Jade May Hoey

1974-2004

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27.2.06

El cerdo y las margaritas

Cada vez que decimos algo que no es del todo entendido o compartido por quien asume la gentileza de ponerse del otro lado en calidad de lector, sea que alcanzare esa condición por propia convicción, por masoquismo o por accidente, quien escribe tiene el irrenunciable derecho, cuando no la impostergable obligación, de efectuar las aclaraciones del caso, echando luz sobre los puntos susceptibles de interpretación errónea, incorporando nuevos elementos de análisis o profundizando el análisis de los incluidos en el escrito primigenio.
Eso está muy bien. Resulta una sana práctica de honestidad intelectual.

Ahora bien, qué pensar respecto de un intelectual (sea barbado, embigotado o lampiño) que es convocado a participar en una publicación de respetable tirada con una columna semanal sujeta a la sola limitación del espacio, que en gráfica es tirano, que semana tras semana no hace sino retomar y sólo lateralmente los cabos sueltos de sus intervenciones pretéritas con el aditamento de los ecos suscitados en los actores aludidos, aunque esos ecos respondan al mero devenir de los hechos y no siempre se trate de contestaciones directas a sus planteos, toda vez que el columnista no puede decir de sí mismo que sea influyente, ni bastante menos.

Supongamos que en vez de publicar esa columna lo que escribe es un libro y, cómo no, de sus dichos queda alguna tela para cortar sea por su mérito o demérito escritural, sea porque a alguien no le gusta, digamos, el corte de su barba, sea que para el público el tema siempre ha sido objeto de debates (como la menstruación, por decir algo). ¿Usaría una oportunidad escasa y por lo tanto valiosa oportunidad de publicar un libro para juntar esos ecos y, llegado el caso, refutarlos? ¿uno por uno?

Eso es inviable en la práctica pero bien podría suceder que haya un editor que esté interesado en incorporar a su catálogo una obra tan pronta a entrar en descomposición como ésa. Y eso también estará bien porque cada uno se las ingenia como puede para cuidar su dinero y el de su patrono. Pero se me ocurre que lo más sensato sería que cada libro se ocupe de algo y tenga, al menos desde los motivos que inspiran a su autor, la pretensión de ser algo definitivo, no ya por haber anulado toda posibilidad de refutación sino porque el libro es capaz de defenderse con dignidad y por sus propios medios y en el futuro no habrá de requerir que el autor desenfunde nuevamente su espada.

Por supuesto que parir libros que sean idóneos para defenderse por sí solos no es cosa sencilla, pero precisamente reside en un autor cabal una preocupación que en mucho puede asimilarse a la de un buen padre de familia: existe un periodo improrrogable durante el cual se dota al vástago de la instrumental para valerse por sí mismo en la vida, superado el cual toda corrección que se intente peca por tardía y resulta igualmente mortificante para el padre como para el hijo.

Finalmente, no hay razones para que un autor cabal no aplique este mismo mecanismo en la composición de una columna semanal antes de exponerla a la luz pública. De otro modo, no ponderado el peso de las palabras utilizadas, no escrutados al dedillo los argumentos esbozados, el hijo guacho estará pronto a avergonzarlo, se verá compelido a intervenir nuevamente sobre al asunto y la puesta en juego de un prestigio a manos de su torpeza, de un linaje de su porfía, se parecerá demasiado a darle de comer margaritas a los cerdos.

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