Jade May Hoey

1974-2004

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30.11.05

Boceto para un cuento que no voy a escribir en la puta vida

Ante el temor a los atentados del fundamentalismo árabe, dios, luego de consultado el gabinete celestial, decide mudar el Apocalipsis a Argentina. La batalla final, de acuerdo al programa que se hizo circular en los corrillos diplomáticos, tendría lugar en el predio de la Sociedad Rural. Tal predio es clausurado por un juez de la nación en virtud de estar asentado sobre un inmenso pantano idóneo para la propagación de todo tipo de enfermedades. Ante la inminencia del combate ecuménico, el ministerio de relaciones exteriores busca otro sitio. La policía federal informa que no puede garantizar la seguridad del evento si no se realiza en el predio de la rural. De apuro, el gobierno decide mudar las acciones a la provincia, más precisamente a San Justo, pago chico de uno de sus caudillos. El día del evento llueve torrencialmente sobre la cancha de Almirante Brown. En horas del mediodía las radios y demás medios acreditados, acompañan al canciller en una recorrida por el campo de juego, luego de la cual confirma la suspensión del Apocalipsis por mal tiempo. El diario Crónica aprovecha la volada y publica en su edición vespertina una foto en portada del mismísimo dios en calzoncillos, mirando la recorrida del canciller bajo la lluvia por televisión. Los principales periodistas del mundo dan cuenta de una inédita marcha de sacerdotes que reclaman una modificación a su convenio colectivo de trabajo. Exigen un adicional por celibato. Adhiere el gremio de las azafatas, aunque por la razón inversa. Se pliegan los técnicos aeronáuticos, los pilotos, los ferroviarios y los médicos de los hospitales pediátricos. La prensa de ultraderecha reclama a dios un gesto que ponga fin al conflicto. Los zurdos, entretanto, incitan a que se movilicen las agrupaciones Barrios de pie y Patria de rodillas. En horas de la noche y ante la notoria ebriedad de los agentes de la policía bonaerense se produce una pequeña refriega entre zurdos y fachos. Con el correr de las horas, y ante lo que se evidencia como zona liberada, se suman a la gresca aluviones zoológicos llegados de todas partes del país y señoras paquetas de barrio parque. El presidente de la nación declara el estado de sitio y reclama a dios su urgente dimisión. El viejo renuncia. El parlamento argentino se ve en la obligación de elegir a alguien para sustituir a dios interinamente. El peronismo hace valer su mayoría, y sí: ahí se acaba todo.

Espejito, espejito

Por esta manía que tiene el tiempo de evaporarse mucho antes de que uno le haya dado un buen uso, mis lectores se salvaron de una extensísima semblanza del depuesto ministro de economía, Roberto Lavagna. La tramé, la escribí por la mitad y el asunto ya es viejo. Ahora se impone hablar de su sucesora, Felisa Josefina Miceli, en adelante Felisa.
Naturalmente la designación de una mujer para sentarse en la más mullida de las butacas del palacio de hacienda ha causado cierta conmoción. No hay antecedentes históricos de tamaño despropósito o no al menos de haber incurrido en la opción femenina porque, toda la verdad sea dicha, todos los ministros que hemos tenido a lo largo del periodo que abarca mi memoria (vivida y leida) han sido siniestros. En este punto conviene loar al recientemente despedido. Al menos él no hizo uso de la cadena oficial de radio y televisión para descargar la misma batería de medidas que anunciaron sus antecesores.
En esa inteligencia es que Felisa me resulta una mujer de temer. Me aflige pensar que alguien pueda retomar la vetusta maña de monopolizar las pantallas y los parlantes para decir algo que no le interesa a nadie y le duele a casi todo el mundo. Tal efecto podría mitigarse, sin duda alguna, si Felisa fuera un poco más linda. En tal caso la molestia de sus discursos se vería morigerada por los mohines que cabe reclamarle a una mujer de su talla.
¿Y por qué el detenimiento en la belleza de una ministra y no en su estatura intelectual? Muy sencillo. Por lo que entiendo, Felisa es contadora pública. Y aunque no lo fuera, habla como tal. Su última aparición pública fue con motivo del robo perpetrado a las cajas de seguridad del banco nación sucursal plaza de mayo, es decir a pocos metros de la casa de gobierno. ¿Qué dijo la bonita? Nada, que cuatro cajas violentadas dentro de unas mil quinientas era algo “poco significativo”. Típico discurso contable. Ampararse en la importancia relativa de las cosas, escoger entre todos los posibles el mal menor y echarle tierra espetándole su insignificancia porcentual.
Desgraciadamente conozco decenas de contadores y todos están cortados por la misma tijera. Entre todas las profesiones liberales, pocas habrá que produzcan elementos de tan baja estatura intelectual. ¿Sería mejor un economista? No, no, indudablemente el cambio sería apenas perceptible. Mucho mejor sería una bailarina o una contrabajista, pero para el caso que nos ocupa urge dar preminencia a las formas, entonces nos conformamos -de profesiones hablo- con lo que hay.
Entonces no está tan mal reclamar una piba de mejor presencia para subsanar la vacancia. Después de todo, ni mandrake sería capaz de detener la presión inflacionaria en un país que hace cuarenta años que no aumenta su capacidad instalada. ¿Sería mejor promover las inversiones de capital a través de desgravaciones tributarias? Sí, al menos en principio, pero la merma en la recaudación fiscal, cualesquiera puedan ser sus causas, es algo que crispa de modo inaudito a su majestad presidencial que antes prefiere hacer gala de su don de mando gritando como una esposa despechada, que los empresarios esto, que los organismos multilaterales de crédito lo otro, y los fantasmas del pasado y los derechos humanos.
Está bien: el tipo es coherente. No quiere nadie que le haga sombra. Por eso para remplazar al hombre fuerte del gabinete eligió al azar un cuatro de copas. En todo caso, si la belleza de una ministra concitase los flashes, él vería su figura opacada, y eso es algo que no podría tolerar bajo ningún punto de vista.
Acá las cámaras sólo para papito.

29.11.05

Introducción al verano

Si lo ven a dios, por favor le dicen de mi parte que estoy harto de sus mentiras. Para qué sino para importunarme es que tanto tiempo de mi vida como educando lo han invertido en explicarme aquello de que la tierra es un planeta que gira en torno al sol describiendo una elipse y a su vez sobre su propio eje y que éste adolece de una ligera inclinación, lo que en conjunto determina los días y las noches, los inviernos y los veranos. Porque acá el calor recién empezó a apretar estos días, y no tanto tampoco, no vayan a creer todo lo que cuentan. Pero lo cierto es que esos primeros días de calor son insoportables. La falta de transición entre los diferentes niveles de la barra mercurial nos pone de la gorra, por hablar mal y pronto. Entonces, cuando uno de a poco se acomoda a la idea de marchar por la vida un poco más liviano, dejando en casa, campera, bufanda, suéter de lana, camisa de frisa, guantes y cabellera, sobreviene una fresca que deja el tendal de resfriados, engripados, afiebrados y cualquier ámbito que se precie de pluralidad cuenta entre sus soldados con un par de bajas por razones sanitarias y otro par de rebeldes que con mocos, toses y berrinches vienen a reproducir sus males en el resto del personal, oh! maravilla de la solidaridad. Entonces no es de desdeñar un plan be que pasa por armarse a la mañana de un suculento arsenal contra las eventualidades del frío, ay, está tan loco este tiempo, Porota, que una ya no sabe qué ponerse, y a mitad de la jornada, o a dos tercios, o a tres cuartos, en función de la cantidad de horas que uno deba soportar fuera de casa, remonta la cuesta entre bocinazos y avalanchas, con un poco de calor porque febo asomó como si le pagaran doble aguinaldo y otro poco por la ligera vergüenza que a cualquiera le ataca cuando se siente el centro de todas las miradas con ese saquito doblado en derredor del antebrazo izquierdo y el flanco diestro afectado a cargar con el equipaje regular, sea maletín, carpeta o bolsita de supermercado. Entonces, uno que ya tiene muchos años de esto, sabe que el único modo de sacarle provecho al estío es aislarse al máximo de la vida civil. Esto es: dormitar una horita antes de ir a trabajar en la mañana, estar en la oficina dibujado, de mal humor y por completo ajeno a las conversaciones que contengan la menor referencia a cuestiones de trabajo, meteorológicas, menstruales o socioeconómicas, tratando de estar inactivo sin que se note demasiado, volver a casa, comer livianito y aprovechar el desgano laboral que mudó en una fatiga inconcebible para despatarrarse en la cama. Quien viva cerca de una escuela, como es mi caso, comprenderá que alrededor de las cinco de la tarde la cosa se pone un poco espesa por la gritería de los vástagos malparidos y los bocinazos, frenadas y alarmas que inoportunamente se les disparan a los desaprensivos padres, que más les hubiera valido tener a mano doble profilaxis antes de tener que soportar la ira que detrás de la ventana escupen energúmenos como el que esto suscribe. Después sí, quizá dar unas vueltas en la cama, acometer una lectura blanda, como para ir entrando en calor y de paso hacer un poco de tiempo, porque a partir de la irrupción del verano además de cocinar hay que esperar a que la comida se enfríe. En eso, y a poco de desplegar el instrumental de la guerra (léase: biblioratos tapados por el polvillo, centenares de hojas garabateadas con letra ilegible en algún punto marcadas con marcadores de color fluorescente, lapiceras rebeldes y demases), aparecerá algún amigo que aprovecha la ventolina para salir a dar una vuelta y qué mejor que mangarle unos mates al mejor cebador del condado y disfrutar de sus sesudos análisis de la actualidad política, deportiva y cultural de la república y aledaños. Por supuesto que el cebador lucirá siempre sonriente, aunque postergue por un par de horas sus planes, y cebará tres pavas de mate aunque tenga el arroz apelotonado a la altura del esófago y finalmente se demorará en una interminable despedida en la puerta, cigarrillo en mano, blandiendo amenazas para el fin de semana. Y ahora sí, a lo nuestro, hasta girar la cabeza y ver que ya es de nuevo el día, que mejor servirse una brevísima copita de vino, pegarse una chapuza y dormir un poco para hacer un papel decente durante el día de mañana, que es hoy y ya está a medias perdido.

tour

Nielsen bendecido por el éxito amenaza con brindis de fin de año y un cuentito gore // En Gatopardo un análisis de la prosa de nuestro nunca bien ponderado director de la Real Academia Española // Por aquí persiste la vocación de hacer más legibles los sitios web en función de su diseño // Jorge de Letralia nos ratifica una fundada sospecha: lo peor que tienen los escritores es su familia // Si la Patagonia empieza cruzando el río Colorado, podemos afirmar que Oliverio está en tierra santa // Néstor Tkaczek necesita que alguien lo provea de ciertas notas de diario El País

27.11.05

¡Increíble!


No sé a quién se le ocurrió que la credibilidad sea un atributo que haga a la calidad de un periodista. Es necesario, claro está, que el sujeto que se encarga de componer la agenda de temas de los que hablan los taxistas y las señoras en la peluquería sea un tipo confiable, pero hay algo que me choca, algo en lo que estamos profundamente equivocados. A los periodistas ya no les pedimos que estén informados, que si no son objetivos al menos blanqueen desde qué lugar disparan, que emitan juicios atinados, claros, pertinentes. Para mí la credibilidad es la carta blanca para decir lo que se les cante. Ser creíble significa que el tipo de a pie les va a comprar cualquier fruta. No digo pretender la verdad, porque ya nos ha quedado demasiado lejos, pero al menos la sensatez, la probidad serían algo un poco más enaltecedor que la "credibilidad", pero ya están pasadas de moda.

Güelcam


Lo primero es decir que cada sitio en el que desembarco con miras a practicar mis habituales revisiones selectivas se convierte de inmediato, sin que medie pase mágico alguno, en un campo de batalla en el cual he de ser yo quien lleve el peso de la ofensiva. Amparados en su condición de local y en los numerosos años de lucha cuerpo a cuerpo en la selva de la manganeta y los caminos de cornisa, los sujetos examinados, sus acciones, su soporte documental, tienen todo para ser una civilización primaria, una pequeña comunidad en la que ya se entreveían las leyes de supervivencia del más apto que hoy mismo gozan de perfecta salud. Con todo, es al cabo de varias horas a cara de perro que todos terminamos por bajar la guardia para meternos en algún bar, cuánto más borracho mejor, y ya vuelvo a sentirme en un medio que muestra una hospitalidad que me resulta extraña. Ni en mi propia casa puedo estar así.

24.11.05

Un voleo en el orto

Qué más querría decir yo sino decir otra cosa. Anotar, por ejemplo, estoy constipado. No me acostumbro al peso de mis pies tan parecido a hundirme en el barro de una calle ripiosa. No soy yo si tengo el aire que inhalo tal vez no sea eso que a ella le sobra y echa a correr por tuberías que se escapan de mi vista y así hasta nublarme y dejar por tierra la semiesfericidad que tanto gusta al que sólo mira y ser esta otra cosa, desprolija en colores, con las puntas en falsa escuadra y llena de poros y tantas ganas de llorar por el destino que me ha querido buque y no faro.
Así es la cosa, amigazo. Cuando todo empieza a complicarse emprendemos la retirada sin hacer demasiado escándalo. Ofrecer una excusa, componer un informe que no comprometa demasiadas responsabilidades, abrir la valija y echarlo todo guardando la proporción y simetría que al principio.
Si fuera tan simple como planear un voleo en el orto, che, pero desde el vamos a mí no me sale la traición así como así. Me comporto como un traidor, eso no puedo evitarlo, no suelo tener piedad ni siquiera de mi madre, puedo cagarme -y no me tiembla el culo para decirlo ni mucho menos para hacerlo- en lo más sagrado, llamalo como se te antoje: amor, escalafón, historia, diplomacia, aritmética, vocación, virtud, nobleza, pero hay pequeños detalles ante los que me conmuevo. En el fondo, muy en el fondo, seré un sentimental hasta la noche en que me muera.
Pedirle que se vaya, pedírselo de buenas maneras, de rodillas y sobre vidrio molido, con las manos pegoteadas de mocos llenos de sangre por un llanto torrencial que necesitaba valerse de algo más que lágrimas, con un mapa de latigazos en la espalda llagada de quemaduras, desfalleciendo la voz, las manos y el resto mera posesión de los fantasmas, nada dio resultado. No hay quien pueda hacerle frente; de lo contrario, gustoso hubiera habría procedido a mi modo.
Con los caminos cerrados, y al cobijo de la noche y sus silencios, decidí que le había llegado la hora. La ahorcaría. Que sepa de una vez por todas cómo es sentir que la vida es nada más que la última bocanada.
No pude hacerlo.

21.11.05

Vacaciones

A partir del día de la fecha este blog comienza un período de receso. De acuerdo a estimaciones a priori la ausencia se prolongará por un mes, día más, día menos. Si alguna queja pudiere corresponder, la misma se derivará a la oficina de recursos humanos, que me ha encomendado una gira provincial que me tendrá durmiendo en camas ajenas durante este trecho. El que suscribe ha de llevar en su voz el mensaje del gobierno que nos ha deparado ni más ni menos que todos nuestros motivos de honra y orgullo.
Así las cosas, mi compañera y yo hemos creído que esta es una buena oportunidad para juntar lo que queda de nuestro amor para ver qué es lo que pueda rescatarse. Claro que si a ella le preguntan dirá que se trata de una segunda luna de miel, o algo por el estilo.
No es nada tan tremendo. Si quieren consolarse, piensen que en enero o febrero, cuando todo el mundo esté de vacaciones, yo estaré aquí con mi mentidero cotidiano.
Durante el tiempo que dure mi falta, estaré todos los lunes en Kaputt -ya el ingenio me dictará el cómo- y es posible (que no es igual a probable) que me dé una vuelta por aquí para contar los progresos. Eso si hubiese algo que merezca la pena contarse, ustedes se portasen bien y ella me concediera el respectivo permiso.
Nada más. Sea la paz en vuestros corazones.

20.11.05

Resto menos doce minutos

El tamaño de las ausencias sólo se hace cierto los sábados cuando llega esta hora. Yo, de este lado del mundo y sus miserias, veo lo poco que pueda quedar de la botella que tenga enfrente y emprendo la me empeño en afirmar será mi última partida de la noche. Un pinball, un tetris, un pacman, lo que mierda fuese, que a vos te queda tan lejos, mientras estás mirando en la tele esa serie que a él tanto le gusta, y comiendo la última empanada con gusto a nada que hace una hora pediste a la rotisería y te diste el lujo de darle dos pesos de propina al pibe porque te dio un poco de lástima, y después, seguramente, te arrepentiste, un poco por haber dejado que te mojen las alas de ese modo cuando apenas eras una borreguita y no te daba el cuero para discernir cuánto dura eso que llaman toda la vida. Toda la vida dura demasiado tiempo, mi amor. Entonces la cosa pasa por armarse de la paciencia suficiente, lo que es más facil de poner en palabras que en hechos, porque yo, de este lado, siempre estoy jugando una partida que es la anterior a la última, y una vez, y otra, y una más, voy quedando cada vez más lejos de hacer una marca memorable, y empiezo a sentirme una porquería, como el nadador de aguas abiertas que va quedando cada vez más lejos de su orilla, y esas brazadas, las nacidas bajo el signo de la imposibilidad de llegar a la orilla, son violentas, cargan el peso de lo que le falta a esa botella para estar llena y la suma de todos los intentos que han sido cosa vana, del mismo modo que él, allá, pretenderá ganar tu complicidad estirando la mano cuando en la pantalla dos quieran besarse, o abrazarse o cualquier cosa que se parezca a estar cerca: un cuchillo que pela una papa, una sabana pegada al cuerpo de una mujer que corre tras el ring de un teléfono, el agua vertida sobre una maceta a punto de rebalsar, todo en él remite al instinto elemental de esperar que los niños se duerman y arremeter sin piedad sobre vos como si fueses una puta de a quince mangos el pete, y después, cuando la función haya terminado, no habrá tiempo para que le expliques que estás un poco cansada, que necesitás un algo que no sabrías poner en palabras y que yo, sin embargo, y muy a pesar de lo que pretendas mostrar, voy entendiendo cada uno de estas tardes en las que pasamos juntos un ratito aunque no sean más que doce minutos y nos la pasemos vos tratando de contarme algo que a mí no me interesa tanto como ver que tu culito parado que va de aquí para allá como buscando un norte imposible y yo tratando de enseñarte, y con la menor cantidad posible de palabras, que mucho mejor la pasaríamos si economizácemos los decires imposibles que se interponen entre nosotros alzando barreras, y trincheras, material combustible que en ese momento tan pequeño pueden convertirse en un obstáculo humeante a mitad de camino de eso que nunca acabaremos de construir. Pero sé, y no hace falta que ahora que él acaba de dormirse lo pienses, que vos te estás escapando de algo que yo desde acá no entiendo, así como yo, acá, borracho de vino y de soledad, trato de escaparme de otro algo que poco tiene que ver con vos y entonces lo único que queda en el medio, lo único capaz de aglutinarnos en lo que a perpetuidad los convidados de piedra llamarán amantazgo o putañez, es una huida que nos ha tomado disparando hacia sitios contrarios, con tanta mala leche que nos hemos cruzado, y chocado, y caido en consecuencia, y que ya puestos en plan de cicatrizarnos las heridas hemos pospuesto el nobílisimo fin que nuestros treintaypico de años le dieron a esto que llamamos vida, cuánto más. Cuánto que yo no lo sé.

18.11.05

Viernes 7 AM


De mis lecturas matinales del día de la fecha, he tomado las siguientes notas:
Parsifal tampoco sabía nadar. Me gustó que una marca de su espada hecha a modo de círculo sobre la tierra, bastase para que Kundry no lo acompañase. En su lugar, no me hubiese marchado. Es grave pecado despreciar a una mujer que sabe cocinar. Cassandra es transitoria e injusta como la suerte. Por eso la enrolan en las huestes de las vulgares. Que Ulrica fuese hermosa e inteligente o sólo elegante y dueña de un respondario de sabor a jaque mate, a quién podría importarle demasiado. En el mejor de los casos, habrá sido la percepción que el autor tuvo de ella. Pretender una aproximación a lo que sus ojos vieron es querer llenar el mar con saliva.

Barro [11]

El piso era acanalado. Tal vez alguien que nunca anduvo en colectivo pensó que lo mejor que podía pasarle a nuestros pies de a pie es tener donde quitarnos el barro que de nuestras calles nadie barre, ese mismo que cada vez que toca en gracia caigan cuatro gotas titila, pulula y te persigue a todas partes, como buen pretendiente insoluto. En rigurosa verdad no es una cosa muy distinta que uno de esos muchachotes cargosos, que no conformes con lo que les ha tocado en suerte se empeñan en tratar de dejar sus señales por el medio que a su alcance tuvieren. El resultado está a la vista. Basta que uno y sólo uno de nosotros pise el barro para que en menos de lo que se acaba una mañana todas las almas portadoras de pies y antojadas de ir a alguno de los destinos que reza la luneta, tengan el barro hasta la altura de las rodillas. El piso acanalado y esa maldita fricción, casi todo por culpa de esas gentes que no saben caminar sino arrastrando los pies hace de todos nosotros esto que somos: amantes insolutos detrás de un propósito inasible.
Si alguien anda llegase a merodear aquellos pagos le voy a pedir que te alcance estas parrafadas y si no, mala suerte. Nos veremos el lunes o quizá en las siestas generosas que puedan sucederme este fin de semana. No ha pasado nada malo, sólo ocurre este viernes pletórico de sol y me da un poco de cosita sacrificar buena parte de la tarde en estos asuntos cuando ya eché buena parte de mí esta semana y la anterior, así que si algún metiche llegase a preguntar, te encogés de hombros y apelás a alguna salida de ocasión.
Ojalá estuvieras de esmeralda.

17.11.05

Numismática/10

Llegué un poco tarde a clase. Algo me demoró en el camino, tal vez los docentes en huelga marchando sobre las calles inmediatas a la plaza, o más seguro es que todo sea atribuible a mi imprevisión. No son buenos tiempos para el haber estatal ni para sus estipendiarios ni tampoco yo estoy acostumbrado a andar a las corridas para esquivar a estos movimientos, a veces espontáneos, muchas veces originados en algún despacho despechado de la oficialidad que, disconforme con el orden de la politiquería de turno, decide que llegó la hora de ponerle palos a la rueda de el que manda. No era tan tarde. Sólo diez minutos. No me esperaban. Faltó la mitad del alumnado, pero prefirieron no esperar a nadie, o lo hicieron por menos de esos diez minutos que a mí me llevó deshacerme del escollo, desprenderme de los cánticos de aire libertario sólo que alzaban la voz de un reclamo corporativo, justo pero exclusivo, justo pero -y ahí lo imperdonable- excluyente.
Tampoco ella había llegado ni vendría durante el resto de la clase. Menos mal. No había compuesto la continuación de mi tránsito y no quería empezar tan temprano a reclamar prórrogas, que todo viene siendo dispendio y a como venimos, ni miras de mejorar.
En efecto, el vuelto exacto para mi billete azul de dos pesos eran un par de monedas, una de cincuenta centavos; la otra de diez. Me llamó la atención, y me habré quedado pasmado en la contemplación, atascando la cola de los que venían detrás de mí y generando la impaciencia de los que ya estaban perfectamente apoltronados en sus respectivos asientos, pero no podía entender que tanto brillara la flamante moneda de diez y tan arrumbada, tan lastimera, tan herida de muerte, pareciese la de cincuenta. Por esas cosas del coleccionismo, la esclavitud o vaya uno a saber qué, me detuve a pensar en la pretensión de tejer un mundo desde la numismática, de trazar desde la denominación, el diseño, la aleación, el motivo de cada moneda, un mapa que todo lo acaparase: estos gobiernos de tiempo acalorado y los ídolos con pies de barro que a menudo nos abandonan, estos metales cada vez más viles que no resisten el manoseo, estos países venidos a menos que menos, que sólo se preocupan en imprimir billetes de más y más denominación, enfrascados en una batalla y mil batallas perdidas de antemano, estos mismos que cometen esta torpeza, esta humorada, estos que nos toman el pelo engañándonos con este brillito que no vale casi nada y que con tanta devoción habré de atesorar.
Levanté la vista. El pasaje estaba pendiente de mí. A una mitad le brillaba la mirada. Los otros pugnaban en vano por quitarse de la cara estos ojos arrumbados.

Ultimo día

El último día de los tiempos era carnaval. Adán, el último de los hombres, llegó a un pueblo muy festivo donde el carnaval alteraba hasta los resortes intestinos de un estado hegemónico, construido en torno a la figura del padre de la patria y su amante. Adán no quería ir. Se negó por todos los medios a hacerlo, pero finalmente no pudo rehusar el convite que no se preocupaba en guardar las formas que ocultasen la orden. Allí partió con rumbo a la boca del lobo, en pos de uno de traerle a su jefe uno de los dientes de la bestia. Más le hubiera valido quedarse, está claro. Pero a pesar de toda la peripecia, o a raíz del exacto cumplimiento de la encomienda, el héroe se da permiso para despachar una frase que habrá dejado de una pieza a los celebrantes: Nunca he sido tan feliz como hoy. El partido estaba resuelto a terminar con la política y sus prácticas. A punto de conseguirlo estaba. Habían asaltado con todas las de la ley a la cofradía opositora, sin guardar para ellos de la menor entre las posibles misericordias. Confiscaron hasta el esmalte destinado a las uñas de aquella mujer a mitad de camino entre prostituta y legisladora provincial, que hacía las veces de prenda de unidad y voz cantante. Tal vez tomaron parte de esa operación policías disfrazados de enfermeros o de payasos.
Felicidad no es título apropiado a tan buen cuento. Por lo demás, la realidad se parece tanto a una caricatura de esta caricatura, que mueve a rabia pensar que el mundo no acabó entonces y sigue rodando a la espera del Adán que arda en la pira que con tanto fervor le hemos preparado.

16.11.05

Vindicación de la paciencia

A alguien cuyo nombre no recuerdo le leí algo acerca de la belleza, una manifiesta necesidad de establecer pautas que esclarezcan los límites del territorio, reglamentos de conducta y demás cotilleo que atañe a las definiciones y a los consiguientes escudos con que han de custodiarse a éstas de la infatigable voluntad refutadora que es común a todas las mujeres y a unos pocos hombres. A los más, a qué negarlo, nos compete la más venerable de las resignaciones. Qué es la belleza, dónde empieza, dónde termina, preguntará ella, mientras se apresta a poner sobre el mantel recién planchado los cubiertos en perfecto orden, vasos y platos. La belleza es aquello que no podemos tolerar, diré yo, amparado de su eventual castigo por las manos puestas a modo de cortina sobre el rostro. Y sin embargo, y por más que se le busque el pelo al huevo, es aquello a lo que le rendimos toda la paciencia que el creador nos confirió, lo que no es poco decir. Y voy retirándome y a la vez dejo de ser querido, esposo y novio -en esa secuencia- para convertirme en sólo un espía, un tipo que pasaba, uno que no alcanzó a asomarse, no sea cosa que me toque de nuevo ligarla. La belleza, en cuanto objeto parible por humanos, es eso: la paciencia que se pone en la contemplación de algo insoportable. Por eso a los impacientes les va como les va.

Curso de miedos. Parágrafo noveno

Blusa en riguroso blanco, de nuevo los hombros descubiertos.
Quiso saber un poco más sobre mis transiciones. Me sentí aludido. Quizá me haya ruborizado o algo así. Sé que extraje del bolsillo de mi campera un papel lleno de garabatos. Uno con mis últimas anotaciones, siempre tan trémulas que tienen el sabor de las primeras y me dispuse a leer.
Sin proponérmelo, acaso urgido por llegar pronto a alguna parte, o nada más por ver qué es lo que sucedía dentro de aquellos carromatos verdes, una vez -me refiero a la primera, hubo muchas más pero lejos de mí yacía el asombro original y todas me resultaron una misma, tan parecida a mí, predecible- me subí a un colectivo de la empresa 28 de julio. Debí sospechar la anarquía que podía reinar en un ámbito controlado por los mismos trabajadores. Me los imaginaba, no pude evitarlo, contando por las noches los boletos por cortar al día siguiente, las monedas pegadas de diez en diez con cinta scotch, los billetes numerados en el rincón superior derecho del anverso, las risas de hiena planeando la inminente quiebra, el desfalco a los acreedores disfrazado de acuerdo preventivo extrajudicial, las declaraciones de un morochito de bigotes de voz enérgica requerido por una horda de reporteros salvajes, detrás de él y por toda escolta, una fila de galeses fornidos con la mano derecha a medias dentro del saco, como quien tantea una pistola o un dolor de panza. Por un momento sentí en mis pasos el miedo. Por un momento estuve a punto de bajarme. Me sentaría a esperar. Tal vez fuese media hora o el intervalo suficiente para encender tres cigarrillos a fumar con pitada lenta y mirada extraviada. Me llenaría el pantalón del polvillo de la madera que por todo asiento ofrecía la garita. Esquivaría los comentarios de ocasión de otros compañeros de espera. Ocultaría el gesto brusco en ciernes quitando de la vista ajena la mano derecha transformada en puño enrojecido. O mejor aún: no me daría permiso para anular los pasos ya dados y estrecharía un billete azul hasta la mano de un conductor sonriente que daría a cambio un recio buenas tardes y un ticket mal cortado con una frase de Confucio dicha sólo hasta su precisa mitad. Buscaría entre los asientos alguno que me dejase extenderme cuan ancho soy, uno que tuviese lugar suficiente en el portaequipajes para colocar mis penurias.
Mañana o tal vez pasado te sigo contando, le dije al descuido, amparándome en el misterio de una dilación sin mayor causa. Sonrió y eso me llenó de gozo; me bastó.

Karma

En lo que va del día no he podido desprenderme de una sensación de temor. Miro cuatro veces antes de cruzar la calle, a la entrada y a la salida del cajero automático. Me aferro con frenesí al bolsito. Corro a la cocina mucho antes de que hierva la pava. Controlo la casilla de correo electrónico cada quince minutos. Acaricio el anillo. Tanteo la billetera. Cuento las monedas. Verifico que sigan en su lugar, las llaves, el pañuelo y las carilinas. Me sobresalto cada vez que suena un teléfono, y mucho más si es el mío. No me atrevo a abrir el diario de hoy. A pesar de que hace un poquito de calor siento algo helado en la espalda y sin embargo sudo, moqueo, tirito. Cambio de vereda y apuro el paso si veo un patrullero en las cercanías. Contuve como pude mis deseos de ir a comprar bizcochitos de grasa. Cuatro son las veces en que me até los cordones de los zapatos. Otras tantas me fije si el cierre de la bragueta estaba en su lugar, y la camisa y el cinturón y la campera en el perchero. Grabo y regrabo los archivos sobre los que trabajo aunque apenas haya perpetrado unas correcciones imperceptibles. Subo la escalera sin soltar la barandita, midiendo cada paso, sopesando el descanso. Cuando me desperté, corría Karma Police, una de las mejores canciones de los últimos diez años. Pero una de las peores a la hora de levantarse.

Asfixia

Otro cuento inquietante es Escriba. Lo que duró el viaje no fue tiempo suficiente para alcanzar el punto final. La intensidad de la claustrofobia era tal, que la lectura se demoraba -con cualquier excusa- en esos giros sutiles que esconden virajes violentos. De repente, no sé por qué razón, quité los ojos del libro y me fui a mirar el cielo a través de un vidrio con ligeros gránulos de mugre, esas cosas que hace la lluvia a los vehículos que circulan por los barrios. La pintura era perfecta. Un celeste compuesto de infinitas partículas negras, blancas, azulinas, un gris aireado en claros sobre un par de nubes esponjosas y el sol, rompiendo los ojos como la nieve cuando es nieve. Imposible no pensar en la vía láctea, en la espiral del empezar al acabar. Cerrar los ojos para ver mejor. Ahora sí.

15.11.05

Avatares de la memoria

Una detenida relectura de La engañosa resulta aún más perturbadora. Se me hace que todo es culpa de pensar en la memoria de un tipo que peina canas. Parece mentira que pueda describir con una precisión que sólo cabe a la lírica, la suma de los olores de esa tarde al calor del sol de los Andes. Sobre todo porque uno piensa que el rastrillo de la memoria barre, en primer lugar las referencias olfativas y las climatológicas. Los días de calor se parecen todos a sí mismos. Y las puestas de sol, salvo, pongamos por caso, la primer amanecer en la playa, poniendo en un mismo plano al mar interminable como seno del sol recién parido. A salvo del rastrillo queda, hay que decirlo, la primera vez que uno evoca el acto de ser amamantado y se encuentra con que ya tiene la boca llena de dientes que no son los de leche.
Yo me acuerdo muy bien de Yanina, una piba que me gustaba cuando íbamos a primer grado. Tenía tonada cordobesa, las piernas muy blancas y había nacido el día del 125º aniversario de la muerte de Chopin, el primer día de la lealtad sin el Pocho. Cómo olvidarla. Pero la recuerdo más de esos detalles ínfimos, en absoluto útiles un cuarto de siglo después, que a partir del clima o los olores de la tarde en que la conocí. Aunque ese día también fue el primero en que pisé un patio de escuela y lo mejor que pudo pasarme es hacer de cuenta que nunca existió.

Porteros y puertas

Para la vuelta, otro cuento. Este es del mismo volumen y se llama Conversaciones con el portero. La cosa es más o menos simple. Un bestiario. El portero le cuenta a alguien que apenas lo interrumpe, una serie inconexa de sucesos que atañen a los habitantes de su edificio. Cada uno de esos episodios dice mucho de cada ejemplar de esa fauna a partir de ningún detalle específico. De nuevo el todo en la nada.
Los porteros hablan mucho o nada. No conocen la moderación. Es posible que el portero original haya sido de bien pocas palabras y que Johnny haya buscado salirse del foco mudando su voz a la de otro que, como descriptor del bestiario, se convierte en el peor entre las bestias.
Vadinho me regala una historia que me gustó. Esa es la gloria del que narra: conseguirse a alguien que le cuente historias. El sujeto en cuestión las conserva para sí como esos álbumes llenos de fotografías de gente que ya no conocemos, a la espera de que un pase de magia, una alteración de los términos de la ecuación humana, nos revele quiénes han sido en realidad, quiénes son; en cambio para el narrador se trata sólo de una puerta. Hay que entrar y poner en ese cuarto un orden propio, una singularidad que la haga perdurable. Y para él, una vez cumplida misión, el vacío. No podrá contar esa historia mil veces. Tendrá sólo una chance. Esa. La que le salga escribir. O no.
Tal vez sólo se trate de descentrar el yo, llevar el eje a los confines para tallar un yo nuevo. Fértil.

El rojo que viene llegando



Curso de epitelia. Paroxismo octavo

Remera en azul oscuro con ribetes blancos.
Me preguntó por mí. Elaboré un borrador de estados, transiciones y horizontes. Le trasladé cierto hastío del que no logro zafarme, esa maldita sensación de haber sido capturado por una red que le da otro peso a los pasos, otra magnitud, una sensación de claustrofobia o, para mejor decir, la de un perro atado con cadena corrediza. Hay un ámbito para moverse, pero es repetido, un poco más acá, un poco más allá, la cosa no cambia demasiado. Para dejar a un costado la cadena, hay que librarse del collar.
Tenía un collarcito que apenas se veía, apenas lo suficiente para moverme hasta la inquina. Me gustan los trapecios, las clavículas, el cuenco que se forma en el medio, ver ese hueco hecho para la saliva cuando está sin saliva y traccionar la lengua en un atrás y adelante que junte la babita suficiente para llenarlo antes de engullir el aire de la palabra siguiente.
Piel.
Una de las cosas buenas de la primavera es que se renueva la estructura de los labios. Los enemigos del frío nos guarecemos bajo una piel que se parece mucho al cartón corrugado, a la pintura de la pared hecha cáscara por la humedad y a punto de caerse. Y el diente que se hinca y de un tirón pesca un jirón de ese cartón transparente convirtiendo el labio en el teatro de operaciones de una batalla entre salvaje, un campo minado, a un pelo de la sangre, la segunda piel desnuda, más roja, más viva. O menos, yo qué sé.
Daniela lleva mucho tiempo sin besar. A sus labios paspados nos los redime ni la primavera. Brenda tiene en el ala izquierda de su nariz un lunar enorme que hasta hoy no había concitado mi atención. Buscaba en su boca esos pliegues que dicen tanto sin decir y lo vi: un pequeño monstruo atentando contra la simetría.
¿Dónde me llevará esta persecuta?, ¿dónde?, me oí decirle.

Al costado del camino

Los libros, algunos de los que me traje de Corrientes, vienen conmigo casi a todas partes. He descubierto, después de no pocos forcejeos para llevar el cierre a buen puerto, que en el bolsillo caben cómodamente tres volúmenes, lo cual es una buena cantidad de libros para leer contemporáneamente. De entre los que levanté para hoy, mi mano prefirió el de Wilcock (El caos, que comparte viaje con uno de Macedonio y otro de autores varios que se pregunta qué le sobra y qué le falta a los últimos veinte años de literatura argentina), un cuento al azar, La engañosa que, según reza el postfacio, tiene otras tres versiones, alguna más corta, alguna más larga; en alguna de ellas la protagonista se llama Concetta (aquí es Concha) y el narrador Tony (es preferible Miguel). En el mismo postfacio cuenta que una de las versiones está ambientada en la antigua Ur de los Caldeos y otra lleva por título Prime esperienze di Cavallo Alto in Uganda -esta vez sucede en Mendoza-. Leo:
Y me condujo de una mano hacia la tibia estancia ya descripta, donde yo llevaba los libros de la Cooperativa. Me había quedado pegado a los dedos un poco de relleno del seno de Concha; me lo acerqué a las narices, y en tren de descubrimientos, comprobé que olía a pis de gato. Esta mujercita es un hormiguero de sorpresas, pensé; con razón su andar moruno es tan dislocado.

Hay algunos detalles discutibles. Veamos. Si el tipo dice que es contador debería tener, por lo menos, veintidós años y no veinte, pero que sea contador ni le pone ni le quita nada al relato. En cambio, los veinte años son una cualidad esencial para caer en las trampas que Concha/Concetta le tiende. Tanto a los veinte como a los cuarenta, una mujer es siempre un hormiguero, en el sentido de casa. Todas las casas, incluso esas que se construyen en serie, son una caja de sorpresas para el visitante, no así para el anfitrión. Entonces la expresión “hormiguero de sorpresas” sobreabunda, lo cual quizá haya sido un golpe buscado por el autor, o quizá sea un efecto propio de una mala lectura, imputable a mi vocación infantil por profanar hormigueros.
Cuando supe de Wilcock yo ya estaba tan crecido que me había olvidado de los hormigueros. Lo recuerdo vestido con ropas de playa, sentado en la arena en compañía de Borges, una mujer y probablemente Bioy o Bianco.
Empecé a leer lo poquísimo de sus textos que anda desperdigado en la web y me sentí menos incompleto la tarde que, en Viedma, hice un alto en la vigilia hospitalaria de mi padre para meterme en una librería. Pagué una pequeña fortuna por La boda de Hitler y María Antonieta en el infierno. A juzgar por el escaso éxito que tuve entre mis amigos, soy un mal evangelista de su obra.
Más recientemente pagué casi nada para hacerme de Hechos inquietantes y El caos. No podría estar más complacido de saber que lo tengo entre mis cosas, agazapado, esperando que le pida un cuento.
Leyéndolo, por oposición, no pude dejar de pensar en las argucias con que combatió la prosa de sus colegas, los ingenieros. Sin embargo, siendo su especialidad los caminos, también en su lectura supe que yo ya había andado antes por ahí, en un antes lleno de matorrales y cañadones inoportunos que ahora era sigue siendo un pavimento confortable, una vidriera suave para contemplar el mundo y sus amenazas.

14.11.05

Después de tanto invocarla durante estos días y estas noches, después de tanto soñarla apretujada en un charco, un poco avejentada, ya sin su rostro cristalino, ella, la lluvia. Venía cabalgando en un frenesí que no sé explicar, una iracundia -por demás cómica- de señora mayor golpeteando contra el vidrio de mi ventana, como quien exige que le abran la puerta y no se fija que estén en juego cortesía o caridad.
Afuera, un intenso olor a perro mojado.

Ponencia a destiempo

A qué atribuir esos caprichos del destino que de repente lo ponen a uno ante una revelación que llega fuera de tiempo y producen un eco que resuena, es decir, tal vez eco no sea una buena palabra porque refiere a la artificiosa repetición de una voz, y esto se trate de una voz nueva, que emerge como una luz después de azotar a mazazos la piedra, y es la primera rajadura y una más, y la luz que se impone, tan fragil que parece sin cuerpo, tan fuerte que se impone a lo más sólido que un humano pueda concebir.
Hoy, a temprana hora, el fisco me notificó de algo que yo sospechaba, en realidad ya me había cansado de darle vueltas a la normativa positiva, a las interpretaciones de doctrina y me había echado a desandar el pedregoso camino de mi propio raciocinio.
El caso es el siguiente: se trata de un sujeto, un consultor, domiciliado en el extranjero, que es contratado para una prestación específica por una empresa equis a desarrollar en el país, por un tiempo limitado y comprometiendo un resultado, un estudio, vamos, un típico contrato de locación de obra. La citada operación encaja perfectamente en el hecho imponible gravado por el Impuesto al Valor Agregado que, a diferencia de su similar a las Ganancias, no prevé un régimen especial para estas operaciones esporádicas. En Ganancias todo se arregla sencillamente: una retención con carácter de pago único y definitivo y, eventualmente, se tomará como pago a cuenta lo que el sujeto extranjero haya oblado por similar concepto en su país de origen. En el IVA, en cambio, clásico impuesto de perfeccionamiento instantáneo, queda claro el quantum, incluso el obligado, pero en ninguna parte figura quién ha de ingresarlo al fisco, ni bajo qué concepto, ni nada de nada.
Así las cosas, conjeturaba, tengo entre manos un tema de ponencia, ideal para congresos de la especialidad. Me imagino diciendo al auditorio: señores, basta ya de injusticias, no hay obligación tributaria si el príncipe no ha determinado con precisión la operatoria de ingreso del tributo. Y es así nomás. Hay sujeto, objeto, territorio, periodo fiscal, es decir los extremos que siempre se requieren. Falta el modo. Ni más ni menos.
Una pena que yo me haya retirado hace tanto tiempo de los dimes y diretes de la tributación, una rama del derecho más apasionante que todo el derecho junto pero que rompe muchos menos corazones -esto hay que decirlo- que el ocio recreativo, que la literatura, que las chicas lindas, que el vino tinto. No necesariamente en ese orden.

Unión por (casi) Todos

Siempre quise creer que sobre weblogs no había mucho que saber. No podía ser gran ciencia. Pero al parecer, hay alguna gente de fuera del mundillo, que no entiende bien de qué va la cosa.
En el blog P.U.T.O se ha suscitado una controversia por la patotera intervención de un supuesto jefe de asuntos culturales de la señora Patricia Bullrich intentando detener la publicación de una solicitada que promovía la candidatura de la mentada señora a algún cargo al que no pudo acceder, ya que sólo alcanzó la adhesión del 2.43% del electorado.
En defensa de la libertad de expresión, este weblog se solidariza con los compañeros de la tercera posición (dixit Genovese) y publica a continuación el texto de la solicitada que avergüenza a los acólitos del Partido Unión por Todos.

SOLICITADA
Los abajo firmantes, ciudadanos argentinos que expresamos distintas corrientes de pensamiento cultural, político y social. Ante el desarrollo de las próximas Elecciones Legislativas de Octubre y la evolución de los acontecimientos institucionales que se suceden, puntualizamos que:
1. La ciudadanía hoy demanda un nuevo estilo de hacer las cosas. Los argentinos quieren que se les escuche y se les respete. No quieren que se les regale nada sino que los problemas se solucionen. Se deben hacer las políticas públicas para la gente y con la gente. No de manera complaciente ni paternalista; en una relación de personas que dialogan y buscan las soluciones en el marco de los límites que se reconocen dentro de los valores republicanos. La candidatura de la Lic. PATRICIA BULLRICH a Ocupar una banca en la Cámara de Diputados de la Nación refleja en toda su dimensión y profundidad dichos compromisos. Transformándose así en la candidata más representativa del espectro social porteño, al permitir conciliar la eficacia y la honestidad, cuyo divorcio viene creando un fuerte conflicto en la sociedad argentina.
2. El logro de todos estos propósitos hace también, que sea necesario que la candidata reciba un fuerte respaldo ciudadano, sin el cual no se cuenta con la pluralidad parlamentaria que la sociedad argentina reclama. Es decisión de los ciudadanos el otorgar los elementos necesarios para dar un salto hacia el futuro.
Porque estamos convencidos que PATRICIA BULLRICH siente los problemas de la Argentina y de la Ciudad de Buenos Aires en su conjunto y ha demostrado capacidad, honestidad y compromiso con los valores democráticos. Es por eso que depositamos nuestro respaldo a su candidatura a Diputada de la Nación por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y para el resto de sus candidatos al Congreso de la Nación y la Legislatura de la Ciudad.

FIRMAS:
Juan José SEBRELI (Ensayista) ; Ernesto SCHOO (Critico de Arte) ; Claudio ESPAÑA (Critico de Cine); Dalila PUZZOVIO (Artista Plástica); Charlie SQUIRRU (Artista Plástico); Antonio Elio BRAILOVSKY (Ecologista); Emiliana LÓPEZ SAAVEDRA (Periodista); Araceli GALLO (Psicoanalista); Fabiana ROTH (Actriz); Charlie THORNTON (Diseñador de Modas); Diego ALEXANDRE (Artista Plástico); Susana VIERI (Escritora); Rodolfo PRAYON (Artista Plástico); Gilberto REY (Autor); Eduardo MC ENTYRE (Artista Plástico).


Los blos que acompañaron, de algún modo u otro el repudio, son según los libros contables, los siguientes:
Santos y demonios; Cualquiera puede bloggear; Antes muerta que aburrida; Gioconda de cabotaje; Tiempo de descuento; Linkillo; Doke libertario; Todo lo sólido se desvanece en el aire; Gattaca; Póstumo; Aguafuertes 2005; Perjudicial para la salud; Esto es todo, amigos; Por qué amarillo; Fabio.com.ar; Ficcionalista!

Curso de Derechos reales. Inciso siete

Camiseta de un rosa agresivo haciendo juego con el color escogido para los párpados.
Soñé que empujabas un barquito de papel en un charco, me dijo. Sin sonrojarme le mentí que eso fue lo que estuve haciendo, aunque ni rastros de lluvia por estas arenas.
Tal vez por saberla vecina de sueños, continente de devaneos parecidos a los míos, forcé el pensamiento en la parte que me toca hasta tocar el de ella, hasta meterme en él de prepo. Y tal vez mañana sepa si lo he conseguido. Hoy sólo lo hice para volver atrás unos tres o cuatro años. Bracchetti no tenía el abdomen que ahora tiene. Tenía, eso sí, esa misma cara de suficiencia y una campera azulita para los días de lluvia, una que aunque sean pocos los días y las lluvias, se ha hecho notar en una degradación de aquel azulito. No tendrá hilachas en las mangas, pero algo en ella se ha gastado. Casi nada le quedará de la fragancia que tuvo cuando supo ser nueva.
En su cara de esposa fiel poso un espejo y le muestro su rubor hecho permiso la primera vez que Bracchetti hubo de escalarla. No habrá existido un rubor igual, puedo afirmarlo, casi tanto como que podría nacerle un rubor diverso, más pleno, menos sano, el día en que otro sea el escalador, la noche en que Bracchetti vuelva a trepar en busca de algo que dejó olvidado en la cima hace unos tres o cuatro años y se encuentre con que hay más cosas que las que se le ocurrieron.
De repente estoy en una clase de derecho civil. Hoy toca derechos reales. Hay propiedad y hay tenencia. No puedo dejar de rastrear el gen del rubor, la chispa que la despierte a lo inexorable.
Más allá está la petisa.
Los años no le han sentado mal pero la imagino caminando por otros corredores. Hace mucho que dejó a Ricardo. Tal vez hará mucho más que lo olvidó. Era un deleite verlos caminar de la mano. Todos decían cómo hizo este zapato para comerse ese caramelito. Ella se escondía detrás de esos ojos enormes un primer rubor que ya había tomado vasta distancia. El, loco de orgullo, era todo una sonrisa que le quedaba grande a tan breve estatura. Ahí empecé a pensar que la felicidad era volar. No podía ser otra cosa. No tenemos alas y la ley de gravedad nos juega en contra. Por eso, puestos nuevamente en la senda de los mortales, portamos ese gesto grave que llegan a tapar las alas truncas. Habrá sido buen amante, quién lo duda. Tantos años de persecuta, tantos proyectos empezados al mero efecto de ganar los centímetros que natura no daba. Hasta un movimiento político, una empresa de remises, dos carreras universitarias. Cómo no querer pegarse un tiro después del abandono. Cómo juntar suficiente coraje y dinero para emprender un viaje a cualquier parte donde no haya petisas de ojos grandes y rubor lejano.
Por lo pronto omito algunos detalles. Los derechos reales, si no hubo novedades, son nueve. Dominio, condominio, hipoteca, propiedad horizontal, anticresis, servidumbre, uso, usufructo. Bah, casi apruebo. Con Llambías a mano, nadie me tocaría el culo.
Mete un poco de miedo servidumbre. Y no recuerdo si tenencia era uno de los nueve o no era. En todo caso, la tenencia precaria a manos de otro, es semiplena garantía de un feliz dominio.

Una de cal y otra de arena

Hay un texto mío en Kaputt. Demasiado serio. Prescindible. Pero felizmente contrarrestado por El florido byte, que nos deleita con un festival de Palabras que nunca te dije. Salute y buen provecho.

Imagen y semejanzas

Hay quien dice que las mascotas acaban pareciéndose a sus dueños. No podría aseverarlo. Yo no tengo mascota, ni creo que nunca la tenga, pero por aquello de alterar el orden de los factores, no me resulta antojadizo que los dueños acaben pareciéndose a sus mascotas. Lo digo a propósito de los caricaturistas. Hace muchos años, cuando apenas conocía a dos o tres dibujantes, pensaba que ellos -dioses de poca monta- no podían sino concebir sus criaturas a su imagen y semejanza. Ahora, que soy hombre de mundo y he trabado relación con más dibujantes, me permito la duda, una duda que, extrapolada, se transformará a mediano plazo en una certeza. El dibujante, en particular el caricaturista, se anticipa en sus dibujos. Eso que destaca como los rasgos de otros, esos atributos respecto de los cuales modeliza para asegurar la contundencia del impacto, son los suyos propios, sólo que en él -al tiempo de la concepción de su obra- se encuentran en estado de latencia. Curioso el destino oracular que les cae con paciencia como a la cabeza de Damocles, la espada.

13.11.05

Curso de navegación. Libro sexto

Aproveché el insomnio para meterme temprano en la cama. Si hubiese tenido criada le hubiese ordenado que respondiese a quien pudiera interesarle:
el señor está en su cuarto, leyendo.
El señor está en otra parte, probablemente en el cielo y quizá -me gusta pensar que es así- leyendo. Es en vano. Siendo discípulo de De Bono he aprendido que para pensar basta con ponerse en situación de hacerlo. Dormir -caramba- no es tan sencillo. No debí resignarme a despedirla el viernes. Quien dice hasta el lunes en realidad dice ojalá que dure mucho el mientras tanto y lo que yo más deseaba es que ese mientras tanto fuese poco, lo más corto que se pudiese. Cuánto es poco. Poco es parecido a la nada pero es otra cosa. Debería levantar la persiana pero todo el mundo ha salido a la calle. Todo el mundo anda en coche último modelo. Todo el mundo prefiere pasearse por mi cuadra. Todo el mundo, excepto los calores de la primavera en ciernes, quiere que yo cierre esa ventana y no lo haré. Será mi voluntad aunque todo el mundo se sienta ofendido, aunque el cielo se deshaga en bigornias que caigan de punta.
El señor está en su cuarto. Si pudiera concentrarse, leería, pero tiene la cabeza en otro lado. Algo me dice que anda en las cercanías del cielo.
El señor la dibuja en jardinero. Ha tomado una lapicera de entre sus apuntes y la ha dibujado. Eso quiere hacerle creer a quien quiera creerle. Eso no es más que un garabato, dirán algunos. Eso no se parece en nada a ella, dirán otros. Eso tiene algo de ella, la curvita de la nariz, no sé, dirá uno que otro. Eso es ella en jardinero. Lleva un bretel suelto y un pecho se le escapa. Un pechito con sabor al dulce de una merienda frugal.
El señor está en su cuarto. El señor tal vez duerma.
El señor tal vez deje caer en la mucha sonrisa la saliva que engrana los mecanismos con que se alimenta.
El señor en sueños toma una merienda frugal.
El señor sueña que deja huellas y las huellas son sus pasos húmedos en una tierra también húmeda.
El señor remolca un barquito de papel en un mar hecho de agua de lluvia. El señor lo empuja como la lengua a un caramelo de sabor mentol.
El señor está en su cuarto. Las paredes son curvas y avanza por ellas al tanteo. Buscala puerta y de la puerta, las llaves, y de las llaves la cara útil.
El señor sueña el sueño de los benditos.

Chau Jorge

Nunca leo los diarios locales. No es por principio ni nada que pueda decirse edificante. No me importa nada de lo que pueda pasar acá. Nada de nada. Ni un poquito. No le pongo diques al azar; lo dejo hacer. Como quien no quiere la cosa.
Fue ayer.
Tomé el diario para hacer un poco de tiempo. Tardaban en atenderme y no estaba dispuesto a permanecer quieto todo lo que hiciere falta para que me atiendan, que para eso había ido a ese lugar y no a otro. Estuve -ahora lo recuerdo- a punto de dejar el diario apenas leida la tapa y dos notas, de la contraportada. Me quedaban sólo dos cigarrillos y era oportuno que me aprovisionase. Pero me quedé. Leyendo el diario. Mejor dicho pasando las páginas, mirando las fotos, analizando en detalle los avisos clasificados. Mucho movimiento en el mercado automotor. Siguen pidiendo putas para mi pueblo. Hay casa y comida. No hay casi alquileres. Dos -tal vez tres- pedidos de personal administrativo. Liquidación de sueldos, facturación, esas cosas. Rosarinas te calientan la cama. Hoteles y particular. Las noticias nacionales levantadas de la agencia oficial de noticias. Mejor seguir de largo. Las internacionales parecen de manufactura local. Tienen aberraciones gramaticales y holocaustos ortográficos. Son casi las seis de la tarde. Mejor pasar de largo el horóscopo. También es de manufactura local. Lo escribe Roli, muerto de risa, tal vez en eso lo secunde el Gallego Fernández. Notas de color. Un alemán aporta visiones del mundo desde el yoga. En policiales no hay choques de autos. Destaca la captura de un evadido de la alcaidía. Necrológicas.
Tu nombre, la putísima madre.
En la ciudad de Trelew a las once y treinta horas del día once de noviembre ha dejado de existir. A la edad de treinta y dos años. Su sentida desaparición enluta a las familias. Por si quedasen dudas. Tu nombre, la putísima madre, la familia Cabral participa el fallecimiento de. Por si los ojos aún no lo creyesen. Tu nombre, tan parecido al mío, la reconcha de la puta lora. La comunidad educativa de la Universidad de la Patagonia acompaña a la familia. En el rincón inferior, para mí, que despunto dos lagrimones inevitables, en letras destacadas, de nuevo, tu nombre, junaygransiete. El intendente de.
No tenías trabajo, lo comprendo. Casualmente esta semana alguien te encontró vegetando por las calles. Contaste que estabas defraudado. Las mismas promesas incumplidas otra vez, las mismas promesas que escucho a diario, las mismas que me limito a creer por si sirven para seguir respirando, te juro que las mismas.
¿Te habrás matado, pedazo de cagón? No creo, no me lo creo, no te veo colgado con una soga al cuello ni mucho menos con un caño a la altura de la sien. Ni en la boca. No lo creo. ¿Te habrá ganado la diabetes? la misma que se te declaró la semana siguiente que despedimos a tu padre. Todavía se me hace un nudo en la garganta, todavía te estoy abrazando. Son más de las doce del día y es la hora más triste del velorio. Los asistentes de ocasión han ido por el plato de comida, antes de que se enfríe. Todavía te abrazo. De fondo, tu madre. Llorando. ¿Te habrás dejado ir? Es tan fácil hacer subir el azúcar en la sangre. Tan sencillo como olvidarse de tomar la insulina. Hacer de cuenta que nada se siente. Apenas que las fuerzas van cediendo. O que son otras las fuerzas que te gobiernan. Así, un poco más, hasta que no puedas respirar. Así, ante los ojos de tu madre que, de fondo, llora. Así, sin el coraje para rendir Costos, vacío, sin ánimos de salir a golpear puertas para pedir, de nuevo, un trabajo, el que llene la cacerola, un poco más.
¿Te habrás matado, pedazo de cagón? Decime cómo fue. Cómo hiciste para decidirte a mostrar la bandera blanca de los derrotados, de los que dicen basta ya de esto. No habrás dejado de pensar hasta el último momento en el telegrama que te condenó. Decime quién lo firmó, decime que voy y le bajo los dientes. ¿Te habrás dejado ir? ¿Habrás elegido dejar sola a tu madre, de fondo, llorando? Si esta nota no miente, hace cinco horas te enterraron. Ya voy a enterarme cómo fue. Mañana o pasado. De qué me sirve. De qué. Nos dejaste rengos. Ya no podemos convidarte al truco de seis. Ya no vas a estar para ayudarme a ponerle nombres a todo cuanto nos circunda. Ya no vas a estar al principio de cada cuatrimestre, al borde de la escalera o sentado en un escalón, mirando a las ingresantes, que por toda recompensa nos devuelven el desdén que merecen los que hace rato que están, los fracasados, los que no podemos disimular que ya la carrera no nos importa una mierda y vamos sólo por verlas a ellas, rozagantes, con toda la primavera encima. Ya no te habrá dado ansiedad esperar que llegase esa semana, bendita semana, en que los profesores pasan lista y se mofan de los nombres demasiado repetidos, el tuyo, el mío, un par más.
Ya no.
¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué te escribo yo? Si sé que de todos modos llegué tarde. No leerás. No me avisaste. Esta no te la perdono. De ninguna manera.

11.11.05

mmm




Desmintamos

Si tuviera el don de la magia, o si al menos tuviese la potestad de abrogar algunas de las elementales leyes de la física, puedo jurarlo, detendría el tiempo en el preciso momento en que el giro de la bailarina llena de aire su falda, de suerte que parece que todas las células allí se han congregado, tal vez en celebración, tal vez por algo triste, eso no reviste mayor gravedad, por lo que es nada más un momento, no uno cualquiera, sino uno que me interesa a mí, y creería que a casi nadie más. Y la raíz del interés es más bien baladí, rayana con la demencia apuntará alguno, sí, puede ser, de un tiempo a esta parte he dejado de lustrarme los zapatos día por medio y ya no me afeito con la precisión que acostumbraba y eso mueve a mis conocidos a decir por ahí, a una prudente distancia de mí para que yo no me entere de primera, pero no tan lejos, cosa que yo me entere de segundas o terceras, que no me sube agua al tanque, que no soy el de antes, que no me faltan jugadores y cosas por el estilo. No me importa. Si están leyéndome, sépanlo. Me importan medio carajo, la otra mitad la dejo de propina al camarero que no deja de importunarme. Ya termino, señor, ya le desocupo la mesa, sea paciente y el señor lo recompensará. Decía -sigo diciendo- que yo querría capturar ese momento por algo en especial, algo que no tiene que ver con el momento en sí -conservo muchos de los buenos y algunos de los malos para poner a cero las papilas gustativas y perpetrar de nuevo los buenos, sin merma alguna- sino por un sustancia que sólo en él puede conseguirse, un extraño polvillo al que todavía no he bautizado, no por falta de voluntad sino por la misma carencia de ingenio que hace que mis textos tengan títulos que poco tienen que ver con lo que debajo se dice. Serán las clases que alguna vez tomé de marketing, será el exceso en la ingesta cervezal de mis años mozos o será la ineptitud que, ya que estamos en plan de generalizar, se impone transversal a lo largo y ancho de mi petisa obra, esa que a las claras martilla en la frente del que quiera leer, e incluso de los que no: la ineptitud no es literaria sino inherente a razones supraepiteliales que sólo se mitigan con una buena cagada a palos. La mentada materia operaría un prodigio que de tan maravilloso me resulta imprescindible, como todo aquello que los hombres de a pie no se atreven a concebir: portar en ese polvo a la propia bailarina, con todo y su pollera, presta a bailar la melodía que uno haga sonar en el tocadiscos o de su silbido, si es que no hubiese mejor música. Deliro con ese momento. Sé que ella, al cabo de una pieza, me tomará por el mentón y fusilará de mirada mi mirada para decirme: desmintamos a Gustavo, poesía soy yo.

Curso de alfileres. Apartado quinto

Blusa sin mangas de color rosa con bastones celestes.
Somos los más aplicados de la clase. Queda a la vista. Concluimos nuestros menesteres al vuelo pero sin vértigo, sabiendo que la suma de los retazos hacen a la charla un hilo que no acaba de cortarse. No pueden con él las digresiones de Daniela ni las eses que por el camino va dejando Brenda ni las toses que finge Oscar cuando está empantanado en algún inciso y no se atreve a preguntar.
Me contó de su nene de tres y casi al pasar le despaché que recuerdo su embarazo de los tiempos en que tomábamos la línea que iba por la Pellegrini, que no, que hace mucho que no vivo por ese lado y que me van quedando cada vez menos sitios donde vivir, tanto que me he juramentado que el próximo cambio de domicilio será en el registro civil de una ciudad remota, en donde ojalá me atendiese una dependiente de cachetes consecuentes.
Hoy trajo caramelos. Me pareció una gran elección. El chicle es capaz de mancillar la belleza de la más hermosa mujer, pero en homenaje a esa belleza es que uno barre con esos detalles y de lleno encara la pesquisa de otros nuevos. Dentro de su boca cerrada imaginaba la punta de la lengua empujando el caramelo como mi mano traccionaba barquitos de papel en charcos de agua sucia y nula corriente y no pude evitar agarrar uno de los míos y es por poco que no me lo eché al garguero con todo y papel.
Estuve tentado, casi se lo digo, de contarle cómo concebí la historia y por qué me he guardado tantos detalles que en manos desaprensivas irían sin escalas a la basura, pero no, preferí contenerme, al cabo a mi historia le faltan agujeritos por los cuales respirar, y yo tengo en la mano un alfiler que avanza sobre los brazos desnudos y me siento un profanador. Casi todo un artista.
La que ni de negro deja de dar gorda retrocede. Por supuesto que no tiene espejo retrovisor. Todo en ella es torpeza. Le suceden los errores que a nadie. Qué sería de nuestros ignorantes corazones sin la gorda en retroceso, cargándose silla, bolso y poniendo en jaque mi lánguida humanidad.
Se agacha para recoger mis papeles del suelo. Mis ojos corren de la punta trunca de sus suecos al talón. Y a pinchar, pinchar.

Todas las cosas

Me resulta tan natural andar por la vida con los dedos manchados de tinta, que la primera vez que la vi fruncir la nariz, no sospeché, ni de lejos, la raíz del problema. Vueltero como suelo ser, la abordé de todos los modos posibles sin decirle nada en concreto. La mina, pensaba yo, se convencía cada vez más de mi perfecta locura. Es que, para colmo de males, cuando empiezo a hablar, no hay modo de detenerme. Nadie se asombre si al cruzarse conmigo por cualquier calle, me ve hablándole al aire que respiro. Sin lugar a dudas, mi interlocutor se ha ausentado, y envalentonado por mi monólogo en cascada, raudo marcho hacia lo que desearía fuese un punto final. Suerte que apenas gesticulo, sino el patético resultado hubiese venido a mí unos momentos antes, lo que no está tan mal. Para frustrarse es mejor hacerlo de una, la ñata contra los nudillos a la primera de cambio y a otra cosa. Pero no, en esa no me prendo. No es falta de voluntad. Me gustan demasiado los detalles. El placer, si es que eso existió alguna vez, está escondido en las minucias, en las cosas que nadie considera importantes. Dónde se ha visto que lo bueno pueda estar a alcance de la mano de cualquiera que va pasando. No señor. Todas las cosas, el llanto lento de los relojes de arena, el indoloro parto de un capullo, el lánguido cabello que ha decidido que ya es tiempo de cortar amarras, son las mejores manifestaciones de lo perdurable. Hay otras cosas, no lo niego, hay, por ejemplo, libros de cubierta negra y letras grabadas en oro, hay ediciones de autor y cuadernillos atados con un alambre forrado. Hay piedras que se vuelven hombre, iglesia, valor. También arcilla, latigazos a la cuerda auditiva, cuero, lienzo, pastel. Hay todos los modos de pelearle a la muerte, pero mi enfermedad y yo, nosotros y ustedes, estos y aquellos, estamos en otra parte. Gráciles, sedientos, incorrompibles. Con las manos sucias, con los oídos sordos y hablándole a nadie. Somos.

Ligazones

Me quedé viendo el anillo. Largo rato. Me gusta. Soy fetichista declarado. La metáfora es mi religión.
Siempre fui opaco. Desprecié todos los brillos que pude elegir. Siempre de negro. O de azul oscuro. Recién descubrí el verde en Verónica, borrega caprichosa como pocas. Y hay que ver qué insistente. Y escucharla en desde esa voz a mitad de camino entre la carraspera y la flauta dulce. No, dulce seguro que no era. Y no es que yo la hubiese lamido alguna vez. Lo nuestro no excedía, a dios agradezco, de los besos de buenos días. Los más sonoros que pudieran oírse en toda la ciudad, de eso estoy casi seguro. Tal era el énfasis puesto al servicio de la succión que resultaba llamativo que en nuestras caras no luciera la marca del otro, la demarcación territorial. Eran otras las formas de trascender en el otro. Yo, la pura razón, le regalé un reloj de pared. No tuve motivos para hacerlo. Lo vi, me gustó, lo compré. No me gustó tanto como para quedármelo, así que decidí que sería un buen regalo. A falta de mejor candidata, fue ella la escogida. Fingió sorpresa al abrir el paquete. Puras mentiras. Mi puntualidad la ponía sobre aviso. El tiempo venía machacando. Y también ella, que no quiso ser menos y me regaló una camisa verde, una que nunca me atreví a usar hasta la noche en que fuimos a cenar a un restobar de las afueras, uno bastante oculto, que nos preservase de los chismosos que durante tanto tiempo habíamos alimentado.
A ella nunca se le hubiese ocurrido regalarme un anillo.
Todos hablaban de nosotros. Las conjeturas crecían en un disparate que nos encantaba. Un día me dijo que hacía más de dos meses que vivíamos juntos en su departamento, en la calle Rivadavia. Qué estúpidos. Nunca hubiese vivido en un lugar que no tenía patio ni terraza. Sólo tenía una buena vista del atardecer. Lástima que también se veían los calzones tendidos de la vecina de abajo. Eso era capaz de eclipsar el jardín rematado en pensamientos básicamente naranjas. Idiotas. Nunca me juntaría con una mina sin tetas. Y ella nunca se juntaría con un chabón sin guita ni planes, uno de esos tipos que transcurre en un continuo presente, el único capaz de comprar un regalo sin destinatario determinado, un regalo al portador. Cuando me lo contó, me descorazoné. Sabía quién era el responsable de la patraña. Un amigo de esos. Un amigo.
Ni mucho menos quitárselo de su dedo con cualquier excusa para calzármelo a la vista de todo el mundo.
Lo nuestro, los besos sonoros, el reloj de pared, la camisa verde, las cenas a escondidas, la comidilla de mis amigos, estaba pronto a terminarse. No me cuestioné mucho el cómo. Sólo supe que ya no estaba más en mi vida. Alguien se la llevó. Alguien me la amputó usando anestesia de la buena. También me dejaron los negros, los azules, los opacos. Un tipo renovado lo primero que hace es llenar el placard de camisas verdes, rosas, a cuadros, incalificables bermudas. Un tipo nuevo se quita de encima todos los regalos. Otro.
A eso llaman ligazón. Me dijeron que con una tenaza. O con agua fría. Pero ya me olvidé. Ahora me gusta verlo. Con detenimiento. Es lo único de mí que brilla. Un brillito modesto, delgado, casi blanco que viene en la mano con la que escribo, ni más ni menos. Su presencia a todas las horas. Dormido, limpiándome la baba del sueño, desesperado bajo la ducha, al borde de parir una emoción, tapando el sol, siempre es ella. Por eso casi no le quito los ojos.

10.11.05

Los venenos

Le pedí completar el formulario allí mismo. En rigor de verdad, tenía tanto fastidio por realizar esta tramitación, y a la vez tantas ansias de conseguir el resultado -por lo demás nada ambicioso: que la cosa siga más o menos como ahora-, que no quería llevarme las fichas a mi casa. Sí, claro, me dijo el tipo -morocho, redondo, el brillo en la cara de un sol que los lugareños no toleramos-, y buscó en todos los recintos. En fin. Me llevó a la sala principal, o a la que en una primera vista parecía serlo. La sala, todo un salón, en perfecta desnudez, un atril, desde el que seguramente hablarán los directores de la turba sobre los derroteros a seguir para perpetuar la hegemonía, y ni un solo cenicero. Con algo de culpa, apagué mi cigarrillo pisándolo contra las baldozas. Lo miré y al mirarlo lo despreciaba. Quería que me imprecase algo, peor nada de nada. Se quedó mirándome un momento mientras garabateaba los datos. Debe haberse sorprendido de que alguien pueda escribir tan rápido. Más aun: estoy casi seguro de que se sorprendió de que alguien se ofreciese a llenar el formulario por sus propios medios. No me salió ninguna firma parecida a la anterior. Qué más da. Lo único que importa es sumar cabras al rebaño. Se las entregué en la mano, inspeccionó cada cartón, cada detalle. Y me dijo gracias. Me fui rápido. Sin decirle ni taluego, que es lo que suelo decirle a las personas con las que espero no me ligue ningún compromiso futuro. En mí taluego es tanunca, pero no lo sabe él, ni el funcionario destinado a autenticar las firmas, ni la petisa de la junta, que me enseñó el procedimiento. Soy uno más de ellos. Todo con tal de seguir siendo yo.

Curso sobre anillos. Lección cuarta

Lo primero que me vino a la mente fue Cozumel, luna de miel en Cozumel y todo por culpa de su blusa color esmeralda con un estampado que me retrotrajo a la flora submarina que puede verse sólo allí. Glub. Glub.
Hoy me senté a la izquierda, de modo que los anillos se miraban con el rabillo del ojo; el mío, de hombre comprometido pero no tanto, el de ella de mujer casada. Glub.
Cuando ella se volvía para mirar el pizarrón, yo me detenía en las hebras doradas que tiene en su caballera.
¿Por qué no escribir aquélla historia? No lo sé a ciencia cierta, no soy de los que se ponen a pensar por qué hacen o dejan de hacer las cosas. Me enrolo, sin buscarlo, entre los que justifican el efecto indeseado de sus acciones. Lo demás me queda un poco lejos, a qué negarlo!
Los personajes no pueden ni deben convivir en paz. El único modo en que lleguen sanos y salvos a su destino es el ejercicio de la fricción permanente. Y gran parte de esa fricción debería trascender la potestad del autor. Quiero decir: la clave de la supervivencia del sistema es su búsqueda permanente de la catástrofe. Que el lector tome el volante del convoy, tuerza el camino y acelere. Que todos estén en vilo por las doscientas páginas que pueda durar un desvarío semejante. Y eso se construye sólo a través de las ambigüedades, de los intersticios por los que pueda filtrarse su mano. Dejarlo lleno de agujeros es el único modo en que se me ocurre que el texto pueda respirar.
La otra senda, la de estrechar los márgenes hasta convertirlos a todos en sujetos aprehensibles en una página, más temprano que tarde se agota. Las redondeces son tentadoras. Sin embargo es el caos el único que puede preservarnos de alcanzar el tan temido horizonte. El producto es el ebullir de las células un instante antes de mutar, no el estadio que alcancen como resultado de una combinatoria.
Eché en menos -sabía que alguna de estas tardes pasaría- la llegada de unas botas imponentes en lugar de esos zapatitos que dejaban los pies desnudos al alcance de mi voluntad si es que ella ordenase que me agache.

Primera silla

Mi padre, sin ser carpintero, le construyó a mi hermano una silla alta, que lo incorporase a la mesa familiar cuando él no medía más que sesenta centímetros de estatura. La silla era bastante elemental, tosca como cuaquier manufactura de un alemán de pura cepa.
En ella, el más joven de los Mayer, asistió a un compendio de primeras veces. La que me gusta recordar, acaso por un significado que aún no logró develar, fue la primera vez que se vio mear.
Desnudo, como le gustaba vivir, se puso a gritar como un loco: tití, tití, señalando con la mano su futura herramienta de poder. En su cara brillaba el espanto. Nosotros, testigos impávidos del magno acontecimiento, rompimos en franca carcajada ante el delgado chorro amarillento de su deposición.

Hospitales

Mis contemporáneos han erigido como templo secreto a los hospitales. Allí donde yace el dolor de sus enfermos está la voluntad de un dios que hace y deshace a su capricho. Sólo en aras de mitigar el llanto de los deudos de alguien que acaba de partir hacia otras tablas, es que hemos arrancado de su cama a las futuras madres. Las salas de neonatología, el dolor de una madre que saca de sus vísceras un retoño de vida, no son otra cosa que la mordaza para aquello que nos repele, el modesto placebo con el que peleamos contra lo innombrable, lo demandante de una templaza que no tenemos hoy ni tendremos mañana.

9.11.05

Curso de Cómo pudiste. Acápite tercero

Hoy tocó remerita verde de hilo, con cuatro botones a los costados, llegando al ecuador.

Antes de salir, alguien me interrogó respecto de cómo hice para saber tanto de la señora de Bracchetti después de un par de clases de ignorancias y computadora a medias. La respuesta no fue tan sencilla como hubiese deseado, pero me gusta suponer que nadie me entiende. La incomprensión es un sitio muy cómodo para el ejercicio de la estupidez y a ese efecto no pongo ninguna traba.

Verás: la primera mañana que me subí a un colectivo de la empresa Rawson fue el diez de marzo de 1997. Durante los dieciocho kilómetros del recorrido no paré de hablar. El tiempo me dio un poco más de tino, y comencé a poner ojos y oídos al servicio de mi obra, por llamarla así. Más que nada oídos, eso hay que subrayarlo. Soy corto de vista, tirando a muy. En consecuencia, desde cachorro vengo entrenado en el arte de ver las cosas más allá del signo visual percibido. No tuve otra alternativa que trazar hilos conductores entre las sombras que danzan delante de mi vista. El resto lo ha hecho la conjetura y el convencimiento. Hay que creer que esas sombras son ciertas, pero a la vez desconfiar -y mucho- de ellas. Tal vez me engañen mis ojos y ni siquiera se trate de sombras y sea mi imaginación la que me ha hecho el mundo en el que vivo.
De esas primeras vistas y oídas me hice una composición de lugar bastante certera. No es casual. La rutina de la hora, el estado de somnoliencia de los pasajeros, la estrechez del espacio físico, el frío como una amenaza concretada, hicieron de mí un niño. Todas las sensaciones eran vigorosas, de cada pestañeo extraía la razón de ser de mi motor, cada detalle en el accionar de esos individuos fue una señal. No tardé en ponerles un nombre a cada uno, yo que sé, srta. Rabolargo, sr. Sabagnoni, dr. Babosovsy, y así varios más que por falta de uso eché al saco roto del olvido.
Es decir, antes de que hubiera historia, yo tenía la mía. Era bastante precaria, hecha de primeras impresiones, más que nada de prejuicios, de iras como tormenta de verano. Pero nunca soslayo que soy hijo de labrador y si hay algo que me sobra es paciencia. De modo que me puse en plan experimental. Ante mis ojos sucedía un experimento de simulación controlada a la que podría denominar -ambiciosamente- novela. Bastaba que yo, habitué de la butaca 16 me sentara en la butaca 29 para que se armase un modesto descalabro, se alterasen las parejas habituales y germirara, en consecuencia, un tejido de relaciones ligeramente modificado, lo que abría las puertas de reducir las áreas que en lo previo eran dominio de la conjetura, para abrir otras nuevas. Qué pasa si me pongo un perfume caro. Qué pasa si voy con la bragueta abierta. Qué si me levanto de mi asiento hecho una furia y pateo a ese señor de canas amarillentas. Qué tal si el tipo tiene consenso y se paran otros a prepotearme. ¿Y si otros salieran en mi defensa? La suma de esas posibilidades era mi novela.
Uno de esos personajes era la señora de Bracchetti. Tantas veces la vi subir delante de su esposo que elaboré en mi mente todas las escenas previas a subir la escalerita del colectivo. Para eso me bastaba con ver sus cachetes inflados, sus tetas infladas, su panza de embarazo por el sexto mes, el gesto soberbio de su esposo y sus ademanes, tan lejanos de la cortesía como yo de Ciudad del Cabo.
O sea, la conozco porque es mi invención, yo la hice a mi medida, yo planeé su llegada porque durante los primeros calores tiendo a perder la paciencia y necesito del placebo de una mujer con dueño, una que sea por entero imposible, una con la naricita erguida, vamos, una modelo diseñada a mi capricho.

A la vuelta, me crucé con una mujer policía muy gorda. Llevaba unos lentes azules en degradé. Eran iguales a los que mamá perdió una tarde del año 1979 de nuestra fe. Fue en el cementerio. Rezábamos por Reina Isabel.

La coalición que se viene

Viendo que nadie actualiza su blog, no me quedó otra que ponerme a leer el gran diario argentino. Uno de mis tradicionales ejercicios oficinescos es leer en voz alta la encuesta que suele haber en portada. Consulto entre mis compañeros con absoluta democracia, para elegir sin culpas lo que a mí me parece más justo. La encuesta de hoy es: "A qué destinará su aguinaldo" [al lector extranjero le cuento que el aguinaldo es un suplemento salarial que se cobra dos veces al año]. Las opciones eran: vacaciones, gastos en casa/auto, ahorro, deuda, no cobro aguinaldo. Hoy logramos unanimidad: acá nadie cobra aguinaldo, así que no me atreví a contradecir la voluntad del soberano. Para nuestra satisfacción, vamos ganando, por margen ajustado, pero marchamos al frente los desaguinaldados. Reunimos un 26%, cuatro puntos porcentuales más que los que permitieron ungir a nuestro actual presidente. En tercer lugar, con 20%, figura "deudas". Es decir que los adeudados y los desaguinaldados, después de negociar un acuerdo programático, estamos en condiciones de hacernos cargo de los destinos del país, en tanto seamos capaces de crear una coalición a esos efectos.
Lástima que haya tanta gente sin internet que no pueda votar.
Y que otra ni siquiera sepa leer.

Euforia

Apenas voy recuperándome de la euforia. Acabo de ponerle punto final a la enésima reglamentación del año en curso. Debería moverme a asombro, y sin embargo no me mueve un pelo, hacer estas cosas y entender cada vez menos de los asuntos sobre los que me toca asesorar al legisferante. Palabra más, palabra menos, la culpa es siempre de otro, en lo posible mayor de setenta años, que si tocase pena de cumplimiento efectivo no le toque la cárcel sino su propia casa, la hipotecada. Ya a nadie asusta la cláusula de responder "solidaria e ilimitadamente" con su patrimonio. De un tiempo a esta parte, en los reclutamientos de la alta gerencia damos preferencia a los insolvente, conocidos en la jerga como situación cinco, según el rótulo que el sistema financiero aplica a los incobrables. Qué maravilla. Qué habré hecho sin darme cuenta.

Fútbol: círculos y escotes en V

El ex entrenador de fútbol y médico converso devenido periodista Carlos Bilardo no deja de sorprenderme a diario. Hoy, por ejemplo, me dispuse a escuchar en la radio las peripecias del partido entre Independiente y Banfield. Me quedé dormido antes de que comience. No se le puede pedir mucho a un tipo que se levanta a las tres de la mañana, participa de la abulia estatal, de los rigores del aluvión zoológico al comando de la res pública y del sueño en plena clase sobre asuntos inconcebibles para la gente de a pie.
Perdida la noción del día y de las horas, pensé, al despertarme, que serían las cuatro de la mañana del viernes, pero sólo eran las once y media del martes. Me levanté muerto de sed. Me preparé un litro de jugo de durazno y pretendí volver a la cama. La voz del doctor no me dejó dormir.
El tema de hoy era el diseño de las camisetas del seleccionado argentino de fútbol. En su media lengua se le adivinaba el horror ante la alternativa del cuello redondo, que aparentemente ha elegido un burócrata de los que dirigen la asociación argentina de fútbol. El, se anticipó a decir, siempre ha preferido el escote en V, y cimentaba su tesitura en abundantes experiencias, que el calor, que sino habría que cortarlas, que el jugador se asfixia, que al cabo de treinta minutos de juego la casaca pesa un kilo, y bla bla.
El doctor sabe mucho de moda y de logística. Eso es un hecho irrebatible.
Así es todas las noches con cualquier tema que resulte el cebo de ése día.
Una noche River había perdido en San Pablo con baile y escándalo. Tres a cero y paliza al final. Como es norma en estos casos, los muy cobardes se venían de todos lados, tirando patadas voladoras, sin hacerle frente a los argentinos, más duchos en el arte del mano a mano. Por supuesto, un previsible árbitro paraguayo dejó que la cosa se calmase por la fatiga de los protagonistas y cerró el caso sin ningún expulsado.
El doctor, apelando a su prontuario, decía que él tenía ese asunto ensayado en las prácticas de la semana. Sus dirigidos tenían orden, en caso de escaramuzas, de juntarse armando un círculo, de modo tal de responder a piñas a todos y cada uno de los ataques, preservando las espaldas de la cobardía del rival.

8.11.05

La hoguera para Garcés

En ocasiones me gustaría tener televisor, lo confieso. Por ejemplo después de ver cómo se han ensañado con el pobre Garcés. Me perturban en particular las acusaciones de machismo, que es la más difundida de las enfermedades y, por lo demás, una de las más sanas para la paz planetaria. No deja de ser curioso, sin embargo, que a partir de su juicio de valor respecto de una serie de televisión se le cuestionen cosas tales como su integridad psicológica o su dieta sexual. ¿No basta con decirle que no gusta lo que escribe? Llegado el caso, ¿no es preferible ignorarlo? Me divierten las observaciones gramaticales, eso sí, porque esas reglas (quiero decir: también todas las otras) hacen a un cimiento común, al que, desde luego, conviene cada tanto correr de lugar en pos de una mejor vista o para evitar la inundación, pero es lo único que nos aproxima a un "entendernos". ¡Qué quisiéramos más que entendernos!
Buena ocasión es esta para rendirle loas a mis lectores, pobres abnegados, que cuando no están de acuerdo se lo callan, o bien lo apuntan al margen, sin perder la corrección. Después de todo, me atrevo a sospechar, culpa de las rajaduras psicológicas y de los ayunos sexuales será que queda gente con resto para ver en la televisión Sex and the city y hacerse problemas porque a alguien le parece un fiasco.
Yo no tengo tele, eso me inmuniza contra ciertos tópicos. Una verdadera pena no poder defenderlo a Garcés. Tampoco puedo repudiarlo. Y eso me da un poco más de rabia.


Vía Póstumos.

Turquita

Fue cosa de nada o, para mejor decir, lo tomé como algo sin importancia. Apenas bajé a ocupar el lugar que me habían asignado (un escritorio de un metro cuarenta de ancho, con dos cajones a derecha, vacíos excepto por cuatro o cinco útiles de oficina, una computadora sin contraseña que tenía por papel tapiz una foro de la cumbre nevada del Fitz Roy rozando los dominios celestiales como un novio alzado), me encontré con una chica con el pelo teñido de rubio. Apenas tenía mi estatura pero sus piernas parecían interminable dentro del brillo de un ceñido pantalón negro. Hola, me dijo sin decirme su nombre, te estaba esperando. Lo tomé como una galantería innecesaria. Tanto a su saludo como a ella misma. Andrea, tal su nombre, era para todos la Turquita. Sus rasgos, el color de su piel, su actitud, en todo desmentían cualquier vínculo con lo que yo entiendo por el mundo de los árabes. Turco, poco después lo supe, era el apodo del jovencito con el que había juntado las pilchas en un departamentito de altos, hacia el final de la calle Portugal. Divorció de su pecho una parva de papeles y los desparramó en abanico sobre el escritorio. Tenés que ver esto, me explicó, ustedes -yo no sabía quiénes- dan el okey, al menos siempre me lo dijeron así, pero desde que se corrió el rumor de que venías suspendimos el procedimiento para que lo hagas a tu modo. Algún modo habrá, traté de consolarme, pero a nadie se le ocurriría pelar un cable con las manos húmedas. Las mías lo estaban y las de ella, no muy lejos de ahí, evidenciaban el temblor que antecede a los sismos o a los cismas, un acabóse pegado a un empezóse, pero para dejar a un costado temblores, humedades y presagios, la más tentadora de las alternativas era encender un cigarrillo, extenderle uno en convite, acomodar los lentes en la punta de la nariz y decir vamos. Tus compañeros de oficina se van a enojar si fumás acá, vamos al pasillo, dijo. Vamos, dije yo.

Curso de monstruología. Toma dos.

Contradiciendo a uno de esos muchachos cuyo apellido no puede marchar sino acoplado al de un compañero de estudios, hoy se me antoja decir que no todo monstruo está más allá de la norma, incluso, y mucho peor, puede estar más acá de la norma, extendido a sus anchas.
La segunda clase del curso fue más aburrida que la primera. Lo sé porque estuve mucho más despierto que ayer, y esto no por haber dormido las seis horas que marca el reglamento, sino porque mi compañera de banco escogió para hoy una hermosa camisa clara, que hacía juego con un pantalón oscuro, favoreciéndola de modo notable.
Hoy me ofreció sentarme a su izquierda, lo que me permitió armarme una imagen completa, aunque la posición de ayer, ligeramente detrás de ella, daba rienda suelta a las peores conjeturas que pueden hacerse sobre este particular y aun sobre aledaños.
Brenda es una mujer más que atractiva, excepción hecha del apunte de la víspera, pero tiene un no sé qué, una indefinición perturbadora, que en aras de una mayor rigor terminológico habría que enrolar junto a las definiciones detestables. Anda por los treintaytantos, luce buen guardarropas, pero no le pidas que cabecee. Está tan aferrada a los lineamientos que le inculcaron que si fuera, digamos, traumatóloga, curaría las úlceras de duodeno con yeso.
A las que son como ella se las conoce desde pibas. En la facultad cumplen rigurosamente el cronograma y en clases aportan esas dudas de poco vuelo que son la marca de que han estudiado lo que la cátedra quería, a punto tal que se han apropiado hasta de sus vacilaciones. Se gradúan siendo cachorras. Su primer trabajo es encumbrado y nunca salen de él. El tiempo las convierte en fundamentalistas. En realidad nunca debieron ser otra cosa que amas de casa. La aplicación que han puesto en progresar en el estudio las apartó de ese destino, pero dondequiera que vayan no pueden despegarse de esa sensatez pegajosa, excesiva, porque ellas mismas son la sensatez.
Para ponerlo en pocas palabras, y antes de que me apedree la platea, para tirar este paño hace falta malicia, una malicia nada sencilla, por supuesto. Alguna vez corre la paga por estar a derecha y otras a izquierda, conviene estar atento y formular las reservas del caso por las dudas toque en breve cambiar de bando. Y por si fuera poco, hay que atender a los puntos cardinales, al arriba y al abajo, y muchas otras variables. En la profesión, nadie puede darse el lujo de orinar con el viento en contra, por más que su convicción sea mirar al norte y siempre al norte.
Entonces el accionar de Brenda, la tana, y de todas las Brendas, se aviene a los hechos con la inclemencia de la conducta de los monstruos. Tengo para mí, que sólo airea el sistema el que trabaja en las fronteras, a veces de este lado y a veces de aquel, y que digan lo que quieran, que todo esto no tiene más fin que el alimentario.
Me gusta pelearme con las que son como ella. Un poco es deporte y otro poco es entretención, paliativo para el aburrimiento. Pero también me aburre pelear contra adversarios de movimiento tan previsible. Si uno ya sabe de qué lado vienen las balas, simplemente no sale al ruedo, se queda en la ratonera esperando que pase la tempestad. Es así: a la corta o a la larga, las balas se acaban. Entonces nos ajustamos el nudo de la corbata, ponemos una mesa de por medio y negociamos. Implacables.
La señora de Bracchetti no me proveyó de un chicle, como hizo ayer. Se río de mi torpeza al comando de la nave y de lo rápido que solucionamos los problemas los condenados a la testarudez. La feliz sumatoria control + ALT + suprimir lo arregla casi todo. Me compré, y no pude convidarle, caramelos de eucaliptus. Me acordé de ellos en el recreo, mientras miraba al viento sacudir los eucaliptos del patio. Saqué uno, o dos, o medio paquete, y los chupé con exquisita lascivia.

7.11.05

De gradaciones

A la clientela habitual le informo que hay un texto en Kaputt, más largo que lo habitual pero con la misma superficialidad de siempre.
Voy a decirlo de una vez: todos somos extraños, ¿a qué viene tanta alharaca celebracionista, tanto desenterramiento de souvenires de un peso la media docena?

El arranque es tan esperanzador como doloroso el desamarre. Deesde ya, mis más sinceras disculpas.

Curso de lascivia. Clase 1

Aula de capacitación. Roca 590, aunque sería mejor que bueno saber dónde cuernos queda la calle Roca, que con el número, mal que mal, uno se orienta. El temario es el que suele corresponder a esta altura del año, sólo que esta vez, por primera vez en mucho tiempo, esta gente me ha convocado a mí, y después de alguna vacilación que se me ocurre acorde a la perturbación de los primeros calores, la superioridad ha decidido enviarme. De lo contrario, y con un poco de buena voluntad, en un par de meses estaré yo mismo puesto a enderezar lo que no tiene derecho. Dejo sentado que el temario no me interesa en lo más mínimo y si me he ganado el mote de experto en la materia es sólo porque nadie se atreve a tomar el toro por las astas y después de hacerme rogar un poco siempre termino accediendo a la requisitoria y en una semana o dos saturo a excel con planillas inconcebibles, rellenas de datos que es que mejor nadie controle, termino mi faena, sobreactuando el sudor, la anarquía capilar y demás enseres, mitad porque me cuesta cada vez más llevar a buen puerto a mi navío, mitad porque me gusta hacerme el loco y mitad porque es norma de actuación profesional que aquel que más se quejase de lo arduo de su trabajo, ése es recompensado como el empleado del mes.

En consecuencia no hay la menor expectativa. El aula es un galpón. Dijeron que eran 22 vacantes y hay sólo 11 máquinas y yo llegué anteúltimo. La primera gota de vino del día fue tropezarme con la última en llegar, la señora de Bracchetti. De su culo se desprende que su cuarto de hora ha pasado ya. Son los hijos. De todos modos, con el bombo y todo, me gustaba verla en el colectivo por las mañanas. Conserva en el rostro el don de sonreír aun contra su voluntad, lo que ha de tomarse como una bendición para su séquito de admiradores, pero no para ella, eso es casi seguro. Se sienta ante la máquina ocho, dudo por un instante, pero me quedo con ella, no sé, me confío a esas corrientes del aire que reúnen a su capricho a unos y a otros. No prende el monitor. Ojalá fuera ducho en estas cosas. Junto valor y aprieto fuerte el botón de encendido. Nada. Miro a Daniela, una de las profesoras, estoy a punto de llamarla, pero giro la cabeza y el monitor se ha encendido. Qué hiciste, pregunta ella, magia debí decir, pero en realidad me había resignado, que es lo que suelo hacer antes de que las cosas malas me acontezcan.

Daniela es una de las profesoras. Con tal de venir al curso eché a rodar la bola de que era más fea que agarrarse los huevos con el cierre de la bragueta. No es para tanto. Se trata de una de esas descendientes de galeses y tuvo la suerte de haber sido bonita hasta los quince años, calculo yo. De cualquier modo, los galeses tienen algún gen que los echa pronto a perder. A los treinta años parece que tuvieran el doble. Eso y la voz demasiado débil, principio de histeria, podría afirmar temerariamente. En suma, una muñequita un poco chamuscada. La otra es Brenda, que desciende de italianos y en todo les hace honor, menos en que es suavecita, parece haber na cido para ser maestra jardinera o algo así. Si tuviera plata y fuera mi mujer, le pagaría un par de tetas. Le quedarían bien, sin duda alguna.

El resto de la concurrencia es variopinta. La elección de cada uno fue direccionada pero la muestra es representativa del universo de los burócratas contables. Los viales, por ejemplo, suman ochenta y cinco años entre los dos. El anda de traje aunque el calor haga sudar al pingüino mejor pintado. Ella es por demás cegatona. Vive arrugando la nariz. Al fondo hay una pelicorta con pecas que hace la única pregunta pertinente en toda la velada. A la salida compruebo mis sospechas. El culo a nivel del piso. Hay una ex profesora que siempre la fue de sex symbol a pesar de su breve estatura. No le han sentado mal los años, pero han dejado marcas. Hay una buena delegación de lo que yo llamo la avanzada cabeza. Son morochos, hablan a los gritos, entienden poco y nada de lo que se dice, alborotan. Hay una piba de trajecito verde y cara muy blanca que tiene el rostro azarosamente atravesado por colorete con macabro resultado. Hay una teñida de colorado y preciosos rulos anárquicos que pasa por gorda incluso vestida de negro. Hay una flaca que pisa la cincuentena, muy desarreglada, probable víctima de un crimen de peluquería. Le han caido con algo rubio en la cabeza, un poco aquí, un poco allá, pero no le tomó bien, no la decoloraron. El funesto resultado se escribe con naranja. Un morocho con arito es el más cargoso de todos. Parece llamarse Oscar.

No suelo comportarme como un caballero ni aunque caigan bigornias de punta. Así que no le ofrecí café a mi compañera. En cambio ella me convidó un chicle beldent que me sirvió para no dormirme del todo. Escribo en una carpeta que tengo sobre la falda y como quien no quiere la cosa le relojeo las tetas. ¿Estará amamantando? Por un momento mastico el chicle con lascivia. Hago gala de mis conocimientos, me dice que esta será su primera vez. Me inspira una profunda lástima. Supe, cuando me habló, que siempre me gustó por esos cachetes que hacen que hable con un seseo nada sensual. Da toda la impresión de ser su boca un baúl de paredes curvas. Sigo mascando con lascivia. Le explico la razón de mi presencia. Este mismo curso voy a tener que darlo a mis compañeros que se quedaron afuera, que son muchos y están dispersos en la provincia. Sonríe sin sonreír y me repite que ésta será su primera vez.

A la salida volví la vista sobre un cartel. Algo decía sobre la modernización del estado. reprimí las ganas de reír. Y también las de acompañar a su destino a la señora de Bracchetti.