Jade May Hoey

1974-2004

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30.5.07

Hoy

Rendí el último examen escrito de mi vida académica. No ha sido todo: aún quedan coloquios, ponencias, trabajos de campo, exámenes orales y públicos, pero es un avance. Uno después de mucho tiempo.
Salú, la barra, y allá se vemo.

29.5.07

Y si amanece por fin

Qué lo parió. Acá se supone que yo escriba algo, aunque más no sea para que no se junten telarañas, que ya bastante son las que tengo en mi casa. Digo yo: ¿a las arañas no les jode el frío? Porque, la verdad, lo que es a mí, me está volviendo loco. Me consuelo pensando que la gente se conserva mejor en frío, pero tampoco la cosa es vivir en una cámara frigorífica. En una de esas, las arañas se están tejiendo unas medias de lana. Lo complejo del caso es que las arañas tienen más patas que la mierda, seis, eso creo, que son más que dos. Bien pensando, la clave es mantener el par. Digo, por esas cuestiones de guardar la simetría. Pienso en las medias para las arañas, no en las patas, pero me doy cuenta de que eso es ridículo. La elegancia, la preocupación por ella, dura lo que tardan en llegar los primeros fríos. Cuando uno se ve las manos moradas, ya no se plantea lo feos que puedan ser los guantes que puso en la encomienda la tía Carlota. Lástima grande que los dos pares estén a la mitad. Si no resultaba sencillo usar un par de guantes de color naranja, imaginen ustedes lo que representa usar un guante naranja y uno negro. Uno negro y con un agujerito en la punta de uno de los dedos. Debería cortarme las uñas. Debería haberlo hecho antes de ponerme el par de guantes negros cuando todavía eran un par. Ahora ya es tarde. Ahora quizá lo más apropiado sea cortarme todas las uñas menos esa, la del dedo del agujerito del guante viudo. Pero las uñas no atajan el frío, así que es lo mismo. Además, cuando me corto las uñas, no tengo a mano el guante para fijarme cuál es la uña que debo dejar más larga que el resto. Malo sería cortarme las uñas con los guantes puestos, pero peor es sacarse los guantes al mero efectos de cortarse las uñas y dejarlos tirados por ahí, sin son ni don, como dice mi viejo, y después, al otro día, en el apuro por ensillar antes de las menos diez para no perder el bondi de las siete, comprobar que falta uno de los guantes, justo el que estaba sano. Lo mismo los cuellos. Antes no se usaban cuellos. La gente se ponía bufanda, pero parece que es este el tiempo de ser práctico y si algo malo tenían las bufandas, eso eran las vueltas que había que darles. Nunca se guardaba la simetría, quedaban largas de un lado, o del otro, y uno que bien quisiera parecerse a Marcos en eso de no mostrar ni la nariz, de nuevo en el apuro de hacerlo todo antes de las siete, y prescindiendo del espejo que se empeña en falsar (eh, Popper, a lo tuyo) la teoría esa de que la gente se conserva mejor en el frío, resulta que deja un hermoso hueco por el que la ventolina se cuela y hace nido justo en el hoyito que está a mitad de las clavículas. Pero no, francamente no tengo ningún deseo de escribir. No lo tengo ahora que estoy frente a la página en blanco y oigo el repiqueteo de los dedos de otro en el teclado, y me fastidio, y me dan ganas de aprovechar que tiene las manos ocupadas y tomarlo por el cuello hasta estrangularlo, pero qué sé yo. Capaz que el de al lado es uno de esos tipos que viene al locutorio a escribir su currículum. Pobre infeliz. Me lo imagino mañana, con el frío que va a hacer, tomándose el bondi de las siete, o en una de esas el de las siete y media, total el tipo tiene menos obligación que yo, menos obligación pero más hambre, así que es posible que se tome el de las siete, que encima es más barato, y haga banco en la oficina del quetejedi, que si tiene suerte lo atiende, y si no lo deriva a lo de alguno de sus cipayos. Capaz que es como yo y no tiene ni teléfono, entonces llegado el punto clave de la charla, cuando están por echarlo de nuevo al pasillo, el tipo en cuestión, alto, negro, con su traje de siempre, el comprado en Dandys, levante los ojos del papel que el chaboncito va a mandar a imprimir y le van a cobrar a razón de treinta céntimos la hoja, y le diga está bien, quedamos en contacto, te llamamos, ¿me darías un número en el que te podamos ubicar? Es un garrón el tener que decir que uno no tiene teléfono. ¿Pero ni una vecina, nada? Ay, dios, esta gente que se cree que uno lo comparte todo con la vecina, una vecina sorda y renga, tan luego, que tiene media docena de perros, y los muy hijos de puta, porque menos no puede decirse que sean, salen a la tarde y cagan mi vereda, porque lo saben, saben que es mi vereda y que me rompe soberanamente las pelotas tener que limpiar bosta, bosta de perro, bosta de perro ajeno, bosta de perro de vecina sorda y renga que no presta el teléfono. Bueno, entonces date una vuelta el mes que entra, ¿te parece? Y el tipito piensa que de acá al mes que entra se muere de hambre. Entonces me da lástima. No, no me jode que tipee. Debe ser un muchacho preparado. Escribe a buena velocidad y no se oyen las frenadas de la tecla backspace. Eso es bueno. Ya me entró a caer mejor. Pero lo que es yo, nada. Nada de nada. No tengo ganas de escribir. Bah, sí, tengo, estuve todo el día pensando cosas. El fin de semana retomé la lectura de una Biblia que robé de mi casa. Era un regalo de una tal Norma a mi madre. Tiene, porque aún no se los he quitado, unos papelitos en el medio, escritos en un trazo que no acabo de entender. No la veo a mi madre haciendo anotaciones. Deben ser de la tal Norma. No la veo a mi madre leyendo la Biblia. Ni a mis hermanas. Eso pensé cuando la metí en el bolso. Una edición muy bonita. Antiguo y nuevo testamento. Un día de estos, vengo diciendo desde hace años, me leo el antiguo. Por lo pronto tomé algunas notas. Es una edición pastoral. ¿Qué se supone que haga yo con una edición pastoral? Bueno, así como lo cuento, llegó a mis manos por casualidad cuando la casualidad se viste de inocente hurto, y de vez en cuando vuelvo a ella, no con hambre religiosa sino más bien por mero placer literario. Lástima los comentarios. Está llena de notas al pie. Esas notas le marcan al cura qué es lo que tiene que irle diciendo a la gente, que en general no entiende nada. Y de ahí, de mis anotaciones, me dije que tienen que salir, por lo menos, cuatro noveletas. Así deberían llamarse las nouvelles, ¿no? Bueno, ante todo los nombres. Desde mi última experiencia en ese sentido, estoy algo conflictuado. Con lo arduo que resulta las más de las veces encontrar un tono, un personaje, una historia que le guste a uno contar, encontrar un buen título, corto, pegadizo, original, es sacarse la lotería. O poco menos. Yo había encontrado el título. La historia viene conmigo in pectore desde hace meses. Nada de otro mundo, cosas que pasan a esta edad, eso que el pudor de los críticos da en llamar “novela de iniciación”, con el cual se corre un tupido velo sobre todas las torpezas en que pueda incurrir del autor, que en una de esas se destapa y, pasados los cincuenta, escribe la gran novela americana. O en una de esas se muere de cirrosis antes de los cuarenta y resulta que era más bueno que la mierda, el secreto mejor guardado, que no obstante ser secreto y estar guardado, se despacha con diez libros póstumos, para felicidad de Carmencita, de Jorge y del resto de los causahabientes. Bueno, la tetranoveleta ya tiene sus cuatro títulos. Nombres de mujer. Una de las historias casi escrita, manuscrita en realidad, que espero encontrar pronto en este desorden. Soy como ese mamado que estaba agarrado al poste de luz y pasa alguien y le pregunta qué hacés y el tipo le responde que ya que todo venía dando vueltas estaba esperando que llegue su casa. Bueno, yo espero que llegue el manuscrito. Y que sea legible. Y que todavía me guste. Bah, mentira, todavía me gusta. Y un poco ha empezado a gustarme la mina en la que me inspiré, que era mucho más grande que yo y fue la primera puta que conocí.

26.5.07

El adjunto/2

La supe en el diario. Pese a que estábamos bajo el mismo mando, tardamos en conocernos. Era lógico. Ella era del palo, de alguno de los palos afortunados que se habían hecho del ministerio, y yo no, yo apenas si me enrolaba en la certísima fila de los que buscaban otro trabajo, cualquiera fuese, al punto de relegar a un plano secundario el haber. Me escapaba, no sabía bien de qué, pero como buena rata que soy, me ganaba el espanto del demasiado calor, las risas impostadas de los energúmenos que venían a quedarse con lo mío, que tampoco era gran cosa. Los años dados a un mal patrón no son gran cosa. Son tiempo perdido. Ni una palmada en el hombro, ni el confort chiquitito de que alguien se arrime para decirte me gusta tu trabajo, podés mejorar, debés hacerlo, pero esto, por lo pronto, ha estado muy bien. Eso venían a robarme y no se los permití.
Pasé fácil la entrevista. A veces, es un hecho, los tímidos tienen más chances ante el interlocutor desconocido. El, ella, dirá te veníamos siguiendo, nos gusta eso que hacés, aunque sea todo verso. Eso, primero el elogio, la sobadita de lomo, que estimula y sienta bien, y después, recién después, imponer las condiciones, decirlas a la pasada. Es lo que importa, por eso mejor que ni se note. Ah, la paga, bueno, por ahora arreglamos esta plata, pero estate atento, que no es para siempre. Ojo.
Entonces, varias semanas después, puesto a conocer a la gente con la que habría de codearme en adelante, me llevaron donde la Barbie, que así le decían en el diario y con toda razón, aunque no se llamaba Bárbara ni mucho menos. Es más: cargaba un nombre de varón, uno de esos tantos que en la mujer suenan mal. Duro, rasposo. Inútil decir que de inmediato pensé en la torpeza de los padres capaces de tamaña cruz en cabeza de una niña. Esperaban un varón. No había ecografías. En el mejor de los casos tejerían escarpines blancos, por las dudas, pero esperaban un varón. Seguro era la mayor entre sus hermanos. Seguro que alteró los planes familiares. Tal vez no la quisieron.
Hola, me hablaron mucho de vos, me dijo la Barbie con nombre de varón y yo no le respondí. Estaba impactado y la verdad es que en casos así no sé mucho por dónde empezar. Era de una belleza felina imponente. Me sacaba una cabeza. Se vestía de un modo que, poco tiempo después, ocasionaría el enojo del ministro. La pucha, no sé que dije. Supongo que hola, encantado de conocerte. O de conocerla, señora. No, debe haber sido conocerte. Ella tenía sus años. Si no la hubiese tuteado, jugate la vida que la pintura de los ojos se hubiese arrugado y eso no pasó.

24.5.07

¿Y si fuera rock?

Artaud Pescado Rabioso
Bocanada Gustavo Cerati
Clics modernos Charly García
Divididos por la felicidad Sumo
Don Cornelio y la zona Don Cornelio y la zona
Dynamo Soda Stéreo
Gulp Patricio Rey y sus Redonditos de ricota
Invasión 88 Intérpretes varios
Jessico Babasónicos
La Biblia Vox Dei
La era de la boludez Divididos
La grasa de las capitales Serú Girán
Pequeñas anécdotas sobre las instituciones Sui generis
Rata Blanca Rata Blanca
Riff ´n roll Riff
Silencio Los encargados del silencio
Superficies de placer Virus
Vasos y besos Los abuelos de la nada
Y ahora qué pasa, eh? Los violadores
Yo vivo en esta ciudad Pedro y Pablo
La de Piro es más extensa, pero se lo perdonamos: es propio de alguien de su edad.
PS: La gracia de las enumeraciones está dada por las limitaciones que uno se impone, en este caso, además de la obvia restricción de la nacionalidad, no repetir intérpretes.

23.5.07

El adjunto

No tuvimos suerte con la mesa de entradas. Bah, más que mesa de entradas era un departamento cadetazgo. Cuando yo llegué, nadie ocupaba ese cargo. Daba la impresión de que se las arreglaban colaborando entre todos, o bien que nunca habían tenido necesidad de tener un cadete. Es así: cuando una oficina pública cuenta a su disposición con un solo vehículo se está a la buena voluntad del jefe. Y a veces, aunque Ud. no lo crea, hay jefes accesibles, que sueltan la llave del bólido con suma facilidad y se sienten los mejores. Y son los mejores o, si no lo son, al menos no obstruyen el trabajo de los que no son jefes.
Pero los nuevos aires requerían de alguien que se siente en la mesa de entradas. Era un pequeño escritorio, bien pegado a la puerta. Creo que nadie quería sentarse en él por eso mismo. El chiflete, en otoño, invierno o primavera, no es algo que se tolere así nomás. Encima estaba el teléfono, una pequeña centralita telefónica desde la que había que derivar las llamadas entrantes. No era tarea muy compleja, había sólo ocho internos, cada uno de los cuales, en la mismísima botonera, tenía asignado un nombre propio: Rodolfo, Luis, Jorge, hasta que llegué yo y hubo dos Jorges, pero nadie se hizo mucho problema porque yo no estaba ahí para recibir llamados. Eso me creía yo!
La jefa pronto consiguió a alguien. Era una mujercita de breve estatura, con el pelo cortado a lo varón. Sus ojos impactaban, yo he creído siempre que por su brillo, pero estaba loca. Eso me dijeron, pero en ese tiempo no me pasaba por la cabeza que pudiera haber tanto loco suelto, y mucho menos que trabajara en la administración del estado. Ya lo ven: todo un ingenuo. Esta señora, que bien pudo llamarse Alicia, Adela, Luisa o algún nombre por el estilo, duró poco. Por tres meses se le hizo el contrato, como a casi todos en esa época, y simplemente no se le renovó. Quién la trajo, le pregunté una vez, cuando ya era decisión tomada la censantía, y la jefa me dijo: me la mandó el ministro, no sé qué se cree ese tipo.
Ya la señora había dejado de interesarnos, pero habida la vacancia, urgía cubrirla. Quiero un varoncito, me decía la jefa, como si me hablase de un bebé por encargar, que de paso nos sirva de chofer, no? Yo, que en esos tiempos era el hombre de consulta y que nunca supe conducir, me vi obligado a decir que sí, mesa de entradas y chofer. Un chofer, dijo ella, y se metió en su covacha. No me lo diría hasta la semana siguiente, pero ya tenía en mente al varoncito que se ocuparía del hueco en la mesa de entradas.
Era un flaco larguirucho, el hijo de fulano de tal, solía decir. Vestía de modo sencillo y apenas si se defendía atendiendo el teléfono. No es que fuera torpe, nada de eso, sino que le faltaba algo que en el campo no se estila: la diplomacia, pero, para nuestro asombro, el pibe en un par de meses empezo a tomar vuelo. Atendía el teléfono y no derivaba las llamadas, al punto que, a sus espaldas, comenzamos a llamarlo el adjunto. Siempre nos quedó la duda sobre si el adjunto le aceitaba los patines a la jefa. Podía ser tanto como no ser. Se lo veía inocente. Las nuevas ínfulas le quedaban mal, tanto como esa hoja manuscrita que le había pegado al auto. La mano de apariencia parkinsioniana había dibujado algo parecido a "vehículo oficial". Según él, gozaba de total impunidad en el tránsito. Es posible.
Mañas como esa, estoy seguro, las había heredado. Aunque su madre era una muy modesta empleada de maestranza en una escuela, su padre, aunque chofer, se codeaba con lo más granado de la política local. El tipo tenía su pinta, sus kioscos, su arrastre. Por eso es que no nos cuajaba el asunto de los patines de la jefa. Si había alguien que le bajaba la caña, ése era el padre del adjunto.
Una a una, las etiquetas pegadas en el intercomunicador fueron remplazadas. Los directores caían en desgracia como si tal. El único firme era el mesa de entradas/ telefonista/ chofer/ eventual aceitador de patines. Nadie se había dado cuenta, pero el tipo era una especie de mayordomo negro. Asistía a todas las conversaciones, muy pocas veces decía algo y eso era lo justo, jamás se reía. Sólo reportaba a la jefa. Los demás, apenas agarrados del pincel, nos mofábamos de él y hacíamos en su delante chistes que suponíamos él nunca entendería. Qué iba a entender si era un pobre negrito, hijo de portera de escuela. Pero, nobleza obliga, el tipo la hizo bien: nos la mandó a guardar.

21.5.07

La señorita Roldán/9

-Mierda, dijo el más brillante de la clase, marcando la erre, moviendo a la profesora de literatura a una media sonrisa que nadie le creyó del todo. O al menos no le creí yo, que era una pieza más del círculo que habíamos formado con la excusa, la vil excusa, de que todos nos viéramos las caras, como si eso sirviera de algo.
Soy ingrato. El círculo, al menos en las clases de literatura, tenía una pequeña utilidad: ordenaba las lecturas. El libro que leíamos, o el retazo fotocopiado que hacía sus veces, se iba pasando de mano en mano y no se detenía hasta que todos hubiéramos leído al menos un tramo. Se suponía, se supone incluso hoy, que la lectura en voz alta ayuda a muchas cosas.
Valeria, a quien le tocaba en serie leer esa última lisura, no debía estar de acuerdo con que toda lectura en voz alta fuera útil. Delicada como nunca, se dirigió a la profesora con excusas para no leer la palabra mierda, y así, merced al oportuno imprevisto, el más brillante abrazó la chance de decir a viva voz mierda, marcando la erre.
La puesta en común, que también para eso estábamos en círculo, mirándonos las caras, tenía algo de puesta teatral. La profesora preguntaba, uno o dos respondían, el resto asentía o decía lo mismo que los anteriores, palabra más palabra menos, nadie entendía nada. Entonces la profesora debió sorprenderse cuando le preguntó al más brillante qué es lo que le había dejado el libro, el bendito libro del coronel que esperaba una carta que nunca llegaba y el más brillante dudó por un segundo, tomó fuerza no sé de dónde, y ajeno como era a todas las formas de la esperanza, y por lo tanto con locos deseos de estrangular al gallo, y al coronel, y al no tiene quien le escriba, dejó caer, implacable, tres palabras:
-Nada. Absolutamente nada.

*
ocho / siete / seis / cinco / cuatro / tres / dos / uno

18.5.07

Atendido por sus propios mozos


La ternura del pornógrafo

A la literatura se llega por azar. Esa es mi experiencia. Alguien puede recomendarnos algo y nosotros echarlo al olvido tan rápido como podamos, pero basta un pequeño desliz, digamos preguntarle a google por la vida de aquella estrella porno catalana (cómo es que se llama!), esa, la de flequillo y tatuajes, la que se hizo famosa en uno de esos programas que rompen el rating en el prime time, bueno, está claro que no voy a recordar cómo se llama. No se pierde mucho, de todos modos, y sirva la ocasión para decir que no me gustan las chicas con flequillo, ni las catalanas ni los tatuajes, pero el azar juega con cartas marcadas. Entonces, y por segunda vez en la vida, un arriba a un sitio en el que puede leer algo así:

"Macorina fue mi casi-amor. Y digo casi porque la perdí contando tres. Juntas conocimos a Bárbara, una de las trans más fandangas del barrio. Esas noches fui muy feliz. ¡La deseaba tanto! Me gustaba meterle mano en cualquier momento. Tocarle las tetas con las manos y ponernos a réir mientras nos ponían otra. Y de repente, me llamaba niña mientras clavaba sus muñecas en las esquinas de un colchón que de pequeño se hacía sexy.

"Me gustaba ponerme encima, calcar sus pezones en mi sujetador y comérmela a besos mientras se reía. A besos y a mordiscos que yo soy un poco bruta, y ella gemía. Cogerla entre mis brazos y decirle la verdad, que era preciosa y que me la iba a comer entera. Las dos olíamos muy bien. Y una noche, de rodillas le moje el vientre, suspiré, y luego ella, con mi mano sobre la suya, gritó con tanta dulzura que nos quedamos dormidas para siempre."

El blog se llama, vaya nombre, Ternura porno, y es uno de los mejores que existan en la Hispania y en buena parte de la lengua castellana.
Y es entonces cuando uno repite: a la literatura se llega por azar. Esa es mi experiencia.

17.5.07

“Cada día escribo peor, cada día me canso más, cada día estoy peor

... Los años no traen sabiduría ni serenidad. Nos hacemos más feos probablemente más malos”.
Sí, tal vez lo anotó Bolaño, pero a esta altura qué importa.

16.5.07

La tiranía de los relojes blandos

Tranquila, bicho, le decía papá a mamá, dos semanitas más y da vuelta el mes. Esa era una de sus frases de cabecera. Hace mucho que no se la oigo decir. Hace mucho, para ser sincero, que no voy por mi casa. Fantaseo con que él haya incorporado alguna variante a la frase afortunada en su poco decir. Después de todo, ésta no es otra cosa que una versión del viejo y querido dios proveerá. Al final nunca dios proveyó de un carajo más de la dicha de la vida, que por desdichada que sea sigue siendo vida y a nadie, ni siquiera a dios, puede reclamársele merma alguna. El caso es que a mí desde muy chico se me antojaba que el almanaque también podría llevar la forma del reloj. Lo imaginaba con una sola aguja, arrancando desde las seis, trepando primero y cayendo rauda cuando el año se nos va de las manos. De hecho siempre es así. Al principio, cargados de objetivos, de culpas, de preguntas para las que no hemos sabido encontrar respuesta, el año es cuesta arriba, pero basta que lleguemos a las nueve, a mediados de marzo estoy queriendo decir, y la cosa cambia de color. Hay algo de alivio en el aire, algo de ahora sí, boludo, metele que son pasteles, y a nadie le da por preocuparse mucho por lo mal o bien (mal) que haya invertido ese primer tramo. Ya en junio, julio, uno comienza a ponderar el tamaño de lo que falta por hacer. De un lado ve las titánicas empresas que se propuso durante los brindis festivos y del otro los magros resultados y se hace planteos. La puta madre, se fue la mitad del año y casi todo el pescado por vender. Y sí, en efecto, a mitad del año ya estamos perfectamente jodidos. La aguja cuesta abajo marcha a la misma velocidad que cuesta arriba, pero quién nos quita de encima la ilusión óptica que verifica el cumplimiento de la ley de gravitación. No hay nada que hacerle. De julio en adelante todo asume un vértigo que llegando a octubre, a noviembre, alcanza ribetes payasescos. Diciembre es un puto descajete.
Dos semanitas más y da vuelta el mes, diría papá. Sí, ahora lo veo con claridad. El sueña con el mismo reloj que yo acabo de describir, sólo que, hombre de pocos recursos y horizontes, ave de vuelo corto, piensa en términos de mes como yo pienso en año. En un año me recibo, en un año me mudo, en un año me enamoro y me caso. El, en apenas un mes, cobra el sueldo, paga cuentas, verifica la llegada de la regla en su mujer, incumple viejos planes, hace nuevos planes. Su reloj, en suma, tiene dos agujas y sólo le da bola una, la mayor. Y lo bien que hace.

15.5.07

{-}

Todos los días se parecen entre sí. Despertador, claro, café muy frío o demasiado caliente, siempre el vértigo de creer que ése será el día en que llegue tarde a todas partes y no es que sea mi costumbre pero en verdad basta un mínimo roce de la realidad para que la secuencia toda descarrile. Digamos que tampoco es cierto de que esto sea muy grave. En mi derrotero, por desgraciado que sea, nunca hay un cliente que gire en descubierto por mi culpa, o un paciente que se muera o un pibe que vuelva a su casa y le cuente a su padre que el maestro es incapaz de enseñarle las restas con dificultad. No, lo mío tiene mucho de segundo plano, casi como si fuera el bajo en una banda de rock. Siempre estaré por allí detrás, pero sólo por el favor de otros veré alguna luz que no me pertenece. Me gusta la noche. Me gustan las noches, a razón de una por día, y un poco menos los días, todos tan parecidos entre sí, que un mínimo derroche de realidad en el momento menos pensando amenaza con echarlo todo por la borda, incluso esa estúpida secuencia que va desde el despertador hasta apoyar el pie derecho sobre el piso gélido de mi cuarto.

14.5.07

(-)

De un tiempo a esta parte todo tiene olor a cuarto cerrado. Es otoño, eso dice el almanaque, pero no hay que creerle demasiado. Un día de estos, un día que ojalá fuese mañana mismo, sale el sol y nos devuelve a todos el rubor a las mejillas, el sudor al cuello de la camisa y los abrigos al antebrazo, que es el sitio en el que aguardan que uno los vuelva al fondo del ropero. Mi campera de todos los días, la muy pobrecita, va a pedirme que la lleve a pasear a la tintorería. Eso será cuando haya buen sol, le prometo, y yo sé que no habrá buen sol ni mañana ni pasado mañana, o que sí, que lo habrá, pero bastará que se haga viernes, que es el día escogido para ponerla en esas manos extrañas, bajo la mirada incrédula de una morochita de uniforme naranja, que me dirá que es demasiada mugre, que quince pesos, que en una de esas no está para mañana ni para pasado. Entonces vuelvo a pensar que esa mugre ha llegado para quedarse. Tal vez lo bueno fuese cambiar de tintorería, pero qué sé yo, tantos años cortándome el pelo en lo de Braulio, comprando los mediodías la misma comida y la misma marca de cerveza en el mismo súpermercado, del mismo modo en que antes cada sábado me hacía una escapada hasta el revistero Superman, allende la A.P.Bell y pedía un Olé, porque en esa época me gustaba leer sobre deportes y los sábados traía la última buena revista sobre deportes que se ha escrito en estas pampas, Mística, y a la vuelta, muy despacio, pasaba por la panadería a que Lía me vendiese una docena de facturas, las mejores de la ciudad, según me gustaba declamar hasta arribar a la paz del consenso entre mis amigos, pero la excusa era verla a Lía, sus mejillas regordetas teñidas de un rubor perpetuo, el cabello largo y casi rubio pasado de gusto a pan, a pan recién salido del horno, y su uniforme bordó, siempre tan amable, siempre sonriente, que casi me daba gusto que me preguntase por la facultad, cosa que ahora mismo estoy odiando con toda la riñonada, porque ella tenía un algo que me hacía sentir importante. Supongo que ella estaría condenada a pasarse toda la vida vendiéndole facturas a señores que se harían pasar por universitarios, en cambio yo un buen día dejaría de ser universitario, de acarrear libros de una punta a otra de la ciudad con gesto preocupado, circunspecto, como si la vida me fuera en esos pensamientos, y ese día el diploma haría de mí un señor, un buen señor que ya no volvería más que a saludar, y cada vez menos, total que se supone que un buen señor ha de aparearse con una buena señora encargada de que los sábados tengan cada cual un mejor desayuno que el resto de los días de la semana. Lo importante era eso: que ella creyese que yo me lo creía, pero yo nada más pasaba a que me venda sus sonrisas a un precio más caro que el petróleo de los persas, pero quizá ni dios sepa -yo no lo sé- cuánto es lo que vale una sonrisa en la vida de un tipo solo. Otras veces pasaba por la panadería y no estaba Lía sino alguna de las otras pibas, una colorada, por ejemplo, de la que nunca supe su nombre pero nunca me cayó del todo bien. Alguien que canta las canciones de Calamaro no puede caerme bien aunque peine los rulos colorados más hermosos de toda la cuadra. Esa, aburrida de mi, solía preguntarme: ¿un pan? Y yo a veces le decía que sí con la cabeza y pero otras prefería revelar mi cometido, mi excusa, la docena de facturas, a lo cual ella devolvería un gesto de sorpresa -ya con el pan en la mano- y otra pregunta: ¿surtidas?, a lo que yo respondería: sí, surtidas, pero sin medialunas de dulce de leche. Me gustan mucho las medialunas. De grasa, de manteca, pero nunca con dulce de leche. Quién puede comer esa cosa tan empalagosa. Después tomaba mate y leía. Una hora, dos. Tres. El tiempo giraba lento en día sábado. Parecía siempre verano. A lo mejor los enormes ventanales me liberaban de la claustrofobia que siempre he tenido y sólo ahora padezco. Como se nota la falta, diría un amigo. Sí, demasiado.

11.5.07

Nobleza obliga

Las doce es mejor que la mayoría de los suplementos que la prensa vernácula dedica a la cool turrita.

9.5.07

Minar el campo

A mí nunca me gustaron las mujeres mayores. No señor, bajo ningún concepto. Eso decía antes, y lo decía como se dicen las cosas: de la boca hacia fuera o, lo que es lo mismo, en el espacio de los otros. Lo dije muchas veces. Al menos eso creo y tanto lo creo que hasta he llegado a convencerme de lo que dije, de lo que dije muchas veces, y de que lo dije muchas veces pensando en que tenía razón.
Pero siempre hay una vez primera para el no, del mismo modo en que siempre hay una vez primera para un sí. Y si antes fue no, bien puede ser otra vez no, lo que, como cualquiera sabe, implica dos negaciones, una seguida de la otra: ¡una afirmación! ¡una afirmación encubierta!
Nos caen mal los infiltrados, los buchones, los que se mandan a campo enemigo con disfraz de cordero y resulta que acaban siendo corderos. Nadie adquiere otra condición por el mero disfraz, por eso tanto odio. Eso es marcar las cartas, birlarle la chance al azar de hacer lo que le viene en gana con tal de hacer lo que a otro le viene en gana.
La primera vez fue un accidente. Estaba allí, del mismo modo en que yo estoy aquí. La segunda vez, que todo era una sugestión mía. A veces se me ocurre cada cosa, que lo mejor que puedo hacer al respecto es echar mano al manto de piedad que todos deberíamos llevar en el bolsillo. La tercera, la supe inercia. Ya estaba en marcha, en algún momento se me acabaría el combustible y todos los escozores. La cuarta me di cuenta de que estaba en problemas.
Y me resigné a ellos, qué remedio. Para que los problemas sean problemas sanos y vigorosos es preciso criarlos con abundante agua y una guía que los libre de todo mal. A falta de alimento se secan y secarse para ellos es la muerte. Adiós problemas. El quid del asunto es que la mayoría de las veces uno bosqueja soluciones. Las soluciones insumen tiempo, recursos, malasangre. Y yo, no hace falta que se los diga, soy el esclavo de los relojes cizañeros, de los billeteras flacas y de la sangre que se atasca justo justo a la hora pico, así que preferí declararme en asamblea permanente todo lo que haga falta.
Si estas cosas no se componen, habrá todavía otras en las qué ocuparse y les aseguro, por la poca salud que me queda, que yo no estaré para ellas.

No hables con extraños

Durante más o menos ocho meses este blog no aceptó comentarios o, para decirlo mejor no aceptó comentarios públicos y a tal efecto deshabilitó esas prácticas cajas de texto al pie de cada entrada. Los comentarios siguieron llegando por correo. En general, supongo que por el esfuerzo adicional que eso implicaba, fueron más delicados, más medulosos. Un comentario de aquéllos me vale lo que treinta de éstos, que eso quede claro. Para el tipo que se toma el trabajo de escribir vaya la gratitud eterna que no he sabido graficar en las respuestas.
De un tiempo a esta parte los comentarios dejaron de interesarme. De hecho muy pocas veces dejo comentarios en otros blogs. Se puede vivir perfectamente sin ellos. Incluso da menos trabajo. Uno escribe y ya, como en la vida misma, y no se distrae por lo que tiene para decir fulanito o menganita.
En definitiva, lo que quiero decir es que ningún blog se muere por la falta de comentarios. Al menos este espacio no murió por su falta antes ni planea hacerlo en el futuro. El que tiene ganas de comentar lo hace, que para eso está la bendita caja, y el que no se queda callado. Yo valoro una cosa tanto como la otra. Eso sí: no soporto los anónimos. Qué cuesta poner “Juancito”, “Etelvina”, “X-playo”. Lo digo yo mismo: cuesta tanto como decir “hola”, “por favor”, “gracias”.
Así las cosas, dispénsenme el derecho de volar a la mierda al “usuario anónimo”. Lo hago sólo por higiene. Sepan entender. Disculpen las molestias. En parte de pago, acepten esta foto venida de la Ucrania.

8.5.07

¿Quo vadis?


5.5.07

De escribir se trata


No importa dónde. Una y otra son caras de la misma moneda. ¿O es que acaso no nos entendemos?

4.5.07

Atlas: los Jones

Los nombres de las calles de mi ciudad guardan una lógica muy extendida en Argentina: hay marcada preferencia por los próceres. El toque que le es propio corre por la influencia de la vasta colonia galesa. Así, a nadie asombrará la polución, si se me permite la exageración, de calles apellidadas Jones, a las que los lugareños, sin más, pronuncian “shones”. Alguno que otro les dice “shons” y sólo una vez oí a alguien (una locutora) pronunciar “shouns”, aunque la equívoca fonética de la lengua galesa me hace sospechar que las cosas no son tan sencillas como parece.
Si se imagina una cruz cuyos maderos de sur a norte están dados por Yrigoyen/ Fontana/ Avenida de los Trabajadores y de este a oeste por Lewis Jones/ 9 de julio, hay dos Jones en el cuadrante SE: Michael y Howell; una en el SO: Joseph; una céntrica: Lewis; y otra indefinida de la que no sé demasiado más que su nombre: David (que en realidad es David Lloyd Jones). No hay que asombrarse por lo castizo de la pronunciación popular: se las conoce, por orden de aparición, como “máiquel”, “jógüel”, “shósep”, “legüis” y “déivid”, aunque no falta el que a ésta última le llama “déivid shoid shons”.
Otros nombres que me vienen ahora mismo a la memoria son: María Humprheys, Hughes Cadfan, Love Parry Madryn y Eduardo Price. Por supuesto hay una calle que se llama Gales y otra que homenajea a la nave en que vinieron los primeros colonos: Vivero Mimosa. Yo mismo vivo en la calle de un prócer que no viene al caso, eso sí: entre Emilio Berwyn y Edwin Roberts.

2.5.07

Parroquiales

Estoy probando Twitter, la última moda en el mundo de los blogs y aledaños. Soy fander, claro.
En Inmanencia (blog interesantísimo, por cierto), Adriano recoge algunas voces sobre el fenómeno.

Años

Años de esperar una carta, no como el coronel, no una en especial: años esperando cualquier carta. Indecibles deseos de llegar un viernes del trabajo y ver que en el buzón, por debajo de la puerta, la carta ansiada. O un aviso de ella, y en tal caso dar un trote hasta el correo, antes de que se haga más tarde. La tinta no espera. Tenerla en la mano, sentir su peso, su textura. Mirarla a contraluz para adivinar su contenido. Auscultarla por el frente. Detener la vista en las estampillas, en el matasellos. Tratar de adivinar quién la escribió y si lo hizo cuidadosamente o a las apuradas. Al fin, voltearla para leer el remitente. Su dirección. Buscar en el cajón un abrecartas. Comprobar que nunca hubo en el cajón un abrecartas. Porque nunca hubo cartas. Entonces, si por esas cosas de la vida, de la muerte, por un error del cartero o de la compañía telefónica, llegase una carta, debería abrirla con los dedos, con el temor de dañar su contenido. Mejor aventar los temores. Mejor comprar un abrecartas. No sea cosa que por vida o muerte, error o intimación, justo uno de estos días llegue el día que ponga fin a esos años.