Jade May Hoey

1974-2004

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30.10.07

Parroquiales

Anoche publiqué un texto en Nación (qué dicen, apaches, tanto tiempo), nada de otro mundo, que ha tenido como eco una elucubración nada melindrosa en el blog Tapera. Se agradece la mención.

22.10.07

Sweetest perfection

15.10.07

Los que aman a David Lynch

¿Me dejás que te cuente de ella?
Te dejo.
Me dejó.
Bah, qué me va a dejar. Nadie deja a nadie en realidad. Esa cosa tonta de pensar que el otro viene, el otro va y uno siempre en el mismo lugar, mirando las cosas pasar. Nadie deja a nadie. Todos están tan solos como yo.
Al principio era una voz. De esto hace ya muchos años. Era una voz salida de la radio. Una voz, que si fuera vino, podría decir con todas las de la ley que se trataba de una voz con cuerpo, una voz de un cálido retrogusto, que es el gusto que en el paladar deja el vino cuando se va. Lástima el nombre. Demasiado feo para tan bonita cosa.
A lo mejor ella pensaba lo mismo, aunque tengo para mí que ella no pensaba demasiado las cosas. Nos vimos un día en un pasillo apartado. Cada quien cumplía con el trámite de rigor a esa hora de la mañana. Yo estaba cansado de trabajar y ella precisamente de lo contrario. Qué bicho jodido el cristiano. No le gusta trabajar pero tampoco se siente cómodo si tiene mucho tiempo al pedo. Ha de ser, yo lo creo así, la diferente concepción del ocio que lleva grabada cada cual. Por caso yo ya sé que no quiero trabajar. Ni ahora ni nunca. Ni para un patrón de carne y hueso ni para una multinacional ni para mí mismo. No quiero laburar y a otra cosa. Entonces edifiqué mi vida, o esto que mal podría hacer sus veces, en torno al ocio. Chicas, libros, alcoholes, películas, discos, drogas, las horas al servicio de la nada, sentado en un banco de la plaza, mirando -sí, de nuevo- la gente pasar. Ella no. Ella es una susanita. Suerte que siendo muy piba dio en el clavo. Marido tartamudo que da dos veces en el blanco y ese blanco perforado de la distante juventud echa a sangrar un par de retoños, que yo no conozco pero me gusta imaginar parecidos a la madre. Pero bien podrían parecerse al padre y el mundo seguiría andando.
Y es bello escuchar voces. Voces lejanas, que de a ratos hablan cosas que uno no entiende. Por eso tiene éxito David Lynch. La gente, alguna gente, no el populacho, no los que van a infestar las urnas con la podredumbre que les carcome los dedos y las tripas, sino esa gente de carne y hueso, que puede tomarse un vino sin pedirle permiso al almanaque, los que se despiertan a la hora que el sol quiere y no los relojes, esos aman a David Lynch. Esos están hartos de entender. De entender qué mierda.
Ella decía llamarse Majela, pero yo nunca he conocido nadie que sea digno de llevar un nombre así. A veces pienso que yo me lo inventé, que no tenía otra cosa que hacer que pasarme mil horas en la cama esperando la hora de estar en la cama y que ella hablase. Ella, una voz de radio, una voz con cuerpo. Una voz sin piel. Una voz toda piel.
Me pedía trabajo o algo así. Me pedía que intercediera ante mi señor o el de ella, no sé bien, como si yo pudiera. Como si yo fuera influyente. Como si cada cinco minutos se me escapase una paloma de la manga del saco o fuera el inventor de todos los nombres, de todas las voces, de todas las pieles sin cuerpo que por las noches hablan a los adolescentes insomnes.
Le dije que sí. O que no, ya no me acuerdo. Le dije también que todo esto era un chubasco y que pronto pasaría y que cuando ese momento llegase, que siempre llega aunque uno ya esté afligido por otra cosa, por la falta de ese cuerpo al que pedirle que interceda ante un señor u otro, nos reiríamos. Le brillaban los ojos. Me aterré. Me dan miedo lo fáciles que resultan algunas conversiones. A lo mejor tenía deseos de llorar y también vergüenza de hacerlo delante de un extraño que no paraba de decir cosas como si alguien se las dictase. Si existiera el diablo, yo creo que hubiese hecho lo mismo.
¿Y por qué no los viejos? Si los viejos lo único en lo que piensan cuando ponen la cabeza en la almohada es en la suerte de trocar en almohada cualquier cosa que te guste. Una caja de chicles Adams, la banda de sonido de Lost Highway, las tetas de la gorda de Fellini cinco segundos después de haber bajado la persiana.
Yo estuve demasiadas veces ahí. Lo decía y ya no la miraba. No podía soportarlo. Yo alguna vez estuve acostado a pocos metros de un lago de terciopelo azul. El sol me calentaba la cara y la migraña. Mi cuerpo era lánguido para el feroz deseo de que la columna vertebral no me respondiese y quedarme allí, tendido para siempre, a la espera del socorro de la sanidad pública y la caridad, pero también esa vez pude incorporarme, sacudir la tierra de mi atavío, ya que no el rubor que pare el gesto pálido de los tristes que se acuestan al sol.
Me defraudó, decía, y hablaba de una que supo ser su amiga. No hay animal más tonto que el cristiano cuando es nuevo. Eso decía mi padre. Eso se cansaba de decirme mi padre cuando yo cometía la misma bobada que había cometido ayer y anteayer. Lo que nunca me dijo es cuándo el cristiano deja de ser nuevo. En una de esas la novedad le da a uno la chance de regatear el castigo que le toca por lo tonto que pudiera ser. De tal suerte, dejaría de ser nuevo cuando ya nadie preste atención a los pedidos de clemencia. Pero siempre hay un roto para un descosido. Eso decía mi madre cuando me echaba a la calle a que me busque una novia. Y eso me decía cuando echaba a la calle a la que le traía y no le gustaba. Porque siempre hay un roto, siempre un descosido. Siempre una modista. Nunca bastante sutura.
Vení, tocame, decía la voz toda piel y dejaba de importar que faltasen apenas veintitrés horas para una nueva ceremonia.
Vení, que es este momento y ningún otro el posible. La belleza no se posa en el dominio de tontos. Por eso el desprecio.

9.10.07

Culpa de un chascarrillo dejado a la mitad

Hoy me acordé de Fede, un flaco intrascendente con el que tuve ocasión de compartir algunas salidas nocturnas. Sábados de cortejo excesivo. Un día anduvimos un buen rato destrás de una morocha que decía llamarse Sofía. Era más linda que comer pollo con la mano y tenía ese mohín de oler todo el tiempo mierda que algunas mujeres piensan que les queda bien, pero es bueno que sepan que nunca queda bien. O casi nunca. A Sofía le iba bien. A Sofía, un sábado en que era cortejada en exceso por un trío de vándalos mal comidos, le iba bien. El cortejo era de lo más vulgar. Fede le contaba que él estudiaba Filosofía, como si con eso mostrase la credencial de un polvo prometedor. Filo, amor, le decía; Sofía, el saber. Sofía: te amamos, ¿lo entendés? Sofía no entendía nada. Pedía puchos y le ofrecíamos y después fuego y por último se marchaba, dejándonos, a falta de un cigarrillo, un poco más solos.
Fede decía que estudiaba Filosofía porque era poeta. Nadie se lo creía demasiado. Cuando se ponía a describir la mina que más le había sacudido la estantería apenas si aclaraba que era una mina bastante común, con el pelito por acá, y a nosotros nos daba una risa que se lo perdonábamos.
Antes había estudiado periodismo. Y mucho antes ciencias políticas. Eso se lo contaba a quien se lo preguntase, pero yo nunca le creí. En todo caso, lo más seguro es que hubiese pasilleado con la escopeta cargada. A falta de buenos ejemplares, uno siempre acaba por marcharse.
Mi generación lo ha detestado por varias razones. Una de ellas, aunque no la más significativa, es que le gustaba amenazar con matarse. No he pasado por el trance de tener que atender alguno de sus brotes, pero mucho me temo que no le hubiera dado pelota. Los tipos somos así. A lo mejor las minas le dan bola a esas cosas, yo no sé bien, pero a juzgar por lo que ganaba con tan pedorro bla bla, sí que le daban bola.
Una noche embaucó a una coloradita que decía estudiar en La plata. Era tiempo de vacaciones de invierno y los bolichitos estaban llenos de chicas que andaban de paso. Esta era una de esas. No era gran cosa, en realidad, pero el color del pelito da punto bonus. Además, se confesaba fanática de Bramhs. Un tipo de a pie, digamos yo, se enamora. Fede esa noche estaba en otra. No se lo veía muy concentrado en la presa, que por si poca cosa fuera, traía como un apósito a su hermana bebida. No me quejo. La hermana bebida lo primero que hizo fue aferrarse a mí en un abrazo grotesco, no por amor a primera vista sino más bien para no caerse entre los apretujones y el mareo.
Me invitaba a besarla. Bah, casi me lo exigía, y yo no accedía, mitad porque me gusta hacerme rogar, mitad porque era bastante fea en relación a su hermana. Soy fea, me decía al oído, soy fea, gritaba para que todos la escuchen.
La coloradita también le mangaba –sin suerte– besos a Fede. Ya se había confesado despechada. Había otro pibe, algo más chico que nosotros, más apropiado para ella, que también la despreciaba y le había dado por vengarse, pero no mucho.
Creo que nos escapamos de ahí. Cuando nos quisimos dar cuenta, medio boliche nos perseguía por algo que no habíamos hecho.
Pero volviendo a Fede, lo he detestado en razón de su madre, padecida durante dos largos cuatrimestres en la universidad.
Algunos de mis compañeros todavía se acuerdan la tarde aquella en que quiso dejarme en ridículo delante de todos. Ella leía en voz alta algún librito posmoderno de esos que suelen ser modas de un verano y, a propósito de un chascarrillo que quedó a medio camino, me invitó a que dijera algo, ya que tantas ganas tenía de decirlo. Y yo lo dije. No precisamente dije lo que pensaba, lo que, después de todo, era un secreto a compartir con mi compañero de banco sino lo que me creí un conejo sacado de la galera.
Si Nietzsche, dije, tomándome todo el tiempo, postuló en Así habló Zaratustra que el hombre había matado a dios por ese afán de seguirlo a todas partes, en este tiempo de Internet, gps y la mar en coche, ¿no acabaría el hombre por matarse a sí mismo en razón de esa misma omnipresencia?
La clase rompió en gritos que, lejos de apoyar o refutar mi inquietud, tendían a asociar mi discurso al de un borracho de la peor calaña. La vieja apenas reculó y dijo algo que ya no tuvo la menor importancia. En esas aulas, un tipo que lee libros raros es digno del mejor de los desprecios.
Los contadores son así. Ahora me viene a la mente una anécdota que me contó un amigo.
Gente bien y de bien, a poco de comprar una computadora –no la primera ni mucho menos en esa casa–, él tuvo la gran idea de conseguir un protector de pantalla que le gustase a su hermanita menor, uno con cuadros de Dalí. Su padre, contador, y no obstante un buen hombre, según tengo entendido, de esos que son dignos de quedarse a vivir en uno en el mejor de los recuerdos, se sentó alguna vez a la máquina, la encendió, quizás desplegó sobre la mesa los papeles de trabajo y antes de que el gallo cantara por vez tercera salió al pasillo disparado como un rayo y era un solo grito: un jáquer, un jáquer, la máquina está llena de imágenes raras. Mi amigo –que jamás me perdonará que cuente esto que cuento– no se queda con el detalle de el casi analfabetismo digital de su padre. Prefiere, en cambio, recordar y con una sonrisa, a ese buen hombre que veía imágenes raras en los cuadros de Dalí.
Y es así nomás: se puede ser contador e ignorar por entero la existencia de un señor Dalí. No importa. Siempre hay alguien peor y si de profesiones hablamos, no hay ni habrá gente más ignorante que un abogado. Bah, sí, la ignorancia por estos lares cotiza en bolsa; lo letal es el maridaje entre ignorancia y soberbia.
Hace poco, según me cuentan, un abogado se puso a gritar en una oficina pública algo que yo no había oído jamás de los jamases, y eso que soy de parar la oreja incluso cuando no me llaman.
–¡Yo no tengo CUIT, yo soy abogado!
El CUIT (que bien podría decirse en femenino) alude a la clave de identificación tributaria que tienen casi todos los mortales, bah, todos los mortales que tienen ingresos que interesen al fisco, o sea todos los mortales. La frase es sólo equiparable a la celebérrima: ¡No me peguen, soy Giordano!
Alguien toma al abogado por un brazo y lo retira de la sala.
Telón.
A veces pienso que Fede ya es historia, que alguna vez tuvo que llevar su actuación al límite y se le fue la mano, pero eso de revolver mucho en tiempos idos no es cosa mía.
Buenas noches.

8.10.07

Y si Febo asoma

Llueve, pero ya pasará. Entretanto los charcos se ofrecen tentadores, no sé si para mirar el desorden de mi pelo, o la cara recién accidentada de afeitarme o bien para meterme a chapotear como cuando era chico. No sé: tengo ganas de chapotear, pero me esperan en una reunión. La otra vez estuve con alguien que, entre varias otras cosas, me dijo “te portás como un chico”. Sí, todo el tiempo, y el tiempo en que me porto como un chico que se porta bien, diría que es contra natura. Comienzo a sentirme mal. La nuca se vuelve la sede central de los infiernos. Rebusco en algún algo esa palabra que desde hace rato me viene faltando. Soterrado, me digo. Pobre de las cosas soterradas en días como este en que la lluvia sucede y de las cosas que viven en derredor de las ventanas sacudidas a golpes de agua. No quisiera ser tremendista, pero esto tiene toda la pinta de ser el fin del mundo. Afuera hay una alarma desesperada que no deja de sonar y en el tragaluz del techo del baño un repiqueteo perturbador como el silencio de un chino. Intento dormir y no puedo. El insomnio nocturno vaya y pase, pero esto otro amerita interponer un recurso de queja. No sabría ante quién, pero ahora que llueve y espero a que la lluvia de una vez termine de hacer lo suyo, me ocurre pensar en el ministerio de los insomnes. Sería una oficina en penumbras que atendería las 24 horas. ¿Los empleados estarían tan desganados como yo? O, por el contrario, sería como una especie de hospital, que para paliar el constante ingreso de gente maltrecha apelan a médicos rozagantes y enfermeras de buen ver. Eso habría que definirlo de antemano, y ¿saben qué? Eso no se definiría de antemano. Seguro que mandarían al parlamento el proyecto de reforma a la ley de ministerios, y la manga de levantamanos a sueldo despacharía el proyecto antes de que empiece el partido de los pumas, total, después a los infelices involucrados en el nuevo ministerio habrá de tocarles el completo diagrama y puesta en marcha de un engendro incomible, de los tantos que ya hay. Políticas de estado, eso es lo que falta. Un ministerio del insomnio: conducido por insomnes o gente de sueño inmaculado. ¿Y si en vez de poner inmaculado pongo cualquier otra cosa? Pesado, por ejemplo. Ruidoso. Húmedo. Complete el lector a gusto. ¿Lo ven? Esa sola palabra cambiaría todo el destino de las cosas, no así el propósito de este opúsculo, que apenas intenta ilustrar lo jodido que se pone cuando la interna se recalienta. Imagínense ustedes, y les juro que es sólo un momento, que la batalla se libra a brazo partido entre dos facciones. Las huestes del insomnio cien por cien, por un lado, y la horda de los sueños húmedos por otro. Nadie nace de un repollo. Cada habitante del ministerio está, aunque no lo quiera, enrolado en uno de los bandos y ha de defender su posición con uñas, dientes y memorándums de verba encendida. Y cuando la posición habida esté lo suficientemente a resguardo, en la eterna penumbra de los pasillos del ministerio, saldremos a conquistar, con sigilo, un escaque y otro más. La victoria se huele de antemano, como la lluvia en ciernes, pero nadie se duerma en los laureles. Eso es lo único que les pido.

2.10.07

Play for today

Justo ahora que ya han echado lo mejor de sí, me he convertido en devoto seguidor de The Cure. Me gustaría tener una canción que fuese emblemática, idónea para figurar en la banda de sonido de mi vida y por mucho que le doy vueltas no sé con cuál quedarme.
Por suerte son muchas. Alguna vez, quizá ebrio, le dije a alguien que Cure tiene cincuenta grandes canciones, quizá no tantas, pero seguramente no es sencillo contarlas.
Ahora, por ejemplo, en el preciso instante en que escribo esta línea, termina de correr One Hundred Years. Podría decir que se está acabando la eternidad. O mi eternidad se está acabando, porque estos años me hice a la idea de que la eternidad tiene algo pegajoso que viene impregnado en esa canción. Pero ya empezó A forest, ¿el primer hit? No estoy en condiciones de afirmarlo, pero tengo viva la cara pendeja de Roberto, cuando todavía era flaco, y de esto hace muchos años.
Lovesong, Disintegration, Just like heaven, Primary, Charlotte sometimes, High, Push, Boys don´t cry, Cut, Caterpillar, A night like this, Pictures of you, Inbetween days, Lovecats, Letter to Elise.
Todavía me acuerdo del día en que, con mi amigo Horacio, casi sin saber de lo que se trataba, nos metimos en un a disquería a comprar un disco de La cura. Compremos el del viejo, me decía el gallego. El del viejo es, obviamente, The Singles. El tipo de la disquería, como prueba de la buena elección, puso a sonar los primeros acordes de Kiling an arab, y yo era tan tierno que todavía no sabía que ese título era un homenaje a la que, por mucho tiempo, consideré la mejor novela del siglo xx. Después vino Toole, pero eso ya es otro asunto. Y yo era tan tierno que todavía no estaba en condiciones de entender que era ése el último track que nos depararía el punk rock.
El punk ha muerto. Que viva The Cure.
Pero mucho antes de eso, tal vez en el año noventa, fue que escuché por primera vez un disco de The Cure, que en realidad no era un disco, sino un caset regrabado, y ni siquiera era un caset entero, sino apenas una cara, pero bastó para la revelación. Porque me gustó, aunque no entendía bien el por qué. Es posible que al fin ahora lo haya entendido, pero eso ya no importa.
Tiempos berretas, aquellos. La muchachada se castigaba con eso que en la radio llaman rock nacional. Y sí, está bien: Sumo, Charly, Serú, Pescado, pero para cuarenta años eso es más bien poco. Entonces, como no había otra cosa, se escuchaba Los redondos.
The Cure era diferente. Conservaba cierta mística. Los chabones iniciados en The Cure eran muy distintos a nosotros. Ya sé: vestirse de negro, pararse los pelos, todo eso es trivial, pero cuando uno es un jovencito, echa de menos la identidad que no ha tenido tiempo de fabricarse.
Santi tenía todos los discos. Quiero decir: había alguien al que todos conocían como Santi, que decía tener todos los discos. Imposible imaginarse algo así. Hay demasiados discos sueltos. Y lados B. Y grabaciones encontradas. Y bootlegs. Pero la polución es un fenómeno de estos años: antes, creo, y hablo de un pueblo olvidado de la mano de dios y de la de los hombres, tener tres o cuatro buenos discos hubiese sido suficiente para ganarse reputación por el estilo.
Pero a mí, casi en secreto, me gusta Play for today, que toma para sí la peculiaridad de ser la única canción que los fans cantan en los shows. Qué digo cantan, sólo tararean, y no encima de la voz de Roberto, sino de un organito ultrapop. Es vergonzoso. Gente grande diciendo a los gritos oh ooooh ooooh. Ojo, yo también lo hago. A mí también me gusta saberme estúpidamente pop.
Allá los veo venir. De la loma vienen. De todos los sitios vienen, pero yo siempre pensaré que vienen de la loma. Todas las veces el mismo estribillo que no alcanzo a entender. Vienen los gritos oh ooooh ooooh. Son ellos y la marcha; ellos, la estampita; ellos, el bombo.
Pienso que la única razón para vivir es la enfermedad. La médula escupiendo glóbulos blancos que se baten a duelo en cada esquina con los gritos oh ooooh ooooh. Y cada vez son más. Viene bien el Nano que canta: si cuando se abre una flor/ al olor de la flor/ se le olvida la flor.
Mañana me toca a mí.
Yo tarareo mi canción.
Los ingleses abusan de la palabra play y nadie que los reprenda.