Jade May Hoey

1974-2004

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31.5.06

Romanse impocible

Los cruces entre fútbol y literatura son, si bien esporádicos, poco afortunados. Hay de eso sobrados ejemplos y todavía no tengo demasiado apuntado como para esbozar una buena justificación para el divorcio que, de todos modos, no embroma a nadie.
Podría recordar a muchos comentaristas que salpican los análisis previos, concomitantes y posteriores al juego con algún adorno libresco, pero la mayoría de las veces la referencia es apenas vulgar, como para no irse demasiado por las ramas. El televidente o el radioescucha, por costumbre, pasa rápido el mal trago. Después de todo, como bien ha dicho alguien, lo que interesa es ganar y el resto es pérdida de tiempo.
Sé -y sólo de oídas- sobre algunas experiencias literarias que se metieron con el fútbol pero para ellas guardo cierta resistencia. No creo lo que los libros dicen sobre el fútbol. Será porque se trata de un fenómeno que me resulta tan cercano que casi puedo creer que soy protagonista de él. No lo sé bien.
El caso es que las aguas están divididas y resulta arduo -¿baladí?- buscar confluencias, pero el mes que viene es el elegido dentro de este cuatrienio para que hablemos de fútbol hasta por los codos y el suplemento culturoso del gran diario argentino ha dejado por un momento el debate por el Código Dabichi para abocarse a estos menesteres. Con magro resultado. No se esperaba menos.
Con la lectura de la nota central del último número, Romance intelectual con la pelota, he podido ratificar mis prejuicios. Los comentaristas deportivos no leen libros. Los cronistas culturales no están al corriente de lo que sucede en el fútbol. Clarín no usa correctores humanos. El entrevistado puede tener problemas de dicción. O derechamente no estar al corriente de los nuevos ídolos en el fútbol argentino. El cronista puede no oír perfectamente lo que dice el entrevistado. U, oyéndolo bien, puede escribir cualquier cosa. O tampoco saber quién es quién en el fútbol porque, después de todo, él se gana el sustento escribiendo sobre libros.
Y a falta del corrector humano, la duda llegó para quedarse. ¿Quién es el Tuna Agüero? ¿Será Sergio Agüero, también conocido como Kun? ¿Será un personaje de las ficciones del entrevistado? ¿No es una pelotudez prescindir de la corrección en un suplemento que se llena la boca de cultura?
El misterio no pudo esta vez (ni creo que pueda nunca) ser resuelto por el software utilizado para la corrección.
A propósito de nada, me da por caminar entre anaqueles de libros flamantes. Todos muy caros. Cada uno mostrando más ganas de venirse conmigo que el otro y así. Es mejor escapar antes de que alguuno me convenza. Me dejo seducir por uno. Sé que con él la cosa no pasará a mayores. Todo parece indicar que se trata de un libro para niños. Para niños cortos de vista. Una página al azar y en ella, por toda indumentaria, un párrafo afortunado que termina diciendo que la esfera es la más reservada entre las formas. Es cosa de cerrar el libro y devolverlo a su sitio. Más que nada por las profundas ganas de refutarlo. Más que nada por no tener con qué.

30.5.06

Hechos_9

Apenas soy capaz de balbucear la bendita palabra, Esquivel, el mundo empieza a colorearse de un gris que tiene la cortesía de no doler a mis ojos, de anestesiar -y la falta que me hace- la herida ulterior, la que nacerá apenas saque uno de mis pies de esta burbuja y lo apoye en el piso helado, en el delicado filo de la daga.

29.5.06

Hoy es el cumpleaños de Kaputt. Justo me tocó a mí el día, pero Paulita se adelantó con los festejos, aunque, he de confesarlo, yo no tenía ni la remota idea de cuándo la rueda empezó a hacer lo suyo. A menudo nos pasa, al menos a los que tenemos la malsana costumbre de tratar de publicar algo todos los días, que nos olvidamos qué día es. Así, no es extraño que las efémerides sufran un desdén que -por supuesto- no es buscado sino encontrado. Kaputt es cosa buena. Queda mal que lo diga porque soy partícipe, pero incluso antes de sumarme como miembro estable (a ruego de Massei y de Balduccio, una tarde de setiembre en La Academia), cobijaba la sospecha de que los blogs o, para mejor decir mi blog, este blog, concebido como empresa individual, no tenía mucha vida por delante. Es así nomás. Aunque uno no lo quiera, el blog acaba por convertirse en un medidor del propio pulso. Por desesperación se alcanza una velocidad frenética y por hastío se van los días sin que haya una señal de vida. Y así los raptos de lucidez y las turbiedades, las tristezas y los pum para arriba, casi como un ser humano. Tan entrañable como digno del mejor de los desprecios. A un tiempo o alternadamente. Qué importa. Después de todo, la realidad de esa dinámica se hace carne en el autor del blog y no en el lector, que tiene a mano decenas y centenas de otros blogs donde posar la vista. Parecidos, diferentes, mejores, peores. Miles. Cuarenta y un millones, si es que damos fe a lo que dice technorati.com. Entonces la única alternativa es alzar el listón. Armarse de paciencia y juntarse con otros que también tengan ganas de tirarle a la luna con balas de fogueo y acostumbrarse, está claro, a los tires y aflojes, a los dimes y diretes, que supone cualquier emprendimiento que involucre el concurso de más de una voluntad. Eso que a primera vista parece lo malo es el costo que hay que pagar. Son las rodillas peladas de fallar una y otra vez en el intento, que siempre es mejor que nada. Eso también queda claro. Por los que están ahora, por Massei, por Genovese, por Freidemberg, por Vignoli, por cada uno de los que se apuntaron cada domingo y por la voracidad lectora, Kaputt celebra su primer año.

La mala educación

El vecino me odia. El nunca podrá entender que el único amigo que me ha quedado después de la cárcel es uno que habita en una terraza, pero antes de hablar de él, sería bueno que cuente cómo fue que estuve en la cárcel. Eran otras épocas. Yo pedía para salir a dar una vuelta por las tardes, cuando el sol fingía apagarse. Bastaba que rascase un poco la puerta para que alguno de la casa me regalase la libertad. Y como siempre he vivido en un barrio de gente bien, tenía que hacer mis buenas cuadras antes de encontrarme con los muchachos. Se imaginarán antes de que se los diga: amigos de mal vivir, no como yo que estoy acostumbrado a que me presten atención. Ellos, por cualquier cosita, como si no necesitasen causa, empezaban a corretearse entre sí y hermosas eran las bataholas que armábamos porque la gracia era pelear de verdad, clavar los dientes como si tuviéramos a nuestro alcance la posibilidad de matar. Y así pasaba cada tanto. Sobre todo cuando aparecía alguno que no era de la barra, dentro de lo posible alguno flacucho con problemas de salud. Eso era lo más divertido. Yo volvía a casa cuando era tarde. Lo tenía calculado. Sabía que si las luces estaban apagadas tenía sentido que tocase a la puerta. Estarían durmiendo y a nadie le gusta que lo interrumpan durante la siesta. La mayoría de las veces había luz y me recibían con gritos alborozados como si yo fuera un héroe de guerra o algo así. Escuchaba algún reproche y también, por qué no, ligaba algún golpe y me decían cosas que nunca terminé de comprender.

Supongo que no les gustaba demasiado que me encontrase con mis amigos camorreros, pero también que si me abrían la puerta, durante el rato que estuviese en la calle, yo tenía el derecho de ser libre. Aunque libre, lo que se dice libre, fui el día en que salí de la cárcel. Allí sí que se está mal.

Una de esas pocas noches que me tocó dormir afuera me subieron a un camión. A mí y a los míos y nos bajaron en un lugar que yo no conocía, donde había muchos otros que no había visto jamás en mi vida. La mayoría eran salvajes. Algunos grandes, otros pequeñitos. Los que llevaban más tiempo encerrados estaban flacos y apenas si tenían fuerza para disputarse un poco de la comida que nos echaban por una ventana. Una vez al día, a veces dos, se abría la puerta y entraba alguien que buscaba entre todas las miradas alguna que se la habría extraviado. Todos querían ser el elegido, sobre todo los más nuevos, los que afuera llevaban buena vida porque entre los viejos ya no había esperanzas de que alguien los rescate. Todos esos días esperé que la suerte me tocase a mí y un día me tocó y fue una alegría saber que quedaban sitios que no estaban llenos de rejas y que podía volver a comer más que el bocado que me ganaba a dentellada limpia.

Ya no visito a mis amigos. Tengo miedo de ir muy lejos de casa y que algún camión pare para tomarme prisionero. Por eso pido salir por la mañana y me quedo por aquí cerca, charlando con mi amigo, el que vive en la terraza. A veces discutimos por alguna tontería y elevamos el tono. Yo soy de buenos modos pero él es muy maleducado. Me gustaría tener patas lo suficientemente fuertes para saltar y darle su merecido por hacerme rabiar pero no puedo. No soy tan fuerte o él vive demasiado alto. Así que me conformo con decirle lo que pienso y le juro que seré implacable en la venganza. A mí nadie me ofende así porque sí. Pero al rato nos amigamos, bajamos el tono, y de todos modos hacemos planes de que un día yo suba o él baje a la calle para hacer nuestras maldades en yunta.

Todo eso al vecino parece molestarle. Lo escucho refunfuñar entre dientes. Si pudiera entender lo que dice estoy seguro de que acabaría ofendido por él, por sus promesas, pero no, yo no entiendo por qué grita, como queriendo meterse en nuestra conversación. A veces me gustaría entenderlo, se imaginan, así podría cobrarme revancha y meterme a gritar cuando él está hablando con algún amigo.

27.5.06

Queremos tanto a Vadinho
que renovamos el abrazo sin causa

Lágrima de pirata

Papá es nació en la provincia de Córdoba, en un pueblito que hoy no pasa de los cinco mil habitantes. Berrotarán es su nombre, como el apellido de algún poblador patricio y quizá por pequeño, por aspirante a patricio o vaya a saber por qué razones, los dos principales clubes de fútbol, y acá hablo de la época en que papá era lo suficientemente joven como para no haberse ido de Berrotarán, para militar en Acción Católica, para salir de noche a tomar todo el vino que encontrase y -sin perjuicio de la borrachera y de la falta de sueño- empalmar con una interminable jornada de trabajo, esos clubes llevaban por nombre el de los dos principales clubes de Córdoba capital: Belgrano y Talleres.
Tal vez porque ese siempre ha sido su modo y tal vez porque a mí siempre me dio por controvertir sus enseñanzas, él me hizo más hincha de las hinchadas que de los clubes o del juego propiamente dicho. Así, haciendo juego con la educación en la fe peronista, me inculcó que Talleres era más popular que Belgrano. Yo crecí y supe que, en realidad, por cada hincha de Talleres hay tres de Belgrano y a eso nadie puede negarlo. Pero tal vez él se refería a otra clase de popularidad. Tal vez apuntase a que los seguidores de Talleres eran más pueblo que los de Belgrano, y cuando digo más pueblo quiero decir más pobres, y como los pobres han sido siempre más que los ricos, cae de maduro que Talleres bien pudo ser más popular que Belgrano.
O quizá el Talleres de Berrotarán tuviera más adeptos que su similar de Belgrano y eso le nublaba la comparación a papá. Vaya uno a saber.
Una última posibilidad es que el Talleres de Berrotarán fuera el protagonista de un desgracidado accidente a finales de los años cuarenta. Llegaban tarde a un partido. Los jugadores se cambiaban en el colectivo en marcha cuando tuvieron algo desencadenó un lamentable final y eso se le grabó a fuego en el corazón a papá y ya no importó quién tuviese más hinchas que cuál.
Hoy perdió Belgrano, el grande, el pirata cordobés, el de Córdoba capital. Y perdió de mala forma. Era la revancha de una derrota en Buenos Aires a manos de Nueva Chicago, una derrota injusta, de tres goles a uno, y como el fénix, allá por los treinta y pico del segundo tiempo, Belgrano puso las cosas iguales. Fueron a tiempo extra y se adelantó en el tanteador y se lo dieron vuelta. El 3-2 del final favoreció a Chicago, que militará en la primera división la próxima temporada.
Y me cae simpático Chicago, sobre todo por su grito de guerra: mataderos, matadé, porque Chicago, casi como ningún otro cuadro toma como bandera de guerra el nombre de su barrio y eso me calienta la sangre casi tanto como el soy canalla que gritan los centralistas. Pero yo quería que Belgrano juegue en primera porque Belgrano es pueblo y provincia y Chicago, aunque marginal es, como la mayoría, de Buenos Aires.
Pero con lo enrevesados que son los campeonatos argentinos a Belgrano le queda una chance más que habrá de definir con Olimpo de Bahía Blanca, el más patagónico de los equipos de la primera, aunque Bahía quede un poco al norte de la frontera, el río Colorado.
Así que, con este estado de cosas, y aunque me duela un poco decirlo, mi querido Belgrano: hasta acá llegó mi amor.

26.5.06

Mantenimiento

El navagante saltimbanqui prefiere, enetre los contenidos de los que dispone un weblog, los enlaces. A pesar de ser éste un blog casi mudo, con pocas referencias de y hacia otros, yo sé que es así. De hecho, buena parte del tiempo que empleo en leer weblogs está relacionado con esa deriva de ir, por ejemplo, a Technorati y poner una palabra al azar, que sería como un cospel en la fonola y ver qué se traen en otros lados. En general, y yo les juro que no esperaba otra cosa, no hay demasiado. ¿Por qué? Sin duda que el ojo del amo engorda al ganado y yo leo cosas interesantes en los blogs de mis amigos que, enetre otras razones, por eso son mis amigos. Porque tienen cosas interesantes para contar, las cuentan bien, pegan bonitas fotos, esas cosas. Pero de tarde en tarde uno se encuentra con sorpresas. Hoy, por no ir muy lejos, encontré una referencia a un blog que me interesa en otro blog absolutamente desconocido para mí. Trataba de un tema interesante: ¿qué tiene que ver la localización en un blog? A priori, no lo sé. Supongo que todos tienen un poco de color local. Quizá más el mío que otros que frecuento. Pero el responsable de ese blog desconocido apuntaba a desmentir la posibilidad de que la dimensión geográfica hermanara blogs. No me extraña. No son pocas las veces en que me siento compadre de tipos que escriben desde remotas pampas y me siento complacido por ello. Así que me fui a ver de qué trataba la refutación. Me encontré con un cartel: este blog está en mantenimiento. Bueno, este también, qué tanto.

Hechos_8

La primera noticia del día es que todo está en su sitio. Esta es mi cama y por esa ventana saldrá el sol dentro de un buen rato. El se toma esta licencia en el invierno y lo bien que hace. Si yo trabajase para un patrón que fuera lo suficientemente comprensivo, también le pediría un par de horas de tregua. Y esa es la cómoda y aquel una guillotina que hace las veces de reloj despertador. Y una voz femenina en la radio. Cuando recuerde su nombre, si es que alguna vez puedo hacerlo, voy a sentirme curado. Curado e inexorablemente despierto al mundo que he conocido.

25.5.06

Hechos_7

Dos noches, dos y media, tres, sin dormir, cómo hacerlo con un tajo en la cabeza, cómo no pensar que por la brecha abierta puede escaparse algo, pongamos que pueda ser un indicio del futuro, una herramienta para estar prevenido o también, por qué no, la punta del hilo para destejer el pasado, para hacer de cuenta que nada importa nada, cómo saber si no llevo dos noches, dos y media, tres, enfrascado en un sueño del que nada recuerdo, de un sueño que se escapa como el agua, como la sangre, por la primera ventana abierta.

Se busca

Lo ganado y el ganado

Un día de estos se acabará -por fin- ese espanto de las nacionalidades, los símbolos en que cada una descansa, y sobre todo se quedarán sin tema los antropólogos que rastrean el ser nacional. Brega que roza el imposible, eso está claro, salvo que uno escoja, como yo, juntar lugares comunes para decir, por ejemplo, que el siglo xix deparó el bronce a ciertos estereotipos consagrados como próceres y el xx, a falta de mejores noticias, a los ejecutantes más o menos afortunados de los deportes de mayor predicamento.
Así, poco ha de extrañar que hoy, hace un rato nada más, una multitud se haya congregado en un estadio de fútbol para despedir al equipo que representará a la divisa nacional en una copa del mundo.
En la radio oí a un comentarista de voz añosa y ronca decir que esta despedida no tiene precedentes. Se apoyaba en las siete llaves que custodiaron la preparación del equipo de 1978 y la alharaca política de 1986 que no alcanzó para derrocar al entrenador de entonces. En una y en otra ocasión, el equipo argentino se adjudicó el torneo. Los gobernantes de turno no desperdiciaron la ocasión para tomarse fotografías con los devenidos héroes ni para incorporar a sus discursos este logro, uno nuevo para la nación pujante que aspiraba a meterse entre los protagonistas del desaguisado universal.
A la despedida de hoy se convocó a algunos integrantes de esos equipos campeones para un gesto trivial: entregarles la camiseta a los nuevos seleccionados. La elección entraña un dejo de memoria selectiva que merece rescatarse. No se citó, por ejemplo, a los participantes del subcampeonato de 1990. Queda claro que es el campeonato o el olvido. La gloria o Devoto, como dicen por ahí.
También decía el comentarista que en cierta oportunidad, charlando con un colega holandés, no perdió la chance de abordarlo para preguntarle: ey, ¿ustedes cuándo van a ganar una final? El holandés, según cuenta este buen señor, le respondió sin altivez: nuestra pelea es contra la inundación, esto es un juego. Y que Konrad Adenauer, el líder de la posguerra alemana, dispuso que Alemania no disputase la copa de 1950. Había un país por reedificar, qué era un campeonato de fútbol. Cuando el mismo equipo ganó la copa de 1954, él dijo: hoy once alemanes le ganaron a once húngaros y nada más.
En la copa de 2002 pocos argentinos apostaban por un fracaso tan estrepitoso. Las ruinas de la institucionalidad republicana, de la economía real, de la moral colectiva fueron sólo la escenografía de aquella tristeza. Supongo, permítaseme la exageración, que la crisis fue más crisis por aquella pobre perfomance. Hoy, en cambio, no ocultamos nuestra vocación de ser arreados. Hoy a una cancha de fútbol, mañana a una plaza. Ya veremos para qué.

23.5.06

El costo de la reactivación en la mina de Sierra Grande: el equipamiento de la empresa encargada de la explotación no puede descontaminarse. Al menos la Empresa Neuquina de Servicios de Ingeniería Sociedad del Estado (ENSI) no los puede descontaminar.

Hechos_6

Escarcha sin rocío.
Vidrieras empañadas.
Olor a perro mojado.
Vuelvo a casa.
Quizá pueda, con mis propias manos, limpiar la herida.
Cicatriz es otro nombre de la quimera. Eso lo sé.

Los que no/2

Fui rescatado del fárrago lector por un amigo, un amigo extraño, tengo que decirlo, porque es el único que viene a casa y no pide que le cebe unos mates, que es lo único que me digno a convidarle a las visitas, un amigo que encuentra cuatro o cinco libros mezclados con paquetes de fideos, cajas de té, arroz, esas cosas que pongo en la caja que sustituye en todo a la alacena de la cocina, relojea un poco, me pide explicaciones, y ahí nomás le estoy contando el argumento de Cuello de gatito negro. No recuerda haberlo leído. Seguro que lo leyó y lo ha olvidado, sólo que en mi versión no lo reconoce. Y eso que esta vez opté por no aditarle las circunstancias en que tuvo lugar mi última relectura. Se lleva el libro, claro, pero antes me deja una buena noticia, bah, la noticia de una posibilidad, que es como decir una promesa, algo como para acostarme a dormir contento hoy y, de sólo pensarlo, levantarme mañana sonriente. Se lleva el libro, eso iba diciendo, y a cambio me deja unos reproches. Es que acabo de decirle que me bajé de un viaje. Desistí a una invitación. Y eso que me pagaban un viático miserable por viajar a un sitio al que añoro viajar y por el que yo estaría dispuesto a pagar buena parte de la fortuna que no tengo. Es que la recompensa era una especie de soborno, una mordaza con forma de billetes de a diez pesos y yo no soy tan fácil de sobornar. A veces no. Porque yo en realidad quiero viajar para contarlo. Este mismo viaje, contado con pelos y señales, ameritaría una crónica de diez páginas que yo incluso podría vender a algún diario. Para ser sincero, no sé si alguien esté dispuesto a pagar por esa nota, pero también emerge como posibilidad, como promesa, la eventualidad de una paga a cambio de romper el silencio al que me comprometería. Que de eso va el viático. Pero no. Porque de alguna manera, recibiendo los morlacos para viajar y sometiéndome a la carga que la recompensa supone, me sentiría un conejillo de indias de esos que van a la televisión a hacer morisquetas a ver si pellizcan algún premio. Y yo no soy así. Qué se han creído. Qué historia te perdiste, loco, me dice. Y se va.

Los que no

Hay libros que no prestaría. Ahora pienso sólo en los tres tomitos de la obra completa de Felisberto que me llevaría a la tumba. Más aun: creo que pediría que los metan en mi ataúd. O que los quemen junto a mis restos. Y no es precisamente porque me pase leyéndolos. Al contrario. Hace mucho que no me atrevo a abrirlos. Pero hay otra cosa. Esas historias que me sé de memoria como si las hubiese escrito yo mismo son en cierto modo el abuelo que me falta y nadie que tenga sangre en las venas mandaría a su abuelo a que otros lo cuiden. Yo lo quiero sólo para mí. Quiero que él me vea envejecer como yo lo veo a él, tan delicado que no puedo contener la angustia que me da pensar que al llevar mis torpes manos a él pueda causarle algún daño.

22.5.06

Este invierno voy a arremeter contra Montaigne. Al menos ese es el plan. Por lo pronto, acabo de darme cuenta que urge que me ponga a leer los clásicos. Lucrecio y Catulo. Más Lucrecio que Catulo. Antes de De rerum natura, estuve repasando lo poco que se sabe de la vida de Lucrecio y ante la duda, sin temor al ridículo, me atrevo a alzar mi voz para preguntar: ¿qué cuernos es un filtro de amor?
El otro lado.
Hoy en Kaputt.

20.5.06

Hechos_5.1

44 páginas en formato aceptable para mis ojos.
Tal vez estuviera a mitad de la carta que el protagonista recibe escrita en caracteres japoneses. Más exactamente en el momento en que la regente del prostíbulo la leía a su pedido. No estaba en mí tratar de rastrear en lo profundo de la memoria esa voz que me imagino chiquita y a la vez imposible. Estorbaba mi paso el arternar de bastardillas y no bastardillas. En eso, un golpe a traición. El viento que sacude la ventana. Y las migajas de viento que son capaces de quebrar su resistencia contra el caño -suelto desde hace mucho- que sostiene la cortina naranja que cuelgo para evitar ver en la ventana la victoria del otoño. El puto caño de punta contra mi cabeza en el medio dle letargo de la lectura. Ganas de gritar pero las certezas que vienen con la soledad que gritan por mí que me calle, que es inútil. Aborto el grito. Levanto del suelo la cortina naranja a medias escapada del caño asesino. Miro en la ventana que todo ha sido un llamado. Hay un sol tenue que invita a la caminata. Incluso con un chichón con algo pegajoso. Sangre.

Hechos_5

Baricco. Seda. De un tirón. Poco más de una hora. El frío que se mete por la ventana y también por el una puerta que nunca cerrará bien y que por si fuera poco el estar siempre abierta, no da a ningún lugar. O sí. Da a un cuarto que tiene por piso la hojarasca amarronada de los parrales, la última, la que tiene las horas contadas. A veces me dan ganas de ser lo bastante liviano como para abrir esa puerta y echarme a dormir al sol sobre esas hojas. Sobre todo en verano, cuando el verde refulge y sólo se interrumpe por los racimos de uvas sedientas de sol. Pero ahora es otoño y el sol, una réplica maricona de lo que suele ser, así que he de conformarme con el tonto consuelo de no saber dónde están las llaves de esa puerta.

19.5.06

Hechos_4

Si cada abandono es una campanada, entonces qué es lo que media entre una y otra, de qué modo llamarlo como no sea interminable letargo, letargo porque sí, por no ganas de cambiar de una buena vez por todas y echar a cagar a la media docena de taras -cada cual con su media docena de nombres- y hacer lo que hay que hacer -que en realidad nunca debí, debió, debimos, haber hecho otra cosa. Pero ya está, lo mejor es que ya está, y que la oferta también sigue estando allí, como el cartel que avisa las ofertas de una tiendita de barrio, o el pizarrón de lata de la verdulería de la esquina que obliga a un empleado a la reescritura cada vez que llueve. O se viene la temporada. Rabanito, radicheta, berenjena, todos esos olores amuchados en uno solo que sale por la puerta abierta de par en par, que explota en mi nariz que mejor que oler preferiría salir corriendo con más pericia que los pies que por darles el gusto tropiezan con una baldosa floja, o por un delicadísimo error de cálculo la usan como palanca para salpicar el pantalón con un charco subterráneo. A poner manos a la obra se ha dicho. A llover agua enjabonada sobre el pantalón, sobre el pizarrón de lata. A ir detrás de la nueva campanada.

18.5.06

Hechos_3


Nadie va a esos agujeros en que la gente se apiña a la espera del próximo vagón de sonido atronador. Nadie se queda. Nadie relojea con sigilo. Nadie los ve. Nadie dirá más.

Hechos_2

El colectivo estaba atestado. Como pude acomodé mi traste contra el respaldo de un asiento porque cargado como iba con los libros, mi bolso y mis malos pulmones de fumador, la media hora que dura el trayecto sería insoportable. Además, el vidrio sucio de las ventanillas y el tenue sol que colgaba del cielo, su espantosa luz multiplicándose sobre la humanidad de todo el personal que venía de pie, daba la idea de que todos eran el doble de gordos de lo que lucían a la vista. Crucé mi bolso por encima del cuello para estar más cómodo y pude ver como Octaedro no es tan espantoso como había creído en la voz de mi amigo y escogí para leer -no podía ser de otro modo- Cuello de gatito negro.
Hubiese preferido tener que agarrarme del pasamanos antes que del maldito respaldo y del bendito libro. Mejor: hubiese querido no llevar tres libros apretados debajo de uno de mis brazos, que el viaje ocurriese fuera del alcance del sol y que alguien del pasaje llevase guantes, pero en realidad, lo único cierto eran el interminable tramo que sucede en plena ciudad, donde el vehículo no toma buena velocidad y la estabilidad es cosa compleja, y que en lo posible las curvas abruptas me tomaran desprevenido, con una mano enguantada tomada del pasamanos, vecina a otra mano, acaso más gentil, más liviana.
Así que me fui a Kinsberg.
Allí no hay manos vestidas de guante francés, ni estaciones de subte y es todo tan bello como triste, tanto como recordar un mensaje a modo de carta. Hola, tengo una mala noticia para darte. Hoy es mi última noche como soltera, quería que lo sepas. Y yo con benditas ganas de gritar, qué va, si mi tiempo se mide en estaciones, a cada una corresponde un nombre de mujer y un momento como éste, en que me dice que no, que ya está bien, y se manda a mudar con otro, que de otro modo me dice que alguna parte he llegado y que está en mí bajar y lanzarme a buscar un café, el más cercano, el que quede en una esquina, donde un camarero con malos modos me sirva el peor café que puede tomarse en los dominios del señor, pero sí, todavía está en pie la oferta. Tiene que ser en una estación de subte. Donde Nadie nos vea.

Hechos

Me gusta mucho prestar libros. Muchísimo. Casi no me doy oportunidad de releer nada, así que los libros que ya he pasado -sin marcas, porque soy de los que leen y no marcan- se van apilando en alguna caja retirada del sol y de las manchas de humedad. Esto a falta de mejor ubicación. Algún día me mudaré y les daré un lugar de privilegio. Por lo pronto, decía, siento que están mejor en poder de algún amigo. Y cuando presto, presto de a varios. Alguno que me piden en concreto, otro de ese mismo autor, por las dudas que el primero no guste y -por qué no- un tercero, a discreción mía. Este último suele tener por finalidad extender el evangelio y de algún modo creo que viene a llenar el hueco que supone el no poder regalar los libros que yo jamás escribí.
Hace varios meses le presté a un pibe cuatro libros, todos a elección mía. El me había abordado con una inocente pregunta. Quiero leer algo, por dónde empiezo. Enorme privilegio el mío, ya que podía condenarlo a no tocar jamás un libro de nuevo, así que traté de ser cuidadoso. Elegí un Greene, un Cortázar, un Stevenson y un Steinbeck, todos ellos en ediciones baratísimas, con las tapas algo ajadas, pero todos ellos de enorme deleite en la lectura.
Pensé que nunca me los devolvería, pero ayer se apareció con los libros en la oficina y yo en vez de agradecerle el gesto, soy un maldito cabrón, eso ya lo sé, le reproché que me obligará a cargarlos de vuelta a casa. Seguramente el colectivo estaría tan lleno como mi bolso y el viaje de regreso sería una odisea.
Pero después le pregunté por la experiencia y me sorprendí gratamente de que me festejara el Steinbeck, que es bastante amargo. Le pregunté por Cortázar (Todos los fuegos, el fuego y Octaedro en la edición de tapas azules que publicó Ñ). Me dijo que muy lindos los primeros pero insoportables los últimos. Sí, claro, le dije, desde que Julio se dejó crecer la barba escribió puras porquerías, pero en verdad no me acordaba bien qué había en Octaedro.
Entre las porquerías estaba Lugar llamado Kinsberg -siempre diré Koningsberg- y Cuello de gatito negro. Puta, ojalá algun día yo pudiese escribir porquerías así.
Estoy echando de menos, porque todavía no me lo han devuelto, y lo presté antes de terminar de leerlo, a Conrad, a El Corazón en tinieblas. Esa fue una apuesta fuerte. Se lo ofrecí a un profesor de secundaria para que se los dé a leer a los pibes. Pensé, ingenuo de mí, que podría funcionar. Es un libro apasionante. Para beberlo despacio. Y me pareció que era la cumbre de mi obra evangélica, pero el profe me dijo que muy bueno, pero demasiado metáforico, los pibes no leen lo que a vos te gustaba leer a los 15.
Igual no me lo ha devuelto.

17.5.06

Albaceas

No sé bien si la cosa viene de estar un poco triste y de indagar donde no me corresponde, pero está visto que lo mío es escarbar y escarbar, y ayer, sin quererlo -aunque un día de estos alguien me va a decir qué es lo que quiero y qué lo que dejo de querer- me encontré charlando con una amiga acerca de la muerte y del espanto multiplicado que la parca representa en estos tiempos de virtualidad.
Bueno, sí, el blog es una instancia personal, y por ello, por estar cerrado por un candado del que sólo el dueño conoce el santo y seña, es poseedor del extraño privilegio de poder sobrevivirnos, de no morirse con nosotros.
Por eso, por la tristeza implica un blog erigido como el santuario de alguien que ya no está, yo le comentaba que no me parecía demasiado seductora la idea de dejar que el blog nos sobreviva hasta que el servidor, ese extraño hotel en que todos estamos alojados, dictamine el adiós definitivo.
Ella me anotó su contraseña en un papelito y me dijo: tomá, encargate vos. Y me dio las indicaciones: cerralo, o no, mejor seguí vos con el personaje, que te va a salir bien. Y yo un poco me asusté por tamaña responsabilidad, pero ya que estamos, voy a cometer la patraña inversa: cambiar mi contraseña para que sea la misma de ella para que llegado el caso, elija el mejor final (notífiquese, comuníquese, hecho que sea, archívese).
Pensé que estaría bien un último texto y que, a la usanza inglesa, no sea triste, que lo bueno todavía estar por venir. Y una semana después, antes de que esto se convierta en un cementerio de flores y un desierto de lágrimas, se baje la persiana. O mejor aún: repartir invitaciones y que la fiesta escritural siga con otros nombres, que es como debería ser.
Jorge, el administrador del blog Vida Vacía, se encuentra relevando el estado de las blogósferas provinciales y, para facilitar la tortuosa tarea de rastrear directorios a menudo inexistentes, ha abierto un espacio para que inscribamos nuestros weblogs y su localización.
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Muerte y resurrección del dueño de la hora celeste

Nada grave, en realidad, qué podría pedirle si lo pagué cinco pesos, quizá seis o siete, porque si lo querés con pila es un peso o dos más -debería decir si lo querías con pila porque no tengo ni remota idea de lo que pueda costar una pila hoy y para más no he escuchado que Felisa llegase a un acuerdo con los fabricantes de pilas para tener el precio sujetado hasta fin de año. Tiene una carcaza celeste, translúcida, hecha del plástico que parece que en China les sobra y me lo compré de apuro, en una de esas casas que venden chucherías importadas a granel, y también me compré una pava para el mate. Fue la misma tarde. Estaba llevando mis cosas al pasaje Los Andes, a una buhardilla oscura y fría en la que no viví más de dos meses. Cuando llovía, la cuadra se llenaba de charcos. Habían dos semanas seguidas de sol y los charcos seguían ahí lo más campantes. Debo haber perdido para siempre algún pantalón de pisar los charcos y no poder quitarle la marca de barro en la parte interna de la botamanga. Hasta que me mudé. Un día, ya resuelto a irme, acaso sin casa, me compré el diario para ver los clasificados y me senté en alguno de los bancos de cemento de la plaza Centenario. Fue un llamado del destino porque en realidad es raro que haya avisos clasificados de departamentos ofrecidos en alquiler. Desde la mitad del menemato, nadie ha vuelto a poner un ladrillo en Trelew y eso se nota. Somos siempre los mismos treinta o cuarenta universitarios que pujamos por los mismos veinte o treinta departamentos, sólo que cada año viene alguien y no se va nadie. Pero abrí la página de los clasificados y encontré mi nueva casa. Estaba a un par de cuadras nada más, así que a la tarde ya estaba instalado, incluso con mi reloj de cinco pesos, que en ese entonces gozaba de una estupenda salud. O tal vez fuera que algo en él me faltaba descubrir y recién ayer acabo de hacerlo. Al tipo le gusta dormir. Sí, señor, quién lo diría, esa cosa inanimada que parece latir y que sólo se queja -y de qué manera- de lunes a viernes a las cinco y media de la mañana, también gusta de emular a su dueño, o sea yo. ¿Cómo darse cuenta? Sencillo. No fue un experimento, porque eso hubiese supuesto controlar las condiciones y yo no he podido hacerlo, sino que apenas si me limité a analizar las evidencias surgidas de la mera observación. Día uno: media hora de atrado. Día dos: perfecto. Día tres: hora y media de atraso. Día cuatro: perfecto. El análisis entonces, radicó en buscar el punto en común entre los días uno y tres o, por oposición, el común entre dos y cuatro. Fue más sencillo vincular al uno con el tres. Aparentemente el dos y el cuatro sucedieron en condiciones de plena normalidad. En el uno y en el tres el tipo amaneció acostado. ¿Cómo? Sí, simple. Me levanto en medio de la noche, no siempre, pero curiosamente estas últimas noches me da por buscar un trago de agua o algo para comer en la heladera o ir a rezar al baño -allá cada uno con sus malos hábitos- y ese letargo que es saludable no romper, el cuerpo es torpe, toma menos precauciones, desestima la forma a manos de saciar la urgencia. Las dos noches el reloj no estaba de pie sino decúbito ventral. Es evidente que, al menos una de las dos noches, estando él en el piso, al costado de la cama, le pegué con el pie sin querer.
Esta noche vuelve a la cómoda. Y que la cómoda esté lo más incómoda -entiéndase lejana- que me sea posible.

16.5.06

Tío

Lo tengo más o menos resuelto. A Papa Noel este año voy a pedirle un tío. No un tío por respeto, como quería Cristóbal que lo llamasen los pibes de la cuadra, porque él no tenía hijos ni sobrinos y se agregaba en cada casa de la que se escapara el brío de una cacerola cerca de las doce del día. No quiero uno así, no me sirve. Ni tampoco uno que se haga pasar por tío y me pida que lo llame por su nombre porque aunque no estemos demasiado convencidos, la sangre tira, el linaje, el apellido. Esas cosas, bien mezcladas, dan lugar a un contrato y a mí me interesa alguien que cumpla con lo que le pido, que no es gran cosa ni mucho menos. Las picardías de la vida: ver las películas de la Coca Sarli antes de cumplir 18 y aprender a dar besos con la lengua, que según me han dicho así se debe, pero a los que me dicen mucho no les creo. Es que la falta de un apellido que se pegue al mío, no les da mayor responsabilidad y pueden decirme eso de verdad o mentirme de modo asqueroso y yo no tengo opción. Quiero aprender la verdad y a papá no se la puedo preguntar. No puedo esperar a que él se haga un tiempo del poco que tiene para tomarme del brazo y decirme esto es así y aquello es asá. No puedo no porque no quiera sino porque presiento que a mí tampoco me sobra el tiempo y tengo muchas ganas de saber. Es sólo escribirle un par de líneas al viejo del traje rojo. El se encargará. A mí no puede fallarme porque siempre hago los deberes temprano y me porto bastante bien. Y mañana o pasado echar el sobre en el correo. Sabrá disculparme, espero, que no certifique la carta. Mamá me ha dado sólo dos pesos y me ha dicho hasta acá llegó mi amor. Yo tenía dos pesos más y con eso puedo pagar una carta simple que va a tardar mucho en llegar. Me han dicho -y no puedo creer otra cosa- que Finlandia quiere decir la tierra del final y por eso queda lejos. Más lejos que Buenos Aires y todo.

Muera el perro/16



Testimonio de mareas: la escritura del salvataje :: Aquí no hay bosque
El individualismo :: Ataraxia
La importancia de llamarse :: ¡Ay, dejemé!
Petrarca y las amápolas :: El espectro de Brocken
Motivos para el viaje por Angel Gómez Espada :: Goma de borrar
¿Y cómo hablo de amor si estoy muerto? :: La Librería


Papi

Nunca esperé menos, pero para ser sincero, de algún modo por una cuestión de distancia, de falta de resignación o lo que sea que yo ahora mismo no sepa nombrar, siempre me resistí a ver crecer a mi hermano y mucho menos verlo cada vez más parecido a mi padre. Ya sé. Nadie me cree que mi hermano menor se parezca más a mi padre que yo mismo. El bendito punto ciego. Hace rato que yo debo ser tan parecido a él o incluso más que lo que pueda ser mi hermano que, después de todo, amenazaba con pegar el estirón y se plantó allí, en la estatura suficiente como para darme un par de cachetadas sin temor a una devolución de gentilezas. Está la cuestión física, eso es un reaseguro, cómo que no. La contextura de mi padre es hija de más de cincuenta años de trabajar de sol a sol. No podría mi hermano aspirar a ella sino hasta bien entrado en la madurez, aunque a mí me parece que nunca podrá tener ese tamaño de brazos que para más acaban en un puñado de culebras extendidas a manera de dedos, ya sin huellas dactilares, ya sin la sensibilidad que alguna vez tuvieron por culpa de una segunda o incluso una tercera piel que les ha crecido a modo de protección. Es un monstruo. Nadie que tenga atisbos de humanidad puede tener unas manos así. Y la frente generosa por ese pelo tan débil que en nada hace juego con el resto de su ser, y a la vez, en palabras de mi abuelo, es el presagio de una vida pobre. Alguna vez, a propósito de alguna de esas charlas de ocasión que tienen padre e hijo cuando se aburren de mirarse él me lo dijo así: pelo lacio, finito, quebradizo, vos tampoco vas a salir nunca de pobre. Y sin embargo nunca me lo planteé como un estigma. Me ha gustado llevarle la contra desde muy pequeño, de modo que me complacería salir de pobre más para llevarle mi trofeo en tiempo y forma antes que por el deseo mismo de prosperar. Además, se me antoja que ha de ser tortuoso el hacerse rico sin el linaje de tal. Si yo participase en esos sorteos multimillonarios que anuncian las carteleras y por esas cosas de la vida llegase a ganar mucho dinero, no sabría que hacer con él. Capaz que de inmediato pensaría lo bien que me haría mudarme a un cuchitril más grande, donde quepa una cama king size y una biblioteca con quinientos libros flamantes y discos y porquerías así. Comer carne de vaca con un vaso de tinto todos los putos días que me restan por vivir y a lo mejor, si es mucho mucho el dinero conseguido, acondicionar un cuarto para recibir a mis amigos y de cuando en cuando ir a visitarlos. Lo malo -o bueno según se quiera mirar- es que haciendo de tripas corazón siempre me compro algún libro aunque no tenga mucho donde ponerlo, como carne, bebo vino, visito a mis amigos y si mi cama no es todo lo confortable que yo quisiera es mucho mejor que dormir sobre un escritorio tapado con una alfombra, como ya hice alguna vez. O sea que no. Que está bien así. O más o menos bien. Con el cabello lacio, fino, quebradizo. Pero esa voz, la de mi hermano que es la de mi padre, sin duda es la mía, la que nunca oigo. Y tampoco el nunca acostumbrarme a que mis hermanas, durante los años que ha durado mi ausencia, hayan rebautizado a mi hermano. El también es papi, sus mismas mañas. Por eso cuando una le pregunta a la otra ¿todavía no llegó papi? no sé a quién de los dos se refieren, porque yo estoy acostumbrado a que mi hermano tenga la mitad de mi estatura, pero de eso ya ha pasado un buen tiempo.

15.5.06

Náufragos, desierto, lectores, historia. Un poco de todo eso. Hoy en Kaputt.
Queridos favorecedores y amigos:
En el día de ayer he conocido del.icio.us, uno de esos engendros indefinibles que pululan en internet y suenan a chino mandarín para quien no está del todo en tema. ¿Qué es? ¡Qué sé yo! Digamos que aparenta ser una comunidad en la que los usuarios comparten enlaces a sitios de internet agrupándolos por categorías. Pues bien, desde ayer soy uno usuario más y de a poco haré mi propia biblioteca de enlaces. Por lo pronto hay sólo cuatro o cinco y son bastante previsibles, pero habrá novedades. Pueden espiarme desde aquí.

12.5.06

Paren las rotativas


Gentileza de fodey.com

Historia con pies

Quizá yo no pasara de los trece o catorce años. No más de eso. Lo recuerdo vivamente porque sólo tenía dos pares de zapatillas. Unas más o menos, que me ponía para ir a la escuela y otras que ya era elogio llamarles zapatillas, pero para estar en la casa, iban bien. No me pasaba por la cabeza hacerle caso a papá, que me pedía que ande más tiempo descalzo, que así se fortalecen los pies y el cuerpo todo se arma de más defensas, ni mucho menos comprarme unas alpargatas en alguna tiendita del centro ahora que estaba por terminar la temporada y liquidaban todo a dos mangos. Ojotas sí, durante los días de calor y haciendo lo posible por no mirar los pies de papá. Era increíble. El tenía los mismos pies que yo tendré cuando sea viejo. Un par de pies muy blancos con el empeine amarronado a golpes de sol, los dedos muy largos, las cicatrices a flor de piel y yo nada, los piecitos inmaculados, salvo por una pequeñísima erupción que me había salido en el dedo segundo del pie derecho y ni que hablar de la rebeldía de la uña del último. Izquierdo, derecho, daba igual. Imposible cortarlas con precisión. Imposible descalzarme y ver los pies sin sentirme ridículo. Por eso no le hacía caso a papá. Que las defensas vayan con quién las necesite, yo me quedo así. La erupción, era de esperarse, creció. Mamá siempre la miraba con gesto de horror y me decía ay, hijo, algo tenemos que hacer con eso, y más de una vez me he despertado con mi hermano a los pies de la cama, alicate en mano, con la mirada tensa pero sonriente de quien está por degollar a otro. No había caso. Encima a los pibes se les ocurría armar campeonatos de fútbol en el barrio y yo no es que fuera de los buenos, pero corría mucho, y cuando no daba más de cansancio me quedaba arriba que es más fácil. Un quiebre de cintura y pegarle a la pelota con el dedo chico. La cuestión es saber darle en el gajo adecuado para que la pelota tome comba. Era más que fácil. Pero yo no le pegaba muy fuerte. Mis pies no tenían defensas, ya lo he dicho antes, entonces debía conformarme con ser preciso. Chutarle con alma y vida y que me saliera un tirito. Pero el impacto siempre era fuerte. Lo supe bien el día en que volé al carajo a mi nuevo amigo. Era fútbol con ojotas al rayo del sol. En cueros y con pantalones cortos. Partidos de dos horas y media o tres hasta quedar rendidos. En uno de esos fue que le pegué a la pelota con el dedo segundo del pie derecho. La pelota no agarró comba y yo sentí que me moría. Ahí nomás recordé lo que me decía papá. No te toqués eso, hijo, que allá en Ascasubi yo supe de un viejo que por sacarse una verruga se quedó inválido. A la flauta, decía yo, si me quedo en silla de ruedas voy a tener que olvidarme de jugar a la pelota, pero por tentar al destino cada tanto inventaba una cosa nueva. Recuerdo, por ejemplo, el día en que me até esta cosa con hilo de coser. Alguien me había dicho que si la sangre no pasaba durante un tiempo, la bolita de carne se secaría y se caería sola. Eso me daba terror. Me imaginaba hacerme un torniquete a mitad del brazo capaz de secarlo hasta que quedé sólo la piel arriba del hueso y chau. Pero no, esa vez me duró hasta que me bañé. Por mucho esmero que le puse, igual el hilo se salió de su lugar. No me dolió mucho el día del pelotazo, pero me dio un poco de asco ver a la tapita del grano desprenderse y quedar agarrada al dedo sólo por un itsmo infinitesimal, tanto que hice pack, y me quedé con la tapita de carne en la mano y allí debajo, amenazante, el cuerpo extraño que se había quedado sin techo. Yo estaba acostumbrado a ver en la tele el escándalo que hacían esos que se quedan sin casa y pensaba en lo que habría dejado desamparado allí, a cielo abierto, con sólo hacer pack. Estaba consternado, pero si hay algo que tiene el humano, y a esto no lo aprendí en casa sino que vino como información genética, eso es la perseverancia. Al par de meses, debajo de la cascarita sobre la herida apenas sanguinolenta, de nuevo arremetió la bolita de carne y cada vez más grande, y cada vez con textura más irregular, como si el episodio aquél la hubiese rebelado y estuviera decidida por fin a mostrar su peor cara. Sí, era horrible, pero me acostumbré a vivir con ella. A ir a la zapatería a comprarme un par de zapatos, con la gravedad que implica para un hombre elegir los zapatos que habrán de acompañarlo por los próximos cinco años, y dar vueltas y vueltas, sin atreverme a decirle a la chica, señorita ¿no me vendería un zapato izquierdo 41 y un derecho 42? No por lo absurdo de la pregunta sino por lo que ella podría pensar de mí. Que soy un engendro o algo así. O que estoy loco. O la quiero timar para robarle. Entonces me compro un par de zapatos 42, con suela Febo, la única que soporta el rigor de estas callejuelas, y al probármelos, siento como el izquierdo baila sobre el pie, tanto que no podría comprarme mocasines sin temor a que uno se me pierda. Es así, siempre abotinados. Y a echarle doble nudo a los cordones. En fin. Hoy me levanté un poco antes de lo habitual. Tenía que hacer varias cosas que me habían quedado pendientes de ayer, que seguirían pendientes como demorase lo mismo que vengo demorando en ponerme los zapatos, bah, el zapato derecho. Esta cosa no deja de crecer y yo no tengo otros zapatos. Y también tengo que ir a trabajar y se está haciendo tarde y el zapato no quiere entrar. Voy a la cocina, miro el cuchillo, y digo no, me tomó un café y me acuesto un rato. Tengo que pensar qué les digo a los del trabajo. Algo se me va a ocurrir.

11.5.06

Misoginia

Me enfermo todas y cada una de las mañanas de mi vida. Si no es esto, será lo otro. Si los analgésicos no son bastante, yo mismo me ensucio las manos para cruzar al otro lado del meridiano.
El mañana, por el contrario, no promete nada. Es sólo una pregunta y, como tal, no reclama la atención que de antemano sabe no le será concedida.
una banana
¿es siempre
una banana?
No me gusta el cabernet sauvignon. Lo tomo, por supuesto, y no a regañadientes. Incluso lo compro cuando voy a alguna reunión con mis amigos especialmente en casos de cortedad presupuestaria. No se me juzgue por eso: a la multitud suelo ofrendarle lo que la multitud prefiere, pero se los ruego, a mí déjenme afuera. Elijo malbec. Elijo syrah. Una vez cada uno. O más veces syrah que malbec. Y me llena de fastidio llenarle la copa a alguien, que ese alguien haga el gesto de catar (olerlo, mirarlo a contraluz con la copa inclinada, y beberlo primero con un sorbo breve, que moje la punta de la lengua y de allí a los confines, esto con la boca ligeramente abierta para que se meta el aire y el vino sea tan virulento como pueda) y me diga: no, che, esto es muy frutado. A mí me gusta el vino fortachón, el vino que en lo posible manche con su borra la copa, el vino que después del último trago matice la sombra que deja en el paladar con –acá iba a poner “otros colores” pero voy a evitar parecerme a Brascó- algo distinto, un alter ego, una versión leve, etérea, de lo que acabo de tomar. Me gusta que el vino sea transgresor. Que amenace no gustarme. Que eche por tierra mis precauciones. Que se imponga. Pero muy de tarde en tarde, me permito un beaujolais. Frágil, líquido en el cabal sentido de la palabra, tenue, que me devuelva las riendas. Pero para eso necesito estar cansado. Muchas veces, la mayoría, tengo ganas de pelear.

10.5.06

El equipo de José

Para satisfacción de la platea lectora, hace mucho que no me peleo con nadie. Incluso dejé escapar -hace un par de semanas-, la oportunidad de volver sobre los pasos del amnésico señor Antín, que reprochaba las faltas ortográficas y gramaticales de cierto cineasta argentino. Nuestro crítico literario de cabecera olvidó que hace dos o tres meses le fastidió rotundamente que desde este espacio le fuera reprochada esa misma falencia. Pero olvidemos pronto a este señor y pasemos a lo único que nos interesa: la inminente disputa de la copa del mundo.
¿Cómo que no nos interesa? Insisto en que el mundial es lo único que nos interesa y como evidencia adjunto a los actuados este apunte que llegó a mi correo en el día de la fecha:
“A continuación, la Cámara de Industria y Comercio reproduce alguna de las sugerencias que propone el Sindicato de Empleados de Comercio (S.E.C) a poco menos de un mes de llevarse a cabo la Copa del Mundo Alemania 2006.
Cabe aclarar aquí que la Cámara de Comercio decidió dejar a consideración de cada comerciante y/o empresario la estipulación de algunas de las medidas que propone el S.E.C. con relación al desenvolvimiento de sus empleados y la televisación de lo partidos de la Selección Argentina.
En el entendimiento de que con estas posibilidades se eviten tardanzas, distracciones, ausencias, etc., se propone desde el Sindicato de Empleados de Comercio: acceder a permisos especiales con cambios de horario; colocar televisores en los horarios en los que juegue la Selección; acordar la metodología de trabajo teniendo en cuenta que la 1era Ronda del Equipo argentino cuenta con dos partidos a las 16 hs y el restante a las 10 AM.”
Pues bien, habiendo acreditado que la copa del mundo, o mejor dicho ver por televisión como el representativo argentino gana la copa del mundo, es lo único que nos interesa, el amigo lector me echará en cara que prometí no volver a tocar el tema fútbol sino en el espacio del amigo Norberto Trinchieri.
Es cierto. Eso afirmé hace un tiempo, pero tengo miedo de enviarle una colaboración y que la misma sea rechazada por estúpida, de modo que usaré mi propia tribuna para formular el reclamo que a renglón seguido expongo:
Estimado Néstor Pekerman, entrenador de la selección argentina de fútbol
De mi mayor consideración:
El que suscribe, tanto o más que Usted, desea que la copa del mundo luzca oronda en las vitrinas de la asociación del fútbol argentino por los próximos cuatro años. A esos efectos, habida cuenta su falta de carisma, su humildad impostada, el escaso talento de los futbolistas que prevé convocar para la disputa del magno certamen y el consabido apego que los ineptos para arte o ciencia tenemos por las fuerzas sobrenaturales, me atrevo a requerirle encarecidamente que apele a una fórmula que ya ha probado su eficacia en las copas disputadas en 1978 y 1986, ambas obtenidas por nuestro equipo y, no obstante eso, dejada a un costado por los seleccionadores nacionales en las copas de 1994, 1998 y 2002. ¿Todavía no sabe a qué me refiero? No esperaba menos de Usted: la perspicacia no reside en vuestra persona. La numeración, José, ¡la numeración! ¿Cómo que no entiende? Está bien: basta de rodeos. Le pido que en la repartija de los números para las camisetas respete estrictamente el orden alfabético. Hágame caso:
1. Abondanzieri, 2. Aimar, 3. Ayala, 4. Burdisso, 5. Cambiasso, 6. Coloccini, 7. Crespo, 8. Cruz, 9. Cufré, 10. De Michelis, 11. Franco, 12. Luis Gonzalez, 13. Heinze, 14. Lux, 15. Mascherano, 16. Messi, 17. Gabriel Militto, 18. Palacio, 19. Riquelme, 20. Maximiliano Rodríguez, 21. Scaloni, 22. Sorín y 23. Tevez.
No diga que no le avisé.
Se retiró el vendedor de medias. Finalizada la última ronda de mate de la mañana, me dirijo a la cocina a higienizar el herramental. Compruebo que en el tacho de basura yace la caja de un slip talle M. No vacilo en cubrirla con la yerba que me aprestaba a tirar. Se tejen muchas especulaciones.

Alexia sometimes

17: alfombra, almohadones, masas finas y Terminator II.
31: exilio, una lágrima redonda en la mejilla, en la mirada un portarretratos; en el portarretratos, una foto; en la foto, seis muchachos de pelo largo; en uno de ellos, el mismo amor.
Le hice un espacio en el bolso a la flamante tarta de jamón y queso, corrí a casa y me dispuse a comer. Prendí la máquina, puse el disco de Joy División y con la idea de trabajar oyendo Closer, tres, cuatro veces, lo que pudiera antes de caerme de sueño. Hice de la tarde la noche que necesitaba y de la noche, mi hora más fecunda. Dormité una hora y media o dos. Llegué al trabajo. Imprimí. Taché y reescribí con letra de tinta roja. Parí la versión definitiva y la eché al correo. Y ahora a desayunar. Mates y galletitas Tía Maruca. En la cocina estaba él, un vendedor de medias de mujer. Si no fuera por su enorme bolso verde, no hubiera podido reconocerlo. A su turno, cada una de mis compañeras le reprochaba que no había traído éste o aquél encargue. El se encogía de hombros. Yo no le creí una sola de sus promesas. Llevaba anteojos. Era imposible que llorase.

9.5.06

The walk

Internet, de a ratos, se me ocurre parecida a esos mercados barrocos que nos ha deparado la modernidad. Hay de todo y en cantidad, de todo menos lo que uno está buscando. Hay tanto, pero tanto tanto, que en determinado punto uno cae en la tentación de examinar en detalle algún producto. Eso, suponiendo que a cada producto le corresponda satisfacer alguna necesidad. Si así fuera, puede que no sepamos que estamos necesitando algo que alguien más atento ya se ha encargado de inventar, otro de fabricar en masa, un tercero de distribuir y, por último, nuestro hipermercado de confianza ha puesto en la góndola al costado del camino que semanalmente recorremos, masticando novísimas rabias y asombros que solos se escapan de la vaina para darnos derecho en la yugular.
En eso, uno que quiere hacerle la pata a un amigo que anda con demasiadas ocupaciones, se mete al híper a buscar algo. Algo muy concreto. Avanza por determinación por los pasillos y como puede resiste la tentación de darse vuelta para mirar a esa señorita de afortunada vista frontal con tal de seguir adelante en su derrotero. Busca entre los carteles con tipografía inmensa. Un poco se entusiasma pero al llegar al punto al que se proponía, y no sin antes esquivar otros factores de riesgo, que los hay por cientos y quién dice que no por miles, comprueba que allí no se encuentra lo que busca. Es algo parecido. Tal vez sea la forma o quién sabe sino las ganas de saciar con urgencia la demanda. Pero no, en el fondo eso otro no es eso. Y damos una vuelta más, a ver si los repositores hacen su trabajo de una vez. Y con eficacia. Volvemos a buscar. El resultado es similar. Varían las excusas, pero las manos siguen vacías y para no desfallecer tomamos lo que hay a mano. Es que, digámoslo de una vez: con tantas cosas a diestra y siniestra, uno se consagra como el menos feliz de los infelices a los ojos de los otros si prosigue la marcha con las manos vacías.
Entonces, no muy convencidos de la elección, nos cargamos con algo, una frasecita que alguien deja caer al vuelo: nesesito toda la in formaciom del libro titulado el codigo dabichi y todolo que son lo manuscritos de los ebangelios apocrifos, y pagamos lo que el ticket manda pagar y nos retiramos, un poco más pobres pero con la frente en alto, que es lo único que importa.

8.5.06

La vocación. Hoy en Kaputt.

Muera el perro/15



No tengo tiempo :: Contra las cuerdas
No, poeta no por Daniela Gutiérrez :: Kaputt
El taller de las chicas :: Aquí no hay bosque
Poemas de J.L.Escudero :: Humo de Damasco
Participios díscolos por Román Paladino :: Libro de Notas
La narrativa moderna :: El lamento de Portnoy

Charlie & Ian

Hace un rato terminé de leer El mal menor, la novelita de terror que nos legó el entrañable Charlie Feiling.
Cuando tuve la oportunidad de tratar a alguien que lo conoció en persona, no pude evitar preguntarle por él y muy sinceramente me reproché que me visita fugaz a la capital no me dejase tiempo para concertar otra charla porque aquél par de frases me dejaron sabor a poco.
¿Charlie?, me dijo mi amigo con los ojos mirando de frente a la nostalgia, Charlie se dejó ir muy rápido.
Sus razones habrá tenido, qué puede agregar uno al respecto que no sea la desazón por los comentarios vertidos por un par de pelafustanes puestos a destriparle vida y andanzas.
Por mi parte, casi sin quererlo, me encontré buscando en la novela algún rasgo de él, de su lucha contra la enfermedad y me tropecé con este párrafo que me llenó de consternación.
(...) No había nada de malo en sus palabras, salvo que sonó muy semejante a mi madre, al tipo de persona que cuando visita a un canceroso no pierde la oportunidad de señalarle que una enfermedad tan grave sólo puede ser culpa del enfermo mismo. A veces hasta los médicos caen en la trampa de adoptar esa actitud, que por cierto facilita las cosas para los que están sanos.
¿Así lo habrá vivido él?
En otro orden de cosas, o quizá no tanto, ayer por la noche pude ver una de esas joyas que se trafican en el Parque Rivadavia: un dvd con retazos de actuaciones en vivo de Joy División.
Los tracks estaban mal cortados. Eran canciones de tres o cuatro shows filmados con una sola cámara. En las imágenes, la mayoría en blanco y negro, apenas se divisaba al resto de los músicos, y el sonido era bastante más que espantoso.
Sin embargo la pequeña muestra del mito me llenó el alma y me permitió entender algo del embrujo de Ian Curtis y mucho de la importancia que tuvo la banda en su tiempo y sigue teniendo entre sus epígonos.
Casi podría decir que me di por pagado atisbando, y en este punto soy tan literal como puedo, su modo de bailar, y odié, nuevamente, a los pelafustanes que hoy se disputan el cetro, que son mucho más de un par.

Ay, dejenlá

Ultimísimo momento!
Después de intentar persuadirla por todos los medios e incluso haber renunciado a una empresa semejante, la bonita Silvia Sue ha dejado de pertenecer a la casta de comentaristas sin blog.
Antes de que nadie le diga nada, ella reclama: ay, dejemé.

5.5.06

bancos,
lo que se dice bancos,
los hay hipotecarios y comerciales,
de crédito y de inversión,
almidón en el puño de las camisas,
minifaldas por doquier, maletines,
filas detrás de la vidriera,
puertas que giran y otras que no tanto
bancos de datos
vaya a saber de quién,
vaya a saber para qué
y de carpintero, como el de Luis
que espera en El Bolsón, allá lejos
a que me transfigure en contador
y de semen
para dar mordisco sin manzana
y de plaza
duros de madera blanca,
testigos del amor cuando amanece,
del mástil que flamea en la bandera,
de apuestas sin pasión contra la vida que se deshilacha
pero no hay bancos de tiempo
para tomarlo prestado a tasa de usurero
cuando las horas se ahorcan las unas a las otras
y los hay, espesos, de niebla, mis favoritos
porque son el presagio de que alguna vez,
y no falta tanto,
el cielo bajará a lavarle la cara a los días
el sol brillará después
pero tendrá gusto a poco
a casi nada

4.5.06

En los mapas del cielo el sol siempre es amarillo

Así dice una canción que yo solía escuchar hace muchos años y así lo he creído porque nadie ha visto al sol en la realidad y todos hemos comprado el camelo de que se trata de una enorme piedra que arde. El fuego no es siempre amarillo. Eso sí es cierto. Además, por más que se trate de una piedra, en algún momento el combustible debería acabarse. Será cosa de miles de años, tal vez millones, el tiempo inconcebible y el final. Pero no, los que dicen saber afirman que el último capítulo será con explosión y el polvo astral alcanzará, absorberá y aniquilará a todas las estrellas. No sé como sea el arder de las piedras, pero con el carbón eso no pasa, simplemente se hace cenizas y muere, después de una larga agonía, pero muere.
Creo entender entonces que durante mucho tiempo tuve un dominio operacional de la física, quiero decir meramente algebraico. De puro acostumbrado yo pensaba que las que guiaban el mundo eran esas letras que gustosas se multiplicaban, dividían, potenciaban y la mar en coche y no entendía que en algún punto esas cosas cobraban vida alguna vez. Nunca entendí, por ejemplo, porque debía hacer más fuerza para cerrar la puerta a medida que me acercaba a las juntas. Nunca entendí, aunque supe encadenar un razonamiento brillante en una clase de macroeconomía, allá por 1996, cómo se derrumbaría por su propio peso la política monetaria del gobierno de los cuarenta ladrones. Roberto me lo pidió casi en tono de súplica: dígalo, Mayer, sea cruel con todos nosotros. Y así lo hice. Con las fórmulas dadas todo era tan sencillo que no pensé ni por un segundo que estaba hablando de semejante miseria.
En otra aula, en el extremo contrario del edificio, el loco Pierucci les daba Física III a los postulantes a ingenieros y, palabra más, palabra menos, decía: y, a partir de ahora, puede pasar cualquier cosa. En cierto punto nadie mejor que él para decir algo así. En su prontuario contaba con varios antecedentes enderezados a justificar que al cabo de ese trance pasaba cualquier cosa. El, por no ir más lejos, hablaba con marcianos. De hecho fueron ellos los que le indicaron el nombre con que bautizaría a sus hijos. No se sonrojaba al contarlo. Le resultaba tan natural como hacerse una casa sin ventanas. Tal vez los marcianos requiriesen privacidad.
Pero el punto es otro, el punto es la emocionante sensación de decir hasta acá llegamos y que no haya nada más allá o nada que no sea lo que uno mismo pudiese inventar. O sus alumnos de entonces, los que dormitaban en las clases y despertaban en el medio del relato de alguna de sus experiencias. No sé que es peor.
Pero el sol sólo es amarillo en los mapas del cielo y bueno sería tener a mano un mapa en un momento como éste, con las nubes tan bajas que cualquiera pensaría que se trata sólo de dar un buen brinco y cortarles el paso, quedarse con algo de ellas, un retacito para poner dentro de papel celofán y mostrarlo a las visitas.
No está más la sala de lectura. Se la llevaron a otro sitio. Es realmente una pena para mí porque tenía muchas ganas de hacer lo que hice tantas veces antes y ahora ya no puedo: sentarme a una de las mesas, en lo posible contra un rincón, abrir un libro a la mitad y pasarme en esa página toda la tarde, con un lápiz en la mano, la vista perdida en la hoja del libro, en la sucesión de ecuaciones, en la hoja desnuda del cuaderno, en el árbol que se agita contra la ventana. Todo en el mayor de los silencios.

3.5.06

Antídotos

En mis tiempos de pensión los inviernos eran mucho más rigurosos que estos de ahora, que no son poca cosa, pero traían como recompensa el conocer a gente por completo extraña, como es la gente que ha de habitar todas las pensiones del mundo.
Entre ellos, hoy en mi recuerdo se destaca Paquito, un caso serio entre los casos serios. Yo había tenido ocasión de conocerlo en los pasillos del edificio de aulas. Declaraba en ese entonces, e incluso mucho tiempo después, tener 26 años, pero como dijo uno de mis amigos: es un viejo. Sí, de aspecto siempre lo fue, eso que todavía la calvicie no lo había tomado por asalto, pero su talante era desmentido apenas abría la boca. Peter Pan era poco menos que un poroto a su lado.
Compartimos, tiempo después, las clases de apoyo en matemática que nos daba un pibe de Ingeniería. Yo, por esos tiempos muy aficionado a las tertulias alcohólicas, me metí por la ventana al limbo de los que superaron fácilmente ese escollo; él se quedó allí y guardó para mí un recelo. No supe nunca si le molestó lo provechosas que resultaron esas clases para mí o que no lo ayudase a pagarlas. La generosidad a veces juega esas cartas torcidas, qué puede uno hacerle.
Ya en los tiempos de pensión, los peores sin duda para él, porque tenía las finanzas destrozadas y en la facultad alternaba buenas y malas, no me privó de sus consejos. Todos ellos eran tomados como de quien venía, un viejo que la iba de joven, un tipo que pese a tener a todos los fracasos consigo era el centro de todas las reuniones. Es que el tipo era chispeante. En él mejor que en nadie se veía aquello de que el buen contador de historias cuenta siempre la misma. Tenía anécdotas a carradas y no le molestaba que le pidiésemos que volviera a contarlas y cada vez les agregaba alguna cosita. Sus dotes teatrales hacían el resto. Creo que nadie me ha hecho reír tanto todos estos años, pero como a todos los tipos burbujeantes, cuando la tristeza le daba una paliza, no se recuperaba durante meses. Así lo vimos en la pensión.
Se la pasaba comiendo dulce de membrillo. Dos panes de medio kilo cada uno a la semana. Una locura. Especialmente porque no había abandonado su costumbre y se destacaba como el mejor cocinero, bah, creo que los demás éramos horribles pero él se lo tomaba como una ceremonia, pero el tema del dulce de membrillo nos tenía desconcertados.
El Cata un día no aguantó más y le preguntó: che, por qué tanto dulce de membrillo, te va a hacer mal. Lo que pasa, Cata, es que tengo un gusto amargo en la boca y no me lo puedo sacar, no sé de dónde tanta amargura. Ya solos, el Cata y yo nos reíamos mucho de la ocurrencia a pesar de que había sido pronunciada en un tono casi fúnebre.
Hoy apenas pude salir de la oficina. Sentía que el dolor de estómago no me permitiría caminar las cuadras que faltaban hasta mi casa. Pasé por el súper. Compré algo para comer en la cama y un litro de leche. Me lo bajé casi de un tirón y traté de dormir, de soñar con borricos mágicos. Me desperté varias horas después sin saber si era de día o de noche, si martes o sábado, y tardé un buen rato en recordar que me había acostado descompuesto. La cama estaba llena de migas de pan, el cartón de leche en el piso, al alcance de la mano, la persiana baja. Y me acordé de Paquito. Me sentía triste de tristeza insanable y tomé leche con el deleite que sólo le dedico, muy de vez en cuando, al escocés. Quería limpiarme y algo de eso hice.
La Universidad Complutense de Madrid, según acabo de descubrir, tiene una importante biblioteca digital de la que pueden descargarse archivos en formato pdf (de los rebeldes, no permiten operar los comandos "seleccionar todo" y "copiar"). No obstante eso, ante lo rico de la oferta, yo no me lo perdería. Acá el índice.

2.5.06

dos, tres, catorce, veintisiete días de bloqueo, las palabras, todas y cada una en la punta de la lengua, es que la historia me resulta tan fácil, la veo con tanta claridad, que el único problema es escribirla -iba a poner "sentarme a escribirla" pero eso no es literalmente así porque a veces, yo no soy hombre de rutinas, escribo de pie-, el caso es que por un momento, a propósito de una charla que hace poco sostenía con un amigo, recordé a otro amigo, uno de por aquí que se ha mudado a una gran ciudad y cada vez que se hace una escapada para visitar a los amigos, supongo que para no sentirse extranjero en su propia casa, va al bar, apura un café, lee el diario, mira la vida pasar por los ventanales, y allí hay toda una forma de mirar, creo, en la pecera, en los esconcitos que sirven con el café, en la gentileza impostada de los mozos, pero más allá de eso, a mí, que no tengo todavía la experiencia de visitar las grandes urbes del mundo, me resulta asombroso que la sensación de pequeñez pueda recobrarse en un bar viejo, pero vamos, ése no era el punto sino el siguiente: ¿debo volver al sitio que me inspiró mi historia?, tal vez debo, pero hace unos años empecé a dejar de frecuentarlo, después, ya lejos de él, lo detesté, ahora ni eso, quizá no exista, acaso las continuas remodelaciones lo hayan llevado a otra parte pero a mí me interesan esas paredes y no otras y la carita de susto de esa mañana, las mejillas rosadas de calor, caramba, ahora me doy cuenta de que ni siquiera es verano y falta un buen pedazo de almanaque para que repetir la escena
Ya sé: pocas cosas más estúpidas que permitirse una explicación a destiempo, pero hagamos de cuenta que no soy tan inteligente como para comprenderlo. Es sólo un intento, un ejercicio de estilo.
Cuando alguien alza la voz, enseña un filo o una boquilla metálica, revolea un plato, escupe, se quita los lentes y se arremanga la camisa, frunce el ceño, aprieta los dientes, o en cualquier forma que pueda asimilarse al gesto de prepararse a golpear y ser golpeado, ese alguien se planta frente a otro u otros, hay algo vivo allí. Algo que quizá necesite ser corregido, no digo que de ese modo ni mucho menos, pero en el fondo esa crispación viene a decir que hay todavía alguna esperanza de torcer las cosas.
Más debería asustarnos que ese gesto no esté más, que no surja por natura ni por artificio.
Yo no pierdo amigos cuando me peleo con ellos sino todo lo contrario.

1.5.06

Etica de lector en Kaputt.

Muera el perro/14



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Vísperas de la fiesta de los burros

la verdá que no, la verdá que esto podría funcionar como un dispositivo de relojería pero anda más bien para el culo, debe ser, no sé, me parece a mí, que a los relojes les piden la misma cosa siempre, que den la hora y nada más, entonces hay sólo una pregunta y una sola respuesta, y los tipos responden, o bien se quedan callados, que es cuando no andan, ¿no?, en cambio una caja de supermercado no anda así ni por las tapas, ¿por qué?, supongo que habrá muchas razones y no me voy a poner a inventariar porque a esta hora, muy tarde según mi reloj, me dan ganas de estar en la cama, tapado hasta la cabeza, contando ovejitas, pero como quien llama al sueño de un modo no tradicional, podría intentar una explicación, pongamos por caso que mañana, dentro de un rato nomás, es el día internacional del burro de carga, y en su homenaje ha querido el gobierno, el parlamento, la podredumbre de sus leyes, que hasta a las cajeras del supermercado les den el día libre y qué haríamos nosotros si tenemos la despensa vacía, ¿eh?, qué haríamos, pero uno, que es más bien previsor y no tiene vehículo ni es muy amigo de gastar una moneda en pagar un taxi, total, a mí me daría más vergüenza que al taxista, si vivo a tres o cuatro cuadras del supermercado y lo único que debería pagarle es un poco más que la bajada de bandera, dos pesos, que a cierta altura del mes es plata, no vayan a creer, y que gustoso lo pagaría, pero hay una cola infernal, siete u ocho familias enteras, porque los fines de semana la cuestión es cargar a toda la familia al supermercado, y hay pocos taxis, un poco porque es fin de semana y otro poco porque nunca hay taxis en ninguna parte, especialmente si uno los necesita, si llueve a cántaros, si le duele acá y tiene que salir corriendo al médico o si tiene que llegarse hasta el aeropuerto a recibir a alguien, entonces es mejor no someterse a ese trámite y cargar con las bolsitas, dos o tres que no son tanto, esas pocas cuadras y cada tanto, a mitad de la marcha, mirar como las familias cargadas con bolsas, siete u ocho, que sí son bastante, afligidas, ven como un solo taxi es el que se aproxima, carga a los que están primeros en la fila, llenan el baúl y como pueden se acomodan y quedan esperando, a que venga otro, que tampoco habrá de recogerlos a ellos, y morirse de ganas de hacerles chau con la mano y abortar el deseo para no morir bajo una lluvia de piedras o de calditos de gallina Knorr, pero el problema no es ése en realidad aunque se le parece bastante, porque si ya que estamos con que mañana es el día internacional del burro de cargas y uno por previsor que sea no tiene pan, ni galletitas o yerba para el mate y calcula que mañana no encontrará nada abierto y decide lanzarse en expedición al supermercado y hay en sus instalaciones cien familias, o quizá doscientas, que son muchísimas, cada una con su carrito, abriendo la boca, amordazando niños que se empeñan en corretear de arriba para abajo mientras mamá o papá discuten lo caro que está todo y uno, que viene medio enclenque de fuerzas apura la marcha entre las góndolas, esquivando carritos guiados por alguien que va abriendo la boca, prestándole atención a un niño que no está conforme con la posición que le ha tocado en el carrito o pide que le compren los últimos muñequitos de Barney o de los Power Rangers, y uno un poco más grande empeñado en no guardar la prolijidad en la marcha, absolutamente ajeno a la circunstancia de que su baja estatura hace que el resto de los concurrentes no le presten atención a sus movimientos o, peor aun, que se vean impotentes, incapaces de detectarlos por intempestivos, que describen en raid, hagan malabares con las cosas que compran, y finalmente, no sin la satisfacción del objetivo a medio cumplir, se aposten en la cola para las cajas rápidas, que es decir las que atienden a los que eligieron un día como hoy para comprar menos de diez unidades y la cola superado cierto punto viborea, porque está compuesta por diez, quince, veinte personas, sus carros, sus morralitos de plástico, su cerveza, sus potes de helado, y la cola que no avanza más, algo la atasca, un niño, por ejemplo, que ha metido los dedos en la cinta que mueve las cosas, o la cajera que se ha quedado sin monedas de veinticinco centavos, o una tarjeta magnética que se resiste a ser leída, o un tipo que, a mitad del trámite, descubre que en vez de desodorante de ambientes ha levantado agua destilada y sale a las corridas, porque hay diez, veinte, treinta, que detrás de él se mueren de ganas de propinarle una tunda de golpes por pelotudo, porque no hay tipo más zapallo que el incapaz de distinguir entre una cosa y otra, o el otro, un poco más pelotudo que no obstante obrar un cartel del tamaño de una catedral encima de la caja que limita la transacción diez unidades, carga ochenta y cuatro productos y como es norma que el que paga, manda, se enfurece con la cajera y amenaza con tirarle por la cabeza las diez latas de puré de tomates que levantó porque el tipo regentea un comedor comunitario, que es una obra de bien y su plata vale tanto o más que la de los otros perejiles que están haciendo la cola con menos de diez unidades y la cajera, sólo por defensa propia llama a un oficial de seguridad, otro pelotudo que no podría ganarse el puchero en otra cosa que no sea andar persiguiendo gente a ver quién se roba nada y viste un pantalón mal cortado con una raya amarilla que lo inutiliza para cualquier actividad más noble que la meramente laboral si es que podemos hablar de meros y de trabajos en un caso así, y los demás, pacientes en un cincuenta por ciento, al borde del ataque de ira, todo el resto, proponen cursos de acción, a cuál más disparatados, los hay quienes proponen que la cajera se desnude que nada convence más a un tipo fuera de sí que un par de tetas bien puestas, los hay también los que, más generosos, están dispuestos a hacer justicia por mano propia y lo hacen saber blandiendo latas de cinco litros de aceite, niños que se agitan como locos, sevillanas que podrían pasar tranquilamente como llaveros o cortauñas, y yo me alisto entre los que quisieran que la cajera se desnude, no porque sea un elemento que haga a la convicción de nadie sino porque se me ocurre que debajo de la pechera celeste y la chomba blanca e inmediatamente encima de ese corazón que de tanto latir se le quiere salir por la boca, hay un par de tetas que merecen ser placebo de esta platea enardecida, que está pronta a romper por completo la fila, que va juntando cada vez más un eslabón con otro, porque los que se van sumando por la retaguardia, meten presión empujando a sus vecinos con los carros y por efecto dominó el equilibrio es más dificil, yo sé lo que les digo, si no se calman esto se va al cuerno, y a mí me quedan tres o cuatro antes de mi turno, por eso mismo me da por las pelotas la vieja gorda que dice que no puede ser que su tarjeta esté fuera de servicio por exceder su límite de gasto, y esa otra que le sigue detrás que se niega a mostrar los documentos porque ayer nomás, hace dos semanas, vino y compró una valija, noventa y nueve pesos la pagó, y nadie le pidió que enseñara nada y de poco vale que le señalen la generosa cartelería que denuncia que en todos los casos de pago con ticket o tarjeta hay que mostrar los documentos, entonces, como no le queda otra, pide un minuto para ir a buscar los documentos al auto, que da la puta casualidad que es el auto que se está llevando la grúa, porque ni los domingos dejan de trabajar las cuadrillas municipales que se encargan de recaudar multas bajo cualquier concepto, y entonces viene la vieja, más contrariada que antes, diciendo que ojalá todos nos metiéramos la valija de noventa y nueve pesos en el orto porque encima resultó ser una porquería, otra más de las que venden en este supermercado, que seguro que importan todo de la China y se llevan la guita a un paraíso fiscal con tal de no pagar los impuestos y que esto y que lo otro, mientras el resto de la cola, todos los que están detrás de mí, incluso el otario que en vez de meterme en el orto la valija que propone la vieja ha resuelto introducirme el borde de su carro, a ver si de una vez todos nos vamos a casa o a la puta madre que nos reparió, que vendría a ser casi lo mismo, sólo que si yo estuviese en casa, si no se me hubiera ocurrido que me estaba por quedar sin pan, sin galletitas, sin yerba, ni me hubiese pasado por la cabeza levantar una botellita de vino, no para tomarla sino para hacer bodega, que el Rodas estaba a un precio que era de regalo, lástima que por culpa de este sinvergüenza que me empuja el vino se caiga y nada es que yo vaya a levantar de la góndola otro que lo remplace sino mi pantalón nuevito, borracho de vino Rodas desde la cintura hasta media pierna, no si es lo que yo digo, esto podría andar un poco mejor