Jade May Hoey

1974-2004

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29.9.05

Me propuse vaciar el contenido de todas las cajas. No quería que nada quedase bajo la forma del equipaje que se trae de una mudanza a medio desarmar. En cierto modo imploré a mi dios de la perseverancia: basta ya de medias tintas. Entre todas las cajas hay una que conservo con especial cariño. Es de las del correo argentino. Sus feos colores cortan la uniformidad del polvillo. Me gusta tenerla siempre dando vueltas cerca mío. Como el monedero casi nunca abierto que conserva un mechón de pelo casi rojo. Cuando fui a tomar la caja, volví a detenerme en el apellido del mensajero. Nunca le di un abrazo. Nunca más que a través de un turbulento epistolario que no tuvimos modo de prolongar. Me detuve en su dirección. En aquellos días él vivía sobre la calle Obligado. No sé dónde pueda quedar eso pero soy de los que se aferran mucho a los símbolos. El no pudo rehusar ese papel en el que casi le va la vida, en el que acaso le sigue yendo aunque esté muy lejos de aquí y muy lejos de la calle Obligado. Por alguna razón sacudí la caja. Algo me mandó a hacerlo. Allí estaba el aro que nunca antes había encontrado, el aro por el que pensé en resignar la virginidad de mi lóbulo izquierdo. Lo recogí. Lo puse junto al mechón de pelo que custodia la modestia de mi estudio. Nunca irá a parar a mi oreja. Quizás pocas veces me atreva a mirarlo a los ojos. Quizá nunca, pobrecito.
La tarde primera, siempre hay una, el dolor parece cosa de nada, un pinchazo, nada más que un roce de esos que sacan la sangre que se desliza por carreteras de doble mano apenas a un pestañeo de la piel, ese cielo flexible que se ciñe sobre el palacio. O tal vez es Hiroshima. El hongo inmenso que detiene los relojes y uno se da cuenta de que respira sólo porque respira.
La noche primera no se duerme, más bien se muere. Miles de imágenes tapizan las paredes. Toda una vida cabe en ese ropero en el que que nada más cabe. El vertiginoso mundo con sus pausas arremete por la ventana. La agitación no se va del pecho ni los ríos ni las quejas ni las preguntas ni el silencio como sentencia.
El mes primero no se acaba nunca. Das vuelta la hoja del taco calendario y el santoral devuelve el mismo nombre.
El año primero es un poco más breve, no demasiado. En algo se asemeja a una maratón. El que mira atrás es seguro que con algo choque; el que se detiene, ya no retomará la marcha. Es darle y darle a sol y a sombra, y a pocas zancadas del final, cuando la respiración amenaza quebrarse, la gravedad tira de la cabeza y rozamos el abismo con nuestras narices.
En el medio hay pequeñas treguas.
Conviene no detenerse en ellas más que para cargar lo que quepa en una cantimplora.
De eso va el camino de los que nacieron para correr la alambrada.
Esa es la patria de los que todo lo han perdido.
Despierto cada mañana en una habitación extraña. Debería resultarme curioso. Siempre pasa así cuando viajo. Siempre pasa así cuando no sé dónde amanezco. Siempre tardo en despabilarme. Es algo a lo que me resisto profundamente. Malgasto la mejor de las charlas analizando en qué sitio estoy parado y tal vez no esté más que sentado a la misma mesa sobre la que como casi todos los días. Yo no quiero irme de esta casa; es ella la que no me quiere más aquí.

Al 5500 de la calle Corrientes

Dos horas esperar que se acaben cinco años. Dos horas de recordar el varicoso tejido que altera la impostura. Cinco años de ir y venir y de hacerlo de modo natural, intrascendente y capital como el acto de respirar. Dos horas para buscar entre todos los rostros cualquiera que se le parezca cuando en realidad, con un poco de buena voluntad, todos los rostros se parecen a todos los rostros. Cinco años de poner ladrillo sobre ladrillo tal que no haya mejor pirámide que esta. Escribir sin causa y encogido debajo de todas las causas. Recortar los motivos, plegarlos, desplegarlos, pegarlos. Un número es un santo y seña. Un número es un sí. Un número es ahora. Un número es dónde. Un número es acá.
Un número es volar de los balcones.

27.9.05

Derecho a réplica

Ahora caigo en que hay dos pizzerías La continental, no sé si una referirá a la América de los americanos y la otra a sus sobras o qué. Sí sé que en la primera vi la propina más suculenta que vaya a tropezarme en mi vida. Y siguiendo con las defraudaciones y las estafas, quiero denunciar públicamente al arquitecto Nielsen, a la postre (a la pizza porque el doloroso importe de la adición impidió que pensásemos en comer postre) el tesorero de la reunión de marras, que detrajo de mi peculio la suma de pesos catorce cuando mi cuota-parte ascendía a pesos trece, lo que no sería tan grave sino mediase la (ofensiva) dedicatoria que profirió a mi flamante guía telecom de tapas amarillas, que resultó -nobleza obliga- instrumento idóneo para apoyar la pava caliente para el mate de la tarde, resguardando la integridad del mantelito de hule.

Lezama

Este era el patio de los Lezama, decía mi guía y a mí no me alcanzaban los ojos para mirar, no porque no estuviese hecho para mirar grandes trechos sino por el acentuado contraste entre la ciudad vieja y un pedacito de verde. Entre toda la edificación resaltaba la cúpula de una iglesia ortodoxa rusa, pintada de un azul impiadoso con la armonía y con unos interiores esquivos a la agenda del turista desprevenido. Nunca nadie supo, más que los feligreses, a qué hora es que ofrece la liturgia esta buena gente.
Las callecitas son estrechas. Se llaman, por supuesto, Venezuela, Chile, Balcarce, Defensa. Hay por todos lados anticuarios y es inexorable angustiarse sólo de pensar qué es lo que quedará de nosotros cuando ya no estemos, qué de este tiempo de descartables y malayos apto para decir nuestra voluntad de perdurar.
Esto era un conventillo para la servidumbre, alcanzo a oír, y las palabras poco tienen que ver con el desparpajo de los techos que empalagan a la vista con sus dibujos. Suerte que al bajar la vista a las paredes retornamos a la una tristeza que se deshace en capas y capas de tiempo y más tiempo.
Vestidos de novia, fotos de gente estupefacta ante la cámara que los retratará acaso esa única vez en la vida. Aquellas figuras son las que a Borges le gustaba mirar y hay que dar todo un rodeo para vencer el enrejado. Alguien lee, dos se besan desaforadamente, tres en plan de modesto bullicio y perros que tientan a la pateadura.
Demasiados nombres hay para calles que memoran la barbarie pero aún su suma no alcanza a enmarcar todo lo bárbaro que nuestra perseverancia nos dicta ser.
Vuela un pájaro.

26.9.05

Mirazón

En algún lado leí que Gombrowicz, a punto de embarcar hacia la vieja Europa, hizo alinear a los amigos que había cosechado en su bendita estadía en el país. Quiero verlos como si fueran una fotografía, les dijo, y seguramente habrá atesorado esa imagen hasta expirar. Algo parecido tuve ganas de decir yo, a punto de perder el colectivo, y a mano tenía una vista privilegiada de los misérrimos puestos de baratijas de Retiro, esos puestos escapados de Bombay o de algún lugar por el estilo, cruzándose delante de los colosos que edificaron en el barrio. Tal vez me haya sentido de verdad en la India, sitio propicio para los renaceres según cuentan los que han tenido la ventura de vistarlo. En el apremio de quedarme con algo de todo aquello que se abalanzaba sobre mí como un torbellino descubrí la mirazón, acción y efecto de mirar como si de un acto necesario de potestad carnal se tratase, de arrancar cada detalle en tanto nota del lamento último, el expirar de Witold, la ruptura de algo en el afuera que raja el adentro. Una mirazón es un episodio de penetración visual: timar, intimar, ultimar.
[En otro orden de cosas, hoy es mi debut como residente en Kaputt. Ante lo grave de la oportunidad, he tomado un atajo. Me refugié en Bolaño, uno de esos tipos que creían que no es apropiado echarle llave a la puerta de la literatura una vez que ya estamos dentro. En cualquier caso, los rebeldes deberían saber que la literatura, con sus propias manos, puede echarlos por la ventana cuando a ella le plazca.]

25.9.05

En los papeles la cosa se veía por demás sencilla. Vos que sos fanático del subte, me dijeron, te tomás la línea B hasta Carlos Pellegrini y ahí hacés combinación con la línea C, hasta Retiro. Todo bien, pero a la mañana había usado la línea D, o tal vez falló el apuro, o la señalización, yo qué sé. El caso es que me vi en el final de un recorrido que acababa en la Estación Catedral. Esperé con impaciencia los seis minutos hasta que la locomotora se puso de nuevo en marcha, pero la demora había resultado letal. Combiné con la línea pertinente, llegué a Retiro, me metí con mi mochila a cuestas en la estación de trenes. Me costó salir de ella. Había demasiada gente, muchas otras mochilas, incluso gente que agitaba los brazos saludando a alguien que no era yo. Como pude, los dejé atrás. Subí la rampa, me metí en el túnel que por desgracia no cuenta con un carril rápido para los que andan sudados como yo estaba. Ya exhausto miré entre todos los carteles, boletería no, información al viajero no, andenes sí. A cuarenta metros veo la unidad de Expreso Quebús que debe llevarme a casa. La azafata (hermosa, claro) hace una seña hacia al interior del coche. Consulto mi reloj. Estoy en falta por un minuto. A unos veinte metros veo que es el 490, o sea el mío, con lo cual el sudor troca en resignación. La puerta se cierra, creo que estoy a punto de desmayarme. Suspendo la marcha y agito mis brazos cansados. Desde adentro alguien hace señas, se despide de mí. Adiós, Jorge Mayer, pasajero de la butaca 22, último aviso. Adiós, adios, dije para mis adentros. Me saqué de encima la mochila. Sonreí mirando qué bonito es el bolso que me compré en la calle Corrientes a sugerencia de una amable lectora. Estorbo el paso de otros viajeros. Les miro la felicidad, las acarameladas despedidas, los envidio. Había olvidado comprar un par de alfajores para lo que dure el viaje. Los compro, para lo que dure la vuelta a casa.

24.9.05

qué descaro
qué manera de mearle la cara a Santa María
(en realidad marcar el territorio)
qué manera de dejarse mear
si hasta dan ganas de llorar

23.9.05

Lo que son las cosas. Aquella noche, la de las primeras mesas, en La continental (uno y dos) me senté apenas donde pude y justo vengo a dar ni más ni menos que con Hargen, Vadinho y Bardamu, que no sólo me dejaron hablar sino también comer (y beber). Es dificil que alguna vez vuelva a estar en una mesa tan heterodoxa y tan amena. Gracias a todos (incluso al que nos abandonó y al tesorero, que me afanó un peso).
En El taller me refugio del vendaval lacrimoso de Santa María, una que llora a cuenta de lo que vendrá.
Por supuesto que no fui a la Recoleta. Es más: hoy no salí casi del barrio sino hasta tomar el último subte. Creo que en fm Belgrano sonaba Michael Jackson y los astros habían tejido una conspiración que casi nos mata de risa; en fin, que casi nos mata.

22.9.05

De los pliegues de las patas de la araña sale una luz que me dejó ciego, pero no me ha quitado un ápice del compromiso que he firmado en oro blanco.
La Quintana, setiembre 22.
Recordatorio: comprar sin falta un bolso de mano para llevar el cargamento de libros que me ha deparado Corrientes. Agradecer al señor (cuyo nombre he olvidado) que sólo acepta contado efectivo, lo que impidió que me lleve media librería. Repudiar la actitud de un tal Jorge Mayer que ha escrito un libro sobre Alberdi (más que nada por salir del medio de la maraña libresca para ofrecerse a mis ojos como un insulto). Agradecer a la ponencia tan aburrida que me permitió anotar tres frases para el texto del lunes. Inventariar todos los rostros de la primavera. Salir a pasear sin rumbo, tal vez por la Recoleta, pero liviano y con la panza ligeramente llena.
Lo mejor del Rojas, más allá de las bondades de cierta ponente que no habré de mencionar (sí, soy un negro resentido), fue enterarnos de que nuestro amigo Gustavo Nielsen publicará, en breve, sus cuentos anónimos, perdón, inéditos. En efecto: el día del orgullo blogger fue maravilloso porque fue un día más todos los impuestos (¿cuánto de la fama argentina no podemos achacarla a la bendita presión tributaria?), bah, una semana. De todos modos, no voy a brindar más detalles. El que se lo perdió, se jode. Y el que quiera saber de mi ponencia que compre el librito respectivo. En rigor de verdad, debería dejar de escribir a estas horas, en completo estado de ebriedad, a tres millas de casa, y directamente en la caja de texto de blogger, que si gasto una moneda más no llego con la guita para el taxi.

20.9.05

Un día se te ocurrió que aprender a bailar tango era una buena idea. Fue en vano. En verdad nunca habíamos hecho otra cosa.
Tomé un libro al azar y encontré a Barthes. Pasó a saludarme el instigador. Vino. Libros. Resaca. Subte línea B. La cerveza Budweisser siempre será una porquería. Quise comprarme un Hawthorne pero me vendieron a Peter. Tengo sueño. Hoy toca la foto que perseguirán nuestros biógrafos. En el bufet del Rojas no sólo no venden escabio sino que tampoco dejan fumar. Es bonito Palermo desde arriba. Debo averiguar por qué de vez en cuando escribo bien. Será a las seis y media de la tarde o quizá no sea nunca.

19.9.05

30 ó 32

En realidad no nos perdimos en Palermo. Sólo fue la inquietud que nos disparó la duda: ¿cuántos ravioles caben en una porción?

18.9.05

Nada.
Estoy de demasiado buen humor como para ponerme a escribir. Para mi sorpresa Santa María me ha recibido de un modo mucho menos hostil a todo lo que le supe conocer. Por suerte tengo boleto de regreso y eso le da a todo un aire de nunca volver, así que prefiero caminar con cuidado por las calles, mirar bien antes de cruzar, pero nunca atrás. Y he llenado un par de hojas de cuaderno con una letra ilegible, lo que viene a demostrar que la letra redonda la reservo para cuando escribir resulta una necesidad vital. En suma: un día y medio ya me ha compensado. De aquí en más, es decir, desde las ocho de la noche del domingo en adelante, es todo un regalo.

16.9.05

Stop

A partir de hoy, y hasta nuevo aviso, esta bitácora será de acualización eventual. Creo que me fui de vacaciones a alguna parte. Quizá sea buena ocasión para otorgarle cierta morosidad a los relatos y dejar a un costado la escalada verbal de los últimos tiempos. Como sea, ya sabrán de mí. Un recuerdo para mis amigos, a cada uno y por su nombre.

PS: no soy bueno a la hora de honrar mis promesas, así que ya sabrán a lo que atenerse.

15.9.05



Qué bien me vendrían unas vacaciones.
Debo ponerle nueva batería al reloj -trofeo de guerra de vetusto amor- que se ha detenido a las doce menos cinco de algún día de comienzos de siglo. Ha llegado la hora propicia para hacerlo aunque, si no me apuro, llegaré tarde a la relojería y en mi reloj seguirán dando las doce menos cinco.

Diatriba

Acaso no sea lo políticamente correcto que me corresponde ser desde este púlpito, estimada feligresía, pero me veo en la grave obligación de manifestar otra negligencia que nos somete de continuo y, nuevamente, a manos de esa figura a la que toda la bondad le imputan, como si fuese poca cosa el acto mismo de la creación. No, señores, no diré que es un dispendio de eficacia haber soslayado la consabida eficacia de la división del trabajo social. Tampoco haré gala de los conocimientos que obtuve en otros foros antes de repudiarlo. Muy sencillo sería decir, por ejemplo, ha de existir un empleado que haga y otro que controle, para el caso de marras uno que cree, otro que vigile la justicia, y valerme de la vasta literatura contable para defender a capa y espada el magno principio de control por oposición de intereses. Tal vez eso deba ser motivo de mayor análisis. Lo mío es más pequeño, más superficial, y a la par más doloroso. ¿Por qué, oso preguntarme, han der ser iguales todas las lágrimas? ¿Qué perniciosa estratagema celeste es la culpable de que a rectos y a torcidos toque las mismas lágrimas? Mi reino y el que aun no conquisté sería capaz de entregar tan sólo para apurar el día en que la justicia sea justa y toquen lágrimas verdes a las chicas de ojos verdes.

14.9.05

Pequeños juegos retóricos

Pertinaz preocupación por la toma de posición política de los felinos en general y de la docena de gatos que habitaron mi casa de pibe en particular.
Loables intenciones de higiene que alcanzan lo que les permite la vista y su mano no prensil. Erecciones de rabo ante los estímulos cariciales sobre el lomo. Dificultad para la práctica del rasurado. Pelaje en gama cromática similar a la humana con leve destaque de ciertos ejemplares de una tonalidad casi naranja. Eficaces imitadores, sobre todo por las noches, del llanto de los bebés. Aparente infalibilidad en el oído ante el eco de cualquier elemento que asocien a la comida.
Sin embargo, lo mejor de las tardes de mi infancia era verlos estirarse. Entre todos los árboles posibles, solían escoger el ciruelo, salvo cuando la aglomeración fuese excesiva (mi casa siempre fue un buen refugio para cuanto gato hambriento anduviese por el barrio). Clavaban las uñas a una prudente altura y arañaban al pobre tronco que, acaso sostenido en algún boceto de ética para vegetales, se erguía con orgullo renovado. Tal vez creyera estar trabado en lucha contra estos energúmenos, pero en cualquier caso la notoria desigualdad desactivaba cualquier posibilidad de lucha. El gato nada más se entretenía con un juego retórico que le resultaba útil para mantener el filo de sus uñas. Hasta un gato lo sabe: pelear (por alguien, por algo, por nadie, por nada) es otra cosa.

13.9.05

Azar

Y qué más. Supongo que dos o tres libros. En el seleccionado ya se ha ganado un lugar, y por mucho, Wilcock, pero no sé qué más. Supongo que en al apuro que suele caracterizarme levantaré lo primero que agarre, que no suele ser lo más apropiado, aunque tampoco sobra darle a los planes un toque de azar. Benditos los nombres bajo los que agrupamos aquello que no sabemos explicar. Magias que nos toman malparados y nos desnudan ante leyes que nos son por mucho superiores. ¿Alguien ha dicho dios por allí atrás? No es que me incomode la palabra sino la reputación que hemos forjado en torno a ella. A dios, por caso, lo hemos matado el día que nos dio por pensar que todo lo que hacía era bueno, Yo no deposito ninguna expectativa en lo que él pueda depararme, simplemente dejo que aparezca y para que lo haga no tengo que invocarlo. A veces, por ejemplo anoche, se pone las ropas de agente de policía, vuelve a interrogarme sobre aspectos que él conoce de sobra. Nombre, ocupación y domicilio de mi personaje. Me tomó tan de sorpresa que no pude más que darle mis datos como si fueran los que me pedía. Todo con una sonrisa de suficiencia. Hay quien le tiene más miedo a sus datos. Yo ya he perdido esos temores. Solos se han ido sin que tenga que pedirlo. Distinto sería tener que ponerme en pose de disimulo. Debería, por lo menos, escribirme un libreto de unas tres mil palabras y con la pereza de la que soy dueño (por propio mérito y no por herencia) no tendría la paciencia. De todos modos no tendría mayor sentido. Así, mis queridos amigos, es la vida de los honestos. Ser transparente no es privarme del espesor aunque pueda haber quien lo prefiera. Es la moda. Se ha impuesto desde la televisión y calza perfecto en los tiempos de esos seres pequeñitos que prenden la televisión y por rutina se embarcan en el naufragio de canal y canal, armándose un programa a medida, tal que en cualquier punto por el que se los tome se sepa de qué va la cosa. No es el asunto andar pensando demasiado. ¿Qué es eso de las lecturas de nivel múltiple? A ver si nos cae pesada la cena. Entonces la complejidad o su ausencia se pone la toga de la moralidad y ¿qué sería de las bellas artes si a los artistas les diese por la moralidad? No, mejor no pensarlo. Cambiemos de canal, bah, cambie de canal quien tenga televisión. Yo debo elegirle compañía a Johny. O que dios se encargue. El sabrá lo que sea mejor.
Tuve que decir que era escritor, pero se trató de un acto de legítima defensa.

Disyuntiva

A comienzos del verano pasado una circunstancia inclemente destruyó el abnegado bolsito que me acompañó durante los años duros. Desde entonces no he tenido que viajar demasiado y me las he arreglado con distintas variantes, todas ellas precarias, pero tampoco he necesitado más. Donde vivo, donde voy, nunca es demasiado importante la apariencia. Es más: en ocasiones conviene evitar la higiene y demás normas de urbanidad con tal de ser uno más del paisaje y no pasar por un turista extraviado, idóneo para ser sujeto pasivo de la práctica del apremio seguido de hurto. Y pensándolo bien, no sé si he salido más de dos veces de Trelew. Y pensándolo mejor, eso ha de ser la causa de la mayoría de mis males actuales. Los pueblos pequeños se cierran sobre el individuo hasta tomar su cuerpo, lo que en mi caso sería igual a decir que manifiesto ciertas tendencias a la inundación y un sostenido olor pestilente que desconcierta al visitante, que tal vez ha venido seducido por un vecino que no le pudo dar alojamiento, o casualidades así. Defraudación enfática y perseverante. Pocas salidas en caso de urgencia. Proximidad con el mar. Desprecio metódico por el río. Pero ante el nuevo rumbo inminente me asalta la disyuntiva. ¿Será buena ocasión para invertir en una maleta digna? Asumo que se trata nada más de escalas, que nada definitivo hay en lo inminente, pero si es que algo hubiera definitivo en el mediano plazo, eso es un viaje, un largo viaje para el que conviene estar preparado desde hoy mismo. Pero el caso es que si me comprase una buena maleta tampoco tendría demasiado para echarle y sería más bien un acto de fe hacia el futuro desconocido. No sé si soy digno de tanto, pero algo voy a comprarme.
Los martes son tan parecidos a los lunes que ha sido una gran ocurrencia eso de poner a los unos a continuación de los otros. El resto es la talla mnemotécnica, primero el lunes. El resto es martes. Pero no todos los martes son iguales. Hoy, por ejemplo, soñé que me encontraba con un buen weblog. Y lo mejor de todo es que sí. Es original, simpático, literato y bonito. Es ¡Basta de carátulas!.

12.9.05

Mago

Con las primeras monedas que hizo el recién llegado al oficio de mago prefirió postergar sus necesidades alimentarias y le dio por comprarle un nuevo corset a su asistente, algo delicado, que condimente los shows y a la vez le reporte la gracia de que el público le preste un poco menos de atención a él, al ruedo descosido de su blazer y a los trucos que en casi nada desmentían su condición de aprendiz. Claro que la libido lo traicionó a la hora de elegir y llegado el tiempo de la ejecución, que es lo único que en verdad importaba, él se distrajo mirando el escote de la chica linda y la paloma salida de su puño trocó en no uno sino en cien cuervos que se abalanzaron sobre la concurrencia hasta dar cuenta de los ojos de todos y cada uno. Pobrecitos, se perdieron lo mejor del show: del rabo del conejo salió una galera enorme por cuyo agujero cayeron los dos, mago y chica linda, y nadie ha vuelto a verlos, tal vez porque huyeron al paraíso, tal vez por la escasez de ojos.
Enormes caramelos con sabor a regaliz me recordaron que nunca debí dejar de comer caramelos. No sé por qué hago algunas cosas ni mucho menos por qué postergo emprender otras. No sé por qué no se trata de un solo encadenamiento sino de varios a la vez y con eslabones comunes y en cada postergación sólo dejo para mañana la explosión, la necesaria explosión. De momentola purga ha venido bien. Ha sido la mejor manera de guardar la ropa de invierno. Al principio se siente la desnudez del cuello sin bufanda, pero después de andar un par de cuadras uno se da cuenta de que la libertad tiene un gusto más bien helado. Lástima que la tibieza que promete, y a menudo reporta, uno y todos los regazos, se parezca tanto a la quietud, a la inmovilidad de los cadáveres. Llegar a un puerto y estar contento con él es buena cosa mientras dura pero es de los buques andar por la mar y sin referencias. Hoy aquí, mañana sabe dios dónde. En calma o tempestad siempre un buque que persigue enormes caramelos de regaliz.

Fuga de Bataille

Si no fuera por la rubiecita de patas largas, el viaje de vuelta hoy hubiese sido sólo de Bataille. No estuvo mal, de todos modos. Mediaba un delantalito blanco que tal vez todas usen en su repartición y por los datos que he colectado, según ahora mismo compruebo en la ficha que le pertenece, el delantalito es lo mejor que nos puede pasar a todos los que la vemos subir al colectivo, dubitar nerviosa antes de elegir con quién sentarse en el día de la fecha y finalmente darse a la butaca en un empellón franco, de esos que festejaríamos en un sitio más propicio, pero no aquí, al mediodía de un sol primaveral que nos aturde un poco y la fatiga a medio mitigar, los bostezos que no pretendemos ocultar y que se van de nosotros como gritos de agonía, como gritos sordos, y ya sentada y de soslayo escruto, escrutan, escrutas la geografía de la papada, ese cielo patas arriba que luce un poquito hinchado y las mejillas llenas de alfilerazos y se hace cuento aquello de que en verdad alguna vez el Catu dejó plantados a los adelantados en Calafate y a un laburo de la gran puta sólo por una rubia con unas patas tan largas que ni él lo podía creer.

11.9.05

Evocación

Dani ya era grande. Nunca se sabe cuánto sea capaz de comprender una criatura pero a veces la aterraba esa capacidad de asimilación del pibe. Sin un papá que lo guíe ella pensaba que las cosas podían complicarse en cualquier momento. En realidad nunca dejaron de estar complicadas, pero sólo era la eterna pelea por conseguir un peso más, las rencillas oficinescas por las que le negaron el puesto con el que siempre había soñado, cosas así, no definitivas, sólo que su ilación era la perpetua gota en la cabeza. Dónde encontrar una pareja cuando te dieron las cuarenta campanadas, morocha. Una reunión de solas y solos, por supuesto. Primero es la timidez que naturalmente conlleva la decisión de cruzar ese umbral, pero tales confesiones hacia adentro surten los efectos de una purga, un peso menos, ganas, de las ganas se trataba. No hubo jamás un caballero que le moviera mucho el piso, nada más un insistente, el Juanca, ancho, retacón, bigotes, tan quedado que daba ternura, de tan pocas palabras que parecía que nunca le pondría un pero, sería una garantía de fidelidad, la seguridad que ella esperaba para los años que estaban por venir. Y sí, fue él, aunque casi todo lo hizo ella. El pantalón blanco fue el mejor guiño para animarlo. Tal vez hubiese pasado horas y horas, ensayando las palabras que no tenía, pero a ella no podía pedirle más que el pantalón blanco, tu turno, querido, qué estás esperando. En adelante no cesarían las tempestades, pero al borde todo de acabarse él cerraba los ojos como quien mete la mano en el fondo de una caja, evocaba aquella noche y todo volvía a ser blanco: los rincones, los cabellos, los dientes remojados en un vaso.

El fin del mundo

Yo estaba en el exilio. Interno, no me voy a poner en grave porque no me queda bien. Además estaba en el paraíso. El Bolsón es el sitio del mundo que elegí para morir y por eso y por algunas otras razones de contexto que no conviene revelar, me mantengo a una distancia prudencial, ni muy cerca porque el idilio con la muerte es un asunto puramente literario, ni muy lejos porque uno nunca se sabe cuándo. Alrededor de las nueve y media algo nos sacó de la casa, un trámite o algo igualmente olvidable. A la vuelta, frente al portón, el locutor que leía las noticias se sobresaltaba y con voz teñida de espanto dijo algo así como: World Trade Center, incendio, otro avión, y sin mayores obligaciones me apoltroné frente a la televisión hasta saciarme con el olor de la carne quemada, el apremio con que los allegados al periodismo arremetían con los análisis, la espectacularidad de las imágenes y los replays en cámara lenta. Un par de horas después salí a la calle. Tal vez agradecí al cielo limpio estar en un lugar demasiado perdido en el mapa como para estremecerse del modo en que yo lo estaba. Si el fin de los tiempos era inminente, a mí me tocaba estar en el mejor de los lugares posibles. Lo comprobé después de una cuadra de caminata. La gente seguía saludando a la gente por el mero de hecho de cruzarse las miradas.

Testigo

Resulta por lo menos llamativa la facilidad con que uno puede perder una lengua que ha dejado de usar. Alguna vez lo experimenté con estadística. Fui de los más destacados durante ese cursado y con la soberbia que me caracteriza di un extraordinario examen, de los mejores que yo recuerde. Al poco tiempo, tratando de esclarecer la duda de alguien que confiaba en la perdurabilidad de mis conocimientos, verifiqué que en ese distrito del conocimiento ya no tenía nada que hacer. Los objetos seguían allí, muertos de risa, y yo sin saber relacionarlos con precisión era un troglodita en versión corregida. Temo que también haya olvidado todo lo que sabía de huerta y hortalizas. Ante una referencia a los testigos, no pude asociarla a las guías, esos palitos que encauzan a la planta para que no se vaya de madre. En esa circunstancia entendí lo que sentiría mi padre cuando trataba de enseñarme el alemán que él supo hablar, un rústico dialecto de gringos exilados (aunque ellos no son de ningún lugar sino del que los alimenta) en las sierras de Córdoba, que a diario se las veían con italianos y criollos igualmente rústicos. Otro hubiese sido el cantar si papá hubiese tenido lecciones de lectoescritura alemana y no hubiese sido un sencillo muchachito que debe arreglárselas de cualquier modo con el castellano por la mera supervivencia. Quiero decir: también el tiempo se hubiese encargado de borronear los contornos, pero la notación hace a la perdurabilidad. Por esa misma razón todo lo que aprendí en aquellas horas bajo el sol quedó en un sótano del que extravié las llaves y en la clandestinidad me fue revelado la divisa que debo defender.
La interactividad que se permiten los weblogs dan lugar a numerosos equívocos.
Uno de ellos, quizás el más significativo, es que a partir del texto y de la proximidad que se nota en el autor -cualidad que se exacerba cuando media autorreferencialidad y continuidad-, el lector se atreva a formular -y publicar- todo tipo de extrapolaciones sobre la personalidad del autor. Algunas son sólidamente fundadas, otras disparatadas. El caso es que, extremando la ilusión de proximidad, hay quien se anima a estirar la mano para guiar la mano de el que escribe, creyendo que a todos los weblogs les es aplicable la lógica de Casciari donde hay una tribu que le arma la vida a los personajes, tal la farsa de la interactividad. Perder a esa clase de lectores es todo un triunfo.

Saldo

El camino que se abre para llegar a la lisonja es sencillo, pero la verdad es así. No hay puntos medios. Al olor a podrido no se lo aniquila con desodorante de ambiente sino con lavandina. Hasta el hueso. Que sangren los ojos. Que el que limpia quede al borde del desmayo.
Un olvidado líder latinoamericano de otro tiempo lo dijo antes: no se puede poner un poco de orden sin que nadie se incomode. A las bacterias no se las combate con maquillaje.
La medida del trabajo es el dolor en el músculo. Lo que va quedando atrás es la mejor -la única- señal de la marcha. Y por mucho que ladren los perros la caravana sigue.

10.9.05

Elegía

¡Qué pena indecible las resurrecciones que duran un solo día!
Si he de volver de los infiernos, que sea para siempre.
Si he de escribir, que sea en serio.
Si he de pedir, que ya todo lo haya echado.

Morfología de un vulgar utensilio de cocina

Ah.
La sublime hora de velar las armas y yo sin un sustantivo mejor que aquel que alude al noble utensilio de cocina, y yo sin un verbo que se amolde a estos amarres que de tan amarres son la carnadura del vicio pero precisamente en una estación previa, o tal vez posterior, donde apenas llega la amenaza de la bocina y es callado el rumor de las ruedas de acero, y se está tan bien que no se trata de invitarte o dejar de hacerlo, porque los cuencos se han hecho para ser llenados, y tal vez exista alguien, incluso yo mismo hace nada más unas horas, que se dé por entero y desnudo de vacilaciones y cavilaciones, claro que no vas a reparar, cómo pedirte este derroche suplementario, con qué autoridad, es la musiquita, sentí el acento, pronuncialo: cavilación, vacilación, cavilación, que sílaba por sílaba se va engarzando y se nos viene encima, como el tren, cavilación, vacilación, cavilación.
Cuánto hay de serio en tu demanda. Cuánto hace que no te ves en el espejo. Cuánto que no te planteas cuál es el límite entre alguien y algo. Cuánto que no escribes algo que valga la pena. Cuándo dejarás de enojarte con los pastores hablando tú mismo como un pastor. Cuánto falta para que despiertes. Cuánto para que sepas que sólo te ha confortado hasta ahora el regodeo con los que no son de tu grey. Cuánto para que recuerdes que al peor de los nuestros también le tocará “ser”. Lo repito: cuánto.

Preludio

Siempre es lo mismo. Padre que reprocha. Yo a esto lo dije antes. Hijo que se encoge de hombros. Es la primera vez que paso por acá. Sólo me detuve por una flor que llamó mi atención. Desde que la vi supe que era mía. Toda su vida, qué más da si una semana, un mes o un pestañeo, había estado esperándome. Entonces supe que mis manos también son eficaces puestas en papel de tijeras sólo que hay que llevar el bracito, la pierna, el cuello, hasta el extremo en que cede. A veces está allí nomás, como la flor al costado de mi camino; otras hay que ponerle más empeño. Que no te haga mella la luz del sol. Atrévete a mirarlo por una vez a los ojos. ¿Verdad que no puede haber cosa más bonita? Lo más bonito del mundo está fuera de él y sólo lo vemos a costa de quemarnos los ojos. Sólo los locos pueden hablar con autoridad de la locura. Sólo las flores saben de fragancias y el polvo de caminos. Pero padre reprocha. Yo te avisé antes de que esto suceda, sólo que ahora es tarde. Nunca es tarde, lo piensas, jamás te atreverías a contradecir a sus años. Vivir se vive, sí, pero es otro tiempo, vanas son las extrapolaciones. ¿De qué modo puedo decirlo mejor? Es el fracturado tallo de una planta de la que he tomado prestada una flor. Felices los que no hacen demasiadas preguntas porque de ellos es el reino que hospeda a todas las respuestas. No derramó más que media gota de sangre o sudor o lágrima. Lágrima de flor para escritorio. O. para ojal de saco. Tienes el reproche tan fácil que hasta dan deseos de abofetearte. Con gusto te torcería el cuello y echaría tu cabeza inútil a la chimenea. Perdóname hollín por no darte mejor alimento. Perdón por la suciedad demasiado sucia. Perdón por las paredes. Siempre perdón es nunca. Tarde es temprano en los reinos que no verás ni en sueños. Habrá siempre otra flor. La misma flor. La flor.

Hidrología

Aunque me empeñe en repetirlo, está visto que no queda demasiado claro. Nunca podría ser docente porque admito que se ignore la perseverancia pero de ninguna manera que se persevere en la ignorancia. Qué razón tendrá esta gente para la obstinación. Según entiendo eso es cosa de adolescentes. Tienen tanta energía que algún modo tienen que rebuscarse para no estallar. Pero la en tiempos en que la madurez debería ser ley, tocar la misma canción y con el mismo martillo es un acto de necedad absoluta.
Qué va: algo en común tenemos. Somos de agua. Algunos se hacen estanque, otros preferimos el movimiento aunque sea acotado. Si no puedo ser el Nilo entonces seré el arroyuelo que tengo a más a mano, el que pasa a pocos metros de mi casa, que baja de las sierras durante las lluvias hasta dar con el perentorio mar. Al menos les sirve a los niños para jugar a ser corsarios en plan de saqueo. Otros eligen la quietud, ser lagunas, charcos, agua podrida, lo que no estaría mal si no se dijeran precursores del chiquero, magna institución, o pretendieran extender los dominios del estatuto del pantano.
¡Cuánta jeta junta!

Libre

Era una tarde de lluvia. Acaso el granizo diera su nariz contra el techo de los autos. Estaba frente al Colegio Nacional o las ruinas de lo que alguna vez fue. Buscaba un cobijo a la tempestad y lo vi. Ocupaba un puesto sobre la veredad de una disquería que puntual todas las tardes arremetía con la voz de Nino Bravo y su pregón de libertad. Tanto me gustaba volver a escuchar esa voz, tanto la necesitaba, que todas las tardes me arrimaba sin objeto, como si fuese un merodeador.
Ni el viento era capaz de acallar el voceo. Vendía encendedores, anillos con una luz titilante, fotos en cartón de los equipos de fútbol más populares. Su figura se erguía imponente y sólo se detuvo un momento. Nino también se había sometido a un dedo sobre el STOP. Ahora se alzaba desnuda la voz desde su boca y ni falta que hacía el coro meloso de recién.
En otra parte, él estaría sino lleno de oro, al menos con la panza llena. Eso pensé. Sólo que esta vez se ha salido del disco que mi madre bajaba de lo alto de un roperito un rato antes de ir a buscar a mi padre. Sólo que esta vez ha huido de la fatalidad como un héroe que no le teme a la lluvia, como un vendedor de baratijas frente a las ruinas del Colegio Nacional.

Equívocos sobre el oficio de escribir
o Carta abierta a un amigo

A Federico
Las cosas que dices cuando te enamoras. No importa que después debas tragarte las palabras y que todo haya sido el hechizo del alcohol en alianza con la sangre, porque el alcohol tiene la manía de retirarse cuando culmina su obra, pero la sangre queda ahí, dando vueltas y vueltas, y no le preocupa ser alguien o dejar de serlo. Lástima que no pase por tu cabeza, ni sus adyacencias, que en el inodoro -¿justo allí tenías que ir a morir?- queda el rezago, la destilación de eso que te ha hecho feliz, una destilación de segunda pero humana, porque mal que nos pese sólo a los humanos nos da por amar, o pretender amar aunque nos quede grande, una destilación esforzada, porque a veces el hígado te dice basta, ha estado bien por hoy, esta copa que podría ser la primera de mañana es la decimoquinta de hoy y ya no tiene sentido, el daño está consumado, la vista se te nubló y el pensamiento. Así es el amor. Una terrible borrachera que te hace cometer niñerías. Lo sé porque tengo los labios machucados de las piñas que me he comido por seguir hablando cuando me mamo. He llegado a despertarme en el cantero de un boulevard en una ciudad desconocida. Tenía la camisa llena de sangre y la cara y los dedos. Pero tardé en darme cuenta de todo. No sé cuánto. Tal vez dos días. El creador sólo había dejado en mi heladera dos cubeteras. No todo podía salir mal. Pero qué hermosas eran las rubias, y las morochas, y las ajenas. Qué bellos mis argumentos. Hasta los más viles improperios eran música angélica si salían de mi boca antes de que hubiese de sangrar. Cuando hice el recuento de lo que había dejado en el camino, noté que tampoco tenía documentos. Indentidad, sí, sólo yo sabía cuál era mi nombre, pero no tenía modo de demostrarlo sino en referencia a mi grupo de pertenencia. Ahí va: es el que siempre anda con. Tres años esperé. Con paciencia de hormiga reuní el dinero, completé formularios y esperé de una oficina pública el librito que pensé que nunca llegaría. Hace poco llegó. Fue cerrar un ciclo, no el mejor ni el peor de mi vida, uno más que se intercaló sin que yo lo buscara, y así como anoto eso también podría dar detalles colaterales que no vienen demasiado al caso. Después de todo parece que ahora te asalta el arrepentimiento, como si uno pudiera ser dueño de volver sobre sus pasos y rehacer lo que ha hecho mal. Seguimos construyendo, hermanito. Lo que hicimos y después lamentamos es también cimiento de lo que ahora estamos labrando. ¿Es paradójico? No, no pretende tanto. La notación de los días es sucesiva, de suerte que parece que el tiempo también lo es. No hay modo de bajarse del tren. ¿No ves que estamos en el medio del desierto? Podés bajarte pero eso es la muerte, quedarte siempre ahí, revolcado sin necesidad. Yo, el desierto, no soy tan importante. Si escribo o dejo de escribir, si me invitan a participar a reuniones, si a alguien le interesa ver con qué rostro avalo la letra, o si mi mano tiembla cuando tecleo, son detalles. Eso es trivial. No debería decírtelo. Sos demasiado inteligente cuando tenés los ojos abiertos pero los cerrás y no te juzgo por eso -no soy quién para hacerlo-; son elecciones. Uno puede ponerle ananá a la pizza o extirpar de un texto todos los gerundios. En el fondo, bien en el fondo, eso nada cambia lo escencial. En un punto te envidio. Yo también quemaría todas las naves si eso sirviese de algo. Me cortaría la nariz y se la ofrendaría, llena de sangre. Este soy yo: lo mejor que tengo para darte. Renuncio a mi nariz, a mis ideas, a mis objetivos; renuncio a la belleza, a la virtud, a la filosofía. Renuncio al yo para escribir nosotros, seamos dos, veintidós o dos millones. Me gustaría tener una certeza, un punto de partida, alguien a quien acunar. No tengo nada. Por eso soy desprendido. Y amigo de mis amigos aunque puedan ser los peores del planeta, aunque tengan la cabeza llena de pajaritos porque por fortuna a ellos los mueven otros barullos. Pero no está ella, tan bonita, tan transgresora. No tengo esa piel para embriagarme hasta perder por entero el norte y la izquierda. ¿Y de esa carestía tus ojos prefieren ver el afán de notoriedad?. Permitime que te diga ingenuo -aunque no vayas a pemitirme nada voy a tomarme el atrevimiento-. Si yo escribo, salga como salga, es para tener conmigo una cachorrita así, que me haga perder el sentido y que me demuestre que esto es inútil. Vos lo lograste y eso siempre será para mí digno del mejor de los encomios, lo que no quita que yo disponga para vos (no para tus amistades: están chamuscadas, son la viva imagen de todo lo decrépito que pueda ser un cristiano cuando es viejo) de la mejor de las paciencias porque hasta la mejor de las borracheras se acaba y cuando volvemos a nuestro cuerpo y sus limitaciones nos sentimos huecos de toda oquedad. A esa hora también te abrazaría, amigo.

9.9.05

Restauración

Cómo habrán sido los días después de aquél día. No lo sé. Sólo tenía algún retazo que me llegaba por equivocación. No hice a tiempo de ponerme a pensar demasiado en eso. Bastante tenía con el baldazo de agua de volver al ruedo casi desnudo y sin trabajo. Por arte de magia, es decir sin que mediara señal previa, ni un atisbo de esperanza, un jueves me llamaron para trabajar. ¿Empezás el lunes? ¿No puedo ir desde mañana mismo?
El prodigio fue que estaba verdaderamente destrozado. A pesar de lo que mi amigo pudiera decir respecto de pactos anteriores me había dejado en la calle. Así que honré lo que me quedaba de dignidad yéndome unos días antes del vencimiento del plazo. Limpié hasta el último centímetro. Junté los discos. Doblé la ropa y armé el bolsito.
El trabajo que me deparó la salvación no era un lecho de rosas ni bastante menos. Apenas si me pagaban una miseria pero, de a poco, muy de a poco, empecé a sentir que recuperaba los colores.
La acción restauradora es dolorosa. Después de vivir mucho tiempo de prestado el cuerpo se acostumbra a andar en puntas de pies, a comer siempre un poco menos de lo necesario, a lograr que las canciones en la radio tengan siempre la textura de un susurro, a saludar, a pedir permiso, a agradecer lo poco, a agradecer lo demasiado, a cagar sin olor.
Se trata, ni más ni menos, de arrancarse las uñas para que crezcan de nuevo.
En realidad, aunque se eche mano a lo mejor de la cósmetica que pueda estar al alcance, siempre hablamos de matar. Y a menudo, aunque los balazos, las punzadas, los tarascones, no den en el blanco, sentimos el placer de que causar el espanto. Allí estoy. Soy ese que sólo se hace notar en tus adyacencias. No pienses que es hechizo. Simplemente lo es, aunque me falten las palabras para biendecirlo. Aunque no te atrevas a mirar ni siquiera de refilón a ese que te atosiga, que te invita a dar un paso más.

8.9.05

Danza Húngara

Alguna vez, si de hacer mapas se trata, intentaré trazar uno de varias dimensiones en el que relacione con líneas ciertos compartimentos que no tienen en apariencia nada que ver entre sí, pero de un modo o de otro siempre se reunen como por el artificio de un hechicero. Hoy no ha sido un gran día. Dejé sin hacer la mayoría de las cosas que había emprendido de modo que padezco de un remordimiento múltiple y retroalimentado. Di en la radio con Danza Húngara, por un momento volé hacia veranos felices y no pude evitar creer que todos los veranos lo son, especialmente si se los mira desde el interminable mes de julio. Tal vez aquél no lo fuera tanto, pero conocí a una piba que tocaba el violín. Una borrega. Inútil persuadirla de ninguna cosa. O demasiado viejo yo y con manifiesta propensión a la temprana fatiga. Y de la Danza Húngara fui a la última tarde con Marijó.
Fue una despedida muy feliz. Fue despedida y sólo lo supe mucho después, cuando tuve que irme del departamentito de la calle Libertad. Era marzo, se venía el frío y no tenía donde ir. Pero que ella empezara por fin con algo me había dado cierto empujón.
Treintaypico, morocha, profesora de yoga. Un caramelito, Marijó. También la iracundia a flor de piel que sólo mitigaba con sahumerios y música celta, vicios que, por supuesto, ni juzgo ni mucho menos comparto. Metía miedo cuando se enojaba pero a mí me conocía casi nada así que apenas si nuestras agarradas eran rounds de estudio. Yo también era raro y si no engranaba tanto es porque estaba de prestado y no tener casa para mí me había hecho un muchacho desteñido, capaz de una apatía irreversible sino fuera porque una vez a la semana venía Marijó y pasaba revista a nuestros asuntos. Primero lo analizaba a él y lo fustigaba hasta la exasperación. Gritaba tanto que llamaba la atención del vecindario. Y después, haciendo honor a su buen humor, gemía como una perra, con lo cual los vecinos ya no sabían qué pensar. O sí. Lo mío eran sólo fracasos. Casi un año sin empleo. Faltaba poco para salir del pozo pero yo no lo sabía. Sentía sobre mí la cuenta regresiva.
Se quedaba hasta la hora de la cena. Lavaba los platos y pedía que alguien la acompañe. Naturalmente siempre era yo, que ni cocinaba ni pagaba el alquiler. Durante las veinte cuadras era una escalada de verborragia sexual que no nos conducía a ninguna parte. Se despedía con un beso a la mejilla y hasta la próxima. Chau, Mario, me decía. Para ella siempre fui Mario.
Me contaba de amantes y hazañas. Nada me llamaba la atención. Por mucho menos yo hubiese cruzado a nado el canal de la mancha, pero me cuidaba de decírselo. Temía que siempre tuviese un sopapo dentro de la mano. Un día me habló de su última adquisición, un gordito, sex appeal cero, casado, separado vuelto a casar, vuelto a separar, con saldo de familia. No era ninguna luz. Ninguna se lo codiciaba pero algo tenía.
El último día me dijo que había quedado embarazada que se quedaría esa semana para arreglar las tonterías de último momento y después se iría a un remotísimo pueblo en la pampa, a vivir con él. Venía a avisarnos a los dos, pero sólo yo estaba en casa. Me tiré encima de ella en plan de abrazo. La besé en el cuello.

¡Mierda!

Lo conocí de grande y más me hubiera valido no saber en la perra vida de él y de sus andanzas pero si el mundo es un pañuelo, mi pueblo es un verdadero moco y más temprano que tarde uno se topa con el mentado fulando de tal. Por método, uno está a la defensiva pero esa posición se flexibiliza en aras de componer un nivel de sociabilidad sensato. En algunos ambientes, en especial el universitario, el hombre es su medida de la solidaridad. Quiero decir: a mayor integración, a mejores lazos de relación, a más apariencia de generosidad, más oportunidades de progresar con poco esfuerzo. Siempre hay alguien que tiene el dato justo para quitar del medio ese escollo que tal vez sólo pudiera sortearse después de varias semanas de trabajo y un poco de suerte. Naturalmente siempre hay excesos y un comienzo de la impunidad es saber que uno porta un apellido limpio. Este era el caso de fulano de tal. Su apellido era no tener pasado, aunque somos tan pocos que no tardamos en saber de sus primeras incursiones en la escuela. Fue de mal gusto aquello de preguntar al profesor qué era el estiércol. No había otra respuesta que la que obtuvo: ¡mierda, fulano, mierda! Eso fue sólo un episodio pero en este pedazo de mapa nos obsesiona la niñez y las marcas que nos dejan esos episodios. Yo no alcanzo a imaginarme cuántas veces habrá tenido que soportar fulano que cuatro infelices se le rían a la voz de ¡mierda, fulano, mierda! En la universidad era un militante de los morados. Su discurso era entre pobre y muy pobre, y por desgracia no es mucho lo que ha progresado ahora que es todo un licenciado. Exagerando, que para eso estoy acá, podría aventurar que con la molestia que le causó la palabra forjó un estilo de vida, una suerte de revancha contra aquellos cuatro infelices y contra su padre que además de infeliz era honrado. hay que pertenecer y para pertenecer hay que reunir dinero y para reunir dinero mejor que trabajar es resbuscársela de suerte tal que otros sean los que trabajen y uno cobre las regalías. Y para llegar a ese punto hay que tomar un poco de poder, si es que eso se pudiera. Pero el poder es un vino de mala calidad. Nunca alcanza media copita. Hay que llenarla, y otra más, y otra más, y a la tercera ya dejó de ser importante el dinero. Lo relevante es ser líder, tener gente que a uno le responda, potenciar la acción, hacer que el interés de una colectividad sea el propio. Y para eso la eficacia reside en la traición, en no evaluar medios ni medir consecuencias, vamos, la especialidad de la casa. Se trata de crecer a la sombra de alguien, preferentemente carismático, aires de iluminado, aprender de él sus poses, los modos de operar, el don de intervenir con cizaña pero en quirúrgica medida. El tiempo se encarga de corroer las bases. El poder promete la eternidad pero engaña. Entonces el escogido se cruzará al bando contrario, que planea el inminente asalto. Arengará a su tropa con al bien que se acerca, con el consecuente derrame, el final de tantos años de ultraje, la refundación de esta institución corrompida. Cuando llega a mis cercanías olfateo que estaré entre los convocados. Le mino todo el campo de operaciones, sonrío y me siento a esperar.

7.9.05

Sobre la comunicación
(o Los nuevos indigentes)

Sabrán disculpar la recurrencia de algunos tópicos, pero no tengo más que un puñado de cosas de las que escribir. Temas hay, entonces debo ser yo quién no encuentra más que estos. No sé si será que estoy más corto de vista de lo que permiten las normas de estilo o que he crecido con cierto sesgo que ya es tarde para evitar y sólo resta pegarse a la pared para que sea menos eficaz el sogazo cuando llegue. No sé. Pero tengo miedo. No tengo teléfono celular (o móvil como le llaman en otras partes). No tendría con qué pagarme uno, pero si pudiera darme ese lujo creo, casi puedo asegurarlo, no tendría ni un remoto interés en sus ventajas. No reniego de la tecnología. Es más: cada tanto echo un vistazo a ver qué hay de nuevo y no puedo más que asombrarme con la compulsión que manifiesta el humano en inventarle nuevas utilidades a los dispositivos en boga. Que graban la voz, que permiten tomar fotografías y la mar en coche. ¡Excelente! Pero no, me da un poco de cosita saber que cualquier persona que tenga mi número pueda ubicarme en cualquier momento. Me gustan demasiado mis penumbras, mis lejos; prefiero ser yo quien ordene a mi verdugo cuando sea la mejor hora de apretar el nudo de la soga de mi horca. Una gran mayoría de mis favorecedores y amigos se ofenden por mi elección. Les parece un despropósito que pueda estar pasando alguna necesidad de las que ellos puedan remediar y yo boqueando como los pescados cuando toman aire, la misma desesperación silenciosa. Pero en cierta manera lo mío, más allá de la desefervescencia económica que pueda existir, aunque endeble, tiene algo de declaración de principios. Verdaderamente me indigna la actitud de la gente cuando suena la alarma de su telefonito. Son capaces de dejar cualquier cosa que estén haciendo con tal de prestarle atención a la voz remota que los llama. Y los que llaman son sabedores y cómplices de esa tiranía de la que nadie se queja. Entonces aprovechan y digitan el número, dueños de la satisfacción de saber que se impondrán a cualquiera otra prioridad y tal vez no tengan mucho que decir, como suele pasarnos cada vez que nos topamos con ese amigo del alma: nos basta vernos, mirar el semblante general, hacer dos preguntas nada más que para ver cuál es el timbre de voz y ratificar la prima facie. Qué tan importante pueda haber como para quebrar este bendito silencio que tanto cuesta construir y qué tanto daño le hice al resto del mundo como para soportar los archivos midis con que el resto de los habitantes de este planeta me taladran el cerebro. Qué hay de los telefonito-pasivos, que nadie se preocupa por los sobresaltos que ocasiona su -inevitable, siempre hay alguien que tiene uno y siempre hay otro que lo está llamando- cercana presencia. A los estómagos resfriados que tienen a su cargo la administración de las leyes no les da por preservar tanto determinados sentidos. Claro, siempre es preferible un cerebro taladrado a, por ejemplo, un cáncer de pulmón. Pero en realidad, el peor de mis miedos en materia de comunicación, es decir el único motivo valedero que tengo para redactar esta nota, corre por otro carril. Digamos que algunas veces, un par al año, no mucho más, me ataca la impostergable necesidad de hacer una llamada telefónica. En este punto puedo flexibilizar mi tesitura: para deliberar a la distancia sobre asuntos colectivos relevantes, como compartir un par de cervezas, no hay mejor forma que a través de un teléfono (el correr de los pulsos abrevia los plazos de toma de decisiones). El temor estriba en que, si cualquier paparulo tiene un teléfono, y que para más ese teléfono lo sigue a todas partes, pronto los teléfonos públicos serán un recuerdo. Me imagino que Estadísiticas y Censo elaborará sus periódicos informes sobre indigencia en función ya no de capacidad adquisitiva sino de alcance comunicacional. E inexorablemente estaré por debajo de la línea de indigencia, condenado a mangar un telefonito prestado cada vez que se me ocurra tomar una cervecita con alguien.

Un año en la Arcadia

Este día tiene algo especial para mí.
Hace un poco más de un año había dejado de escribir mi segunda bitácora, Patagonian Review, y estaba a punto de retirarme para siempre de estas arenas. Casualmente (o no, quién sabe) el contador de posts se había clavado en 250. La primera vez tardé seis meses. La segunda necesité casi ocho. Esta vez no he podido sino arañar esa cifra en un año.
Dicho lo cual, se cae de maduro que es este el mejor momento para dejar este blog y empezar otra cosa: otro blog, retomar las inconclusiones que obstruyen el tránsito de mi mesa de trabajo. Supongo que nuevamente me daré permiso para la cobardía y seguiré.
Por aquellos entonces mi medio ambiente dictó que era la hora última de Patagonian Review, que las expectativas iniciales habían sido superadas pero habían aparecido otras y no había con qué darles.
Cuando decidí retomar -en realidad no lo decidí por mí sino que atendí a un reclamo de continuidad contra vientos y mareas-, pensé que el mejor nombre para este tercer capítulo era Trópico de Mayer, un nombre soberbio, ladrillazo contra mi yo y refutación de la enfermedad de mi padre, esa maldita manía de ponerme en cristo de todos los barrabases del vecindario.
Pero a las ratas literatas siempre nos llega a tiempo el libro que contiene el párrafo que ansiamos leer. La letra e, cuaderno de navegaciones de Augusto Monterroso, me deparó este nombre y por no sé que otras letras han hecho que sigua latiendo en mí cierta tenacidad que me impone honrarlo.

6.9.05

La señora de

Me dijo que acababa de casarse. No sé qué fue lo que pude decirle dos frases antes como para que me aplicara semejante mazazo en plena nariz. Algo trivial. Cómo van tus cosas. Lo justo y necesario para no ahondar en los temas que a ella y a mí nos ponen los pelos de puntas, la alarma que nos despierta del sueño en el que vivimos para devolvernos como una escupida a nuestra realidad piraña. El pasado, esas cuentas sin cerrar, por qué lleva tanto tiempo conciliar los saldos pendientes. Empezar algo es antes que ninguna otra cosa abrirle al otro una carta de crédito. En algún principio el techo está a la vista y nos movemos de puntillas con tal de no rozarlo, pero en ocasión del amor, cuando tenemos pereza de vestirnos y de reanudar la brega, elevamos el límite del crédito hasta topes que superan en largo nuestras posibilidades de satisfacer tal exigencia, tanto en esta vida como en la suma de las que estén por venir. Gastamos contra ese crédito y un buen día sobreviene algún episodio insignificante. Un mate demasiado dulce o demasiado frío o demasiado lavado. Una palabra que se muere de ganas de nacer y nos mordemos el labio para sujetarla, pero nunca es a tiempo. La palabra, esa que tanto nos duele decir, nació mucho antes de que le diésemos permiso para conocer la luz del día, el camino lleno de curvas que lleva a tus orejas y el pelo como un terreno de arenas movedizas. Vendrán otros episodios cada vez más tontos y también vendrá el día en que broten todas las palabras mordidas en labios y brotarán como la sangre de esos labios y ni ella ni yo, ni vos ni yo, ni usted ni yo, hemos aprendido a nadar en la sangre. Es demasiado tibia para nuestra piel, demasiado roja para nuestros ojos, demasiado gruesa para quebrarla dando brazadas de pajarito, y las palabras harán de esta casa, o de la tuya, un torbellino que no dejará nada en su sitio, nada como lo soñamos, nada más que un revoltijo de algodones y puntas filosas, de mierda y terciopelo, de marfil y mazapán, de arroz y nunca te dije. Entonces, al decirme que ya se había casado, me dijo también que no le importaba ninguna de las cosas que habíamos compartido hasta hace apenas un rato, qué son ocho meses, o dieciocho cuando uno anda maltrecho por las ocupaciones, herido por todas partes y sin mertiolate. Bastó que después me preguntase cómo estoy yo, algo que no cabe en media hora de charla, para que la importunara con un interrogante que le cayó encima como un latigazo. Debí explicarle algunas cosas, no demasiado, nada más la superficie, los contornos, que para el caso la suerte ya estaba echada desde mucho antes; nada que la conmueva, nada que remede a un pedido de ayuda ni a un desmesurado agradecimiento de aquellas horas que me devolvieron sano a la vida, decirle que estoy bien, la llevo bajo el brazo, pero no se lo digas a nadie. Con el latigazo a flor de piel hizo muy bien en retirarse. Ni falta hizo que dijera chau, loco, perdón por todas estas cosas. Tampoco que le rezara mi rosario, el que le sirvió para encaminarse y conseguir uno que da la talla, que la saca a correr, que si bien no tendrá los ojos de papá, ayudará a mitigarlo. Cerró las cuentas que tenía conmigo, eso debe ser, y yo con estos saldos y sin saber lo que hacer.

6.35 AM

1. Entre mis malas costumbres está poner el despertador una hora antes de la hora límite. Así antes escuchaba las noticias en la cama y ahora un programa que las aborda sólo lateralmente, pone mala música, pero tiene un algo que me hace escucharlo mañana a mañana.
2. Hay días en que odio esa costumbre.
3. La sapiencia de una amiga me dijo que un modo de empezar a hacer algo (algo es cualquier cosa y importancia a discreción) era hacer listas, poner orden. Yo pensé que la primera lista que se me venía a la cabeza era la de mis canciones favoritas del escuálido rock argentino, pero algo me detuvo, no sé bien qué. De nuevo el freno de mano puesto.
4. Catalina Bahía está entre las 25 elegidas.
5. Hoy, a las 6.35, pusieron Catalina Bahía por León Gieco (cantaba también Miguel Cantilo, pero sólo el balbuceo de Gieco me mantuvo despierto). Se avecina un día muy, muy largo. Es bueno saberlo desde el principio.

5.9.05

Los jugados

Desde que me senté en el silloncito azul, sin darme cuenta, empecé a despreciar el trato personal. Tal vez la sospecha de que el señor ministro fuese el único tipo capaz de hacerme temblar con sus dichos, me llevó a un trato desdeñoso, casi mañero con la gente. Reduje al mínimo el número de entrevistas y hasta evitaba el contacto personal con mis subalternos. El conducto para llegar a mí era el teléfono y el teléfono era atendido por Daniela, que en lo suyo era, seguirá siendo, una mina muy capaz, resoluta, tersa.
El señor ministro nunca me llamaba sino a través de su secretaria, Graciela, que era una vieja zorra que había timoneado tres gestiones, que es decir seis o siete señores ministros, cada cual con sus manías, cada cual con sus alardes. Ese conjunto le daba a ella los modales del ministro, y su autoridad, y todo eso me lo transmitía por teléfono, con pequeñas pinceladas irónicas, con punzantes humoradas que taladraban mi estima.
La venidera sería semana de candombe. Me disponía a componerme un mapa de prioridades, a examinar las alternativas, si es que quedara alguna que no fuese quemarme a lo bonzo frente a la Contaduría General, que es con lo que venía amenanzando en los últimos tiempos, o encadenarme en bolas al poste de luz más próximo a la puerta principal de la casa de gobierno. Instintivamente me agarré la cabeza.
Teléfono, no había más datos, una voz de mujer que pregunta por vos. Pasala, nomás, total, ya estoy jugado. Dijo llamarse María, pero el nombre María siempre me pareció tan etéreo que supuse sólo era un nombre de ocasión como el que uno le pondría a una puta a la que verá muchas veces. Aparentaba conocerme, pero eso no era ningún mérito. Mi firma y mi teléfono circulaban en docenas de documentos que pasaban quien sabe por qué manos. Aunque después sólo dijo que tenía alguna referencia mía, una referencia literaria o algo así. En esos tiempos dar con alguna referencia literaria mía era todo un hallazgo. Tal vez en los pueblos no haga falta ser y con parecer alcance. Alguna vez a alguien le pareció que yo escribía. Otro alguien colaboró en la difusión diciendo que escribía bien, tirando a muy bien, lo demás, incluso mi pase a retiro, vino solo, como viene el río sin que nadie lo llame. Esa vez no hablamos de nada en particular. Estaba tan nerviosa y yo tan desconcertado intentando desbaratar la broma o malentendido o lo que carajo fuese esa voz apelativa que rascaba cascaritas del pasado, esa voz de mujer mayor, casi de maestra, a la que yo nunca antes había escuchado. Me pidió seguir hablando otras veces. Accedí, por supuesto; esa predisposición para con las mujeres me ha jugado más de una vez en contra pero algo me decía que esta vez ya estaba quedando poco por perder.
Una mañana me llamó y yo estaba ocupado, le pedí que llamara más tarde. Se negó. La voz estaba hecha de hebras. Me asaltó el temor de que algo grave pudiese pasarle, uno nunca sabe con tanto loco suelto que pueda deshebrar una voz anónima en el teléfono de una oficina pública. Me corté un dedo, me dijo, y soy muy impresionable a la sangre, pensé que vos, no sé, tu palabra, dejalo así, gracias, y cortó.

4.9.05

Rosario

Sólo supe de Rosario por un grupo de amigos. Como por arte de magia la recién llegada se había integrado a las mil maravillas y en alguna de esas reuniones multitudinarias que se dan a mitad de los cursados, tocó conocernos. Ni linda ni demasiado fea, si no fuese por lo avasallante su simpatía no me hubiese percatado de su existencia. Después supe tenía un auto bastante ruidoso y que vivía a un par de cuadras de mi casa, al pie de un barrio malevo, donde dos por tres habían asaltos pero el vecindario ya estaba acostumbrado. Por eso Rosario siempre volvía a su casa acompañada. Ya había entrado en esa etapa de la carrera en que las materias ocurren durante la función de trasnoche y la novedad del peligro que la circundaba la perturbó. Alguna vez me tocó a mí ser el acompañante y supe de cerca lo que era el miedo. No pasó nada de otro mundo, la que metía miedo era ella, o al menos decía las cosas de ese modo certero que llena vasos del temor. El auto, me contó, era de papá y mamá, que ya estaban grandes para conducir y era una picardía tenerlo guardado. Dicho de ese modo no pude evitar sentirme viejo. Tal vez la muerte fuese una cuestión de gradaciones y una noche cualquiera nos acostamos con incertidumbre, almohada y esposa para despertar al otro día desnudos a todas las certezas. Tal vez en ese desayuno el café fuese una amargura inmune a las tres de azúcar y se sienta bajo los músculos tensos de la mano una mancha de humedad que hasta ayer no estaba. Dice el albañil que es cosa de nada, romper un poco, enduido, una manito de pintura, oportuna además para darle luminosidad a este cuarto. Pero mañana es el cuerito de la canilla y hay una gota que da el salto mil veces y aunque el día sea llevadero, la noche es un infierno. El sueño no se deja acariciar y mucho menos tu esposa, mirá la hora que es y esa maldita gota que no deja de saltar. Y de puro caprichoso y por pensar en algo bueno que lo consuele, el quetejedi habla de los tiempos felices, cuando con una de azúcar el café era blando al paladar pero ahora ya no es así, no más café, dice el doctor que hay que cuidarse y también un poco menos de sal. Definitivamente todo es cuestión de gradaciones, eso pensaba yo, y también miraba a Rosario que debajo de los lentes que usaba para leer tampoco era linda y mucho menos con la ropa de entrecasa, porque siguió con el relato un poco a los gritos, mientras se quitaba los zapatos y se ponía más cómoda. San Julián es bastante feo, llega un día en que no soportás más el viento. Eso está bien, pero acá también hay viento, al punto de que por las noches, cuando quiero conciliar el sueño y no puedo, trato de hacerme dueño de todo el silencio y siempre queda un molesto viento que pasa por los agujeritos de la nariz, eso pensaba yo y no se lo decía, porque ella estaba tan contenta con Trelew y con los chicos que la trataban tan bien, incluso vos que, eso decía pero yo estaba en otra parte. Por qué acá y no en San Julián, que hay sede, son menos, no sé, no tenía cómo saberlo. De a ratos la escuchaba. Soy hija única, mamá y papá me tuvieron de grandes, fui muy buscada. Un día la nena se va, otros horizontes, esto tan chico me asfixia, algo así decía, que se lleve el auto, más uso le va a dar ella, sugiere tu esposa y vos le pusiste cuatro de azúcar al té, y de a poco uno se acostumbra a hacer todo con el brazo izquierdo, parece mentira pero tiene un vigor que antes ni en sueños, sí, vas a ver que va a conseguirse un novio, lo presiento, mirá si tiene ojos verdes. He tenido ganas de tomar su mano, pero era tarde, demasiado tarde.

Es cierto

Nada alcanza.

3.9.05

Ladridos a la luna imperturbable

1. Recuerdo con algún cariño mis torpezas de principiante. Siempre seré torpe, la prudencia no es para mí, ni las prevenciones ni esas cosas que hacen del hombre un sujeto juicioso, con los pies sobre la tierra, perseverante esclavo de la sensatez. Cómo no tenerles cariño si eran las de un principiante y, por principio, todos los principios son carne de la enjundia, de la inocencia de pensar que lo que uno pueda hacer servirá de algo. Qué niño, qué encantadoramente niño que he sido, que lo habrán sido todos ustedes que ahora antes de pensar piensan mal, y cuando digo mal no me refiero a no pensar bajo el modelo aristotélico, que es lo más saludable que nos puede pasar a todos, sino a pensar que las cosas no son tan sencillas como se presentan, que todas guardan un metamensaje o que pretenden encubrir un pecado, que cuando digo “te quiero” estoy diciendo “te quiero pasar pal cuarto” y debajo de un “te quiero pasar pal cuarto” velo una declaración política.

2. Decía hace unos días, y por suerte se trataba de una frase feliz, que hay que saber leer la vida. De eso hablo cuando digo que estamos entrenados para malpensar, que en el fondo es mal leer, y entre cierta casta de la sociedad eso es imperdonable. Hablo de los escritores. Puedo decirle a mi madre que lee mal la vida y ella no va a entenderme, por otra parte no lo necesita: a ella le basta con que yo esté bien. Entonces si viene a casa sin aviso previo, apenas pasa el umbral de la puerta comprueba que en esta casa es muy difícil caminar, la he llenado de obstáculos. Hay cajas vacías, paquetes de fideos que se han resistido al tacho de basura, fajos de hojas manuscritas agarradas por un broche, otras por metallas, distintos colores de tinta, nada que puedan leer otros ojos que los míos. Jorgito, hijo, estás arruinado. No, mamá, apenas un poco confundido, quise hacerme escritor y en el camino enloquecí y ahora a mitad del río me atacaron las pirañas y no sé si trabarme en lucha con ellas o tratar de cruzar el río. Estás desquiciado. Te juro que nunca estuve mejor, tengo visiones proféticas, pacté con el diablo, el alma por tres novelas, mía es la gloria y viene llegando. Ay, hijo, las cosas que decís, te dejo unos pesos, cuidalos.

3. Mi madre es un lector muy básico de la vida. No está muy al tanto de las corrientes intertextuales, metatextuales, garchatextuales. No es tonta, sólo es madre y las madres leen la vida con pocas variables de análisis. Por madre le perdono todo. Ella me parió. Ella entendió mi mejor poema. Lo dije un veintisiete de diciembre, el calor del desierto rajaba la tierra. No me lavaron bien los ojos. Gaby, tuviste un cieguito, le dijeron, y el cieguito gritaba como un marrano, tal el comienzo y final de mi carrera como poeta. Juro que yo no sabía nada, de lo contrario hubiese reclamado atención como es debido, por qué a otros sí y a mí, si soy el bebé más bonito del planeta. De hecho lo era. Ojos verdes de párpados a media asta, pelusa en la cabeza, pelusa en las mejillas. Piel de durazno. Otros, tal vez, leyeron una queja, pero ese era mi poema, el mejor de todos los que dije, el único.

4. ¡Me preocupaba gustar! ¡Qué estúpido!
Daniel Massei no me deja mentir. ¿No estamos obsesionados con el deseo de gustar? ¿La ecuación es gusto, luego existo? Eso pregunté. Disfracé mi cobardía en el plural. Tuvo que pasar el tiempo para que empezara a encontrar dónde pararme. Cuando me invitan a fiestas suele pasarme eso: no sé dónde pararme, o tal vez sentarme, ni cuánto es lo que ha de beberse conforme al protocolo en vigencia, ni a qué mujeres puedo dirigirme ni mucho menos en qué términos. No es extraño que prefieran otros invitados a la reunión. Es preferible ignorar a los que no se portan bien antes que echarlos a patadas. Sino pasa que me encurdelo como para pelear por el título ecuménico y le quiero soplar la dama al dueño de casa. Si me pegan, que merecido lo tendré, voy a pensar que soy el salvaje macho latino y que nadie se resiste a mis encantos y que por eso conviene castigarme. Si no me dieran bola, pero ni un poquito, ¿eh?, cabría concluir que hice las cosas muy mal.

5. Porque si la cuestión fuera conquistar, la ecuación es más sencilla de lo que parece. Ahí lo tenemos a Amartino, que nos enseña cómo conquistar el mercado asiático y nos exhorta a enlazar weblogs de todo tipo así las corporaciones le pierden el miedo al medio (o el medio al miedo, algo así); o a Casciari que nos da una pequeña clase de mercadotecnia sin cobrarnos un centavo, y habla de “los escritores que dominamos el blog” y de una eventual “fuente de trabajo”, equiparando en dos párrafos (aunque, nobleza obliga, esa actitud es coherente con toda su vida) a la literatura con la venta de chacinados; o la gente grossa de los tp, que antes educaba presidentes y ahora manifiesta cierta tendencia a despreciar los archivos y los permalinks (don´t worry, yo todavía me acuerdo), juntando en un mismo párrafo a un tenista procesado por dopaje con un obispo homosexual descubierto en plena tirada de goma. El tipo es periodista así que eso le da chapa para hablar con autoridad de lo que quiera siempre y cuando nos deje un par de sentencias irrebatibles, memorables aunque la memoria dure sólo un día.
Y me da fiaca buscar más ejemplos. Seguro que hay muchas maneras eficaces de gustar de una, de imponerse a primera sangre, de ser amo del éxito sin tener necesidad de ponerse en el ojo de un huracán que nadie ve.

6. Y hablando de huracanes, se me acaba de ocurrir otra manera. El amigo W no llegó por arte de magia a la casa blanca. Un tiempo antes hubo un grupo de intelectuales (no de intelectualingos como los que acabo de nombrar pero mismamente cipayos) que allanó el terreno, instaló en las academias la idea de guerra preventiva y todas estas yerbas. Operaciones de ese tipo se suceden a diario y ante nuestros ojos azorados que prefieren no verlas, tal el malsano efecto de la costumbre. No pensemos en ocupar una butaca en la mesa en la que se delinean los destinos del planeta, sino en algo un poco más modesto. Es sólo una cuestión de escala. Se paga bien. Hay puestos en sede diplomática, euros, yo qué sé, salir en la televisión.
“Si hasta pasa por un blog cualquiera”, diría Casciari, maestro que ha llevado la picardía criolla a la madre patria. Y si copia La guerra y la paz, la hace blog y la vende a la televisión ¿dirá “si hasta parece una obra de la literatura clásica”?

7. Desde hace unos días no puedo dejar de pensar en León Gieco (N del R: mediocre cantautor argentino). Lo han llamado a declarar de un juzgado por supuesta apología del delito. Escribió una canción (no la escuché, por suerte) en la que trata un tema urticante. Una muchachita violada eligió asesinar al bebé que tuvo de esa relación no querida. Hay cárcel para ella y libertad para el violador. Todavía la sociedad argentina no está preparada para debatir el tema del aborto, entonces, en vez de pensar en la injusticia que se comete con esta chica, llevamos al cantante a tribunales. Lo que en realidad me obsesiona, fuera de la pena que me produce la piba, es que el asunto salga ventilado en una canción. Es que los libros, quiero decir los intelectuales, ¿no se ocupan de esto?. Tal vez sí, supe hace poco de una obra sobre el asunto, claro que nadie piensa en censurarla ni acusar al autor de ninguna apología. ¿Es esto la libertad de expresión de la que se habla a menudo? Ojalá pudiera decir que sí, pero me parece que nadie leyó el libro. Nadie lee libros. Desde hace años. Y los escritores, en vez de pensar en reconciliarse con el lector (escribiendo, y mucho mejor de lo que lo hacen ahora) le ladran a la luna siempre indiferente. Bovary y el Quijote no pidieron un lugar; se lo ganaron. Con buenas armas.
Por última vez, y con esto cierro mi intervención, ¿quiénes son los bárbaros?

2.9.05

Como siempre que me veo envuelto en algún bardo, viene por acá más gente de la que puedo atender. Será chica la casa y más grande el corazón, pero a mí las aglomeraciones me dan claustrofobia. De modo que de momento me retiro, no mucho, tres o cuatro días, hasta que se enfríe el contador de visitas.
Sobre el asunto de marras tengo más para decir. No se trata de un leve malentendido sino de severas disidencias en cuanto a formas de lectura y de escritura. No quiero pasar por un bárbaro de la cultura si las anoto ahora. Me atacó la migraña, no por esto o no sólo por esto y temo que dispare sobre cualquiera que se ponga bajo la línea de fuego. No tengo una bazooka, apenas una pistolita de agua, pero no quiero a nadie lastimado.
[Dije demasiadas veces "no", algo anda mal]
Si llega el martes y sigo ausente, llamen a la policía.
Buenas tardes, buenas noches, buenos días.

PS: quien dice martes también dice miércoles o jueves.