Jade May Hoey

1974-2004

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6.2.06

Tusitala/2

No fue el más accidentado de todos, pero sí se trata del viaje que me deparó la mayor fatiga.
Pinchamos un neumático en el parque y, aunque no me llegué a Cholila (el pueblo más cercano), tuve la corazonada de que todo venía malparido. Ya bastante suerte teníamos de estar todos (o casi todos) reunidos porque el grupo inicial de amigos se ha ido extendiendo y de a poco se ríe de la geografía, pero la mayor parte padece la congoja de los que tienen que ir a ganarse el pan a otra parte.
Como era de prever, porque no hay una sin dos, volvimos a pinchar a la vuelta, bastante antes de llegar a Paso de Indios.
Antes, una aclaración: la provincia del Chubut, apenas al sur del paralelo 42, tiene un ancho de 700 kilómetros, más o menos. Los principales centros poblados son: al sudeste, Comodoro Rivadavia; al noreste Puerto Madryn-Trelew-Rawson; y al noroeste, Esquel. A mitad de camino, por la ruta 25, hay tres caseríos que ostentan el privilegio de ser los únicos conglomerados casi urbanos en el medio de la nada. Son Las Plumas, Paso de Indios y Tecka. Se trata de pueblos de no más de quinientos habitantes en los que sopla permanentemente un viento atroz (y tengan presente que como patagónico, en materia de viento, sé de lo que hablo) y en los que la vida humana transcurre poco más que en los intervalos entre colectivo y colectivo.
A estos efectos es importante decir que el tramo Trelew-Esquel es cubierto por las empresas Mar y Valle y Don Otto mediante viajes que parten a las diez de la noche para llegar a destino a las seis de la mañana. O sea que el avispero de esos pueblos se mueve, según el caso, a la una, a las tres o a las cinco de la mañana.
Decía que pinchamos antes de Paso de Indios, que entre los viejos todavía sigue llamándose La herrería, vaya a saber en homenaje a la visión de que prócer del comercio. Era domingo y comenzaba a caer la noche. Cargando un par de críos, no podíamos correr el riesgo de completar el viaje sin llevar rueda de auxilio. Es bastante improbable cruzarse con alguien por esas soledades. Así que con algo de resignación nos metimos en el pueblo a buscar una gomería que nos sacara del apuro. Por supuesto que en Paso de Indios no hay muchas gomerías, así que existía la nada despreciable posibilidad de que tuviésemos que hacer noche ahí, pero no, dimos con el gomero del pueblo, que gentilmente nos informó el precio de una cubierta nueva en esas latitudes. No recuerdo la cifra pero estoy seguro de que doblaba con holgura todo el dinero que nosotros cargábamos, incluidas las monedas, y no tenía ninguna goma usada.
Hubo un par de cabildeos de los que yo no supe demasiado porque me quedé dentro del auto. Al rato salió en bicicleta una niña, presumiblemente la hija del gomero, que a la media hora volvió con una goma nueva y santo remedio.
Nos fuimos de Paso de Indios.
Con tanta suerte que en el medio de la ruta nos encontramos con un auto que esperaba, bajo un cielo nada amigable, que alguien le tendiese una mano. Como era de esperar, ellos sí habían pinchado y no tenían rueda de auxilio, y claro que, por esos prodigios que se dan cuando uno reza mucho, el rodado coincidía con nuestra reciente adquisición.
Se la prestamos hasta Gaiman, el primer sitio donde ellos podían conseguir una gomería. Era la madrugada y por no devolver a su sitio la rueda y perder valiosísimos diez minutos en el trámite, en mi carácter oficial de copiloto, me tocó traerla sobre la falda.
El tempranero sol del verano saludó nuestro ingreso a la ciudad más hedionda de la patagonia y yo, sin siquiera bañarme, me eché a dormir un sueño largo, del que tal vez no haya despertado.

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