Jade May Hoey

1974-2004

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12.2.06

Una astilla

Los domingos echo de menos a dios, o al menos recuerdo los años en que todavía no me había rebelado y junto a papá, mamá y las chicas, íbamos a oír los interminables sermones del padre Aldo que, por lo demás, era bastante simpático y nunca dejó de visitar nuestra casa con cualquier motivo: podía ser que mamá faltase un domingo a la iglesia y pretendiese recibir alguna explicación o que simplemente le diera hambre caminando por el barrio y sabedor de que a nuestra mesa siempre estaba convidado, llegaba, me preguntaba cómo íbamos en la escuela Malau y yo y si pensaba pasarme la vida sin dar el estirón. Ya sabés cómo me gusta a mí, Gabi, decía, y la vieja espolvoreaba la sal como nieve sobre la planchuela y ponía sobre ella la chuleta con la maestría que nunca dejó de habitar esos dedos regordetes que incluso ahora llevan las uñas descuidadas. Y de cuando en vez la hermana Ñaqui, como le decíamos, o Anastasia, y siempre decir aunque sea un padrenuestro antes del primer bocado para sabernos en la gracia de dios, ya que el pan nunca nos faltaba y las risas sin causa y el vasito de vino. Pero después llegó el padre Hilario, que era un mal ejemplo según mi padre, y un viejo borracho, según mi madre, porque atendía a la feligresía, a cualquier hora del día en que alguno se apareciese por la parroquia, detrás de una escandalosa humareda y con aliento de haber estado tomando y no poco precisamente y la hermanita Sara que dejó los hábitos para irse a vivir con don Valenzuela, y qué le habrá pasado a Ramoncito que dejó a su esposa para enredarse con una monja descarriada, por dios santo, Jesús y los apóstoles. Y por último un cura, el más reciente, uno joven, muy delgado y con barba, que retomó la costumbre sacerdotal de venir a casa a almorzar. Cómo lo quería la gente a ese muchacho, si hasta mi propio padre empezó a concurrir a esas tertulias que organizaba los viernes en las que no faltaba ni el campeonato de truco ni la ronda de chistes verdes. Por supuesto que la gente que se había enganchado con Hilario dejó de ir y aparecieron en misa, en cambio, muchos otros, que por primera vez se sentían agraciados y dispuestos a ser los corderos de una misión pastoral que no duró más que dos o tres años, porque el ala disconforme de los corderos empezó a repartir malos comentarios y el curita nuevo tuvo que enjugar las lágrimas de mi santa madre con una explicación que no acabó por llenarla: algunos son faros, Gabi, y a mí me toca ser buque.
Pero por echar a menos a dios es que él se siente convocado y viene a mí cuando menos me lo espero. Por ejemplo hoy, que me pasé la tarde con el trapo de piso y a cuatro patas acabé por dejar reluciente hasta el último rincón de mi casa, aunque puede que en este punto exagere y a poco que profundice el examen me dé cuenta de que sigue habiendo polvillo en algún sitio, pero si lo hice no fue porque tenga especial apego por las tareas domésticas, ni porque esto sea la rutina de todos los domingos sino por una razón apenas banal: el único modo en que puedo quitarme de encima el domingo es la perfecta fatiga, no tengo otra manera de dormir. Pero al cabo de la faena sentí que trepaba por mi pierna derecha un dolor que me dejó casi inmóvil bajo el chorro helado de la ducha y recién en la cama, y después del enorme esfuerzo que hice para llegarme a ella, comprobé la raíz del dolor: una pequeñísima astilla de vidrio, casi imperceptible a mis ojos, se había incrustado en el segundo dedo y con mis dedos cada vez más grandes y más torpes puestos esta vez en forma de pinza, la arranqué de mí para echarla dentro del inodoro.
Dios existe. Todavía camino, pero el próximo domingo, me lo prometo, saldré a pasear.

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