Jade May Hoey

1974-2004

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31.12.07

Special Needs

Amar debería ser una cosa simple, algo así como salir a la vereda y comprobar que hace un calor de muerte, que el sol hiere a los ojos, que verano se parece mucho a veneno. Pero el hombre es animal retórico. Un bicho preso en la cárcel de las palabras. Entonces dice sí cuando quiere decir jueves. O niega con la boca lo que está diciendo con su pija parada. Después vienen los nombres. Cómo llamamos a esto o lo de más allá. Cómo hacemos para trocar en respuesta la rabia que nos invade cuando otro no entiende lo que decimos. El lenguaje como arma arrojadiza. Si todo fuera tan sencillo como decir sí, quiero, yo no podría decir otra cosa que sí, quiero. Porque es la verdad. Sí, quiero.

27.12.07

Postrero

Y se acabó el año de este blog.

Bah, considerando la frecuencia de actualización de los últimos meses, poco hay que pedirle a las escasas horas que faltan para que nos comamos las veinticuatro uvas (¿o eran doce?).

Por lo pronto, y siguiendo el mandato genovesiano, estamos a la procura de un postito optimista y pocas razones tenemos para evitarlo.

De modo que, no siendo para más, comiencen los brindis.

Seamos felices.

19.12.07

Di un examen de mierda

Me dieron la apaleada que nunca en la carrera. Pero aprobé, y eso es lo único que cuenta. Ahora, apenas le de enter a esto, me voy al touring, a brindar a la salud de los amigos que están lejos. No se alarmen los que estén cerca: comienza la semana de festejos.

¡VAMOS AL POGOOOOOO!

17.12.07

La previa

Dos días antes ya empezás a mirar con cariño la parrilla, me contaba Mauri. Yo no tengo parrilla. Ni patio. Ni tampoco ganas de comer asado. Pero empiezo a sentir el mismo cosquilleo. El resto es previsible. Hoy podría decir que estoy contento porque me costó despegar de la cama. Que salí al sol de la calle a media mañana y me sentí un extraño, un tipo en alpargatas al que todos miran. Chicas metidas en horrendos pantalones blancos. Oficinistas de corbata floja y tranco apurado. Señoras con bolsones de la compra. Cartones revolviendo la basura de un jardín de infantes. Así es el Trelew a pocas horas del examen.

13.12.07

Apostilla sobre el destejido social

Me canso.
Pero me canso por partes. Ahora mismo, por ejemplo, mi muñeca derecha se muere de ganas de tirar la toalla.
Fue feriado. Aproveché a lavar la ropa de guerra. Un toallón Palette, que, mojado, ha de pesar unos cinco kilos.
O sea, es mala hora para tirar la toalla.
Antes me cansaba a la altura del cuello. Eso que suena, me dijo alguien, son los tendones. ¿Será bueno o será malo? Estoy un poco cansado de hacerme preguntas tontas. Esa fue una de ellas.
Alguna vez se rieron de mí cuando comenté que me había despertado de la siesta de la tarde con un tironcito en la pantorrillas. La gente que me rodea suele reírse de cualquier cosa. No entienden que a uno le dé por soñar con tripas y todo. Habré soñado que era el rústico marcador de punta que alguna vez fui. O tratándose de un sueño puede que me haya buscado un puesto que esté lejos de mi alcance: carrilero izquierdo, a lo Witsge. Un tipo desenfado, de gambeta tan fácil como inútil, de esos que agarran la pelota y se ponen a matear como nosotros cuando éramos y pibes y jugábamos en la calle.
Ya nadie quiere a tipos así. Ahora esos tipos a lo sumo habitan las charlas de los borrachos de mi bar.
Y lo bien que hacen.
Si salieran ahí, si por alguna cosa de la vida les viniera la chance de salir de esa jaula de cristal, vendrían a la nuestra, que es bastante peor. Deberían meterse a hablar de valijas y carteras, y maletas y señoras de culo gordo.
Eso, al segundo día.
Dos días y me canso.

10.12.07

Ansiedad

Es admirable la facilidad que algunos tipos tienen para convertirse en una bola de ansiedad. Hablo de mí, claro. Siempre lo hago. Y lo bien que me sale. Pero esto no quiere ser una lisonja; al contrario: es un reproche. Pudiendo transformarme en cualquier cosa justo vengo a elegir este triste papel. Lo represento muy bien. Tal convencido estoy de mi rol, tan metido en el personaje, que no me privo de las pesadillas. Así nomás: ayer soñé con mi futuro ex jefe. Todo era igual a todos los días, sólo que él estaba experimentado una nueva solución a su derrota capilar. Un peluquín. Eso se había puesto. Yo quería reírme. Pero también quería dejar de hacerlo. Todo en el mismo acto. Todavía me resulta curioso que los miedos de la vigilia se cuelen con tanta holgura en mis sueños. Tenía miedo pánico de que él pensara que yo me lo tomo en solfa. Vamos: eso es lo mismo que hago todos los santos días, incluso cuando no me lo propongo, incluso cuando me mandan ser diplomático. Daba gracia. Un peluquín en una cabeza puntuda a fuerza de pasarse tanto tiempo a la intemperie.
Hoy pasó a saludar. Se despide. En realidad lo despidieron. Lo asignaron a un destino casi nobiliario. Un destino que me gustaría que a mí me tocase. Supongo que sería brillante jugando ese juego. Pero para él se trata de un castigo, una especie de viaje sin escalas a una jubilación. Yo tenía planeado felicitarlo por su gestión. Han sido cuatro años tortuosos. Creo que se merecía una felicitación. El no se hubiese ofuscado. No tiene con qué. Pienso que posiblemente ni se hubiera percatado de mi pretendido cinismo.
Es claro que no le dije nada. Sólo atiné a estrecharle la diestra, pero él me ganó de mano. Me abrazo. Me dio un beso. Dijo algunas palabras de compromiso. Agradeció el empujón que le dimos yo y todos los otros. Yo estaba duro. Como en el sueño. A mitad de camino de la sorna. Con un gusto amargo en la boca. O dulzón. Con el olor a maquillaje impregnado en todo lo que se me ponía delante.
Es que tengo la cabeza en otro lado. Hace unos meses que vivo en el futuro. De vez en cuando alguien toca mi hombro. Vuelvo. Siento ese olor, el temblor en mis manos, la maldita ansiedad de estar donde hace rato estoy.

4.12.07

Pacta sunt servanda

Si apenas pudiera articular una frase sin las palabras de siempre.

Si tuviera algo que decir, juro que lo diría. Mucho me temo que se tratase de las palabras de siempre, algo opacadas por el calor, por el peso de las semanas que han pasado y el temor por las que vendrán, pero hay cosas que no cambian. Sigo temiendo: quizá no cambien nunca.
Ahora escucho la voz de la flaquita del locutorio. Es la que siempre hace las suplencias. Una figura que, sin ser lo abundante que a mí me gustaría, luce lo que en la jerga conocen como "buena percha". Es increíble. No puedo dejar de mirarla. Trato de distraerme con alguna cosa. Escribiendo, por ejemplo.
Debería decir que esto no es un locutorio convencional, sino que es, al mismo tiempo, la recepción de la cooperativa de servicios públicos del pueblo, lo que la convierte en una romería en las horas pico y, como si eso fuera poco, cumple las funciones del 110. Sí, cada vez que suena el teléfono, la flaquita levanta el tubo y dice: central, como si preguntara. Le preguntan por mí, por ejemplo, Pérez Esquivada, y ella dice cuatro noventa y dos seis treinta y ocho; no, de nada. Y así a cada rato.
A cada hora sale alguno de los empleados de la cooperativa. Los hay administrativos, que poco importan, del servicio telefónico, del servicio eléctrico, del de aguas, todos toscos, morrudos. Cada cual, camino a la puerta, se detiene un momento para saludar a Rosa, que así se llama la flaquita.
Tendrá unos treinta y cinco años, eso creo yo. Al menos eso me parecía cuando le veía el pelo dorado caer sobre el gesto de mil horas bajo el sol del lago. Unos ojos celestes que darían ganas de comerlos, si no fuera por los párpados algo apretados de quien quiere acabar rápido con el asunto.
Es ronca. Eso me resulta cómico. Buena parte de su trabajo consiste en ser amable por teléfono, justo a ella que la voz no le favorece ni un poco. Bueno, he de admitir que en algún punto la voz de lija tiene su encanto. Para empezar, por el contraste con su figura tan delicada. Cada vez que se a fumar, y para esto debe asomarse a la vereda, entiendo algunas cosas. Pero basta que traiga al cachorrito guacho que tiene, para que a mí me salte la térmica.
Soy así. Odio los gatos, los perros y los niños. No sé si en ese orden, pero más o menos.
Acabo de verla. Está incluso más delgada que en el invierno. Se planchó los rulos; se ha puesto una tintura color chocolate. La oigo toser en la vereda.
Me distraigo. Con ella y de ella.
La verdad es que pensaba en otra cosa. Pensaba, y de eso quería escaparme, en la mala costumbre de no respetar la palabra empeñada, costumbre, por lo que se ve, bastante extendida en estas pampas. Somos, yo también, de olvido fácil. Y es una pena, no porque haya mucho y bueno que recordar. No hace falta que diga con todas las letras lo que opino de esta hora aciaga de la patria y el trato que le dispensa al diferente. Sino, redondamente, porque el olvido se basta a sí misma. Las promesas incumplidas hoy apadrinan las penurias de mañana.
Esa palabra empeñada primero y mancillada después, será la que se vuelva contra el lenguaraz. Sólo así será justicia. Y enhorabuena.