Jade May Hoey

1974-2004

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29.10.04

Carta a un militante

Querido tío:
En primer lugar te adeudo una disculpa de las grandes. Este 27 debí estar a la altura de los treinta años que han pasado (treinta ya!) y sin embargo las energías que debí poner en esta redacción las destiné a nimiedades domésticas que han usurpado mi presente: llegar a fin de mes, adoctrinarme en quiebras, elaborar un plan para ponerme al frente de eso que ya te habrán contado.


Sin embargo no vayas a creer que mi morosidad en la escritura empaña el sentimiento, muy por el contrario. Algo de vos se ha colado en estos días sin que yo me lo proponga.


Te parecerá mentira, pero me he visto obligado a reaccionar ante los anónimos que censuran que use mi nombre al pie de lo que escribo. Es que los tiempos han cambiado y por lo visto es poco lo que hemos aprendido de ustedes.


Poca gente sabe -y te aclaro que hoy la ignorancia es un derecho adquirido y defendido por los supremos intérpretes de la Constitución- que un nombre es mucho más que el apelativo al que respondemos cuando nos gritan por la calle.


Este apellido tuyo y mío, que sabe de hambres y de guerras, que no ha mutado ante los exilios ni las borrascas, conserva una memoria que dentro de lo que se puede trato de preservar tal como la heredé. A vos que te criaste en alemán y te tocó abrazar el castellano de campo adentro por la necesidad de integrarte a la comunidad no debo explicarte cuál es el sentido de un apellido. Quizá ellos no sepan que cuando te toca poner proa a otros lares lo primero que te roban es la lengua y con ello gran parte de tu identidad pero por hostil que fuere la ley tu apellido siempre será tu refugio.


Dejar la patria y plantar campamento en el Volga y después Brasil y después Córdoba y por último la Patagonia, la tierra baldía (octubre es el mes más cruel diría Tomasito si estuviera en mis zapatos), qué periplo, pero siempre la batallamos, brutalmente, con pocas armas, lejos de los sermones que los sabios dictan -atril o púlpito de por medio-, venerando a la madre tierra con la única oración que existe: el laburo. Y hacerlo sin nostalgia de la tierra prometida y perdida para siempre sino abrazando con sudor a la que te tocó en suerte, como un designio de ese que no tiene nombre.


Sólo a vos que sos un loquito pudo haberte nacido la vocación de alzar la voz en los años oscuros, tu voz, que es decir la de tus hermanos, los que se rompían el alma bajo el sol del desierto cuando acá no andaban ni las hormigas. Y a ellos, los que siempre han tenido la sartén por el mango qué les costaba sacarte del medio más que una bala, un disparo certero a tu centro para arrancarte a tiempo de los otros horrores que vendrían: la huelga del 75, el penal de Rawson meta submarino y picana, recordándote -como quien no quiere la cosa- que habías dejado hijos y mujer y que quién sabe si los verías de nuevo.


En aquellos años, cuando tu ausencia todavía no había tomado una forma cierta, me tocó venir a mí, como una bandera contra la muerte. El miedo era la regla y si tenías familia ponías todo en la balanza y lo menos peor era quedarte en el molde, o no tanto, como tu hermano, que se sublevó a su modo y me puso tu nombre por un arrebato que le dio en el Registro Civil. Era su modesta manera de decirles: ustedes matan pero nuestros vientres siguen pariendo.


Hoy la cosa es muy distinta, tanto que suena a fantasía contada para pasar el rato. Los fideos Barrita de oro ya han perdido su nombre. Las maquinitas prefieren un código que les resulta más amable: números, rayas. A vos te costaría entender que los hombres se resignen al mismo destino que un paquete de fideos pero es la realidad. Estos treinta años nos han hecho mella con una virulencia que no tiene nombre. El asado que se comía el albañil cada vez que embolsaba su quincena ya no es más; ahora directamente no trabajan: llenan una planillita y les dan un plástico por documento de identidad de la pobreza y a eso lo cambian por un paquete de polenta llena de gorgojos. Y lo peor es que no quieren otra cosa.


A estas alturas estarás más confundido que antes. En tu época la militancia estaba orientada a tomar conciencia de grupo; ahora estamos un peldaño más abajo en la escalera: hemos perdido el yo. Ahora si queremos decir nosotros no tenemos con qué. Primero habrá que despertarse, desperezarse y ponerse los pantalones largos. Decir yo soy, mi dignidad es mía y mi esperanza no es vivir comiendo de las sobras que me dan como limosna.


En tus años, acaso ilusoriamente, pelearon con la convicción de que había un destino mejor y que estaba al caer, a la vuelta de la esquina. Tanto que bastaba con cinchar todos para el mismo lado. Y ahí radica la razón de mi más profunda amargura. El tiempo que ha pasado nos vació de la educación necesaria para pelear por eso, nos amputó el espíritu de rebelarnos, nos acostumbró a la marginalidad aunque seamos la mayoría.


Por ahí sí, como dicen ellos, lo único que nos queda es un nombre y un apellido y nos asiste la utopía de erigir algo desde ese modesto ladrillo que nos dejaste vos con tu muerte y otros tantos miles en esa guerra multiplicada por mil, condenada al anonimato por la vocación de los que siempre se han pretendido el centro, los que han acallado las múltiples gestas cotidianas, los que nos han confinado a la sombra y nos achacan que esa ha sido nuestra elección.


Alguien tiene que decirles a las señoras revolucionarias de Barrio Norte que la revolución no es descolgar los cuadros de aquellos infaustos generales. Ni siquiera meterlos en cana. Eso no nos basta, son sólo símbolos. La batalla, la verdadera, no estos fuegos de artificio con que se deleitan los noticiarios, todavía no ha comenzado. Habrá que derramar todo el sudor y la tinta que sea necesaria y lo haremos en la fe de que nuestra sangre estará presta para cuando la llamen a comparecer.


Y no sabés las ganas que tengo de brindar con vos, con vino barato, como antes, a tu salud, a la mía y a la de los que no van a claudicar en la defensa del yo, de lo mío, de lo nuestro, aunque lo que nos quede de vida no alcance más que para dejar testimonio de la lucha. Y no me olvido de los tibios: sus batallas no nos pertenecen, pero si se ponen en el medio también van a cobrar.
Perdoná estas patas de araña y la redacción enredada. Hacé de cuenta que es una carta militante, escrita a vuelapluma.


Salú, tío. Jorge.
Llegará el día en que los chimangos se quejen del precio de la pólvora y los mesías hablen desde su púlpito con las inflexiones de una astróloga (sus hobbies: bla, bla; sus medidas: ... [*]).


Y los cobardes dejarán por un rato el anonimato para hablar de la valentía (metafísica esquiva, si las hay).


Ese día es hoy mismo.

[*] Admitamos que esa prosa también es fatigada por los presentadores de concursos de belleza y que en las descripciones puede omitirse algún que otro acento. De últimas, nadie distingue bien entre tuteo y voseo ni presta demasiada atención al remate de los textos.

28.10.04

el delicado encanto de no pertenecer

Cuentan los que saben que para aprender a escribir hay que leer mucho. Recién después de tener los ojos varicosos de la fiebre de la letra y de haber escupido miles de veces el dedo para pasar de una hoja a la otra se está en condición de entender algo. Qué. Eso yo no lo sé. Quizá sea una mácula de esperanza, de felicidad que mancille la vida pedorra, que le haga un corte de manga.
Esos son pasos que pueden saltearse, claro, pero la consecuencia es la calidad de lo que se produce. Puede uno sentarse a escribir acerca de los otros, los diferentes, tirar bosta fresca de caballo con morteros haciendo uso de cualquier alias, da igual. Pongamos por ejemplo usar el nombre más serio, el que se reserva para imputarle la comisión de novelas. Para que la descalificación suene más delicada usemos engendros del reino animal. Después apoyemos la moción, pero para ocultar la evidencia usemos otros nombres, los de entrecasa, los más quemados. Hablemos en nombre de la democracia haciendo que nuestro voto valga un poco más que uno, no sea cosa que la falta de adhesiones le dé un marco de mentira a tamaña realidad.
Se puede hablar de cualquier cosa pero es políticamente correcto hablar de la identidad, apropiarse de la sangre de los muertos por los mismos métodos de persecución de los que ellos se jactan y tristemente ahí no se acaba su jactancia. No se privan de preferir no entender, marginar, tejer solidaridades sectarias, inflamar los genitales del que piensa distinto (en su defensa vale apuntar que en el siglo xxi han prescindido de la picana). Finalmente, disfracemos el mensaje de con el barniz de estudiantina de cuarentones, quién va a pensar mal.


Yo me hago mi blog y me prefesionalizo(*). Nada de otro mundo: una propuesta sincera, abierta y militante contra el fascismo de los que creen haber inventado la pólvora y que se tiene razón si hay mucho ruido (la cantidad de nueces es algo que -por hoy- no viene al caso).
-¿Y la verdad, señor?
–Está de licencia sin goce de haberes. Si lo desea ármese una con todos los chiches, que acá le ofrecemos por un módico honorario un buen web designer. Créame que es mucho mejor inventar verbos que vidas.



No se tome como un fallido; se trata de un neologismo que une perfección con profesión y con preferentemente en patota.(*)
De puro pasármela viendo crecer la enredadera he perdido la noción de la simpleza. Bastaría con volver a creer que hay un tallo madre y el resto es mera bifurcación.
Tal vez el tránsito hacia la mediana vejez no pase demasiado lejos de esa calle: la pereza por desenterrar el par de reglas básicas sobre lo que el todo se erige encapotan la razón y desatan estúpidas pasiones, si se me permite la redundancia.
Pero de a ratos me azota la melancolía de lo que ya no es y eso echa a un lado las piedras del camino. El velo perenne sobre la pared es un evangelio escupido de malos modos: tu obra más sólida es menos que un puñado de hojas despilfarradas.


Otro parecer aquí.

27.10.04

de renuncias y renaceres

Los paradigmas son renuncias. Nadie que esté lo suficiente cómodo con algo va a patalear un poquito por penetrar en una instancia superior. Posiblemente se quede donde está por todo el tiempo que le depare su existencia.
Lo vi claramente en una planilla de excel. Dos horas y cada uno de sus minutos me llevó crear una fórmula que combinara las funciones “si” y “mayor que”. Claro que descubierto el bendito algoritmo cataratas de cálculos se realizaron por si solos ante mi mirada complacida.
Y no era tan difícil después de todo. Era cosa de utilizar dos tópicos de los más usuales en la argumentación, multiplicar las bifurcaciones y contemplar que lo más sencillo a veces depara la maravilla.
En esas cosas pensaba Jorge, que no soy yo(*), mientras buscaba excusas para eludir una reunión social.


(*) La declaración se la dedico expresamente a Mr. Cof Cof que ejerce el arte de la ironía con una precisión tal que le impide distinguir entre “haya” y “halla”, aunque yo, que soy un tremendo optimista, me consuelo pensando en que peor sería traer a cuento las innúmeras consecuencias de añadir a ese equívoco las no menos equívocas “haiga” y “allá”.

26.10.04

Dicebamus hesterna die

A menudo me pasa en los bares que cada cerveza que bebo es más amarga que la anterior y sin embargo doy tragos más largos hasta emborracharme por completo y ser retirado por los mozos. Una que otra vez con malos modos.
Con esta bitácora y el mundillo que hay alrededor me pasa lo mismo. Estoy un poco cansado de la absurda cronología con que esto se va ordenando, de lo poco que duran los buenos textos y la larga vigencia de despropósitos tales como los que están al pie de este texto.
Sin embargo no tengo ganas de irme. Que me miren con mala cara, lejos de contrariarme, me estimula. El afán de socialización que cunde en el aire no me mueve un pelo. Quizá eso sea culpa de que me he ganado la amistad, el afecto, y en algún caso el aprecio, de unas pocas personas y que ese gran logro bien vale los tragos amargos que han surgido como efecto colateral del medio. Pero, es bueno decirlo, de ninguna manera me he propuesto ser yo más importante que lo que escribo.
Por eso y por la instintiva vocación de recorrer caminos diferentes es que de a poco esto va a ir cambiando de cara. Hoy por hoy no hay demasiadas novedades. Quizá cuando junte un poco de ganas le dé una forma más digna a esta exploración que recién está comenzando.
Como en todos los viajes que emprendo, no sé a ciencia cierta donde carajo es que voy ni tampoco me preocupa.
Sí sé que en el resto de los compartimentos de esta cueva no habrá comentarios, ni enlaces ni fechas ni archivo cronológico: sólo habrá eso que se ve.
Como para que esto no sea una mera declaración de principios, hoy dejo un breve relato, escrito en un cuaderno Rivadavia, esos de hojas duras que mi madre no podía comprarme cuando era chico.
Que tengan buenas noches.

23.10.04

del bufonazgo en los tiempos de la cólera

En primer lugar, desearía echarle tierra a un preconcepto relativamente instalado con aires de verdad entre algunos lectores de este espacio: yo no escribo un diario. Soy un tipo tan poco interesante que lo más extraño que me pasa es que en lo mejor del amor se me rompe el calefón o no puedo comprarme un scotch porque no me alcanza para pagar el alquiler.
No tengo la fortuna de haber estudiado algo que me llene de materiales para erigir una literatura pretenciosa. No soy docto en historia, ni en filosofía ni en artes ni en ciencia política. De modo tal que mi arcilla es el tránsito por la cotidianeidad y de ese resto prefiero ampararme en los márgenes y eso no debe extrañar a nadie. Me duele en la carne la periferia, la pobreza, la búsqueda del sentido de la existencia de los que no están llamados a ocupar la marquesina burguesa.


Para ser sincero debo confesarles que los botones de mi camisa no se suicidan arrojándose a inodoros. Tampoco es cierto que me convierto en gato cuando tomo dos vasos de cerveza. Y quizá lo peor de todo sea que no me tiro al piso para ver de cerca de las señoritas con zapatos colorados. Si lo he dicho antes fue con fines literarios.
Aunque la literatura me queda grande como profesión le ofrendo mis mejores horas y eso se traduce en que vivo menos plenamente que la mayoría de la gente, ya no hablo con nadie y me detengo a observar, y a eso lo hago con la mayor fruición que me es permitida, tratando de exprimir al máximo el limón que me ha tocado en suerte. Eso es lo que yo puedo decir que siento como vocación.


Me guarezco en una convicción que llevo en la sangre: hay cosas que sólo yo estoy llamado a decir. Me siento un portavoz de aquellos a los que nadie les da pelota sencillamente porque soy uno de ellos. El resultado de esas bregas suele ser errático, no siempre doy en el clavo y soy el primero en descorazonarse por eso. En el mejor de los casos suelen tomarme como un provocador pero, hago justicia conmigo al decirlo, la mayoría ni siquiera entiende de qué hablo.


Me gusta la monarquía. Me atrae la nobleza. Alucino con la idea de que la nobleza obligue y me sentiría obscenamente satisfecho si de la nobleza fuésemos capaces de recrear en conjunto, cada cual con su aporte, este chiquero en el que estamos. Y cuando hablo de nobleza no lo hago pensando en la transmisión hereditaria de la estirpe sino en algo más radical que mi fe me señala que surge de la propia entraña del individuo. De todos los individuos.


Me leen cuatro o cinco amigos muy fieles. Nunca comentan y eso está bien. No se los permitiría tampoco. Sería asqueroso de mi parte regodearme en la baba de mis bufones y pocas cosas más lejanas a mi propósito. Qué quiero decir. Creo que es sencillo. Cada día a través de los buscadores entran un puñado de tipos. Quizá a ellos se orienta mi trabajo en la medida que deseo que esos extraños sin cara se vayan inquietos, asombrados, indignados, lo que fuere, pero nunca indiferentes. Ojalá les diera una cosquilla interna que los tentara a volver. Sé que no vuelven nunca y si volvieran nunca tendrían cara, pero ése es mi horizonte. Dicho de otro modo: escribo sólo lateralmente para aquellos que tienen mediana idea de la cocina de los textos. No me interesa montar un ghetto con mis lectores cercanos para tejer una telaraña que de tan hermética desemboca en disparates a los ojos del lector no iniciado. A eso aspiro yo pero no puedo decir que eso deba ser la ley para todos los que utilizan el weblog como vehículo de comunicación. Mucho me temo que si el medio ha naufragado es por culpa de esa conducta sectaria.


Lo mío no es escribir un diario pero tampoco soy ciego. Hace poco César Aira comentaba respecto de su método de trabajo: “me abro a lo que me ha pasado ese día, el día anterior, a cosas que veo por televisión, a programas frívolos, a alguna de esas novelas costumbristas”. Sin ánimo de ponerme a la par del maestro yo agrego a la lista mi lectura de los weblogs y puta que da leña para hacer fuego.
Si una bitácora declara la abierta pesquisa de IP´s como en el tiempo más oscuro del que ha sabido esta tierra y a renglón seguido una comentarista amparada por un nickname cita a Galeano (hagamos abstracción por un momento de su disvalor artístico) cómo voy a privarme de tomar nota de un evento semejante. Más abajo una caterva de nombres hablan de identidades supuestas, de la contingente responsabilidad del redactor, de los defectos físicos de un colega y así hasta la sideralidad que permite la palabra.


Ya lo saben, el paternalismo no me sienta bien ni me dedico a la crítica de otros weblogs. Apenas si me da el cuero para cuidar mis propias hilachas. Sí me interesa dejar en claro algunas cosas para quien guste leerlas. Supongo que los lectores de buena leche no necesitan de este paréntesis pero lamentablemente tengo que ocuparme de la mentada caterva para no multiplicar los equívocos. Para decirlo todo de un tirón la cosa es simple:


  • No adhiero al ghetto ni al consecuente bufonazgo.

  • Me cago en el caricaturista que no soporta que otro lo dibuje.

  • Firmo con mi nombre porque soy responsable de todo lo que digo.

  • Sí, hablo de una musa, de la única que en mi caso goza de buena salud. Hablo de la muerte en acto, que en una semana se cargó a Jade y a mi abuela. Hablo de la muerte en potencia, de mi padre luchando piña a piña con el cáncer.

  • Odio las calas porque son las flores de los muertos y tuve que arrancarlas a azadazo limpio en el patio de mi casa por orden de mi madre.

  • No escribo para levantarme minitas ni me interesa terciar en los polvos que eventualmente pueda echarse nadie.

  • Sí es cierto que me mueve el afán masturbatorio (pajero, según me imputan por correo electrónico) porque me gusta ver que algo mío crece, se multiplica, me excede.

  • Sí es cierto que mi madre (la puta que me parió en palabras de un alma que se las da de cándida) está sufriendo y en realidad la vida no le ha dejado alternativa.

  • Sí es cierto que voy a continuar escribiendo (rompiendo las pelotas, dixit otro blóguer) y sin aceptar el menor condicionamiento de nadie que no sea mi propia conciencia.

  • Y si les pica el culo (parafraseando a la señorita culta en Galeano), será que lo tienen sucio y de eso no voy a hacerme cargo.

20.10.04

Alcanzame la azada, negra

1

El auge de las vidas huecas ha retraído el desarrollo natural de las calas o, para mejor decir, las ha condenado a un destino menor. El progreso de algunas seudociencias ha llamado la atención de estas almas huecas y en los vastos volúmenes de una enciclopedia ilusoria han observado que una cala no es.
Más allá de toda conjetura que pueda tejerse acerca de los méritos literarios de la mentada enciclopedia hay que decir que lo apuntado era previsible. Un ser cualquiera puede estar ciego a la realidad durante siglos pero un buen día del señor cae en la cuenta de las sólidas razones que han empujado al contorno a ignorarlo casi por completo.

2

En el ámbito de las calas ello puede constatarse con asombrosa facilidad. No causan sorpresa. Nadie se detiene en su redonda perfección, en la obscena blancura hábil para imponerse a cualquier suciedad circundante. Son calas, son viles. Cualquier flor silvestre goza de mayor prestigio entre los entendidos.
Una cala nunca es reclutada para un ramo de novias, nunca pasa de las manos de un enamorado a otro a cambio de un beso, una cala nunca es hurtada, vamos, las calas revisten tan poca relevancia artística o intelectual que no han atraído ni al genio medieval ni al posmoderno presentador de noticiarios.
Una cala que se despierta a esa realidad deja su encierro caracol y pega un giro copernicano. Se alía con otras calas, fomenta conspiraciones de modesta raíz y escaso vuelo. Despechada no puede ya vivir sino que vive en relación a y es en esas batallas inútiles en las que gasta su modesta primavera. Ilusa disfruta poniéndose en la piel de otras calas como si alguien pudiera notar la diferencia. Qué más da que sea la una o la otra si en su esencia son todas la misma. Qué cambia la protección que puedan lograr de parte de las alimañas del jardín. A lo sumo sumarle un poroto más a la viñeta de la doxa: dios los cría y el viento los amontona. Le fascina saberse protagonista de intrigas pero cuando cae el velo y salpica la alfombra y el resto del jardín amanece a esa elocuencia sabe que habrán de lapidarla.

3

La verdad no es un cristal reluciente como han pretendido los filósofos de antaño. La verdad es sucia, descarnada, perversa.

4

Tal vez fuera dable festejar su longevidad pero eso no se verifica en la práctica. Todos sabemos, mis queridos amigos, que en estos tiempos el transcurrir es enemigo de las luces. A los años hay que confinarlos a las sombras. A cantarle a Gardel con la experiencia y esos otros ardides de poca monta. Nadie quiere a un viejo ni para que le sirva de reparo.
Viejo es un moderno heterónimo del infame.

5

Pensemos un poco en el asilo.
¿Qué pueden hacer los viejos más que sentarse a esperar el inexorable desenlace? Pizpear por la persiana que los días pasan como interminables pestañeos del sol.
¿Quién les ofrece un trabajo, un estímulo para ponerle cara fiera a los achaques?.
¿En qué se han convertido que no sea la pequeña mentira de que serán sus hijos capaces de escaparse de esas mareas? ¿Qué sentido a la brega de esperar más que el que les da el verlos crecer rozagantes y fecundos?
¿Qué sensación provoca la elección de una reina entre las huéspedes? En el mejor de los casos nos asalta un cierto barniz de ternura que no puede abolir la esencia patética.

6

Mi vieja, que nunca leyó un libro, era sabia cuando me lo decía: hay que arrancar las calas del jardín. Deben cumplir con el destino que le dolía al Bartleby de Melville: acompañar a los muertos. Quizá lo hagan con disfrute si cantan la canción preferida de Pinochet (¿Hay alguien que no sepa cuál es? ¿No lo sospechan?).
Señor director: disponga de las cámaras.

17.10.04

decadescriptum

La historia me ha poseído por completo. Me urge contarla, anotar cada detalle, detenerme en cada pliegue el tiempo que sea necesario para encontrar la pincelada justa que remita la sensación del lector a lo que sólo yo he sido capaz de sentir. Sin embargo al mismo tiempo estoy sumergido en una debilidad temeraria. El miedo ha invadido cada rincón de mi vida como no supe ni cuando niño. La escalera de cada mañana me muestra sus filosos escalones con un tono amenazante y siento que viene llegando el momento en que me rasga la camisa, la piel y roe el hueso. Ni siquiera cuando supero ese escollo me siento a salvo. Me espera la puerta y para franquearla es necesario apelar a la llave. Nunca ha sido buena mi relación con ella. Más de una vez he querido torcer su voluntad con alguna violencia y me he quedado afuera, preferentemente en alguna noche de lluvia con aullido de lobos en las cercanías de la plaza del centenario. Pero apenas tanteo el llavero la siento extraña y apenas la miro en su brillo la sé espada y temo que vuelva hacia mí y se hinque en mi bajo vientre y que mis vísceras queden desnudas y encima tan temprano. Ya en la calle les temo a los autos. La histeria de sus bocinazos puedo adivinarla en los pasos apurados de la gente cuando cruza la calle, porque mis oídos no me dan noticia alguna del peligro. Me convendría estar preparado para precipitarme a la vereda llegado el caso, pero lo que me queda de piernas no colabora mucho que digamos. Las várices se han hinchado de modo tal que ya no puedo permitirme esfuerzos adolescentes. De manera que suelo refugiarme en mi casa tras la cortina de una música sin estridencias, que calme un poco el vértigo de la sangre que pretende escribir ella misma la historia. Así como lo leen. Lo único que me conforta es sentarme a escribir con la tinta que mana suavemente de mis dedos hasta agotarme. Y dormir.
Tercer capítulo de Insomnia.

15.10.04

para el lunario/4

dentro del vientre
un prado en flor era su lecho
y el ombligo el sol
Era en abril, Jorge Fandermole


La campiña enamoraba a la vida licenciosa. El amor libre no era un ítem en el temario de los sociólogos. La carne mandaba a la razón y los días eran intensos. Allí las medias tintas eran la utopía.
La bendición de los hijos caía como la lluvia, siempre a tiempo y a nadie importaban las previsiones. No sería dios el que le daría un pan al recién nacido sino la vocación de intensidad, la abolición de lo efímero.
Fiona era una de esas muchachas suaves como el alba, muy delgada, pálidamente bella. Había alumbrado ya tres hijos pero seguía enamorada enfermizamente de su esposo como cuando eran novios. En realidad, seguían siéndolo y se amaban sin temor donde les viniera en gana y cada vez que las hormonas tocaran la puerta.
Pero esta vez era distinto. Paraísos artificiales habían debilitado la salud de Fiona y ya este mundo no le era suficiente. La noticia del embarazo no causó escozor en sí misma pero planteó un interrogante inesperado: ¿y ahora cómo?
En el gabinete celestial hay una cartera que se encarga de la protección de los niños. A ellos jamás podría pasarles nada que no estuviese previsto expresamente. El resto de los peligros era el distrito de la guardia celestial. Algo de eso fue lo que condujo en brazos a Fiona hasta la séptima luna. Ningún médico la había revisado hasta entonces. Temía que le quitaran su niño si se diera la alerta de que la heroína no era ella sino su alimento.
El primer amanecer de julio sintió los dolores. El niño creía que ya era hora de irrumpir en la familia con su bendito recado. Para la ocasión se reunió toda la familia, incluso los tíos más viejos, los que vivían en la campiña pegada al lago, allende el poeta. Y fue niña y al salir se encontró con una fiesta, llena de cánticos que le anunciaban la delicia de este mundo y celebraban el esfuerzo de la madre capaz de soportar en tan pocos kilos tamaña empresa.
Cuando pudo decir algo, los sorprendió:
-Ay, ay, llévenme al baño.
Nadie le hizo demasiado caso hasta que alzó más la voz.
-Les digo que me cago, carajo.
Y el asombro los dejó sin palabras a punto tal de que la deposición se impuso por si sola, como si de la verdad se tratase. Unos ojos de un verde cegador vieron la luz y una boca de caramelo dio el primer grito. Y todos rieron y cantaron, menos Fiona que estaba exhausta.
...para darte un escudito de mi provincia adoptiva. No es nada. Para mí no es nada. Es otra de esas cosas que si cobran algún valor es muy lejos de acá. No me causaría el menor perjuicio entregarlo a otra alma y en cambio a esa alma le reportaría un fragmento de mí, un arrabalito, una sobra y esas son las cosas que verdaderamente valen. Es sabroso el pan recién salido del horno pero mi boca, esta boca lateral y mentirosa, se ha acostumbrado devotamente al pan de varios días, a la tajada que opone dura resistencia a las ansias colonizadoras del adelantado Diente, la que se comporta con la bravura de un batallón y hay que combatir con la presta ayuda de la saliva, la nada casi líquida que nada vale. Comprenderás que habría otros manjares en mi carta, que muero de ganas de decirte que con tus mocos me haría el banquete y ya no hablo de las apologías griegas del amor sino de otra cosa más pedestre, más nuestra. Me refiero a la construcción del individuo desde su deshecho, la minucia sin importancia, el contorno hecho ente por el soplo de una divinidad contingente. Epifanía le llaman aunque yo sólo he visto la imagen del cierre que se muerde los dientes como una brecha insalvable, una imposibilidad como la puerta sobre la que se erige el cerco de la víspera, una envoltura sobre otra para esconder el polvo perimido, el nunca como una amenaza consumada que presiente que los dientes a la vez muerden una palabra filosa, vacía del contenido que se pretende dominio, la puja del otro en los pliegues del mismo ser. Ya no creo en esas cosas. Elijo mi sencillez pueblerina, la estela que voy dejando que en ocasiones sabe a herida, a dado al que le falta el as y con esas sales me descubro tan muerto como esto que te escribo.

orinar el propio territorio

Como en las familias endógamas,
sólo se trata de gente
acorralada.
Beatriz Vignoli

En mi jardín alguna vez tuve una plantita de rencor. No me llamó la atención que se trabara en lucha con el pensamiento pero, en verdad, era poco lo que me importaba.
Escapando del incendio de mi escritorio, un día consideré pertinente un camino otro. Escapar hacia delante nunca fue mi especialidad. Ni siquiera el llano escape. Me he forjado la reputación de esperar sentado el acabóse y quizá en eso mis detractores no estén del todo errados, pero esa vez hice de mi impulso una carne apurada pugnando por conseguir un boleto que me arrancara de las llamas.
Pero hay una máxima que repiten los cronistas policiales como si de un teorema se tratase: el asesino siempre vuelve al lugar del hecho. En efecto: un día volví.
El mismo bolso que sigue acompañando mis modestas empresas turísticas lucía holgado. Apenas un par de pantalones y camisas, un libro que regalé dos veces y me devolvieron, un par de cartas mojadas de lluvia que en su ilegibilidad he preferido condenar al tacho de la basura. Y todo estaba ahí. Sólo faltaba yo, pero yo no volví nunca. La paz de la montaña, el amanecer de la larga noche del invierno se quedaron con una parte de mí que creía inescindible: mi capacidad de odiar. Me la amputaron sin dolor, sin darme la chance de echarla de menos, de interponer un amparo.
El pensamiento había ganado la batalla en el jardín descuidado. El tallito ajado terminaba en tres pétalos que el viento había dejado hasta mi regreso y me acordé de Oliverio: para hablar de cenizas hay que haber sido cigarrillo.

14.10.04

para el lunario/3

laluna, la luna
madura madura
Lunario merdimental,
Jorge Mayer, 1984


De mirarse tanto al espejo acabó por odiarse. En él la veía y ella era una mueca pálida. Barbita rala, nariz prominente, boca inexpresiva, todo remitía a ella. No alcanzaba el bosque negro ni el ceño fruncido. Era ella la que usurpaba cada pestañeo, cada respiración.
Antes del final creyó conveniente urdir un plan: escribiría cortésmente las explicaciones, afilaría su navaja, la hincaría en los contornos y se la quitaría de encima para siempre. Si quedasen energías, las emplearía en perforar el caño maestro y después a esperar.
Al tomar la lapicera sintió como nunca antes la latitud del pecho. Ya no llegaría al espejo para mirarla por última vez. Prefirió escribir. Y escribió.
Dichoso el que parte sin nostalgias aunque no sepa donde va.

para el lunario/2

Si un perro como Lou Reed es capaz de cantar Satellite of love cómo es que yo no puedo articular un par de frases que testimonien mi culto por las lunas que son señuelo de ese planeta. En el fondo es así, lo atractivo posterga lo esencial y el periscopio se detiene en los satélites y se olvida del planeta que los contiene con circunspecta gravedad. Y el crecido ojo echa de menos al tacto pero se sueña topógrafo y el sueño es delicado incluso en esos confines en que se asoma la vigilia y el estiletazo solar perfora la resistencia y el camino más corto es argüir las razones de una venganza que siempre es corta, tardía, baladí. Es preferible, por no decir inmediata consecuencia, abocarse a los adentros, a los recovecos del planeta, a escrutar orografía, trazar mapas con sus ríos y detenerse en la silueta de esos mares que parecen de agua y quizá sean sólo la vana esperanza de trazar un paralelo entre este mundo y ése, qué aburridos los mundos, qué simpáticos sus distritos laterales, sus recodos, sus promesas erigidas sobre las arenas de la ignorancia, qué tentadora es la sospecha de que casi todo lo que pueda suceder allí es mejor que aquí. Pensar por ejemplo que sea posible la orfandad del tiempo y la abolición de lo sólido para que al fin todo sea una masa mutable, inescrutable, viscosa. Pensar en que cada luna pueda escindirse, brillar con la luz de su propio latido, capturar para sí lo rosado de la estrella sin temer que la ebullición allá se la muerte de acá.

13.10.04

para el lunario

Cuando llegó a la esquina la lunita roja le dijo que espere. No serían más de cuarenta segundos, pero el tiempo en las capitales vale mucho. En realidad, vale mucho más el ajeno que el propio, pero eso poco importaba en este caso. Prefirió consolar su fastidio recordando las lunas blancas de Grichi, dos lunas sonrientes, tan suaves y tan tibias que la otra les tendría envidia. Una envidia merecida, aunque mejor ni pensarlo, esos cráteres, esa blanca frialdad adosada a la manía de mostrar siempre un perfil, lo que la hacía más bien patética y quién sabe cuántos daría lo que no tienen por posarse sobre ella, sonreír para una foto o por qué no pegarle un tarascón, ensayar un bocado, a ver si es cierto que es de queso, pero no, eso es cosa de poetas ebrios de fe poética. El pensaba más terrenamente.
Lo sacudió el bocinazo del auto que lo seguía en la estúpida fila, hubiera querido tener a mano un insulto contundente, un grito, algo. Siempre había admirado la facilidad de algunos para destinar su ingenio al insulto. Las calles de la capital estaban llenos de eso. Ya las bocinas eran insultantes, los vendedores de chucherías, los enormes carteles de la publicidad pero no; él pensaba que no era bueno detenerse en eso. Quizá perdiera un instante vital y el próximo semáforo en rojo coartara la queja de los pistones.
Mejor, Grichi, almita pecaminosa, si no tuviera la edad que tiene... Eso se decía y era interrumpido por otro insulto, y esta vez era de una mujer con cara de letrina. En la radio un tango. Alguna vez la concha de la lora fue la cara de la luna, la maestra lo bajó de la luna de un ondazo, El lado oscuro de la luna fue más que un disco. Pero también fue la Polaquita, y aprender a brillar con su luz prestada y cuando ya no estuvo en el cantero crecieron los yuyos y fue la hora de agarrar la mochila del trabajo gris y archivar el sueño.
Y entonces Grichi qué... Quizá el cuarto creciente, aunque siempre se termine y haya que volver a la otra, que hoy tampoco se dejará morder.

12.10.04

la media en el espejo

Lo peor que le puede pasar a una media es que se extravíe la compañera. Ya no hay cosa más inútil que una media que se ha quedado sola.
En otros tiempos era diferente. Las madres estaban más involucradas en la entretención de sus hijos, entonces en los largos días del invierno, cuando la lluvia no permitía empresas mayores, juntaban todas esas medias sin sentido y los pibes les daban forma de pelota y un pibe con pelota (aunque sea de medias) es más que un pibe, es a la vez sonrisa y moretón, es ese sudor de ángeles que casi no se percibe, es otra cosa.
Las medias rotas se zurcen, las medias gastadas ofrecen alguna tibia resistencia que merece aprovecharse; en cambio las medias guachas están condenadas. A nadie les importa que luzcan enteritas, nadie se fija en las satisfacciones que ha tenido con ellas. Los zapatos pronto se hacen de nueva compañía y la vida sigue.
Si esa media fuera capaz de mirarse al espejo, la imagen que le devolvería sería la de su par y no hemos nacido para ver a nuestro par ahí asumir al mismo tiempo la certeza de que ya no está ni estará.

el viaje

Pasan los días, pasan como los colectivos, unos detrás de otros, con más o con menos gente, con el mismo apuro cuando uno los corre, con la misma calma cuando uno los espera bajo la garita que no alcanza a servir de reparo.
Y ya son casi dos años en que me mudé cerca de la Terminal. De ahí salen todos los colectivos. Que estén vacíos es una ventaja apreciable en mi caso, que estoy a media hora de viaje hasta mi trabajo y tengo unas várices que no me dejan estar demasiado tiempo parado.
Desde que me mudé traté de armarme un mundo sobre la ventaja de tener cerca de la terminal y unas de las primeras medidas que tomé fue restringir el uso de esa palabra detestable. Empecé a llamarle estación, como le llamaban los lugareños a la parada del tren, que por cierto me hubiese quedado cerca sino fuera porque acá lo que han sido los rieles del tren son más una ocasión de visita al museo antes que un medio de transporte.
Odio la palabra terminal. Supongo que gran parte del odio se asienta en que no me siento especialmente preparado para terminar con nada, como tanta gente en estas latitudes, entonces no es casual asociar esta palabra a la enfermedad que lo va comiendo a uno poco a poco. Terminal es el calificativo cuando el cristiano tiene fecha de vencimiento aunque esa fecha siga sin ser cierta y el tránsito se hace cada vez más lento.
Si morir es algo que a todos nos va a alcanzar en algún momento más o menos cercano difícil comprender por qué ese castigo de que los días transcurran más lentamente cuando uno debe convivir con esa fecha malévola que se desplaza lentamente en los calendarios. Da la impresión de que los días avanzan de a dos y la fecha de vencimiento de a uno. Al menos eso para el que padece la enfermedad; para el resto, para el que fue su grupo de pertenencia cuando se lo consideraba un par, para la familia, para los amigos, es como si los días no pasaran, salvo por esa pesadez en los movimientos, por el énfasis de los dolores, por la amarga melancolía de los días en que casi todo era posible.
El 27 de setiembre dejó de sufrir doña Mercedes. No sé, ni quiero saberlo, cuántos han sido los meses en que ha vivido postrada, viendo como el brazo era cada vez menos brazo, como el pecho era cada vez menos pecho, como la pesadumbre de sus hijas que la cuidaban se iba haciendo más tensa, como si la agonía fuera de ella, y el brazo y el pecho; y la muerte fuera una transición, no un estadio definitivo.
Y acá a la vuelta la estación, vendiendo boletos a otra parte, la ilusión de desprenderse de esta herida aunque fuera cada vez más caro y uno esperando que se haga la hora de partir, con cierta impaciencia, un poco por uno mismo que está apurado, y mucho por la impaciencia de los que están detrás en la fila.

11.10.04

rolar

Va Rolando de tapia en tapia como cada tarde, pasando revista a la cuadra, eligiendo un lugar donde el sol pegue suavecito para echarse como dios manda. Debe saber que lo miro y toma precauciones, apura el tranco, enarca el lomo. Cómo es que puede saberlo todo un bicho así y yo que me he quemado las pestañas estoy chupando la condena detrás de una reja. El, allá, la libertad de ser el dueño, o de hacer de cuenta que, aunque a mi me asiste la sospecha de que él ha estado aquí desde siempre, antes de que se levantaran estas casitas y esto dejara de pagar un suculento impuesto inmobiliario por ser un baldío, mucho antes de que la vieja Hortensia me alquilara esta pocilga. Sí, ahora todo me cierra: siendo el único que no le da pelota es entendible que me haya mandado un plomero a romperme todo el azulejado del baño, que se haya roto la termoculpa del calefactor, que los mecheros de la cocina estén trabajando a mitad de reglamento. Yo en realidad no es que no quiera a los gatos, al contrario, los envidio. Esa indiferencia me resulta fascinante. Si uno fuera capaz de tomar distancia de lo inmediato como quien se corrige el peinado, de administrar el olvido con mano férrea, si no le importara despertar el vecindario cortejando a la más puta del barrio, si la ducha cupiera en un puño, si los años no poblaran este cuerpo de arrugas y de llagas, si fuera posible preservar la voz y reducir la verdad a una sola palabra, en ese caso -y sólo en ese- seríamos dioses y no ánimas en pena.

10.10.04

lo que he sido

He estado juntando los retazos de mi vida literaria de los últimos meses. No quiero perderlos. Pronto voy a usarlos para un fin muy noble y me he descubierto tan feliz que casi no me reconozco y fue hace apenas unas semanas.


Estar parado en un punto exacto de la vida y observar con claridad de mediodía como es que cambia la curvatura de una existencia toda provoca tanto dolor como asombro. Tal vez ya me haya convertido en el tipo que voy a ser y no termino de asumir que hubo un presente que se me esfumó de las manos.


La brevedad tiene un sabor extraño.
Suelo echar de menos los techos a dos aguas, las casitas bajas de madera, la sonrisa de sol a sol. Madera les sobra, también la nieve, pero acá ni eso. Acá no nieva nunca, a pesar de lo que piensa la gente. Ya se sabe que la gente piensa lo menos posible y en tal caso es bueno pensar que nieva en la patagonia, hay sismos en japón y huracanes en la florida, pero nada de eso. Quiero decir: nada de eso que postulan tan linealmente ocurre así. Yo he visto sismos. Eso sí, cuando era chico. La azada abría la tierra en dos y a eso le llamábamos surco. Había muchos surcos y cada uno de ellos recibía por las tardes un enorme torrente de agua de pozo y se anegaban hasta un borde. Eso había que cuidar: no desperdiciar el agua, no romper esa línea prolija, dejar que el agua penetre sin intermediarios de nylon. También he visto huracanes que duraban un suspiro pero eran capaces de tirar abajo los eucaliptos que estaban al costado de la ruta. Más de un paisano se desgració en esas tardes de verano. No sé cómo es que no se daban cuenta de que el viento hecho racimos se escondía detrás de la sierra y salía hecho una furia primero con rumbo al cielo. Desde la ventana yo podía ver la nube amarronada que se precipitaría sobre el pueblo como un malón. Ellos que vivían desde antes no se percataban y púfate: esa semana teníamos un par de velorios de esos fuleros en los que no destapan el cajón. La gente se alarmaba, las viejas lloraban, los chicos jugábamos a la pelota y pronto todo se olvidaba. Y he visto la nieve una sola vez. Nadie puede verla mucho de cerca. Es mejor que se quede en las alturas, cerca del cielo. Cuando hace noche en la tierra brilla de un modo tal que el que la ve queda ciego. Y eso es suficiente para saber que está ahí, pronta a irse, como el verdugo que se ha ganado el salario.
Le sumamos un capítulo más a Insomnia, sólo por despuntar el vicio y recompensar la fe de algún que otro lector.

9.10.04

after

La peor de las pesadillas termina cuando la temperatura del cuerpo nos empuja sin piedad a abrir los ojos y el mundo está igual que antes. Los mismos de siempre tienen la sartén por el mango y a un costado de la calle marchan los que no tienen ni una pizca de fuerza para recuperar la dignidad perdida, acaso para siempre.

El después de la pesadilla es suave, ligeramente líquido por culpa de los afluentes lacrimales, aterciopelado cauce en el fondo de un río que es caudaloso en la superficie, terso en sus raíces.

De lo que ha sido me robé una paz que no cabe en mi pecho, una historia que pronto será libro y que vestirá los anaqueles británicos con mi ignoto nombre, la amistad y un cierto desdén por el desdén ajeno.

Les agradezco el afecto que me han regalado sin justa causa y en homenaje a eso perduraré en las notas que los han traído hasta aquí.

Y la muerte no tendrá dominio
Y la muerte no tendrá dominio.
Los hombres desnudos serán uno
Con el hombre en el viento y la luna poniente;
Cuando sus huesos queden limpios y los limpios huesos idos,
Ellos tendrán estrellas en el codo y el pie;
Aunque se vuelvan locos serán cuerdos;
Aunque se hundan en el mar surgirán de nuevo;
Aunque los amantes se pierdan, el amor no;
Y la muerte no tendrá dominio.

Y la muerte no tendrá dominio.
Bajo los remolinos del mar
Los que yacen hace tiempo no morirán en torbellinos;
Retorciéndose en torturas cuando los nervios ceden,
Atados a una rueda, mas no se romperán;
La fe en sus manos se partirá en dos,
Y los males unicornes han de atravesarlos;
Rotos todos los cabos ellos no se quebrarán;
Y la muerte no tendrá dominio.

Y la muerte no tendrá dominio.
Pueden nunca más las gaviotas gritar en sus oídos
O las olas romper fuerte sobre las playas;
Donde alentó una flor puede una flor ya nunca
Alzar su cabeza a los golpes de la lluvia;
Aunque ellos estén locos y muertos como clavos,
Las cabezas de los caracteres martillar a través de margaritas;
Irrumpir al sol hasta que el sol se rompa,
Y la muerte no tendrá dominio.

Dylan Thomas
Gracias Beatriz

7.10.04

El primer día de todos los demás

Esta es la anotación que nunca quise escribir, la que tienta mi solemnidad, la que pone a prueba mi capacidad de sacar fuera el componente más visceral de un hombre, de un hombre que escribe si de ser exactos se trata. ¿Por qué lo hago? No lo sé a ciencia cierta pero supongo que las personas normales no se aguantan tener esto en la garganta y andar por la calle como si nada pasara. Yo no soy normal. Lo que me quedaba de normalidad lo despilfarré en los años en que mi economía dubitativa me confinó a una pensión de mala vida. No digo de mala muerte quizá porque hasta este momento no había tenido ocasión de tutearme con ella. Y llegado ese momento, a las verdades más gastadas, a las palabras más manoseadas, a los lugares comunes donde nos llama cierta religiosidad, a todos ellos les cae un violento y helado baño de humildad. Pasa que puesto en esos zapatos uno descubre que ha destinado una vida entera a los lugares comunes, se mira al espejo y ve a un lugar común, una obviedad de esas que de tan repetidas comienzan a esfumarse ante lo novedoso.

Y a poco que comienzo a desplegar esta idea, me veo como cuando comencé esta bitácora (hace generosos quince meses): estoy poseído por ella de tal modo que me resulta imposible domesticarla, cobra vida propia, invade mis actos, se regodea en las noches empujándome al mismo insomnio de siempre, sólo que esta vez mis ojos manan un par de ríos salados.
No resulta casual la mención de aquel comienzo. En ese invierno tenía la mitad de las sensaciones que provoca la escritura: la ambivalente hoja en que atormenta y desatormenta en su cíclico andar. Tuvieron que pasar muchos meses para que yo cayera en la cuenta de lo que pasaba del otro lado: otros con inquietudes similares a las mías se interesaban por esos rizos que el viento enredaba más de lo que el buen gusto aconseja. Y eso no era del todo extraño. Con ellos compartía inquietudes de talante parecido y el componente afín empuja a alistarse en la trinchera común.

Sin embargo la catarsis cotidiana (no por eso exenta de honestidad intelectual) llegó en el momento menos pensado a los ojos de alguien que lo necesitaba como el aire. No fue casual: para alguien de habla inglesa y doctorado en Bellas Artes el título Patagonian Review resultó seductor en la lista de enlaces del crédito local, el Hotel Céline. Y desde que lo supe no pude dejar de escribir. Lo hice movido por el instinto pasional de ser en lo escrito y, en efecto, fui en lo escrito y mucho más y mejor de lo que soy en realidad. Ponerle empeño, defender a capa y espada el dominio que forjaban mis parrafadas se convirtió para mi en una obsesión vital y para ese alguien la letra escrita fue tan grata como un pedazo de pan, un saludo de buenos días, una necesidad de leer simétrica a mi necesidad de decir. Poco importaba el qué. En materia de obsesiones no conviene darle demasiadas vueltas a las causas. El motor era otro.

Me sorprendí entonces con la ropa de un aprendiz de hechicero y me di cuenta de que algo de eso había en la relación escriba-lector: el mismo truco disfrazado, la torpe imitación de natura, el plagio de la obra de los mejores hechiceros. También supe que no tendría otra escuela que el andar, que de poco sirven los maestros cuando uno carece del don de sorprender. Pero cuando el truco es efectivo, el pase mágico llega a destino, se modifica algo en el espectador, algo ha cambiado y aunque hurgue en las razones no las encuentra. Encantamiento es la mejor palabra. Eso lo logré. Aunque más no fuera con una sola persona.

Y no era cualquier persona. Ella también tenía el don de encantarme, de perseguirme, de alentarme a más, de señalarme el camino. Y hoy que todo ha pasado y en la lengua tengo la pesadez de la brevedad (que por lo demás tiene un sabor que no dista del exceso de tabaco) me siento en el deber, en el grave deber, de cumplir el cometido al que ella me empujó de un modo que recién hoy puedo entender.

De vez en cuando la divinidad se manifiesta en enviados. Está en uno confiar en sus palabras aunque parezcan disparates y subirse a esa aventura que elude holgadamente a la razón. Y si aceptamos el pacto siempre sentimos próxima la guadaña, y sufrimos y la vida se nos llena de fantasmas y queremos abandonar, pero para disuadirnos están ellos.

Así fue conmigo. Un llamado como una visión. La palabra puesta en una boca de aires gitanos que balbuceaba el español con decenas de giros de diccionario, la sensibilidad a flor de piel por culpa de haber vivido veintiocho años y diez meses en el infierno. Lo demás era una novela de esas que yo no soporto leer: toda la infamia volcada sobre una sola persona, un mártir del siglo xxi. Una fugitiva casi suicida que leyendo este espacio y los anteriores, (todo en una carpetita prolija) con mucho esfuerzo vivió cinco meses más. Cinco. Poco o mucho según se mire, pero el corazón tiene derecho a decir basta. Y así ha sido.

Fue el primer día de octubre, en una cárcel de Londres. Hoy sus restos son cenizas y junto a las cenizas de esa carpeta abonan la tierra de Escocia en orgía perpetua. Precisamente por ella, que no toleraría que me ponga todo lo triste que debo, ni que deje de escribir, es que el resto de mi vida será vivido como una venganza contra la puta muerte. No soy de esos que se vengan con baratijas. Creo que no habrá venganza si en ella no se me va la vida. Y así será. Por Jade May Hoey. Y por mí.

5.10.04

Una de amores improbables

Los juntó el azar (¿o será mejor pensar que existe una mano invisible capaz de precisar cuáles son los cauces que deben reunirse?) aunque esa posibilidad no haya sido anudada con las esperanzas que barajaban cuando adolescentes. Si se piensa en lo que habrá sido crecer en los confines opuestos del imperio, llamando con distintos nombres al mismo ayuno, encontrarse es un milagro, la concreción de una posibilidad infinitésima. Y mañana, si es que hay mañana, siempre fue lejos y por eso los sueños siempre tuvieron forma de barcos, el ruido del tren, la soledad vertiginosa de los aeropuertos y las más de las veces fue un fundado temor el encargado de tomar por asalto las maletas y el plan se desbarrancaba como un rayo y vuelve la noche, la noche habitando la piel, los rincones, las charlas con papá.
Y el uno llega de apuro, siguiendo a un amo que es la mar de los problemas y el otro que un día pensó que sería preferible la campiña de rodillas antes que las cumbres de pie y los porqués dejan de importar si el dónde es un pálido edificio de la Eliot St. Y quizá en el ascensor la parsimoniosa temblorosa de uno se tropezó con la seguridad dueña de casa del otro y el ascensor que creyó oportuno descomponerse de improviso y se precipita la escalera, el socorro ante el abultado peso de las cajas del supermercado, la puerta franqueada por el extraño cómplice que ha tenido sus llaves desde siempre, y el vino bebido de una misma copa y a la hora en que la tarde fallece, cada cual volver a lo suyo.
Dos idiomas diferentes como mundos apenas reunidos por un puñado de palabras de las más usuales, las que fatigan todos los que son nuevos en esa lengua, que dicho de otro modo son el mojón del que agarrarse, y qué hay en adelante si ese mojón les queda tan cerca que es lo único que tienen a mano antes de aventurarse en la profunda tiniebla más profunda y más tiniebla por ser nueva y acaso un vendedor de flores viéndolos detrás de un vidrio debajo de la marquesina, sonriendo de saberlos extraños, unidos por la punta de los dedos, tejiendo a cuatro manos un abrigo hecho de pequeños guiños, golpes aterciopelados, silencios contemplativos, uniendo los extremos del precipicio con tablones tan angosto como para caminarlo en puntas de pie. Y él, que poco ha hecho de su vida más que vender vestigios de la primavera marchita a quien lo necesitase, siente que es hora de agasajar a las raíces de la primavera, les da una flor, los saluda con una reverencia, los ve irse y piensa que están a salvo de la palabra, la que insulta.

1.10.04

una de amores imposibles

Tal vez sea cierto aquello de que el amor es el único tema y que en todo caso el resto son disgresiones, atajos, refutaciones, ebulliciones, metabolizaciones del mismo fenómeno. Como sea, desde lo literario el amor que no es imposible es casi de ningún valor. A quién puede interesarle la saciedad de los amantes más que a los propios amantes.
Quizá por eso me ha gustado mucho una historia que me contaron recientemente. El escenario, un tablero de ajedrez. Los protagonistas, un alfil (presuntamente hembra, aunque eso no lo he podido constatar) y un caballo. No es conveniente al relato ahondar demasiado en la psicología de los personajes, pero hay ciertas notas que duelen a la vista: un alfil siempre ve el lado del tablero que le conviene, el otro le resulta inaccesible, entonces es natural que hasta en el amor vea la mitad del vaso lleno incluso cuando no hay tal vaso; el caballo es saltimbanqui, de aquí para allá con un movimiento que más que funcional es pintoresco, pero que en el fondo es un gran cobarde desde el momento en que puede jaquear a la dama sin dar la cara.
Quién puede negar que esta es una historia bellísima, que el resto de las piezas quisieran ponerse a aplaudir pero son egoístas. Sólo hacen equipo en la mente de la mano que las mueve. Por sí solas no tienen relieve aunque actúan como si fueran amas y señoras.
Hace muchos años me enseñaron que las rectas paralelas se cruzan en el infinito, lo que es un buen modo de decir que tal confluencia es algo vedado a los hombres, casi limitado a una entidad divina. Me pregunto cuál será el infinito de los tableros de ajedrez, aquel capaz de reunir los destinos esquivos, el que por fin derogue la lógica vetusta de los escaques.
Ante un par de noticias encontradas acerca de la naturaleza de esta bitácora, no puede hacer otra cosa que ponerme a pensar qué es esto, a qué juego yo, por qué los ciclos, los cambios de formato, si el contenido es bastante parecido cualesquiera que sean los ropajes bajo los que se pretenda escudar mi impericia.
Se me ocurre que esto no sería lo que es si tuviera instrucciones de uso, si estuviera encabezado por una declaración de principios, si se asentara en la necesidad de trazar ideales, normas de conducta. Es, sí, un espacio personal, que resulta catalizador de las innúmeras personalidades del autor. En última instancia, existiendo tantos espacios de talante similar, de mejores contenidos, más prolijos en la idea que trabajan, esto termina siendo una botella al mar, como tantas otras, con la esperanza de que el mensaje llegue a quien le quepa el sayo, que hace de esa improbabilidad una veta para explorar los caprichos de este que escribe.
Pero tampoco es eso. Me parece que yo lo tengo claro, pero no tengo ganas de sentarme a explicarlo sólo por darle el gusto a quien no entiende nada. O quizá, por qué no darle la chance a la otra alternativa: soy yo el que no entiende nada y y ese alguien que sabe no quiere decirme qué es esto.