose de dos cuadras cuesta abajo es una proeza de la física que uno llegue absolutamente empapado y la brasita siga allí, amenazante como todos los fuegos. De repente me dio por pensar que desde aquel mal trago que me hizo enfermo fumador mi vida sólo ha trancurrido en los intervalos entre pucho y pucho, es decir que paro nueve veces al día, a razón de siete minutos cada una, lo que se dice algo demasiado repetido tratándose de una ceremonia que merece la mayor de las solemnidades, pero la llana consideración de vivir a razón de sesenta y tres minutos todos los días me perturbó. La solución, me dije, es levantarme un poco más temprano, no digo mucho, media hora estaría bien, como quien dice para hacerle pata ancha a la muerte, vos me jodés, bien, yo puedo causarte la mitad de la molestia sin mayor esfuerzo y donde me jodas un poco más, voy a demostrarte que en realidad puedo levantarme a las cuatro de la mañana, sobre todo ahora que clarea un poco más temprano y diviso a través de la ventana el parralito. Me gustaría ser él, que nace todos los días, se me hace cuento que alguien, algún iluminado seguramente, nos baje las luces cuando la cosa se viene poniendo linda, hora irse de a la cama, pero antes de ir hay que guardar cada cosa en su estuche porque si no mañana, sí, nada en su lugar, siempre es lo mismo. Saqué este Wilcock del cajón que tengo por biblioteca y creo estar seguro de que volví a guardarlo pero se me aparece debajo a la almohada, no todo, sólo una hoja, y ahora ya sé quién es el responsable de mis pesadillas, pero ver el parral a nivel de lo que para mí es el piso, ya que vivo en la planta de arriba, me da una impresión aterradora. Me imagino tratando de preservar un equilibrio imposible entre los fierros que no alcanzan ni un tercio de lo que es uno de mis pies y las hojas que todavía no están pero cuando estén ni por puta van a lograr esa cerrazón perfecta que cabe atribuirle a todo suelo con pretensión de tal. Si yo fuera un gato probablemente todas estas cosas no me importarían. En esa otra dimensión lo único que cuenta es hacerse el simpático para que te acaricien un poco y vos mirar pero de lejitos, nunca una intimidad, una de esas confidencias que más temprano que tarde te dejan van a dejar mal parado. Eso mismo: si hay algo de lo que pueden decirse preocupados los gatos es de caer siempre bien parados, después nada les importa demasiado -una vez dijeron eso mismo de mí y me sentí gato por un instante, pero faltaba poco para un examen así que depuse de inmediato la actitud cadrúpeda-. Tampoco me molestaría, por ejemplo, tener una barba de tres pelos y que estos sean tan largos que cause molestia afeitarlos. Ay, si fuera capaz de hacerme un método de trabajo. No sé si es esto una confidencia pero yo no puedo mantener una regularidad ni la frecuencia con que me afeito. Cada tanto, pongamos los miércoles, me miro al espejo y me desconozco. Paso un paño por el espejo y mal que mal ya no me siento entre gente extraña pero me digo vamos, chavalito, que viene siendo el tiempo de que te afeites y te doy a más tardar hasta el sábado para que lo hagas, de lo contrario la navaja tomará otro recorrido y si no te malentiendo vos tenés planes inmediatos, urgentes, olvidables. Entonces el jueves o el sábado en plena faena amatoria siento en mi cara las molestias y dejo todo como está sin el menor remordimiento. Dónde vas, ¿te pasa algo? No, cosas mías, qué te importa. Los duros somos así, pero puedo jurar por mi santa madre que la dureza es autogenerada. Basta fijarse como la lluvia, esta misma que ahora repiquetea en el tragaluz del baño en el que me ducho, se mete entre la ropa pero cuando toca la piel se escurre, busca el bajo. O le dan calor o se suicida. En cambio hay otra, mamá le llamaba garrotillo, pero es mejor un rocío invisible, congelado, y cuando digo invisible quizá exagere porque soy corto de vista y hay demasiadas cosas que yo reputo invisibles y el resto de la gente marcha como si tal, pero en la cara se sienten como pinchazos, y en las manos cuando saco la mano del bolsillo de la campera, que siempre me invento algún motivo. La piel no tiene modo de escurrir esa otra lluvia y entonces la absorbe. Por eso si a mí me dicen que tengo la cara como piedra ni me mosqueo, a lo sumo les digo que es deformación profesional, que a mí me cortaron con el mismo molde que a los escribanos de la pólvora. Si me ponen un chumbo en la mano hago mi trabajo, que es lo que debería hacer todo el mundo antes de jactarse de mayores pruritos morales. No hay más santo que el perro que le tirás un palito y te lo devuelve. Su lugar en el mundo es ese, el de boludo, y lo cumple aunque caigan bigornias de punta. No es desamor ni es apatía, es otra cosa que no sé decir, a lo mejor no descabelle a nadie decir que es otra forma del amor, que después de todo no hay estatutos en esto y en todo caso la culpa es esta lengua amarreta que ha juntado en una sola palabra tantos significados, y si no sinónimos hay vecinos de los que mejor no decir nada. ¿O en qué punto del globo pueden llegar a coincidir la teta de la madre, el dedo gordo de tu pie, tu condición republicana y el diente hincado hasta sangrar? Y siendo tantas cosas lo volvemos superstición, incandescencia, mentira, mutación, esto-sí, esto-no. Sólo ratas como nosotros podemos hablar este idioma, quede ahora mismo asentado. Me pregunto si no habré de jactarme hoy de ser un poco más que una rata, después de todo conozco la lluvia, en la vastedad de sus formas, conozco sus obras y hasta supe rezar por ella. Quién pudiera decirlo así. Mamita querida acordate de los infértiles y caenos con una agüita que purgue esta sequía, pero que primero sea tenue, que los animales no conocemos los límites y corremos el peligro cierto de ahogarnos. Qué cerca está lo uno de lo otro. Es un ápice. Lo que falta hoy cae a carradas mañana, si me falla la memoria de hoy, muero mañana. Mañana es otro día, pero por lo pronto tengo bastante con hoy. El solo hecho de ponerme las medias mojadas me arruinará el día por completo, para más un poco llueve y en un par de cuadras cuesta abajo yo mismo seré la lluvia y aunque sea la tarde, ya seco seguiré envuelto en el fastidio. Tanto putear y en el trayecto que falta hasta el estribo del colectivo habré de ver la cara del diablo que esta vez es mujer y está enfundado en un saquito rojo, claro, de qué otro color podría vestirse. La cuestión es caminar finito y rozarle el mostrador, tal vez mire y entonces y si hago pie, algo pueda llegar a decirle, por qué tantas palabras chuecas que no quieren mirar hacia el mismo lado, como si fueran una hilerita de patos y yo buscando una sola que sea hábil para echarle un lazo a la esfera y si me pongo el dedo índice en la sien como quien hace que piensa, no retrocedo, apenas preparo el despegue.

15.8.05

Otro ha tejido en piedra la montaña.
A mí sólo me ha tocado retratarla en menesterosas dos dimensiones.
Eres tú y sólo tú quien le ha dado
el espesor que celebras
el relieve que te aflige
la punta que te hinca,
el suelo que te recogerá
cuando tirana llegue la hora de saltar
la hora de saltar
hora de saltar
de saltar
saltar

14.8.05

Algo anda mal en Espasmodia, algo ha de pasar que el rey y la reina se han mandado a hacer sendos trajes a medida para cierta celebración que tendrá lugar hacia finales del año espamodio y los modistos han puesto en la confección tanto escrúpulo que a la hora de los bifes esta manga es mucho más larga que el brazo y donde debe ir un botón de sopetón se ha aparecido un ojal.
A espaldas de la corte, en la solemnidad del lecho, rey y reina discuten. No importa demasiado lo que puedan decir con tal de que cualquier argumentación comience diciendo: ¿sabés lo que pasa? El otro replicará no, ese no es el asunto.
Al cabo de la consumación del acto amatorio ella propone dejarlo todo en manos del azar. El sólo tiene sueño. Bosteza, se da media vuelta y, sin musitar palabra, duerme.
También cabe decir que lo que a otros ojos aparece una mirada distinta no es más que el bosquejo que puede elaborar un ciego con el ligero calor que siente sobre la piel y no sabe a qué atribuir y que cualquier mérito que se pretenda no es más que la enunciación, la toma de cuerpo, de una suma de intuciones borrosas, cosidas con elemental rudimento, con la gravedad del niño, con la candidez del desprecio por las otras formas del dolor y de la muerte.

12.8.05

El psicofísico

El primer paso del proceso fue ir a un médico. Escogí el hospital público porque no estoy para incurrir en mayores costos que los alimentarios, según ya fue asentado en estas mismas páginas.
Por supuesto que hacía tanto tiempo que no pisaba un consultorio que el proceso de hacerme a la idea de que me enfrentaría nuevamente a un profesional me produjo un desarreglo importante en materia estomacal. Decidí hacer caso omiso a los síntomas y me lancé en frenética búsqueda matinal por calles de nombre desconocido, desiertas, custodiadas por hileras de casitas pintadas de un blanco venido a menos, descarado, descascarado y por un buen rato me sentí salido de una pesadilla. Eran cientos de ojos puestos sobre mí, que una y otra vez echaba mano al croquis que me dieron antes de salir, que es, en honor a la justeza, un papelito doblado al medio, con un cuadrado que viene a ser la plaza y dos flechas.
El viento quería llevarse el papel y yo tan preocupado en los ojos que no alcanzaba a ver que no podía negociar como dios manda y decirle por ejemplo: llevate el papel si lo querés, a mí no me valen nada más las flechitas, dejámelas, te lo pido encarecidamente.
Encontré el hospital y en lo que tardé en subir la escalera repetí escenas que he tenido archivadas por más de veinte años. Volvieron a mí las miradas de los habitantes de la ciudad fantasmal, sólo que esta vez les puse un rostro, muchos nombres y un solo apellido.
Doctor Caminos, la segunda puerta a la derecha. Hay gente por todos lados. Apenas tres están sentado. Uno que se para y yo me quedo con ese lugar. Un apellido se transforma en un viejito encorvado que entra y no tarda en salir más que tres minutos. Otro apellido, uno más, el mío. ¿Qué tal, doctor? Buen día, sí, examen de ingreso. Ah, es una declaración jurada, tiene que completarla usted. Nombre… Edad… Puesto a desempeñar… Enfermedades que declara. Ninguna, sin dubitar pero el pulso me tiembla. A lo lejos, detrás del escritorio, él me mira cordial. Debo repetir el procedimiento, en los consultorios médicos no hay hojas de papel carbónico. A punto de completar el espacio destinado a la edad me asalta la duda. Miro borrosamente mis dedos torcidos y un atisbo mnemotécnico me señala que con mi edad doy tres vueltas a la cantidad de dedos que tengo. Si fueran diez, la cuenta sería sencilla.
Muy bien, dice, y data la declaración jurada un día impar del mes que se lleva a los viejos. Debajo estampa la redonda y le echa encima todo el peso del sello. Eso ha sido todo amigo, me estrecha la diestra y me señala la puerta. Que tenga buenos días, usted también, che.
He jurado que estoy sano, que soy apto para el ejercicio de las funciones que me encomiendan. Al final del cuadro sale el sol. Un perro callejero se acerca, me olisquea la mano, estoy tentado de dársela con tal de ser un poco más joven. Quiero sacarme de encima los aderezos, ser de nuevo una hoja de col, hacerme golpear con latigazos de agua y que el sol no pueda brillar sino en mis gotas.

11.8.05

Parte de prensa

En el día de la fecha he recibido la friolera de 37 correos electrónicos, de lo que se desprendería, a priori, que hay más lectores que gente, o que los lectores son gente insistidora. Desde luego, se impone un pedido de disculpas a los que no he dado respuestas, tal vez nunca haya una lo suficientemente agradable para el respondedor y el respondido; no obstante, les debo una disculpa aún mayor a aquellos que he respondido. En general no me he privado de utilizar el sarcasmo, la autolaceración, el oxímoron, la anortografía y el efecto conseguido es aun más gravoso. Se multiplican los correos y se agota mi originalidad.
El suscripto manifiesta su gratitud a todos los interesados (aunque no quede demasiado claro qué es lo que quieren) y a la par les solicita (porque no voy a dejar de mangar hasta que me tapen el ataud) nomás un poco de paciencia. Atravieso un periodo de turbulencia emocional a raíz de un par de derrotas parciales que no han de hacer mella en mi voluntad de honrar las únicas expectativas que merecen la pena. Léase con todas las letras: las mías. De modo que hasta que no se haya despejado mi firmamento no estaré en condiciones de prometer un plan de acción ni, desde luego, otorgar la mínima garantía de acción de que ese plan de acción sea del agrado de todos, ni mucho menos precisar la probabilidad de que este se concrete, sencillamente porque no hay otra alternativa -para mí- que llevarlo a cabo.
Les agradezco las muestras de cariño, las amenazas, las agresiones, los buenos oficios de las carmelitas calzadas, los poemas de cinco centavos, las declaraciones colaterales de sexo, las rectificaciones y las ninguneadas. Son todos ustedes muy amables.
Que tengan buenas noches, buenas tardes, buenos días.

9.8.05

Cómo me hice sicario

Mis amigos más entusiastas esperan encontrarse en breve con alguna novela mía en las vidrieras de Ediciones Morón, la única librería de Trelew -bah, debe haber otras pero esta queda camino a mi casa-, sin embargo tengo que confesarles, no sin un dolor que me carcome la entraña, que en lo inmediato habré de defraudarlos con la misma pertinacia que ya me conocen. No obstante, y para tranquilidad de toda la vecindad, me vendo a la mejor oferta, soy capaz de salir a matar si alguien paga lo suficiente.


Lo suficiente, vale la aclaración, es, al menos en este momento, de carácter "alimentario", tal el calificativo feliz que un profesor le propinó a estas tareas insanas. Tal vez en el mediano plazo, digamos a fin de año, me dé por alguna ambición suplementaria y quiera cortarme el pelo, renovar el guardarropas, comprarme unos libros, algún mobiliario elemental para el escritor en ciernes y esas pequeñas cosas que hacen felices a las ratas literatas.


En este orden de cosas, y ante el reiterado reclamo de mis amigos residentes en Buenos Aires, tengo que anotar acá mismo que no estoy en condiciones de asistir a las mesas redondas patrocinadas por Guillermo Piro que tendrán lugar en el Centro Cultural Ricardo Rojas durante el venidero mes de setiembre.


Todos los hombres tienen un precio y no seré yo la excepción, pero sepan que sobornar a mi buena voluntad es mucho más sencillo que el corriente. Apenas si necesito un trabajo. No padezco enfermedades graves ni me tiembla el pulso para desempeñarme como administrativo o incluso tratante de blancas, traficante de armas, o de drogas, o de esclavos. A menudo suelo ser simpático y soy capaz de no beber alcohol por semanas enteras. Redacto con relativa pericia y mi capacidad mental de cálculo matemático asombraría incluso a un primate.


Escucho ofertas. Desde ya, muchas gracias.

8.8.05

Hay calles más nostálgicas que otras. Las hay en particular en los barrios en que el progresó se insinuó como una sombra débil conjurada sin dificultad por la luz innúmera de las inconclusiones. Allí han quedado las estructuras ruinosas de lo que no ha podido ser.
Sobre una populosa galería de los ochenta, que para más de fénix se jacta en su propio nombre, las salientes de esa estructura avanzan sobre la vereda, cobijando la morada de las sucias palomas de mi ciudad, en realidad las acaudaladas que habitan en la zona céntrica.
Qué trapisondas traerá entre alas esta caterva de inmorales, de qué hablarán cuando yo paso esquivando la bosta de los perros, acaso se reirán de que una ose deponer su acuoso residuo sobre el saco que me desabriga.
Nunca dejaré de pasar por ahí, tal la maldición de la cagada de paloma, sucia paloma sin nombre ni edad, que aun callada refunfuña.

7.8.05

Me metí en la cama y no pude dormir o dormí y no pude soñar o soñé y lo que me tocó en suerte no me gustó. Todo el día caminé como los sonámbulos y a nadie le dirigí la palabra ni para darle los buenos días. Me senté en un durísimo banco de plaza, metí la mano en el bolsillo de mi campera y adiviné los despojos de viejas noches felices. Un resto de cigarrillo, una etiqueta de licor, una tapa de cerveza, una ficha de casino, un aro de mujer.
De nuevo en casa puse doble llave a la puerta, metí la ficha bajo la almohada y soñé con ella, que esta vez no moría, que sentada junto a mí en un duro banco de plaza me decía sí, quiero, y por toda alianza se sacaba un aro y me lo daba.

2.8.05

Huellas bajo la lluvia

Hoy dejó de llover pero el viento sigue allí, insaciable.
Por qué escribí lo que escribí si no era a propósito de ninguna efeméride, de ninguna pregunta. No, no, alto ahí. Que no haya preguntas del exterior no significa que no las haya en el interior. Más aun, las preguntas del interior rebotan contra las paredes del estómago cuando esta vacío y a Narciso todavía le llama la atención que la ninfa Eco quiera decir algo y no haga más que repetir, repetir, repetir hasta que alguien diga algo. Narciso, de todos modos, no dejará de verse a sí mismo.
Algo así. Para escapar de mi trabajo, implacablemente asociado a una ciudad borrosa como es Rawson, hay que subirse a un colectivo que, ruta 25 mediante, me deposita en Trelew, una ciudad un poco más cierta pero esquiva, puntiaguda, detestable; veinticinco, la veinticinco tiene un tramo cerrado al tránsito, entonces a poco de llegar hacemos unas cuadras por la ruta 3 hasta que llegamos a la 7, que sí, es la definitiva, la que confluye en Yrigoyen y cinco paradas después, sin contar los semáforos en rojo que ocurran en el medio, me deposita en casa, o cerca de ella, tres cuadras antes, cuesta arriba, lo suficiente para prender un cigarrillo si la lluvia lo permite.
Para huir de la ciudad borrosa tengo media hora de viaje, media hora que es mejor rellenar con alguna lectura, ya que hace tanto tiempo que no doy con alguna voz amiga que me conforte. Ayer, por caso, me pareció que era oportuno darle una segunda chance a Gombrowicz. A nadie espanto si digo que en un principio me resultó casi empalagoso; sus dudas eran tan certeras que yo sentía que algo de eso ya lo había leido en Chesterton. ¿Gilbert Keith? Sí, el mismo que utilizaba sus dudas certeras para mover las aspas del molino evangelista. Pero ayer era otro día, y escogí un par de capítulos de Ferdydurke, sin mucho sistema, como hago siempre, qué tal el XI y el XII. Muy buena, elección, sólo que cuando se imprime con impresoras que funcionan con tinta a chorros es prudente proteger el papel de la eventualidad de la lluvia y otras humedades. Sí, siempre hay que cuidar el papel del agua, pero en estos casos no se trata sólo de la erosión de las arrugas, que dentro de todo le dan al papel una cosa romántica que no tiene por sí mismo. No, el agua socava las raíces de la tinta, la mueve; no la borra pero sí tuerce el mensaje del autor y eso me pasó.
Llovía y nadie me creerá si digo que entraba más agua dentro del colectivo de lo que se veía llover afuera. Tal vez las mutaciones de la mugre adherida al vidrio no permitiesen ver cuánto llovía del lado de afuera, pero adentro llovía demasiado. Enfundé las hojas sueltas dentro de mi cuaderno guerrero y me dispuse a mirar por la ventanilla.
Las gotas pegaban con violencia contra la mitad superior de la ventanilla, la parte corrediza. La parte inferior, la fija, comienza a partir de un ecuador un tanto grueso, por el que se colaban las gotas pero sin guardar la regularidad que las de afuera, que daban contra el pavimento, ni las menos afortunadas que ahogaban la mugre del vidrio de la ventanilla. Algo había en el ecuador que metía las gotas dentro del colectivo en un tono brusco, algo así como un texto traducido a golpes de martillo. Afuera las gotas eran una sinfonía; adentro, superado un nudo que yo no podía ver en todo su esplendor, las gotas se colaban esporádicas e hirientes. Podría afirmar que el traductor me escupía desde una distancia tal que la gota no se privaba de describir en su trayecto un arco que venía a dar de lleno contra mi cuaderno, contra mi campera, contra mi molestia. Tal vez en Trelew no estuviese lloviendo y yo padeciera durante unos metros de caminata el cálido instinto de la vergüenza de ser el portador de una lluvia personalísima. Vamos Narciso todavía!
Durante los metros que hicimos por la ruta 3 en dirección al norte recordé que hace varios meses que no voy a casa de mis padres. Estuve mucho tiempo sin documentos y ahora que los tengo no tengo una mísera moneda y no es de buena gente visitar a nadie que me quiera si antes no mitigo este hambre asesino. Ese camino lo recorrí tantas veces debería saberlo de memoria y sin embargo jamás podría recordarlo. Qué extraños bloqueos operan los burócratas de la administración de los recuerdos. Esos ominosos seres me recordaron a los bomberitos de Madryn y las llamas desgraciadas que los devoraron. Era sobre esta misma ruta, unos sesenta kilómetros al norte, en un extraño paraje en el que se mezclan los sabores del mar inminente y del rey desierto y la vista devuelve el verde amargo de los jarillales prolijamente despeinados por un viento que debe dar largas zancadas entre cada escalón de la meseta.
Entonces, la pregunta sería ¿hay una caterva de escritores apropiada para los días de lluvia? Desarrolle y enumere. Como dice un amigo, acá todo el mundo da respuestas y todavía no acertamos la manera de hacernos mejores preguntas pero por lo pronto, y como quien tira un piedrazo a la luna, se me ocurre que a algunos autores los baños de lluvia les sientan muy bien.

1.8.05

Los feos nos peinamos de memoria



A propósito de un simple comentario de Beatriz Vignoli en kaputt y de los dictados de mi perplejidad subyugada.







1.




Qué mala costumbre. Esclarecidos sobre el sin remedio de la fealdad ni siquiera nos da por la resignación, que podríamos considerar en este caso una cualidad derivada de la sabiduría, sino por la llana indiferencia. Hemos preferido no detenernos ante aquello que no podemos modificar hasta borrarlo por completo de nuestras preocupaciones.
Me atrevería a decir que en cierta medida el problema no es la mala manufactura del peinado sino que nunca falta el estómago resfriado que nos lo hace saber aunque no se lo hayamos preguntado. En tal caso nos da por la ira, mostramos la hilacha, nos volvemos una porquería al cuadrado.



2.




El recuerdo viene a cuento de Cromañón, los muertos que se calcinaron allí mismo y los otros, los que habitan algunos de los ámbitos que antes, pero ahora devenidos en fantasmas que no se hacen a la ley de la nueva vida que les nació el último día del año pasado y lloran su pena cuando otros ríen, o les da por soñar demasiado fuerte y coquetear con las cornisas, vamos, que se han quedado más de aquel lado que de éste. En la fugacidad que puede haber durado su tiempo entre las llamas se acomodaron a la idea de que ya no contarían el cuento y entonces están amputados del instinto de seguir viviendo.
Y a cuento de esos muertos que somos nosotros, los que estamos resueltos a olvidar, borrar en absoluto todas las máculas y chamusques y huir a todo lo que nos den las patas de la escena del crimen.
Qué lástima. Con todo el dolor del mundo, la sangre de los que han muerto no sirvió para nada. Si las cosas pasan tan rápido que hasta parecen fundados los reclamos de los que en enero se quejaban de que en Buenos Aires no había ningún lugar para salir a bailar. Qué lo parió. Ni dos semanas de duelo. Y los empleados de discotecas furiosos porque si no se factura, no se cobra y a quién le importa trabajar en la mismísima caldera del diablo si lo principal es llevar un plato de comida a la casa.
Perdón por el abordaje irónico. Es claro que me detengo en los personajes secundarios de esta historia porque no soporto ver a los ojos a los protagonistas estelares. Claro, yo me peino de memoria.



3.




Hace unos pocos días un amigo contaba una historia, algo enderezado a explicar de qué está hecha nuestra sociedad de mierda, bah, eso que siempre hacemos con nuestros amigos aunque estemos juntos por un cumpleaños, comiendo pizza y tomando cerveza. Siempre tenemos a mano una historia que explique la otra historia, la que debería llevar mayúsculas pero no se las ha ganado.
Contaba el caso de un pibe, dieciséis años, que había abandonado la escuela, molesto por la sociedad para la que se lo preparaba. Todavía no logro hacerme en la cabeza la imagen de esa escena familiar. En casa yo nunca tuve razón y si la tuve, me encargué de evitarle a mi padre mayores escozores. Algo había dentro de mí que me hacía suponer que mi responsabilidad de hijo era aún mayor que la de mi padre a la hora de delimitarme una visión del mundo. No creo haberme equivocado tan radicalmente. El tiempo se aceleró demasiado para los recetarios paternos del siglo pasado. El traspaso de esa información debería ser a través de la sangre, mediante inyecciones periódicas que actualicen los datos. Ya no nos alcanzan las peroratas, las currículas de la escuela ni los buenos ejemplos. Nada nos es suficiente para entender.
Sí puedo imaginarme cómo hubiese reaccionado yo padre si el pibe me dice que quiere ser músico, ser como Callejeros. Probablemente ningún padre de hoy esté preparado para oírle a su hijo proclamar su vocación artística, por lo menos no para beberla de un solo trago, no encaja demasiado en el esquema pequeño-burgués venido a menos. De lo que estoy seguro, es de que yo le hubiese roto el tabique nasal de una piña. Qué hice tan mal para que vos pienses que ser como Callejeros es ser músico. Cuando yo era chico, hace no tanto por suerte, nunca pude entender que alguien se cortase las venas por los Redonditos de Ricota. El movimiento de masas, las tentativas teofilosóficas no enervan la pobreza de la música, al menos eso pensaba yo cuando tenía dieciséis y no es que yo escuchara a Mozart precisamente.
Pero el tiempo pasa para todos y para un borrego de dieciséis años los Redonditos de Ricota son más una leyenda urbana que una banda de rocanrol. Tal vez hace una generación éramos menos materialistas, menos conscientes de la urgencia del paso del tiempo y no nos preocupaba investigar para escuchar a los que de veras tocaban, esos que eran de culto cuando nosotros recién aprendíamos a caminar en detrimento de la cosa contemporánea, la inmediata. Era más fácil. Conseguir discos era caminar cuadras, arremangarse, negociar, otro arte. No había MTV, rock & pop, reality shows.
Sí, exagero. No es Callejeros el culpable de que el cadáver de la esperanza argentina apenas se arrastre, un poco por el esfuerzo de varios millones que la sudan y otro poco por una inercia inexplicable. Sin embargo hay una idea perversa que germinó en ellos, como en muchos otros, que posiblemente no sea todo lo nueva que las circunstancias requieren y que nos lastime demasiado como para mirarla a los ojos. Todos queremos hacer guita sin laburar. Lo más fácil es ser artista. Ya no importa crear, con copiar decentemente va a estar bien. Conviene ser popular, el producto ya no le interesa a nadie; este es el tiempo de las marcas. Entonces soy Callejeros, Ferrari, Bucay y parece que soy transgresor, antisistema o tengo razón porque la mayoría piensa así. Es arduo asumirlo. Todos somos arribistas. Mejor no mirarnos en el espejo. Mejor peinarnos de memoria.



4.




Todo estaba mal desde antes. La fatalidad que todo lo desencadenaría no sería nunca producto del azar. Demasiada suerte tenemos los argentinos. Hacemos las cosas tan mal que parece que cada acto respondiese a un plan sistemático de auto-destrucción y sin embargo uno se levanta a la mañana, abre la canilla y oh, el milagro! sigue saliendo agua.
Tenían que juntarse todas las desgracias. Mamás de catorce años que no tienen quién les diga que no es bueno llevar bebés a recitales de rock. La masa fervorosa que gusta coquetear con el peligro y no tiene dos dedos de frente para sospechar los efectos de la pólvora (sí, de la pólvora sola, sin necesidad de mediasombras que se prendan fuego) en un sitio cerrado. Los subnormales de la banda de rock que quieren hacer plata, mucha plata, lo más rápido posible, y si o dos o cuatro mil los que van es lo mismo, con tal que la recaudación sea constante. La armada estatal que no toma siquiera la prevención de hacerse notar diciendo: arriba las manos, esto es el estado, nadie se mueva.
Sí, duele ver a esas mamitas porque somos nosotros mismos, y también los que en patota nos creemos inmortales, los subnormales armados de una guitarra, los bomberos que se sobornan con un sanguche de milanesa y los funcionarios, un poco más sofisticados, que cobran mediante leoninas participaciones societarias y puntuales distribuciones de dividendos.
Rompan los espejos. No soporto mirarme.



5.




Y el dueño de ese circo libre, y cuando digo dueño debo decir: propietario, gerenciador, locatario, cabeza de turco, mandatario, factor o testaferro de alguna de las sociedades precitadas.
A ver si nos entendemos de una vez. A ver si alguien lo dice. No va a haber justicia. NO VA A HABER JUSTICIA.
La justicia es imposible. Hay quien lo quiere matar con sus propias manos, hay quien prefiere valerse de mayor tecnología. Hay otros que simpatizan más con la idea de darle una sentencia, con todas las de la ley, pero a muerte. Otros, prefieren que le den lo máximo que permite la ley penal pero quieren que hable, que enumere los nombres de la infamia, qué funcionarios se dejaron sobornar, cuáles lo exigieron, cuánta fue la guita. Algunos verían complacidos que caiga el gobierno. Otros le tienen más miedo a las alternativas que el mercado político ofrece.
Nadie dice que es casi imposible que puedan probar que en esta masacre hay un homicida. Hay negligencia, es claro, la hay en todas las variantes posibles y de muchos de los actores que se mencionan en los medios de comunicación e incluso de otros que la prensa oficial prefiere callar, pero no hay dolo, nadie tuvo intención de matar. En el mejor de los casos, Chabán será culpable de estrago culposo y en poco tiempo estará libre definitivamente. Siendo el mayor responsable, cabe suponer sanciones mucho menores para el resto de los involucrados.
El negocio es el juicio civil. Siendo unas dos mil las víctimas, es fastuoso el negocio jurídico que se montó. Mediando responsabilidad solidaria siempre se agrede el patrimonio del socio más solvente, el fisco, que pagará puntualmente (y de hecho así lo venía haciendo) a los letrados, y tal vez en diez años y con bonos termine de pagar a las familias víctimas.



6.




Hace unos diez años, cerca de Puerto Madryn hubo una masacre de este tenor pero a pequeña escala. Diez, veinte, treinta chicos, ya no me acuerdo cuántos, todos ellos de muy corta edad, fueron devorados por el fuego de un incendio rural. Eran aprendices de bomberos que salieron, sin mayor preparación, a cumplir con dignidad su condición de servidores públicos. Acá el viento es muy puto y tuvo un cambio brusco de dirección. Les hizo una encerrona de la que no tenían forma de salir sencillamente porque ellos no debían estar ahí.
Nunca hubo culpables. Hace un mes o dos leí en el diario que se empezaría a pagar la indemnización a las víctimas, en cuotas, con bonos, diez años después.
El dinero no arregla nada, pero al menos te da la chance de juntar tus cosas y buscar otros rumbos, otras calles que no te recuerden a sus caras, otros pibes que todavía puedan sonreír.



7.




Los feos nos peinamos de memoria, decía Beatriz; eso en el mejor de los casos. Muchas, muchísimas, demasiadas veces, no nos peinamos.