Jade May Hoey

1974-2004

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31.3.05

Los muertos que tú matas...

Tiene razón Massei: no se ha dicho suficiente sobre el incidente que protagonizaron Edgardo Balduccio y el editor (o dueño o capanga) de Los Trabajos Prácticos. En realidad no se ha dicho nada y la historia demuestra que lo que se calla en el momento oportuno da lugar a farsas con apariencia de verdad cuando uno menos se lo espera.
Es repudiable la actitud de este hombre, al que podríamos denominar «el no firmante», ya que ha tenido la precaución de subir sin firma el artículo condenatorio a Balduccio (y que yo sepa esa no suele ser la opción por defecto de los softwares gestores de noticias), lo que le da premeditación al hecho de ocultar la mano que lanza la piedra.
No voy a utilizar el recurso de Piglia de bautizar al contrincante con un nombre literario, aunque estuve mucho rato tentado de hacerlo. En primer lugar, no recuerdo el nombre de este señor, y en segundo, toma mi mente por asalto otro nombre, el de Humberto Bonanata, que también fue amigo de De la Rúa y que también escribió un libro del tenor de «No sé qué le pusieron en el café a mi amigo», en el que resumió la triste gestión del ex Prescindente. Humberto era un personaje patético porque a la par de decirse amigo, no ocultaba que era un caido en desgracia, que contaba la historia del gobierno desde afuera porque a él no lo habían participado. Para más, recuérdese que Humberto era el presidente del bloque radical del concejo deliberante en tiempos en que Fernando era el intendente de los porteños y fue la toma de estado público de un hecho de corrupción lo que lo apartó de la figura de su amigo por ese entonces presidenciable y casi impoluto.
Pero no. Es preferible obviar el recurso de Piglia porque ya fue gastado en una mariconada.
El amigo no firmante desentierra el estratagema chestertoniano de «La espada rota». En ese cuento un general manda al muere a sus hombres para ocultar su propia traición: el mejor lugar para esconder un cadáver es un cementerio, aunque sea preciso poblarlo.
El amigo no firmante se parece a ese general en dos sentidos.
En primer lugar, lo hace al omitir la rúbrica, con lo cual envuelve en la atmósfera hedionda de intolerancia al resto de los colaboradores de ese espacio.
En segundo lugar porque da una serie de excusas bastante infantiles para ocultar el principal motivo de molestia con Balduccio, ergo, que éste encomillara el calificativo democrático usado en relación al gobierno de De la Rúa.
Naturalmente, nadie desconoce que el gobierno de marras fue elegido por una estrepitosa mayoría, pero hay que ser bastante pelotudo para creer que la democracia empieza y termina con un acto electoral, o que el imponerse en un comicio otorgue al candidato favorecido carta blanca para hacer lo que le venga en gana. Ojo, el que suscribe no desconoce que esa idea es la vigente en Estados Unidos, por ejemplo, pero si nos llenamos la jeta con la palabra Constitución, bueno sería saber qué quiere decir democracia.
El poder es del pueblo que, ilusoriamente o no, escoge a sus representantes otorgándoles un mandato, por esa razón el presidente es conocido como primer mandatario. Es el que recibe las órdenes. Un mandato es un contrato, la cesión de una serie de potestades para que el mandatario haga. En derecho privado el que no cumple tiene el deber de indemnizar. En derecho público podemos hablar de gradaciones cuya instancia última es ser «infame traidor a la patria».
El gobierno de De la Rúa, para el que no lo recuerde, fue el que introdujo en nuestro vocabulario cotidiano palabras como «blindaje», «megacanje», «déficit cero». Vayamos un poco más allá. El déficit cero, por ejemplo, se cagó en los compromisos asumidos por el estado hasta en un trece por ciento sin distinguir entre proveedores, empleados, jubilados, becarios, todo para hacer frente a la deuda externa. Hubo más: se ordenó no cumplir con sentencias judiciales con tal de pagarle al Fondo Monetario Internacional. Y vale decir que alguien que le gana un juicio al estado no siempre es un oportunista. A veces es un jubilado de 75 años que pide un reajuste a su haber, o el hijo de alguien que fue olvidado por la salud pública.
Pero el país estaba quebrado o en vías de estarlo. Quizá pueda comprenderse que el proceder, aunque algo errático, resultara extremadamente rudo, que fuera necesario convocar a personajes nefastos para que apagasen la hoguera, que nos invitaran a un último sacrificio patriótico. Todo eso, aun a regañadientes, puede entenderse.
Pero lo cierto es que el contrato suscripto con el pueblo que lo votó estaba roto. En octubre de 2001, al cabo de las elecciones legislativas, el Prescindente se ocupó de aclarar que el gobierno no había sido derrotado. Tenía razón. Al no poder imponerse en las elecciones internas de su propio partido, no había candidatos oficiales. El fraude permitió a Fernando ganar por escasos votos la elección interna de su partido en Recoleta, su barrio; el resto del electorado le dio la espalda.
Pero no bastó con el contrato roto: tuvieron que limpiarse el culo con sus pedazos. Como si fuera un presagio, la primera semana de gobierno quedó marcada por un una salvaje represión en Corrientes que se cobró varias víctimas bajo las balas policiales. No podía ser distinta la última semana: en medio del estado de sitio que decretó Fer, los muertos fueron más de 30, y las fuerzas policiales no se privaron de matar frente a las cámaras de seguridad de un banco. Por esta causa fueron procesados el Presidente, su Ministro del Interior, su Secretario de Seguridad Interior, el Jefe de la Policía Federal. Sin embargo, ninguno purgó una pena por estas muertes.
El amigo no firmante se molestó porque se puso en duda la democraticidad de un gobierno que, de aguantar dos horas más, no hubiese dudado en llamar a los tanques del ejército o clausurar canales de televisión para recuperar por la fuerza la legitimidad perdida por su ineptitud.
El amigo no firmante dice que debemos respetar a nuestros muertos. Claro que sí. En particular cuando es la pólvora del estado la que se vuelve sobre el pueblo.
La democracia es un traje que le queda grande al que no puede tolerar una opinión que no coincide con la suya. La democracia, valga la paradoja, es la que permite que tengan su espacio los cómplices de salvajadas como la expuesta, aunque la ideología que profesan sólo se manifieste en exabruptos como éste, que puso al descubierto la línea editorial del espacio que conduce.
Afortunadamente, actos de censura como el que propicia el amigo no firmante, son sólo derrotas parciales de la democracia. Internet es, al menos por ahora, un espacio lo suficientemente ancho como para seguir intentando pensar diferente.


UPT: remplácese "el no firmante" por un tal Raffo. Parece que a último momento un alumno le puso su nombre a la hoja que aparecía hija de nadie.

29.3.05

del temor a la poesía

Se busca musa. Abstenerse flacas
resentidas travestidos y
envidiosas
Sueldo escaso
noches de amor intenso
y libros como
hijos.
Cristina Peri Rossi

No podré jamás reventar a lectores como sapos. No tengo el don de la poesía. No sirvo para recargar las palabras con nuevos significados. Lo supe cuando leí «libros como hijos». Al leerlo me pareció simpático, pero una maduración posterior, cercana al acto de masticar esas palabras, me recordó que los libros no tienen ese llanto de los bebés cuando salen del vientre y se aferran a la vida de ese modo que sólo a ellos les resulta posible.
He llorado muchas veces después, he visto llorar, he consolado, pero no puede haber lágrimas como las de ella, lágrimas como los jirones de una vida que se apaga. Para mí ya no habrá más lágrimas. Tampoco hijos. Quizá libros. En aquella ocasión sólo mi tono de voz pudo enjugar esas lágrimas. No sé qué dije, apenas conservo la música de mi voz acarreando una serenidad que me venía de otra parte y a un precio muy elevado: el de desgarrarme yo mismo.
En diciembre, antes de salir de viaje, me embriagué de perplejidad ante el Borges que a mí me gusta. Ese que me pedía que recuerde que es la puerta la que elige, no el hombre. Lo entendí en el medio de ese viaje. Mis escuálidos ojos apenas podían ver fragmentos del amanecer en plena meseta patagónica y como en un sobresalto del sueño vi al auto en que iban mis amigos tan queridos dar una serie de tumbos en medio de una polvareda que tuvo el sentido de velar el milagro. Unos cortes, unos rasguños apenas, fueron los que me ratificaron el verso borgesiano. Ya no está ella y sin embargo antes de irse me dejó una llave: Dylan Thomas. Un vaso de whisky y un par de poemas me empujaron a una lengua extraña que no tardó en resultarme familiar. Esas páginas me llevaron a un laberinto lleno de profecías cumplidas y ahora mismo les tengo miedo. Tengo miedo de que la poesía sea la voz de dios. Me aterra pensar que pude haber leído ya qué es lo que me espera cuando abra aquella puerta y aun no haberlo comprendido. Le temo al brillo del puñal bajo la funda.

28.3.05

Las amantes invisibles

Si fuera un niño, yo no tendría estas preocupaciones. Mis padres incluso celebrarían que no haga gavilla con alguno de los malos críos de la cuadra. Pero a esta edad la cosa toma otro color. Antes hubiese tenido un amigo invisible para contarle mis confidencias. Eso no sería nada. Mucho mejor es el literario afán de ponerle una voz, hacerle decir cosas que cautiven.
Pero ahora el juego de las amantes invisibles no le hace gracia a nadie. A nadie más que a mí.
Todo comenzó en la época en que yo pasaba hambre. La mala idea de despreciar un trabajo deplorable me había condenado a la humillación del desempleo. Ya no tenía nada. Un par de pantalones siempre arrugados que anidaban en un bolso de viaje siempre a medio armar, por las dudas, no tenía mucho más que eso. Alguna limosna, al pasar, que destinaba a comprar tabaco. Qué tiempos. Un paquete de veinte debía durarme más de una semana. De lo contrario el producto de la colecta que hacían mis amigos no me alcanzaría para comer, y a veces ni eso, la panza llena de humo, los dientes amarillos y los dedos con ese maldito olor que nunca se iba. Sólo así puede entenderse que tanto me gustara salir a caminar. Con la panza vacía, las cuadras me dolían de una manera tal que debía apresurarme a encontrar algún lugar donde sentarme, sin ir demasiado lejos, un banco de plaza. La dureza del cemento me recordaba que ya no tenía las nalgas de antaño. Entonces prendía un cigarrillo, con suerte uno nuevo; en ocasiones, apenas el pucho de uno anterior, apagado a las apuradas para no fumar más de la cuenta. Esos eran los peores. La primera pitada sabía amargamente dura como martillarse un dedo en pleno invierno.
Cuando la cosa mejoró un poco, pude mudarme aquí, a media cuadra del centro comercial y tenga o no tenga plata para gastar, lo mismo voy. Me doy una vuelta entre las góndolas, pizpeo las ofertas, saco cuentas inútiles. Me detengo frente a los vinos, por ejemplo, y recuerdo de la época en que podía elegir el que quisiera, sin mayor especulación que encapricharme en no tomar varietales. Ahora ya ni me acuerdo cuando fue la última vez que descorché una botella. Seguro que con algo de impaciencia habré dejado pasar esos fatídicos diez minutos en que el vino ha de besarse con el aire para ganar intensidad, y después olfatearlo rastreando en él el celo de alguna hembra, retener el primer sorbo, pasearlo por toda la lengua, bañar los dientes, tragar y quedarme un buen rato con esa postal detrás de la lengua. Pero no. Eso es historia; esta es la historia:
Aunque no se me da bien la simpatía, a fuerza de venir todos los días ya me hice amigo de la casa. Por desgracia las cajeras son más bien feas, pero en algún sentido el ojo no se maravilló la primera vez que vio un amanecer sino que tuvieron que pasar muchos para desentrañar su verdadero significado. Lo mismo con las cajeras. Al principio todas resultan desarregladas, flacas, tontas, pero el ojo se va ablandando. Hay que verlas arriando carritos que estorban, agachadas recogiendo una moneda que ha preferido el suelo, pesando las coles de Bruselas, recontando billetes de dos pesos, diciendo hasta luego, muchas gracias. Es invariable, uno se encariña aunque lo traten de usted.
La primera fue Gabri. Resistí durante semanas la tentación de decirle que estaba enamorado de su nariz. Es que me pareció que quizá le resultaría agresivo. A nadie le gusta tener una nariz tan grande, pero aun en su desmesura quien la cinceló fue un maestro de la escultura. Yo creo que deben existir narices como la de Gabri para posibilitar que hayan otras, bruscas, pequeñitas, como la mía. Si hay un dios, y no tengo razones para creer en lo contrario, el mundo que no alcanzamos a ver es una enorme balanza en la que todo se equilibra y tu lágrima, caro lector, es el combustible de mi risa.
Elogiar el lunar de su mejilla fue un acto de civilidad, amar una nariz tiene rasgos de animalidad que a nadie le quedan bien, pero también fue un acto de arrojo: le hice lugar para que me diera recetas de cocina que fingí atender mientras trataba de encontrar el modo de llevarme algo de esa nariz a mi casa.
La definitiva fue Hociquito. Se llama Vanesa, pero quizá debe haber otras Vanesas y yo quiero sólo a ésta. No es simpática como Gabri, me llevó mucho tiempo pasar del buen día, buenas tardes. Para más, tiene una sensibilidad que me conmueve. Puedo estar a treinta metros, pero si me doy vuelta a verla o circunstancialmente poso mi mirada en algún punto del espacio en donde ella reina, es como si la pinchara: ella busca la mirada agresora, da conmigo y en la cara se le adivina la molestia o la ratificación de una corazonada. Es claro que prefiero los destinos enrevesados. De otro modo no entiendo como persistí hasta conseguir su favor.
El eco en los cuartos me desencanta, no lo niego, pero más desagradable me resulta que alguna amistad me sugiera de soslayo que debo abandonar la mala costumbre de tejer ilusiones sobre la arena, que ese no es el camino. Yo no les doy mayor importancia. Al fin y al cabo hay más de una ceremonia secreta que crisparía la paciencia de mi madre y viene siendo tiempo de escribirle un cuento a Gabri, que se lo he prometido y ella tampoco lo sabe.


(Texto ya publicado y corregido. Sorry for mistakes)

27.3.05

Breve noticia acerca del autor

Los lectores de este espacio son mis amigos. Algunos, varios, me acompañan desde la propia génesis de este arrebato textual, otros vienen por el capricho de los buscadores o los amables enlaces que han hecho otros sujetos, con los cuales comparto el gusto por las bellas letras y por la tentación de registrar en este formato una suerte de literatura viva, en contraposición a la gran literatura, la que reside en los libros. Este camino, como la vida misma, es el territorio que media entre un hola y un chau, o entre muchos holas y muchos chaus yuxtapuestos. Estos azares y un recuerdo me han hecho pensar que quizá sea buena hora de que me presente en sociedad. El recuerdo es apenas un avatar de la memoria de mis lecturas alternadas y fragmentarias: Bourdieu decía [a propósito de la sociología] que no siendo posible la objetividad, el mejor modo de ejercer la neutralidad era decir desde qué lugar habla el autor. Supongo que aclarado ese punto esos amigos que no saben casi nada de mí quizá se encuentren con una lectura más completa.
Me llamo Jorge Mayer. Nací hace 30 años en un pueblo patagónico llamado Sierra Grande, erigido en derredor de un yacimiento minero, que explotó durante un par de décadas el estado nacional y que en los interminables años 90 cerró sus puertas, condenando a la población a un desordenado éxodo o a la resignación de habitar un pueblo fantasma. Mis padres se enrolan en este último grupo, de modo que he constatado que Sierra sigue la suerte del país, pero con diez años de anticipación.
Nunca se manifestó en mí una vocación por algo concreto. Mis conocidos dicen que podría haberme dedicado a cualquier oficio con similar solvencia. Tal vez ese don me hizo perder tempranamente casi todas las pasiones. Una tarde, hace no demasiado, me di cuenta de que si algún día me hago escritor no será precisamente porque me acogen amablemente desde ámbito, sino porque me han expulsado de todos los demás.
No tengo formación en letras y hoy mismo no sé si empezar a estudiar una licenciatura o continuar siendo un autodidacta clandestino. Tampoco participo de círculo literario alguno. Quizá haya muchos escritores en Trelew, yo sólo le estreché la diestra a uno –autor de más de un libro– que es mucho peor que yo, lo que ya es decir. Mi relación con los libros es reciente. Crecí en una casa sin biblioteca y he conocido centenares de personas que han sido felices sin haber leído un libro jamás. Sin embargo, desde niño soñaba con cajas llenas de libros para mí, los deseaba más apasionadamente que lo que debe desearse a una mujer. Cuando pude comprarme libros los preferí a la mayoría de mis amistades, a la estabilidad afectiva, a tener mascota, a la higiene de mi hogar.
Me gusta escribir pero nunca he publicado nada, excepto esta bitácora que ha crecido junto con mis vaivenes y me ha dado ya el mayor premio al que un escriba pueda aspirar, algo tan grande que mi pudor me impide escribir ahora mismo.
Tampoco creo que pueda vivir de lo que escribo [en vano me han ofrecido ser creativo publicitario para una agencia y aguafuertista en un programa de radio]. El acto de la escritura es para mí un vicio y no hay modo de sacarle a los vicios otro rédito que no sea el mero placer. Tampoco me imagino condenado a escribir por el yugo de un sueldo o de un porcentaje en eventuales ganancias. Es un vicio caro, en el sentido de que voluntariamente he renunciado a muchas cosas para tener más tiempo ocioso para leer. Es un vicio peligroso: a causa de él rondó en mi cabeza la idea de quitarme la vida, pero a diferencia del tabaco, que un día acabará por matarme, fue también el madero que me rescató de aquel naufragio.
Me gusta la literatura porque es un arte que viene perdiendo terreno ante el avance tecnológico. Es más sencillo ver películas que leer libros. Ha de ser más simple mostrar una imagen que edificarla sólo con palabras mudas, pero mi batalla favorita es la de Vuelta de Obligado: nos cagaron a tiros pero no arrugamos.
Quisiera ser como Felisberto Hernández, una máquina de mirar y decir, una máquina míope y estrábica de mirar, apta para decires sencillos, amable con aquellos que creen que la literatura es algo demasiado solemne como para hacer feliz a alguien. Me gustan los escritores malos que abren el juego antes que los académicos que forjan un ghetto para iniciados.
Todos los textos de este sitio están redactados en caliente, no tienen ni pre-producción, ni post-producción, son para su consumo inmediato, no resisten mayor análisis. No me sale otro modo de escribir que éste: sucio. Quizá la mano se me ablande con el tiempo y depure el estilo pero eso no está dentro de mis prioridades. Si pudiera planificar una evolución, el siguiente paso sería cultivar la brevedad: usar las palabras como recipientes y cargarlas hasta el borde con pólvora, lograr la complicidad del lector al punto de convencerlo de que es más de la mitad de la relación literaria y una vez alcanzado ese estado de gracia, hacerlo reventar como un sapo. ¿Podré?

25.3.05

Lullaby

Alguien me sopló al oído durante ese invierno que debía existir algo, una transición que mediara entre la desesperación inaudita por tanta injusticia y el más grande amor. Afortunadamente cuento con el don de no escuchar a nadie. Para mal o para bien, lo que tengo entre mis manos no es más que lo que supe marchitar por propio arrebato. Sin embargo, cuando todo se fue de madre al punto mismo de tomarme con la guardia baja, [justo a mí que no doy un paso sin antes tomar cuanto recaudo que esté a mi alcance e incluso más], reaccioné vigorosamente, como si fuese ya todo un hombre y no un niño que se pone los pantalones largos a escondidas. Me oculté de la mirada de mis conocidos; ante el resto del mundo no me privé de mostrar el rostro ojeroso de quien está desahuciado, sin ánimo ya de copar la parada de puro guapo. Así se fueron los meses y la pena se fue asentado. Se me ocurre pensar que en situaciones así la pena es como una araña y el cuerpo, una habitación apenas habitada. Al principio la araña se conforma con extender sus dominios a un modesto rincón y su tejido avanza, a la par que ella toma confianza y se aproxima al fuego central. Los pasos son lentos pero ciertos [los molinos de la verdad muelen lentos pero inexorables, ¿quién lo decía?]. En esto descubro una enorme omisión: la araña no escoge cualquier lugar sino que se hospeda en los ámbitos del abandono. De otro modo, la araña se hace fuerte a la par que yo voy cediendo. Antes fui valiente sin dejar de ser en esencia un cobarde. Escapé, no entiendo cómo, pero escapé. Tentador se muestra el suicidio, tentador e inoportuno. En ese antes, si es que lo hubo, se presentaba inevitable. Sin María Estuardo, ¿para qué continuar?, en todo caso, ¿cómo hacerlo? La partida llegaba a un fin sin gloria. Fuera de tiempo vuelvo a ser un cobarde que juega con las palabras para lograr el conjuro.

23.3.05

declive americano

Los bares también se han inventado para que uno se escape de sí mismo. Lo digo desde mi perfecta ignorancia. Cuando estoy solo, voy siempre al mismo y no sé por qué misteriosa razón sigo yendo cuando no se dan los mínimos recaudos que yo suelo requerir para estos menesteres: no hay ninguna camarera de buenas piernas, el café tiene gusto a quemado y pese al verano persiste tibio. Para más, el lugar tiene una enorme vidriera, que da a una de las calles más transitadas, de modo tal que no puedo decir que sea un escondite eficaz. Tampoco es demasiado tranquilo. Los parroquianos suelen llamar al flaco que atiende a los gritos. Incluso los más amigos de la casa lo hacen parte de sus humoradas, lo distraen de su trabajo.
Sin duda alguna oscura pasión es la que me trae aquí en los intervalos que me deja la facultad, una pasión de la cual no tengo ni siquiera un trazo para bocetarla, algo que me supera. Pienso que tal vez soy yo el estúpido que se resiste a cambiar las malas costumbres pero, a la vez, a modo de consuelo, tomo alguna que otra nota de los personajes que vienen. Por suerte no aparece el clásico grupo de hombres de mediana edad que diario en mano intentan ajustar las clavijas del mundo, y lo hacen de un modo tan encendido que yo juraría que la casa les paga la actuación. Ahora que lo pienso un poco más quizá vengan a la mañana, cuando yo no estoy.
Hoy estoy demasiado cansado para leer. La gramática del doctor Pascale me resulta inasible. A punto de retirarme veo que entra un joven que sin duda se impone por su voz dondequiera que vaya. Pide un americano. Ante la cara de asombro del mozo, repite el pedido. Ah, café solo, le oigo decir al flaco. Sonrío con satisfacción: en cierto modo parte de la invención tecnológica se basa en cambiar la combinación de elementos conocidos de antemano para obtener resultados novedosos.
Era un mundo mucho más pequeño que este y la liturgia era bastante diferente. En el bar Americano que yo conocí, a escasos metros del puente que cruzaba el Sena de mi pueblo, no había gran cosa para pedir. La mayoría de los parroquianos se conformaba con el vino más barato que servían a cincuenta guitas el vaso. Nadie se escapaba de nada. Simplemente esos tipos estaban ahí porque es lo que querían. La conversación, el vicio, los amigos, qué lejos nos han quedado. La novedad es no entendernos.

19.3.05

Compraré un perro

El loco Aníbal no era ningún tonto, créanme. Sabía, como cualquiera de nosotros sabe, que si hay algo que enturbia la percepción es darle bola a la gente. Todos son sabios cuando no son ellos los que están en el ojo del tornado. Todos saben mucho, especialmente cuando nadie los consulta. Todos han recorrido mundo, fatigado oficios, escogido sirvientas y jamás han cometido un error o, incluso peor, todos fueron errores, a cual más gravoso, conmovedor, dañino: una sirvienta que quema la casa al intentar hervir unos tallarines, un taxista asesino suelto en las calles de Quito, o la psicosis que causó en barrio Alberdi irrupción de la mafia de las fiambrerías. Por eso cuando presintió la cercanía de la vejez, noto en sí mismo la lucidez que lo había acompañado durante los cincuenta y dos años y cuatro meses que había vivido. Ya lo habían abandonado la herencia del tío Tomás, la que supo ser su esposa y la salud irrompible. No tardaría mucho en retirarse a mejor lugar la claridad mental y ya no habría modo de escaparle a la cárcel. A más viejo, más necio, pensó, es ahora o no será nunca. Solo de soledad insanable, despedido de la empresa de correos en la que había servido como cartero durante veinte inviernos, bebió el último aliento de la botella de Vat 69 y supo que lo que tenía en mente era lo mejor. Se apartaría de los métodos tradicionales, le faltaba el valor para volverse contra sí mismo. No era ducho en armas, no quería infringirse dolor, evitaría el agua, el fuego, las pastillas. Compraré un perro, se dijo y hubiera querido sonreír pero lo venció el remordimiento de la fatalidad. Al otro día, compró el diario. Lo más tentador en los avisos clasificados eran los cachorros Rottwheiler que ofrecían en la calle Don Bosco. Ante una situación así la solución debía ser extrema, no habría de reparar en precio y futuros cuidados. Durante varias semanas cuidó del animal como ni siquiera lo había hecho con sus hijos. Cuando lo supo vigoroso pero dependiente se le ocurrió que las condiciones ya estaban dadas. Lo echó del calor de la casa al patio. El jardín ya no era el que supo ser, de todos modos era de extensiones generosas, aunque hasta un perro sabe que nada en esta tierra se parece a la tibieza de un hogar. Una tarde cualquiera llegó el momento que Aníbal había imaginado aquélla noche ante la botella vacía. El perro le hizo sentir el malestar que le había provocado la postergación sufrida. De un empellón lo echó al suelo y le hizo sentir toda la virulencia de su afamada mordida. Nadie veló al loco Aníbal, nadie derramó una sola lágrima por su memoria. Sólo una ignota asociación de suicidas frustrados se acordó de él otorgándole una distinción al mérito. La prensa dio más espacio a esta negra humorada que al accidente doméstico que se cobró la vida de un desempleado.

18.3.05

entenderse los fantasmas

Qué puede ser más desgarrador, dice ella, oprimiendo el botón pausa de la cantinela parlanchina a la que me tiene acostumbrado. No sé, no lo entiendo, cuando nos separamos pensaba para mis adentros, que bien me siento, no tengo perdón de dios, lo dejé plantado, no faltaba nada para casarnos, inventé una excusa, algo, que ya no era lo mismo que antes y que necesitaba tiempo, sobre todo tiempo. Pensaba que serían algunas semanas, pero al otro día ya supe, o al menos creí en ese momento, que la cosa era definitiva. No daba para más, me estaba reencontrando con mi yo olvidado en el arcón de la adolescencia, cuando no eran fuerzas inconciliables mi belleza, mis deseos de emprender una carrera universitaria, ser hermana de mis hermanas y sin embargo destacarme en algo, ganarme la preferencia de papá. Pudo ser tan fácil. Vos no tenés la culpa de sentarte ahí y ponerme la oreja, pero de a ratos se me vienen diez años encima, o más, qué sé yo. Pero pasa el tiempo, te gana la rutina. No niego que se van sumando cosas. Trabajar en el estudio desde que sale el sol hasta las cinco de la tarde, pretender estudiar y mantener un novio bien comido a veces se transforma en una tarea de titanes. Tenés la vida, te la dieron, pero hay que hacerla, esa es la realidad, pero si juntás poroto con poroto, te vas dando cuenta que esa vida que vos tenés no es la que te hiciste sino la que a otros le sobraba y con los retazos la vas llevando. Lo que se perdió esta semana acaso lo recuperes en la otra y con un poco de suerte capaz que lo echás al buzón del olvido y todos contentos, a empezar de nuevo la cuenta a partir desde cero. Cero, eso es lo que me siento, un cero fofo que alguna vez fue el recipiente de unas ansias que no cabían en la casita de los viejos y me mudé, me fui con él, pensé que las cosas serían distintas, qué esperanza, pero el día menos pensando y no me preguntes cómo, te ves, con toda las miserias que fuiste recogiendo y aunque hayan pasado sólo un par de años repetidos parece que siempre las cosas han sido así. Mejor patear todo. Al pedo haber soñado que el vestido blanco llegaría en el momento justo, con título universitario y un buen trabajo. De ahí en adelante sí, lo que quieras, cambiar el auto año por medio, pagar una casita linda, o mejor hacerla, en lo posible en las afueras, imaginarte un jardín y dos cachorros que te saluden contentos a la hora del regreso, que todo esté limpio y en su lugar. Uff, mejor ni pensar en eso. Hoy apareció. Se lo veía feliz. Atrás, como su propia sombra, le veía la carita de pena de aquella vez en que le dije que esto se estaba muriendo de muerte natural. Cada palabra que me dijo fue una estocada. Nunca lo había pensado hasta ese instante, pero siempre soñé en que volveríamos. No me mires así. No tengo memoria de ningún otro que no sea él. Los chispazos de los sábados son eso y poco más. No alcanzan para iluminar el camino son apenas una señal de que el resto es noche. En Mendoza las cosas marchan muy bien, casi sentí que estaba contento de no haberme cargado como una maleta más, no era otra cosa en ese momento, pero ahora que me pongo a pensar no era poca cosa el dejar estas calles y aventurarse a algo más ambicioso, algo nuestro. Cuando se le dio lo primero que pensé es que de nada habían valido los esfuerzos anteriores. Qué tontería. Sé que me dirás que todos los tipos son iguales y sé también que en el fondo tenés toda la razón. Te diría más, aun sin saber si piso sobre tierra firme: vos que estás tan bien le llorás la carta a las minas que te han dejado, aunque sea para hacerlas sentir un poco culpables. Por qué no podría ser el revés, ¿no? Que él siga en la lona y tenga el orgullo de esconder la derrota para torturarme a mí. No sé, no creo mucho en nada. De sólo sospechar que lo suyo sea impostura me viene el fantasma y tal vez la impostora fui yo aquella vez, cuando no medí consecuencias. Ay, maldita manía de las lágrimas, venirse cuando ya es demasiado tarde. Estamos de acuerdo.

17.3.05

Las convenciones del género

Se trata de asumir la necesidad higiénica que representa toda mudanza. Todo aquel que se considere libre debería mudarse un par de veces al año. De tal modo se ejercitaría en el hábito del viaje, que según es fama produce alguna apertura mental; no llevaría consigo más que lo elemental para su subsistencia, lo que haría lugar a más aire para respirar; se educaría en la provisoriedad y sabría que es mito gastado aquello de «echar raíces». Eso es cosa de árboles, y así les va.
El suscripto se declara limitado en cuanto a sus posibilidades de mudarse. El magro sueldo estatal lo aleja de las empresas inmobiliarias y, no obstante eso, lo acerca a lo que algunos llaman inestabilidad emocional, aunque el argot de la calle es un poco más cruel con los inestables: chapita, tiro al aire, colifato, son los nombres que la gente erige como frontera. De acá para allá, todos cuerdos; de acá para allá, todos locos.
El costo más caro de la locura es perder a los amigos. El camino a golpes de muerte nos enseña a separarnos y eso duele. Por eso quizá duela un poco más que alguien se vaya por voluntad propia, sin decir chau, estuvo bueno, o fue una pena, no hiciste más que defraudarme.
La amistad es una planta muy frágil: hay que regarla a diario o abrigarla con una red de hipocresía que la ponga al cuidado de los vientos fuertes y los bichos de jardín. De otro modo no escapará a la condición del que la forja: será efímera y no dejará ni una huella miserable. Cuando alguien a quien valoro se aleja de mí, no evito la congoja. No es cierto que los vacíos son definitivos por definición, pero esa alternativa se ofrece como una angustiosa posibilidad. Ojalá los seres humanos fueran fungibles como los perros y las ausencias fuesen borradas a gusto del consumidor.
Al que no pueda mudarse de casa le recomiendo cambiar de opinión, mudar de piel, como yo le llamo. Los cuerdos, los que están del lado de allá, los hipócritas, se espantan de ver la piel desgarrada por el sol. Su mirada es corta. No pueden avizorar que con el resto de piel quemada vendrá la nueva y otro será el cantar. No saben que lo que quema es el sol, la verdad, la vida. Claro que uno puede escoger otra cosa: usar pantalla solar, caminar por el lado de la sombra, gastar siempre la misma piel, estarse al cuidado de la verdad que ciega, preservarse en una armadura de frases de ocasión que nunca hieran, que nunca inquieran, tener un manual de excusas para estar siempre al margen de toda discusión.
Sólo aquellos que ven a los otros hombres como medio (y no como fin, como quería Kant) no se dejan llevar por la piel chamuscada pronta a mutar. Es que debajo está el hueso y él no cambia ni a costa de gastarse. A los otros, sin embargo, los admiro en su esfuerzo de construir castillos de naipes. Me atrevería a decir que los envidio: si yo supiera mentir con método escribiría novelas y acaso con eso fuera feliz.

14.3.05

hombres de barro

Para darse cuenta de que uno es un energúmeno no hay que mirarse al espejo, mejor mirar cómo nos trata la gente, no los de trato habitual porque con ellos, mal que mal, se crean códigos de tolerancia que van desde la más edificante amistad hasta el desdén que se tiene por las cosas diurnas, las que no deparan ningún misterio o, para mejor decir, ningún interés.
A continuación voy a hablar de un sujetos de esos a los que (oh fortuna!) veo esporádicamente. Cada vez que tropiezo con él es un mal momento o está en vías de serlo. Aunque esté en la feria escogiendo las menos peores cebollas, ahí se arrimará él con su sonrisa de tipo mal nacido, presto a estrecharme la diestra, darme una palmada, decirme cómo le va, contador. Veníamos bien, pero qué necesidad de nombrarle a uno la profesión. Que a uno le llamen por el nombre de pila o el apellido es un placer que queda en un segundo plano en el caso de los poetas o los carpinteros, en cambio no hay necesidad alguna, no la concibo, de enrostrarle al tipo ese mote para toda la vida. Quizá la culpa no sea de la profesión misma sino de la errónea apreciación que tiene la gente de a pie acerca de ella. El incidente basta para que las tres doñas Rosa que están en el mismo trámite que yo se volteen con violencia a ver quién es el agraciado y y propinarle a uno esas miradas crípticas que le van igual a un ex convicto que al dueño de la fama del torero. Encima el amigazo ya se está haciendo conocido y no por sus emprendimientos. Cuentan cada cosa que mejor dios me aparte, pero dentro de todo son habladurías. Aquí suele creerse livianamente que la sexualidad licenciosa, el consumo de drogas o alguna extravagancia de ese estilo es patrimonio de la juventud que ya no tiene remedio. Qué va!.


Debí pararle el carro a la primera de cambio, pero qué iba a sospechar yo que un tipo tan amable, con una estampa de entrepeneur me resultaría de tal tedio. No es, quiero convencerme, un mal tipo, sólo que la ha pintado la cincuentena y aun goza de buena salud el espíritu de emprendedor de un niño inocente, lo cual no es malo para él sino para uno, que termina siendo la oreja de sus disparates.
Ahora que me detengo a pensarlo, de aquella primera vez mucho no recuerdo pero nunca olvidaré la vez que me dijo: contador, tengo un negocio para usted que le viene de perillas, ¿me daría cinco minutos de su precioso tiempo?. Naturalmente era viernes, yo sabía que Elena y Mariana se encargarían de tener todo al día para el lunes, de modo que sólo restaba pasarlo bien en lo que quedaba del día y después sí, no digamos la loca jarana, pero sí un fernet, unas fichas en la ruleta, algo necesariamente superador de las medulosas planillas o la lectura de las novedades impositivas. Sí, le digo, pero tenga la amabilidad de ser breve, que seis en punto tengo otros compromisos. Quitarme la pelusa del ombligo, me dije para mis adentros.


Pues bien, me han dicho que usted tiene un matadero, ¿cierto? Lo que yo tengo para ofrecerle es una fuente alternativa de ahorro en lo que a fuerza motriz se refiere. Esto no ha tenido mayor difusión por el momento porque como es de imaginarse, hay unos pocos avivados que hacen una millonada con lo que usted consume en su empresa, yo en la mía, en mi casa, vamos, todo el mundo en este mismo momento y en todas partes. Pero al grano, se trata de un pequeño dispositivo, espere que le muestro, a ver, aquí, como el de esta figura, que se instala en el medidor de la energía eléctrica… Un momento, le dije, usted se refiere a un mecanismo para alterar la lectora del consumo?. No, no exactamente. Entonces cómo es que opera. No se intranquilice, contador, yo pretendo la brevedad pero no deja que desarrolle el concepto. Este pitorrito que usted ve acá, colocado en un lugar estratégico de su medidor es capaz de interceptar el circuito. No tenga miedo, nadie podría notarlo.


Le rogué que se mandase a mudar con buenos modos, aunque no me faltaron ganas de darle una buena pateadura. Está bien, ejerciendo esta profesión más que en ni ninguna otra, uno está expuesto a que lo consideren un delincuente en potencia, pero nadie tiene la menor idea del esfuerzo que representa sacarle el máximo jugo a la ley para después intentar cobrarle los honorarios al bendito cliente. La ecuación es simple: un tipo cae con el rabo entre las patas, el fisco le quiere rematar la casa, fenómeno, por bueno no ha de ser, lógico. El tipo no pago antes. Tampoco quiere pagar ahora. Y encima quiere zafar gratis. Entonces uno se convierte en un perfecto garca, que suda corbatas italianas no para estar más presentable sino como jactancia de sus dineros mal habidos. Qué gente, por favor, dan ganas de… Bueh, se sabe. Y entonces los abogados qué?, y los médicos? Encima hay que exponerse a que caiga este muchacho y con un guiño cómplice quiera sacarme unos mangos, y a cambio de qué? A cambio de que yo robe a mi nombre para que después el hampa mismo con el antifaz de la ley me quite hasta lo que no tengo!, pero si está visto, todos están locos.


A un tipo de moral todo terreno, como el que suscribe, ya nada le sorprende en la esfera del estado. Nada. Ni siquiera encontrarlo al referido sujeto embaucando viejas. Parece que ahora ofrece un barro que rejuvenece la piel. No es cualquier barro, según le oigo decir, es del fondo del río Quemquemtreu al que nuestros antepasados mapuches veneraban como fuente de eterna juventud y qué sé yo. Quien sepa de qué río estoy hablando corre severos riesgos de que se le disloque la mandíbula. Me resisto a creerlo. Después del fracaso de su proyecto de ahorro eléctrico y de otros varios que me da pereza enumerar (delivery de líquidos, establecimiento helicícola, revista de compraventa de cosas usadas) es para caerse de traste verlo así, tan suelto de cuerpo en el medio de un pasillo ministerial. Siendo como es, me la veo venir: o se consigue un socio capitalista, o un crédito de esos que nadie paga o, la jeta se me haga a un lao, le ofrecen algún cargo.

el cuentagotas del odio

Debo confesar que completar formularios no es mi fuerte. Apenas sé cuál es mi nombre y cuántos años tengo. Los espacios reservados a domicilio, estado civil, ocupación, en fin, cómo decirlo de otro modo, me provocan un escozor.
La semana pasada, para una de las asignaturas que estoy padeciendo por decisión propia, me sometí a uno de ellos. Una de las preguntas era por entero temeraria. Qué es lo que Ud. más desea para su vida. Cuando llegué a ese ítem, no sin algunas dificultades previas, se sabe que la vida en comunidad le impone a uno ciertas normas de corrección política que no es oportuno profanar, o al menos no todas juntas. Baudelaire, creo, fue el que dijo que nuestro odio es un elixir que se nos da en una escasa medida; no es cuestión entonces de derrocharlo en minucias. Pero volviendo a la consigna en cuestión, creo que medité largamente la respuesta. En una primera instancia me fastidio la intromisión. Quién dijo que un estudiante universitario tiene una vida y en tal caso resulta idóneo para pedirle algo a la vida, algo que sea lo suficientemente importante para ser un norte y a la vez caber en un lánguido renglón. Después me dio por pensar que, siendo el cuestionario de alguna utilidad para la cátedra de Administración Financiera, el hecho de mencionar a la guita fuera un fruto que se cae por su propio peso. Continué reflexionando un buen rato, encontré una respuesta más o menos decente y la escribí pero no puedo recordar qué me parecía tan importante en ese momento, qué cuestión que no hiera la sensibilidad de mis profesores y a la vez no les provocara risa. Creo que puse algo que no era demasiado importante porque ya se me ha borrado de la memoria y no percibo la pérdida. Quizá ése sea el problema: no percibo esa pérdida.

12.3.05

res non verba

Al redactor de este espacio lo ha tomado por sorpresa marzo. Perspicaz como sólo él puede serlo, previó que llegaría marzo y con el infausto mes decenas de ocupaciones a las que antes no atendía. Ponerse a estudiar seriamente es una de ellas aunque ya no se trata del romanticismo de cumplir con la burocracia de la academia y rendir los últimos y hasta el hartazgo postergados putísimos cuatro exámenes. No podría decir con precisión de qué se trata, pero si la cuestión fuera encontrar una excusa no estaría mal decir que una vez en la vida hay que terminar con lo que se empieza: una novela, un diccionario, una carrera universitaria.
En fin, es evidente que tamaña impostura -me refiero a la de hacerme pasar por un estudiante regular- me ha quitado tiempo para escribir algo que goce del espesor de lo ambiguo, que es lo que a mí me gusta escribir.


Esta semana, por ejemplo, me quedé con las ganas de escribir una nota sobre el caso García Belsunce. Después de ponderar un par de certezas que barajaba de antemano y de requisar las últimas novedades del juicio di con una certeza aún peor que las que tenía: es el crimen perfecto.
Esta vez, a diferencia de los casos más sonados de los últimos tiempos, no es que la negligencia haya dejado correr el tiempo suficiente para que desaparezca toda prueba. Nada de eso. Esta vez el juez, con todos los elementos a mano, decidió que lo mejor era dar marcha atrás, armarse de la suficiente paciencia de esperar que no se oyera nada más de la pobre María Marta en los medios y postergar indefinidamente el trámite que se cae por su propio peso: llegar al juicio oral, es decir, verse todos las caras en un recinto, acusados, pruebas y testigos, y echarle a alguien la culpa de los cinco balazos en la cabeza y después, con algo más de enjundia, desanudar la trama del encubrimiento. Con los personajes involucrados cabía esperar un desenlace espectacular.
El asunto es que el benemérito Carrascosa, marido de la víctima y principal sospechoso, está estrechamente vinculado al cartel de Juárez y sabe dios cuál habrá sido el móvil del crimen, pero es un hecho que en el tribunal se hubiese ventilado su previsible agenda: los hermanos Rohm, Aldo Ducler, el escribano Di Tulio y la pregunta del millón ya no sería quién fue el que gatilló sobre la mujer sino qué funcionarios (qué magistrados, qué empresarios, qué periodistas) están ligados a los negocios de esta hermosa muchachada. Y la duda tonta que yo tengo es, ante esta eventualidad, ¿rodarían por el lodo un par de apellidos importantes? ¿o caerían un par de los narco-gobiernos que nos pisotean ?


Terminar algo, aunque sea modesto, eso es lo que me tiene ocupado, distanciado de los pequeños placeres con los que usurpo mi buhardilla.
En toda la semana no puede leer más que un par de cuentos. Anoche, no sé si a causa de la bebida o sólo del texto que leía, alcancé la instancia del tiritar, una inquietud que me dificultó atraer a las musas del sueño. De algún modo recordé, porque lo sé desde hace mucho, que habría que crear sociedades protectoras de la literatura antes que predicar la filantropía zoológica. Una buena página puede darnos más que la palmada de un amigo. Y que lo diga yo, que cada día que pasa echo de menos algunas voces que ya no logro evocar.
En fin, la academia nos aleja del éxtasis tiene dicho Cioran. Algo de eso hay. Entender algo es amordazarlo, asfixiarlo con la armadura de las palabras, matarlo. El que se sienta a estudiar de la mano de un ignorante es un asesino serial. En eso ando ahora y tristemente bajaré la frecuencia de publicación de las próximas diecisiete semanas (las tengo perfectamente contadas). Pospondré escritos en curso, me haré pasar por un muchacho circunspecto y moderado. Morderé la yugular de mi futuro título nobiliario y, quién lo sabe, y disfrutaré cada bocado de lo que me queda porque, a decir verdad, estoy disfrutando de este nuevo yugo: otro sería el cantar si viviésemos con la certeza de tener una fecha de vencimiento, uno y sólo un examen que superar. En tal caso recorreríamos los pasillos con altivez y perdonaríamos a aquellos que usurpan nuestro tiempo diciendo lo que ya sabemos.


No se hable más.

5.3.05

las coordenadas de Nubes Bajas

Pasa que te mal acostumbrás y cuando te querés dar cuenta sos uno más. Se empieza por la hora del cebo. Decís hasta las nueve ni un dedo le muevo y cuando te descuidas uno le mezquina tanto al laburo que una vez el finadito Avelino cuando era secretario de gobierno llegó a decir que si veíamos una pala nos desmayábamos. Y así nomás sería, que te digo del taller, que los sinvergüenzas pasaban como catorce horas extras los domingos cuando cualquiera con dos dedos de frente sabe que los cascajos viejos que tiene la municipalidad ni magoya los arregla. Los muchachos se distraen, llevan el naipe, una damajuanita y sabés qué buena se pone la tarde. Los electricistas, manga de desgraciados, se hacían llamar la oficina ténica pero a cualquier hora de la mañana los encontrás escabiando en el bar Los vascos. Es que nosotros pagamos el precio de no haber estudiado, loco. Nosotros, con estudio, ¿sabés cómo robaríamos en el gobierno? Ya que estamos, te paso un dato, por qué no lo ves al Negro Comezaña, hacele un poco el balero que lo veo mal.


Hablando de finados, ¿supiste como quedó el flaco Leiva después de las escapadas que nos pegábamos con el camión?. Amigazo, ese hombre si que se cagó en las patas pa todo el viaje. Resulta que nosotros, con la cuadrilla de forestación éramos de irnos pal lao del cerro, que allá nadie nos veía y podíamos matear a gusto. La bruja me preparaba un buñuelo que para qué te cuento y el flaco me pasaba a buscar a eso de las dos y allá íbamos. No sé de qué se nos dio una vez de meternos pal lao de las grutas, de aburridos, supongo, viste que hay que hacer tiempo como para redondear cuatro horitas, sino el Chancho Colorao tira la bronca. El asunto es ya habíamos sentido en la radio eso de que andaba el Gitano Perdía, no se si lo ubicá, un gaucho medio malevo, de esos que afanan y se andan escondiendo en el monte. No sé qué habrá venido a chorear acá, si nosotros tenemo más pinta de certificado de pobreza que otra cosa. Aparte, acá que hay una sola ruta, pa qué lado te vas a escapar. Entre el cerro y la meseta de Somuncura, bah, ahí te cagás de asco, y de frío, si a esos campos no los quiere nadie ni regalaos.


Cuando anduve de nuevo por el pueblo me ocupé de preguntar por el flaco, a ver qué es de la vida y me quedé medio preocupado, para qué te voy a macanear, después del julepe aquél se armó un candombe tremendo en la muni. Primero amenazaron con sanciones para todos, pero si suspenden a la mitad del personal en un par de días los muchachos lo queman vivo al intendente. Imaginate que la cana no está preparada para sofocar manifestaciones, si harán unos treinta años que no hay una. Al final parece que taparon todo como hacen siempre y para descabezar a la camarilla jubilaron a los de la cuadrilla y a tres o cuatro del taller. El día que di con el no era de lo mejor para mí, así que fue un encuentro breve.


El Negro es un piola bárbaro, me dice, pasá vos, total, acá quién va andar y le juro don que en mi perra vida pensé que me iba a encontrar con una cosa así. Usté que andao mucho sabrá que el cristiano es medio como el animal, cuando anda en el monte ve todo por el olor y ahí había un olor a gente que lo mejor que podíamos haber hecho es mandarnos a mudar, pero yo seguí adelante, de puro zonzo y este desgraciado, bah, déjelo así, don. Nadie quiere creerme, hasta mi mujer me dejó y sabe cuál es la deshonra? No se fue con otro, se fue solita nomás.


Qué sé yo, loco, uno se cree que ya vio todo, pero eso es apenas una sensación que tenemos los que vivimos en una ciudad grande y no en un pueblo. Nosotros vemos demasiado, mucho más de lo que somos capaces de procesar, en cambio allá es todo tan previsible que apenitas pasa algo que se sale de las coordenadas agarrate fuerte, que se viene una atrás de otra. Por lo que cuentan las chismosas, la mujer de Leiva duerme acompañada por una escopeta. A mí se me hace que es un modo de extrañarlo menos al flaco, el flaco original, ése que se fue y nunca volvió.

3.3.05

de nuevo Carla

Demasiado largo el viaje, o quizá lo cansador no fuera propiamente la distancia que mediaba entre intenciones y concreciones, Stroeder y La Gruta, sino el gusto amargo de llegar a un lugar que no era el que esperaba. Claro, no estaba ella sino su madre, friendo milanesas y esperando al viajero hambriento que llegaba de otras pampas que a ella supondría abandonada de la mano de dios, en un sombrío rincón del universo, aunque estuvieran ahí cerca, a un par de bostezos arriba del Falcon Futura. Las milanesas resultaron espantosas; la carne de vaca de la zona tiene gusto a abigeato, es de las mejores pero si uno no se esmera en la compra de un aceite decente para freírlas se desencanta con el mérito del ladrón, que probablemente temió por su vida cuando se hizo de las reses. Quizás fuera la vieja, la que echó a perder todo. Hacía demasiadas preguntas y yo estaba en uno de esos días en que tengo la lengua perezosa y sólo hablo para responder, y respondo corto y seco y eso por supuesto que aviva las llamas del interrogatorio. Por lo demás, un tipo de mal vivir no es precisamente el que mejor charla vaya a darle a una señorona que disfruta más de la compañía de los perros que de su propio marido. Ay, si el Vincho, hablará, ¿no es cierto que no hay un animal más bonito en la zona? Cómo salir de esos aprietos sino regalando una sonrisa leve, que nada cuesta, atisbar un poco el reloj, mostrarse indecorosamente desganado, preparando el terreno para una excusa increíble.


Anoche de nuevo dormí mal. Dicen que despertarse un par de veces a la noche es suficiente para que uno se despierte a la mañana con la sensación de no haber podido pegar un ojo. Así estaba yo y me estoy quedando corto en la descripción. Se me había aparecido de nuevo la vieja, en el medio de mis pesadillas, de nuevo sus comentarios de peluquería y del otro lado del sueño, los mosquitos que no me daban paz. De modo tal, que aun estando del otro lado de la telaraña el trayecto era lo suficientemente corto, tanto como bajar de la cama, apoyar un pie en el piso helado y luego el otro, avanzar con premura pero dejando a un costado el vigor, no sea cosa de chocar contra la silla que protege mi descanso y ahí, al alcance de mi brazo la ventana de un primer piso abierta de par en par, preguntándome por qué no, por qué sí. Venga a mí la manta salvadora para al menos hacer de cuenta que


La siesta era fingida, quién podría dormir bien después de medir fuerzas mi estoicismo con la perorata, hasta que al fin se abre la puerta y es Carla, con algo de afligida en la voz y su madre en tono de reproche ordenándole que tape pronto a ese muchacho que sino se moriría de frío y sus pasitos delicados sobre la alfombra y sacando desde lo alto la mejor colcha, y cubriéndome con una ternura que hace tanto no he vuelto a probar. Anduvimos, sí, un tiempo, no demasiado. Lo mejor ya había pasado. Yo ya estaba bien despierto y ella no cumplía órdenes.

2.3.05

Anunciación de marzo

Es marzo ya. El año se ha desperezado y encara violentamente hacia la silla donde ha dejado el pantalón lleno de remiendos que usó antes de acostarse, frena su marcha, se dice que alguien con aires de promesa no puede vestirse así, sin más, y es entonces que va al ropero y toma otro pantalón, uno por estrenar, lo mira y resueltamente se enamora de que sea de un negro casi brillante y por un instante reprime el deseo de ponérselo de inmediato. Mejor sería, un baño largo, relajante, un desayuno con toda la pompa americana, total, aquí no hay quien me apure, aunque tal vez valga la pena reservar el primer lugar a la afeitada; en rigor, es vieja la costumbre de afeitarse en ayunas, alguna costumbre burguesa transmitida de generación en generación, ¿será verdad que se reduce al mínimo la chance de terminar herido en la empresa? Lo malo es lo inevitable y no hay modo de impedir que algo comience sin tutearse con el espejo. Es curioso que cuando nos e está en condición de verse a nadie, justamente en ese instante, deba verse cara a cara con uno mismo, una cara con los mismos accidentes, la misma huella que se abre camino y todo para ver que, en el fondo, bien en el fondo, es nada lo que ha cambiado.


Cada vez que llega marzo, entre tantas otras cosas, me digo que es buen tiempo de desempolvar aquellos viejos apuntes en los que erráticamente delineaba historias que se cruzaban, bah, en rigor, eran casi historias que aun no habían llegado a cruzarse. Lo que se cruzaba en el medio de cualquier intento, incluso el más fríamente calculado, era alguno de esos avatares menudos que no tienen mucho que hacer en las vidas ajenas y me vienen a fastidiar justo a mí, que con la fidelidad que sólo se encuentra en el primer auto, arranco con el olor. Y en esos arranques me da por tirar todas las intentonas a la mismísima basura, como si no bastara con la propia tragedia que escribo le añado la mía, corregida y aumentada.
En realidad, temo por la supervivencia de aquellos apuntes. Si aún están por ahí, escondidos de mí mismo, es porque es conmigo con quien quieren quedarse. Los entiendo, yo tampoco me acostumbraría a un destino menor. Aguantarse tantas mudanzas, tantas quemas de apuntes de mi época de estudiante activo, tanto desorden retroalimentado no es para cualquiera


Esta semana, o la anterior, ante la inminencia de marzo, he vuelto a pensar en ellos. Sin quererlo, he depositado en ellos alguna de las pocas fichas que me vienen quedando. Quizá valga la pena dar con ellos y mecanografiarlos, confiar en que el cambio de medio opere una suerte de reescritura y con ello renazca el entusiasmo perdido, el de aquellas noches borrachas que no acababan ni con la imprevista presencia del sol (maldito polizón de mi barco). Qué habrá sido de ellos. Qué será
Quizá los encuentre, los lea, los mecanografíe e incluso me ría de las cosas que puedo escribir cuando estoy enojado, enojado con la vida en general y un par de caprichos insolutos en especial. Puede que me dé por tirarlos de inmediato a la basura o que en ellos encuentre un tesoro, algo que es tan valioso que no merece mostrarse hasta que esté verdaderamente maduro. En ese momento volveré a preguntarme si debo ser yo, puesto en el papel de mi propio juez, quien debe madurar; o son los textos los que deben tomar vuelo propio, dejar de ser aventuras de vuelo bajo y melancólico, escenas de una vida que me ha dejado en banda, aunque sea yo el que se siente victorioso por haberla dejado atrás.

1.3.05

el grado cero del ser

Es una espera en movimiento, una más, una menos, una que me lleva por la ruta y me contagia por la pertinacia de algún rincón el imposible de no tener rostro que se ruborice ni fe que se corrompa. Hay algo de abrupto, es primero alguien que se asoma y a un tiempo comienzan a erguirse sobre sus asientos todos los pasajeros que tengo al alcance de mi vista. Veo al costado de la ruta y hay la clásica camisa celeste de la que salen dos brazos. Uno de ellos termina en una mano que toma notas. Alguien deja una exclamación a medio camino y yo, que todo lo imagino, soy de nuevo el recipiente de una sensación que nunca se irá de mi piel, siempre estará latente cada vez que siento el zumbido de un vehículo que pasa cerca de mí, cortando en dos la ruta y mi respiración.
De nuevo ante mí se presenta un instinto que subyace junto con otros inconfesables en la propia raíz de mi ser y sólo por no darle más vueltas a la inquietud o para mecerla hasta que se duerma, comienzo a pensar en el entorno. Está -probablemente- la sangre, el crash en los cristales y un desorden de objetos que no llaman la atención de nadie quizá por yacer no muy lejos de unos fierros abollados y la severidad de la impotencia ante unos coches que se detienen y de otros que siguen.
Vuelvo sobre mí y me pregunto qué habrá sido lo que aquella vez me detuvo y me movió a tomar el teléfono y marcar el 101. Hola, policía, un choque, cincuenta metros antes del intercambiador de ruta 25, nada muy grave, una señora con cortes en la cara. Gracias. Y después cargar a esos chicos que, como yo, no entendían nada y menos aun puestos en el destino que planeaban. Y es hoy que quisiera acordarme la cara del tipo al que entregué los niños y nada, no viene mí ni una pestaña, una cicatriz que rumbee mi desconcierto.
Y aquella otra vez, en que éramos nosotros los que estábamos con ebrios de desconcierto al lado de la ruta y fueron otros alguienes que tampoco tenían rostro, los que fijaron en su lugar los cuellos, limpiaron heridas, consolaron niños. Y después nos fuimos apurados, envueltos en la mar del miedo, sin siquiera decirnos adiós, gracias por esto. Tan embargados estábamos por la conmoción que ataca nuestro ser profundo cuando se da cuenta de su fragilidad que no tardaron ellos en convertirse en enviados de nadie, en ningún lugar, y su rostro mutó en un puñado de sonrisas gentiles que no puedo asociar con ninguna cara que me cruzo por la calle.
A lo mejor ellos eran yo, en mi instinto básico, en el grado cero del ser, un ser que no es tan malo como a menudo suelo pensar.


(Gracias, Paula)