Jade May Hoey

1974-2004

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7.2.06

Reloj

El kiosco de Tito me gustaba desde hace mucho tiempo. Lo primero que me atrajo fue la radio Tonomac, ese esperpento que ni en sus versiones más modernas supo adaptar su tamaño. Yo tenía una en mi habitación de adolescente, igualita a la de Tito, con seis bandas, sólo que en aquel tiempo no se había inventado la FM y tenía cinco bandas de onda corta con las que podía pasarme las horas y los días, pujando por sintonizar el español neutro de la emisión latinoamericana de alguna señal exótica. Qué sé yo, hace quince años lo exótico también era el este, pero no Indonesia sino Hungría o la vieja Yugoslavia.
Después me fijé en la mujer de Tito. Era verdaderamente hermosa a sus cuarenta y tantos y de seguro habría sido en sus tiempos mozos una de esas por las que vale la pena darse vuelta y gastar un poco de saliva.
Y por si poco fuera, quince días en el invierno y un par de meses durante el verano, estaba la hija del matrimonio, una pendejita muy delgada, de distantes ojos verdosos y oscuros cabellos que terminaban en rizos, pero no le presté atención sino con el curso de los años. Claro que al principio no me daba cuenta de ese detalle. Prefería detenerme en el gris que avanzaba sobre la cabellera de la mujer de Tito y también sobre su ropa, como si se adentrara en el duelo tibio de un ser más o menos querido.
Como era de esperar, de a poco me fui enamorando del capullito lejano que despuntaba en lo peor de los veranos y de los inviernos, casi tanto como para decir que cortaba mi vida con el cuchillo de sus visitas.
Ya no había videoclub, el kiosco crecía y también la parte de fotocopiado, fotoduplicado y esas malas artes que tanto preocupan a los defensores de los derechos de autor.
La Tonomac seguía firme. A todas las horas entregaba el flash de siempre noticias y un locutor sobreactuaba las crónicas policiales con ese tonito con el que presumen los fascistas y yo, a qué negarlo, me soñaba festejante de una cucuza de la derecha, un bicho desde luego más interesante que los engendros izquierdosos que pululan en la facultad de ciencias sociales, siempre cargados de mugre y el morralito reglamentario.
Recuerdo haber celebrado esos octubres en que la cada vez más vieja esposa de Tito secundaba a un marido musculoso, de esos que salen a correr a rayo del sol a un costado de la ruta, más que nada porque el bronceado que le deparaba la maratón diaria avizoraba la pronta aparición de su retoño, sin duda algo comparable a la aparición en la vista de los marineros de las primeras gaviotas, esas que indican que el continente sigue allí.
Durante esos veranos cada vez más breves, yo compraba cigarrillos a diario, más allá de la maldición que recaía sobre todos los tabáquicos a tenor de los carteles amenazantes que se multiplicaban en el local. Con tal de llamar su atención era capaz de dejarme crecer la barba para un día afeitarla rotundamente, cambiar de dedo mi único anillo, meterme en marcas que apenas conocía, pero nunca nada. Nada de nada.
Será porque cada vez salgo menos, o porque todos los comercios de la calle Belgrano se parecen entre sí que recién hoy me di cuenta de que el número 215 está ocupado por la sociedad de seguros San Cristóbal, la misma a la que cuatro veces al año le doy seis pesos de mi haber con tal de saberme un poco más seguro.
Según ellos, diez mil pesos es lo que valgo. Si me tocase morir mañana, mi padre cobraría esa suma dentro de los treinta días. Pero no es mi escaso valor lo que les reprocho y tampoco estoy seguro de que pueda hacerle un reproche a ellos, al cabo, si hago cuentas, a ese dinero lo ahorraría en unos diez años.
Lo malo es haberme dado cuenta de que ya no tengo el reloj con el que medía los años. Me queda el sol, sí, para medir los días, pero le creo mucho menos a él que a la certeza de aquellos ojos verdosos. Un día no muy lejano será siempre invierno y no habrá luz de sol ni de estrellas, y en qué pensaré yo, sino en las canas de la hija de Tito, más distante cada vez.

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