Jade May Hoey

1974-2004

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28.7.05

Feriado

Nunca había sufrido la desesperación que hoy. Anoche llovió, no torrencialmente pero sí de ese modo paulatino e inexorable que tiene lo divino. Lo supe entre las frazadas o tal vez muy lejos de ellas, en Oniria, pues allí presto me recibió un coro que me arrulló hasta derrumbarme y sentir que el cielo, o algo como lo que en este valle llaman cielo, se me venía encima. El caso es que tal vez me haya dedicado a discutir con los burocrátas de Oniria, sí, no es más que deformación profesional eso de agarrarme a piñas cuando la mano viene cambiada. Bueno, no es que tenga algún mérito como boxeador pero hay que entender que hay gente que se agarra a piñas simplemente porque le gusta, no por la eventualidad de ganar y que lo paseen en andas y lo idolatren. Qué quieren maulas, pongan libros de quejas, o mejor, algo más cool, más acorde con los tiempos, erijan una oficina de defensa al consumidor, que para ofensa es bastante con ustedes. A quién se le ocurre que aquí el cielo pueda ser algo de material sólido y que para más se le venga a uno encima como una montonera de autos que pujan por atropellar al mismo peatón, que antes de que Pedro se entere del tercer canto del gallo, ya se ha echado a gritar como un chancho mientras lo pelan. Tranquilo, varón, no es nada, apenas sueñas, y eso es lo mejor cuanto pueda pasarte porque en vigilia te da por programar el despertador a las 5.50 AM, lo que es decir sólo dos horas después de la bandera a cuadros de una maratón cervezal. Tranquilo, varón, el reloj debe portarse como un automáta, no tú que ahora empezarás a forcejear con el picaporte de una puerta que se niega a abrirse. Es lluvia, la madera se hincha, acuéstate, es lo mejor que puedes hacer en un día feriado.

Efemérides

Hoy hace 140 años que desembarcaron en lo que ahora es Puerto Madryn los colonos galeses. Cabe imaginar a un grupo de familias, preferentemente pobres, virtualmente deportadas y lanzadas precisamente aquí. Sin haberlo vivido puedo dar fe que de que hace nomás 40 años, por aquí no andaba ni el viento. Y cuando ellos llegaron también era tiempo de indios, aunque a este respecto tuvieron algo de fortuna. Los techuelches no conocían todo lo destructivos que pueden ser los blancos cuando se lo proponen (y cuando no también), y les perdonaron la vida. Según me han contado, ya que mi estudio de la historia ha sido siempre moroso y además estos no han sido temas reputados relevantes en las currículas que padecí, Galatts era el nombre del estadista tehuelche que estrechó la diestra de algún Jones o Williams o Pugh. Lo que no fue producto de la fortuna cabe atribuirlo a la cultura del trabajo que trajeron los galeses. En la facultad estudié que ellos organizaron la primera cooperativa argentina, mucho antes de que a nuestros legisladores se les ocurriera meter la cuchara regulando las sociedades en generales y las mutualidades en particular. Con más ingenio que herramientas se la rebuscaron con el riego y le prestaron atención al río Chubut, cosa que no se ha repetido demasiadas veces.
Ayer leía en el dossier que el diario prepara para estas fechas, una bonita nota sobre el idioma galés que me dejó un tanto perplejo. Hay algunas particularidades en la lengua que son por demás simpáticas. Tienen incontables modos de decir que sí o que no, la raíz de una palabra suele ser su final y no el comienzo como estilan los otros idiomas que conozco, pero lo mejor de todo fue comprobar el tratamiento que dan a los adjetivos posesivos. No se dice, por ejemplo, "ese dinero es mío o tuyo o de Mayer" sino "hay dinero conmigo, contigo o con Mayer". Qué buen modo de marcar lo relevante que debe ser la propiedad en la vida de las personas. Por algo prosperaron.
Salute, galeses.

26.7.05

Todos los jueves

Urdir un plan. Todos los jueves, bombas. Todas las bombas, jueves. Cada vez más pequeñas, menos sonoras, aun más sabedoras de que el terror se crea sobre la base de lo no visto, de lo no dicho.
Horacio decía anoche me volvió loco un mosquito y eso sólo me causaba mucha gracia. Nadie sabe cuántos son los mosquitos que te puedan echar a perder una noche y hay que ser un profesional o el dueño de una inextricable obsesión por los mosquitos para llevar la cuenta de cuántos puedan ser los que nazcan y sobrevivan a la noche.
Sí, es la hembra la del chillido, pero a quién le importa. Aunque fueran hermafroditas siempre fastidia más el ruido que la picazón que, llegado el caso, se sobrelleva de un modo bastante sencillo: haciendo de cuenta que no ha pasado nada. Es demasiado estúpido eso, ¿no?. Aceptado. La víctima contempla la erupción, la frota y ésta crece hasta un rojo paroxismo que sólo trae más picor. Es como la violencia: no hay un código de ética que ordene que a una agresión deba responderse con una agresión del mismo tamaño. Hay que causar pánico, redoblar apuestas, mostrarse enérgico incluso al tiempo de atarse los cordones de los zapatos, no sea cosa que los mosquitos espíen y se den cuenta de que somos vulnerables, que nosotros, justo nosotros, que somos grandes, hermosos, la medida del honor y la gloria, a la vez seamos una hoja de otoño librada a su suerte, recipiente de todos los temblores que puedan caber en la palma de una mano que tiembla.
Me pregunto si serán todo lo puntuales que se le pide a una persona civilizada. Me lo pregunto sabiendo que ellos son sujetos menores y que es demasiado probable que ignoren el mecanismo secreto de los relojes y la lógica que nosotros le hemos inventado al tiempo. Tal vez, cuánto lo temo, nos hagan esperar. Tal vez, y lo temo mucho más, los ataques duelan cada vez menos y lo que nos aturda sea el zumbido, ese asqueroso modo que usan para decirnos que están aquí, sedientos.

25.7.05

Para responder con mínimo decoro a las exigencias académicas, volví a escribir a mano, cosa que no hacía desde hace años. Hasta entonces mi caligrafía se presentó con el mismo descuido. Nunca hice analizar mi trazo quizá convencido de que la personalidad esquizoide se manifiesta en rasgos más interesante que el hecho de que no pueda dibujar dos letras iguales.
Al cabo de cada uno de los exámenes me dolían las manos. Usaba una hoja para volcar los resultados de la tormenta de ideas, una un poco más legible en la que daba forma a las respuestas y una tercera en la que asentaba la versión definitiva. No mejoraba demasiado la letra pero el dolor de manos valía como depurador de imperfecciones de estilo, es decir: valía para mí en tanto sujeto obsesivo por decir las cosas aproximadamente bien; resulta claro que los sujetos que me evaluaban contaban con cierta ciencia en su ámbito a la par que desconocían los rudimentos de la gramática y digo eso por no mofarme de las desortografías que las tiene todo el mundo, por supuesto.
El asunto es que me familiaricé con las notas a mano. Me resultan de mucha utilidad cuando no sé a dónde voy, digamos casi siempre, porquen esas notas se dan sus propios énfasis, se compilan y clasifican de acuerdo a esquemas y prioridades que se salen del mero garabato. De otro modo: la comodidad del procesador de textos es de una frigidez conmovedora.
Es lógico que a las notas manuscritas deba prestarles mucha más atención. Por aquello de la personalidad esquizoide no son pocas las ocasiones en que vuelvo al texto y no descifro alguna palabra y la tarea de recreación es de mucho más fastidio que la genésica. Claro que mucho peor resultan los archivos que voy dejando en el disco rígido. Cualquier clasificación que de ellos pueda hacer es vaga e inútil de suerte que podría aseverar que "archivo cerrado" es igual a "archivo olvidado".
Así, un sábado cualquiera, me cebo unos mates y descubro que puedo navegar entre mis olvidos. A dónde habré querido ir el 22 de octubre de 2004 a las 20.15 que dejé esta porquería a la mitad. De nada sirven los nombres; son tan impersonales que no representan nada: rústico, ezeiza, proposición, retorno de musas, gradación del odio. Click y se ordenan por fecha. Ojalá la cronología de los títulos pariese una frase que merezca la pena.

la soberbia de las posdatas

Sueño. Sueño que me voy. Sueño que me voy y que es para siempre. No llevo casi equipaje. Todo lo valioso que pude recoger en estos años no ocupa más que un par de maletas. Hay muchas carpetas, hojas sueltas, libros leídos, libros por leer, libros que no leeré nunca. Podría abandonar esas cosas sin mayor duelo porque lo mejor, la llama presta a incendiar lo inútil, viene conmigo, fiel como Bruno, que es decir como el mal aliento.
De regreso al mundo de los memorándums almidonados pondero la importancia de estas formas menores de la literatura que acumulan su mugre en bilioratos, en expedientes. El formalismo apenas resalta las luchas por el poder, por la guita que es lo único que importa y me siento mitad rata, mitad extranjero. Yo nunca hice un archivo. No soy bueno ordenando, apenas me va bien apagando -cada vez menos, cada vez peor- los fuegos que otros prenden para mi deleite. Si fuera un muchacho prolijo a esta altura ya tendría escogidos aquellos papeles que merecen antologarse, pero no, no tengo nada de eso y sólo en las contadas ocasiones que me da por vaciar los cajones me encuentro con piezas memorables.
Me conmueve haberlo olvidado todo. Me aterra la posibilidad de que haber echado alguna raíz acá. El temor al dolor es peor que el dolor mismo.
Anotamos los expedientes cuando vienen. Volvemos a tomar nota cuando se van. En el medio dejamos una intervención cuya levedad varía conforme lo rancio que pueda ser el trámite. Nuestros memorándums perecen. Algunos nunca fueron firmados, otros padecieron el encono de algún funcionario enlodado que no dudó en arrancarlos, en matar la evidencia. De cuando en cuando se siente una carencia en la yema de los dedos. Tal vez sea la memoria de aquellas notas cercenadas.
Sin embargo hay algo que sobrevive a a todo. No soy bueno para los nombres. Quiero recordar en vano cómo se llaman esos papelitos amarillos con un bordecito adhesivo. Allí se anota lo crucial, lo que no ha de figurar en ninguna actuación oficial que se precie de legítima. Los memos se arrancan, los papelitos amarillos, no, quedan para siempre. Hay el número de teléfono de Mefisto, el apellido de funcionarios innombrables, instrucciones para mal proceder, alertas a las que nadie atendió.
Hay énfasis nacidos de un arrebato. Los violentos marcadores irrumpen al pie de palabras carentes de la violencia que se les pedía. Hay dictámenes técnicos que sobrevivieron a la tentativa de extirparlos, pero lucen en hojas dobladas en dos, en tres. Qué razón habrán tenido para amenazarlos, qué otra para perdonarles la vida. Dobleces y subrayados pueden jactarse de su longevidad. La letra sólo calla.
No nos hacen caso. Siempre pedimos que no se incluyan hojas de fax en los expedientes. En tres o cuatro años esas hojas se borran por completo. Pero los papelitos amarillos quedan. Hemos pedido que los eliminen al cabo del trámite, pero nadie nos hace caso. Llegará el día en que lo único legible sean estas culposas notas al pie, lo que será el triunfo de lo rancio sobre lo formal. Yo no sé si eso está tan mal.

19.7.05

De proximidad y otredades

En la limitada capacidad para el elogio hay una pequeña muestra de el estrecho que puede ser un modo de pensar. Quien quiere llegar a otro con una palabra cordial, gratificante, efectivamente afectiva, se ve la propia hilacha remedando (¿por qué no remendando?) lo que ya dijo alguna vez.
Sos como me gustaría ser si fuera mujer le dije y por esa vez estuvo bien. En la frase se olía algo más que mera cortesía y a la par no significaba la gran cosa. Después de todo, ¿qué significa «si yo fuera mujer»? ¿Se trata sólo de imaginarme con otros órganos genitales? ¿O también de perder en el camino los modales, la memoria, las intuiciones, la cortedad del pensamiento?
En efecto, cada quien tiene para sí un destino y sólo ése, de suerte que amarrar en otro puerto implica aproximadamente ser otro. Y sin temor a empantanarme diré que cada individuo no es otra cosa que el producto de una combinatoria de una cantidad finita (pero desconocida) de factores. La alteración de esos provoca distintos grados de otredad y la amistad es una función que abarca un arco de otredades.
Apartémonos del sendero seudo-matemático para introducir una perspectiva más estrecha que amplíe la mirada.
En materia de escrituras está claro que la amistad se funda sobre relaciones de parentesco, un parentesco que en la mayoría de las veces se entronca con una cualidad que goza de pésima reputación: la envidia.
Un autor envidia de otro un texto, sea por su vocabulario, por el tino en el abordaje, la justeza en el tono, la originalidad de los materiales. Ese tipo ve en el otro un competidor con el que, en acto o en potencia, se disputa el pan y sin embargo prefiere ver en la obra codiciada la refutación de una imposibilidad y en su enemigo, un hermano.
Entonces no hacen falta los reglamentos que preceptúen qué vivencias han de ser las que forjen una amistad. Tal vez la amistad más perfecta ocurra en silencio, sin reuniones ni protocolos, por la sola sospecha de que cuando no tengas lugar en el cuero para otra cicatriz, allí estará ese otro que vos no pudiste ser.

18.7.05

Logística de un cobarde

El escritor está asfixiado. No es esta vez culpa de la falta de dinero: ya está acostumbrado a todas esas cosas. Lo acongojan una cuarteta de ideas, dos nuevas, dos reflotadas, que no podrá trabajar esta tarde. Es que a la par, en la vida material, está harto de ciertos malestares invernales y se ha dispuesto a realizar una serie de reparaciones domésticas de índole menor de esas que sumadas se multiplican y echadas al olvido no hacen sino retornar aún más molestas.


Supone que esta vez el gordito de la ferretería habrá de reconocerlo. Piensa que a falta de mayor predicamento literario, ir un par de veces a un lugar lo convierten en un amigo de la casa. Pero no, en esta ocasión el gordito Ausburger no lo reconoció. Así y todo quisiera registrar el momento. Es la primera vez en su vida que puede recitar de memoria los implementos que necesita. En realidad es vano el plural: apenas se trata de una fichita macho, eso es todo.


[Y pensándolo bien, el escritor es de esos clientes que fastidian a los ferreteros. Si por esas cosas de la vida hay que atender a alguien antes que ellos, se quedan paraditos cerca de la puerta, duros como estatuas. No tienen nada que ver con esos otros clientes que se meten por los pasillos para ver la novedad y al cabo terminban seducidos por pitorros que ni pensaban comprar. El único detalle saludable del que un ferretero de ley nunca hará uso, es la absoluta ignorancia de estos seres. No saben demasiado bien la forma de la mercancía que vienen a buscar, mucha menos idea tienen del precio o de los métodos de uso. Ellos vienen sin saber nada, como si le hicieran el mandado a otro. Pero conviene tratarlos bien. Con un guiño basta para que se sientan un poco más cómodos que en una boutique atendida sólo por mujeres y sigan viniendo, tontos como ovejas.]


Se lo notaba fuera de su pecera a punto tal que casi olvidó la fichita sobre el mostrador, como si hubiese concurrido a la ferretería a que le vendan un saludo que sólo le cobraron. En fin, cada mongui anda suelto que Ausburger no se percató del detalle y siguió atendiendo a un señor mayor que quería un mango para la picota, o para un hacha o para una maza: no terminaba de decidirse.


Y ya en casa hubo de postergar la almorcena de las seis de la tarde. Pueden crujir las tripas pero lo que importa es cumplir con el deber. El tipo sabe bien lo que quiere aunque no tiene mucho con qué conseguirlo. Después de un cuarto de hora de faena inútil se da cuenta de que con un destornillador la vida sería mucho más sencilla. Media hora después ya sentía enrojecer su cara y maldecía el momento en el que se le ocurrió que jamás saludaría a nadie del barrio. Si hubiera entablado amistad con el vecino ya estaría todo arreglado y no haría falta emprenderla contra la fichita saliente con cuchillo, tenedor y cortauñas.


[La casa de un escritor no es un recinto agradable como que tampoco es agradable el tipo en sí. No tiene demasiados amigos así que se las arregla con una cacerola y un juego de cubiertos. A menudo come de parado frente a la cocina porque la mesita que debería usar para comer está atestada de material de trabajo: libros de su bibioteca y ajenos, al menos tres, varias decenas de hojas impresas y unas pocas manuscritas llenas de tachones, los útiles para escribir, una lámpara, un cenicero y una bandejita con caramelos. Naturalmente no hay herramientas de uso hogareño y los niveles de sociabilidad están reducidos al mínimo indispensable.]


Después de una cantidad de cuchilladas que lo catapultan al podio de los asesinos sádicos el escritor da cuenta de la fichita. Al fin comprende porque los países se desangran para derrocar a sus tiranos. Al cabo de la tarea la morfología de la materia tiene poco que ver con el concepto original. Nadie reconocería sus restos en la basura. Sería mejor no pensar que coronar un nuevo rey sea tan costoso como el magnicidio. En efecto, en el forcejeo inicial se escabulle una valiosísima tuerca que va a parar allí donde las telarañas, pero nada amilana a nuestro héroe que se debate en mangas de camisa tratando de que el cablecito celeste se quede en su madriguera lo bastante como para meter al rojo en la suya. Y entra uno y el otro birla el corset y así, y una vez metidos ambos deviene imposible atornillar la carcaza plástica. La superposición de los cables, el menesteroso pelado o la asimetría en la operación madriguera lo ha echado todo a perder.


El escritor maldice, no a la moneda que acaba de desperdiciar, ni al infeliz de su vecino que no se digna a prestarle el destornillador ni al electrodoméstico que descarga su saña en un momento inoportuno ni a la impericia de sus dedos. Maldice en realidad a la cobardía de no haber seguido con las cosas como estaban y haber despachado, en su lugar, un par de textos decentes. A como venimos, desperdiciar un par de horas en una tontería se revela como una forma suntuosa del suicidio.

17.7.05

Hey! Ho! Wilcock!

Uno de los peores vinos que haya tomado en los últimos años es el Carcassone. Entre amigos le llamamos el vino de los ingenieros. Ellos han colaborado en su difusión y el muy turro no se acaba. Encima es de los más baratos, así que cuando me invitan a una reunión nocturna, pongamos por caso la el retorno triunfal de un amigo ingeniero, y tengo que comprar algo para no aparecer con las manos vacías, que queda feo. Entonces hago todo el camino pensando como hago para evitar el Carcassone, y si el tiempo me sobra paso revista a lo que pueda haber en el sector de libros, esta gente vende de todo, y esa mujer con un Wilcock en la mano, me desespero, no vaya a ser el único y sí, hay Wilcocks a patadas, esta gente no sabe lo que vende, ni cuánto lo cobra. Olvidemos el vino de una vez, olvidemos los planes nocturnos, a los muchachos obstinados. Hey!, Ho!, Wilcock!. Soy un sentimental, definitivamente.

14.7.05

De la eficacia

En otros tiempos, en el impiadoso verano del desierto, mi padre me llevaba a trabajar con él. Apenas recuerdo la sal de aquellos sudores, los pantalones llenos de lodo, el vivo color que cobraban nuestras pieles, las picaduras de los bichos que ya no importaban y, principalmente, la vuelta a casa.
Cargados de herramientas, sin ninguna prisa, hacíamos esas diez cuadras y los vecinos nos saludaban, como orgullosos de nosotros. La azada al hombro me remitía con desgano a la canción que hacían cantar a los niños de aquella época: aquí está la bandera idolatrada. Sin embargo, nada más grato que la vuelta, el gusto dulce de la tarea terminada.
Esa es la idea que hice para mí de la eficacia. Nosotros echamos todo, pero el resto estaba en manos de dios. Ojalá no helase en primavera, que no se rompa la bomba de agua, qué bien que nos vendría una lluviecita.
Por cierto: sólo he podido ser eficaz en esos trabajos. Me he apartado de ese camino y de los saludos complacientes de mis vecinos y encaré otra calle, o tal vez debiera poner en lugar de calle otra palabra de pretensión más abarcativa, algo que englobe avenida, bulevar, campo traviesa, arteria (en ambos sentidos), way (en todas las variantes que quedan dentro de esa palabra). Si de ser riguroso se trata, debo agregar que la marcha es a veces negativa: no me muevo de un punto en el mapa y quizá dejo que me devore ese punto.
Ya no sé qué es la eficacia.
Cuando la linterna divina alumbra mi vista en sueños, la veo con la claridad del mediodía y la evoco con una precisión que tengo en claro no me pertenece. Aquí una erupción que ayer no había; este es el hoyuelo de la hora de reír; este es el barrio que no visitan los tranvías. Giro mi ser junto a la almohada y me concentro en el almacén de las dudas. A cada una le coloco un nombre y una numeración. Tabulo, punteo, archivo. Es ella, no hay otra posible.
Ya despierto busco en la caja que guarece a mis papeles del polvo. Busco en la campera dos biromes. La azul escribe, soy yo el que corrige. Me detengo en la frase que es puente de todas las demás y la veo en falsa escuadra. Apelo a mis intuiciones combinatorias, alzo la vista, me muerdo los dedos, estoy cansado. Aquí me ganó la noche, me doy por vencido, que el creador bendiga tu reino y tengas buenos días.
Es bonito a la vista y al oído, pero es una figura distinta de la que yo me propuse pintar. Me siento ligeramente abatido. Es vanagloria recoger los saludos elogiosos. Yo he malogrado otro renglón de la cuenta materiales y no ha nacido ser capaz de consolarme.

13.7.05

confesiones de artesano

Sí, me he convertido en monstruo. No tengo todo el tiempo que quisiera para dedicarme a anotar cosas, ni mucho menos luzco cordial como para hacerme invitar a reuniones para conocer a gente y de esa gente sus historias y hacerme invitar competines que ramifiquen y poden las historias. Para colmo de males trabajo para el Estado, bah, para ser franco le vendo tiempo de presencia, lo que es también decir que me suicido en cuotas mensuales, me amputo la libertad de hacer lo que se me cante por dos mangos con cuarenta y tres céntimos, que por cierto me reducirán en breve. Nada grave, en los mentideros oficiales se habla de un veinte por ciento. Entonces cómo carajo quieren que me ponga. Imaginemos que ahora no hago casi nada y desde el primero de julio en adelante (solo en la burocracia se conoce el término "retroactividad") voy a hacer un veinte por ciento menos. Probablemente le haga competencia a la planta que tienen en el frasco sobre el fichero número 13. Es de risa una oficina sin ventanas, que a la vez es todo vidrio. Quisiera dejar de fumar, pero una de las pocas satisfacciones de la mañana es arrimarme a un huequito en que a veces pega el sol. Es más flaco que yo. Tendrá unos 25 centímetros pero es muy eficiente. En ocasiones mis ojos no soportan la claridad del día. Por ese cacho de vidrio veo pasar una mina de patas largas y se me antoja que pueda ser una mujer atril, yo que solía ser tan lector y ahora apenas duermo. Hay un tipo que se dedica a descalificar a otros escritores llamándoles artesanos. Fulanito es un gran artesano dice y uno le adivina la sonrisita de lado. El lo dirá porque tiene un papá que lo provee de materiales caros. Yo me sitúo del otro lado de la vereda. En el trabajo sobre lo que otros consideran residuo se ve la mano del artista. Deberíamos poder comer guisos hechos de alpargatas viejas y sin embargo echamos de menos la carne de vaca. Iba a decir que también en esas historias se cuelan retazos mal cosidos que tienen algún punto de contacto con la realidad de otras personas. A veces esas personas leen lo que yo escribo y sospechan que les estoy tomando el pelo, que me está fallando la medicación o que estoy enloqueciendo. Tienen razón pero sólo en parte.

12.7.05

Derrotero

A mí todo me da por ráfagas. En las últimas semanas, por dar un ejemplo, me obsesioné con Deleuze. Definitivamente escribe en una lengua de la que no decodifico más que algunos fragmentos que, no obstante su condición, son idóneos para confortarme, para ayudarme a comprender.
En una búsqueda reciente di por primera vez, sin buscarlo, con el rostro de Deleuze y aunque me deleité con sus clases de Spinoza no le había imaginado esa cara de profesor, de viejito sabio pasado a retiro. Inexorablemente recordé a Foucault mordiéndose el largo del revés de su dedo, como quien no entiende o no es capaz de darse a entender; a Bataille con la perfidia hecha ojos, a la levedad del rostro de Barthes, a la bizquedad hacia afuera de Sartre.
Y más acá recordé los ojos de liebre de Aira, el fantasma Macedonio, el perdedor Felisberto, el infeliz Borges (o la risa como un acto de mocedad) y su voz de lágrima reseca, qué otra le sentaría mejor.
Hace mucho tiempo ya, una señorita a la que yo frecuentaba deslizó que yo tenía cara de poeta. De inmediato la desprecié. Las ojeras, me ha dicho un amigo, son por comer mucho salado. Me dio un poco de risa ese saber de vieja gorda, pero en algún punto no es desacertado. No será el estofado pero hay otras saladas razones para andar por la calle con esta cara.
Tal vez allí nazca esa curiosidad de ver el rostro a los recién nacidos. Es la pretensión insoluta de adivinar el gesto que los acompañará por el resto del viaje, develar la historia que aún no se ha escrito, que es igual a reputar vana la intención de forjarse un estilo. No hay otra cosa que esto.

Martes, lo improbable

Los albañiles del lenguaje trabajan parados sobre un andamio de portentosa precariedad. La brega es traducir a palabras lo que ocurre en una dimensión de la que nadie sabe demasiado. Cada quien tiene en ella cuadros que huelen a leche de madre, color de estampidas de balas suspendidas en el aire, melodías de respiración y de asfixia que empalman unas con otras y se superponen y se retroalimentan. Y del otro lado la palabra, su sonido, su significado, en un contraste tan grande como compulsar una única dirección, la del tiempo, con puntos cardinales que se ramifican hasta partes infinitésimas que sólo están al alcance de los que sienten demasiado, los dolientes. Salvar la brecha, avanzar hacia adelante evitando el abajo que ampara al vértigo, primero con pasos seguros en una torpeza que pone en riesgo a toda la construcción; después el cincel, los detalles, nunca llegar y aproximarse. Quién pudiera deslumbrar, quién alumbrar, quién tuviese la cara del creador al alcance de la diestra, quién fuera el dueño de la mano dispuesta a abofetearlo. Quién se atreve.

11.7.05

Una mujer atril

Sabían desde el vamos que no podía funcionar. El amor entre escritores es mentira y quién sabe si no sea mentira que existe eso que llaman amor, no sé bien, pero sí sé de una antesala exquisita en la que conviene demorarse antes de pasar a mayores, pero nomás uno se da cuenta y ya es demasiado tarde para dar un par de pasos atrás. Desde que hemos inventado el tiempo la cosa se da más o menos así.
Belén ha sido su nombre mientras duró y cualquier amante de las dificultades podía verla y darse cuenta en un mismo e indisoluble acto que escribir es lo mismo que perder el tiempo. Todo es en vano. Ponerse el antifaz de seductor, apurar las cuotas de la casita en el barrio Médanos, embaucarla con prometiéndole una buhardilla hecha de libros y colchones, papel y tinta, sudor y semen, todos mezclados.
Tal vez Belén no era Belén cuando decidió aceptar el convite o tal vez no fue ella la que escapó del naufragio. Del amor y de los bares, es fama, hay que escaparse antes de que enciendan las luces, no sea cosa que los ojos desnudos detecten que todo es artificio, el maquillaje comience a correrse y el decorado a descascarse y antes de hacer tiempo para un diagnóstico todo se ha echado a perder. Nadie vuelve a ser el que era y para peor todo guarda la extraña concordancia que se lee en las novelitas que más se venden en la feria.
Las mujeres olvidan y los tipos se encariñan hasta de una camisa que hace agua por todos lados. Siempre es igual porque tal vez nunca han dejado de buscar a la misma muchachita. En la teta de la madre, en el arenero del jardín, en los zaguanes y en los tugurios, todas distintas, todas la misma: esa.
Esa que no espera a nadie en particular en la Marconi al fondo y se deja llevar a una casa que no es la suya con una disposición y una lisura que despeinaría a mi zaino. A lo mejor desplegado el lienzo sobre el lecho, él le separe las piernas y pierda los modales que incorporó a fuerza de castañazos, moje en saliva su dedo, pase la primera página y recite de memoria: Tiene la palabra el enamorado y dice.
Algo bueno está por pasarme.
No sé si es cierto pero me lo he tomado así, como si fuera un mandato religioso y yo, un fiel devoto.
La posibilidad, esta y todas las otras que se me escapan, pende de un hilo muy delgado, pero ¿por qué no creer ciegamente en algo?, ¿de dónde viene la maldita costumbre de inventarme boicots que sólo sirven para postergar lo inevitable?
Sí, de cortar amarras se trata. Hay algunas que son peores que otras. Las hay de treinta años de antigüedad y eso es hacerles frente. Es de cuento pero hay que conocerle el aliento a la muerte para estarse a las grandes ocasiones que nos depara la vida pequeña, la vida rata que nos tocó a los descastados.
Algo bueno está por pasarme y no puede demorar. Cuánto falta para fin de año. Cuánto para la primavera. Es curioso que hayan estado siempre ahí y yo sin llevarles el apunte. También el horizonte nunca se ha movido y sin embargo le di la espalda como si de veras me importase.
Ya me anoté los primeros porotos de este año. Claro, uno se pone en planes y lo que tarda en llevarlos a cabo ya es otro asunto. Y los recursos que consume y las cosas que deja de hacer, pero ahí están los trofeos de guerra de estas batallas de amor propio. Sí, llegué. ¿Es sorprendente? No lo es tanto, aunque sólo yo sepa cuánto es que tira la máquina. Y lo mejor de todo es que tengo los trofeos y tampoco me importan un carajo! Y tampoco me importa tres pelotas hacerle la pera a esas oportunidades de jugar el campeonato de segunda B donde me han convidado, para qué, acaso para que me tomen por uno de ellos. No, señor. No es que no tenga nada que ver con ellos, pero al menos me planteo otras cosas. Está bien, me planteo cosas que por ahí no me dejan actuar, pero hay que resignarse a ser un idiota para ser feliz. Bueno, en tal caso también me importa cincuenta y tres pitos ser feliz.
No, no estoy enojado. Siempre soy así. Algo bueno está por pasarme y no consigo hacerme en la cabeza un boceto aproximado de lo que pueda ser. No es la gloria. Ya lo dije demasiadas veces. Si la gloria no es completa, la desprecio. No me gusta juntarle las migas a nadie, ni ser furgón de cola, ni apóstol. Eso es: entre mis diez palabras favoritas debí anotar "yo" antes que "apóstol" y tal vez un mecanismo inconciente de esos que manejan los hilos del rubor me contuvo.
Se allana el camino. Algo bueno.

9.7.05

Diez palabras

Apóstol
Arrabal
Caterva
Cefalea
Cosmogonía
Fantoche
Itinerario
Martingala
Milonga
Noche

8.7.05

Atlas: los pasajes

A los callejones aquí le llaman pasajes. Es ley no escrita que lleven por nombre el de alguna provincia argentina, aunque exceden largamente el número de veintitrés. A ese número deberíamos restarle cuatro, que corresponde a provincias de alta alcurnia que se han considerado merecedoras de prestarle su patronímico a calles. Según entiendo, se trata de las calles al oeste de Ramón y Cajal, esto es: Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe y Corrientes. Allí los pasajes tienen nombres más vanidosos: Chubut, Patagonia, Cruz del Sur.


Hay que ser valiente para vivir en un pasaje. En la mayoría de los casos son tan estrechos que apenas si cabe un auto estacionado. Ajenos casi por completo al tránsito, hay pasajes -como el San Juan- que albergan sin rubor enormes canteros que sólo riega la lluvia. La lumbre pública también se les niega de modo ostensible de suerte tal que nadie se acerca a ellos.


El pasaje La Rioja, uno de los más céntricos, tiene un par de seudónimos que pueden concitar la atención del desprevenido. Alguna vez se llamó El callejón del gato. Al tiempo de la redacción de este opúsculo nadie ha podido esclarecerme respecto del origen de un nombre tan coloquial. Más pretencioso resulta Pasaje Floridita. No es un secreto para nadie que estas son tierras se poblaron mediante migraciones internas. Quien más, quien menos, todos despreciamos a nuestra casa adoptiva y preferiríamos ser porteños para jactarnos de alguna cosa. Queda claro que los alardes peatonales del pasaje se deben más que nada a la hostilidad que representan para el tránsito de vehículos antes que de un afán de fomento de la cultura peatona.


Hacia el límite este del centro de la ciudad está el pasaje Los Andes. Es notorio que a la hora de su bautismo se habían agotado ya los nombres de provincias argentinas. Tanto es así que a unos cien metros antes está el pasaje Posadas. El que escogió un nombre tan duro fue sin duda un visionario: en los días de lluvia es tarea más sencilla atravesar la cordillera que salir indemne de la violencia de los charcos.


Sólo por un aviso clasificado en un diario pude dar con él, en realidad sólo con su nombre y un teléfono. Eran tiempos más miserables que éste, y despojado de la que había sido mi habitación debía conseguirme un techo antes de que cayera la noche. Una voz femenina me dijo: el pasaje está entre Urquiza y Alem, el departamento entre Italia y España. No pude imaginarme, a tenor del prestigio de las calles circundantes, que un desolado paisaje del medioevo estuviese tan cerca de la Plaza Independencia. Sin embargo conchabé el alquiler a media tarde.


Maldita la hora en que vi ese aviso. Maldita mi pobreza y los apremios. Casi dos meses viví allí. Nunca abrí la ventana que daba al pasaje. Apenas no me privé de espiar cada vez que oía un ruido extraño, que es decir casi todos ya que no andaba ni gente, ni autos ni había perros en cinco cuadras a la redonda. Se da cuenta, me dijo el señor García Barredo, una docena de veces hemos firmado petitorios para que pavimenten esta cuadra de mierda y la municipalidad nada de nada. Mi marido es un infeliz, me dijo poco tiempo después su esposa, siempre le digo que así espanta a los inquilinos. Y ni falta hubiese hecho que me lo diga. El día en que firmé el contrato no terminaba nunca de llover.


Hija de puta, me metiste (pusiste) los cuernos, le oí decir una vez a un joven fuera de sí. Acto seguido le propinó una golpiza feroz a su chica hasta dejarla en el piso. En eso se bajan del patrullero tres formidos agentes del orden. El más bajito antes de darle la voz de alto le encaja un cortito al mentón que lo tira de culo a un charco. Yo espío por una rendija de mi ventana y veo que los otros dos policías lo cortinan. Ya en el piso el interpelado por la cornamenta, comienzan las patadas y desde el suelo se le escuchan unas palabras imperativas en plural. Nadie le hace caso. Terminado el trabajo, se retiran los agentes y yo salgo al pasaje. El polícía líder avisa por radio: incidente menor cesado mediante reconvención verbal, cambio.

7.7.05

Desde hace unos meses la mitad de mi vida transcurre en Londres, de modo que no puedo dejar de imaginarme cómo será una mañana en la que al ruido seco sigan los clamores humanos, los cuerpos mutilados, las miradas llenas del tizne de la muerte. Y tengo tantas ganas de mirar para otro lado, de refugiarme de nuevo en mi ombligo, de ser sólo una gota en el medio de un mar que va y viene y no, no se puede, no hay ningún derecho. Una vez y otra he intentado escribir y de lo único que me sale hablar es de la crueldad de los monstruos que hemos engendrado. Cómo es que podemos acostumbrarnos a que ellos vivan entre nosotros, que le den gusto rancio a la comida y temblor al simple acto de tomar el colectivo que te lleva a trabajar. Ya se han mezclado entre nosotros, algo de nuestras osamentas dicen les pertecene. Es seguro que se prodigarán en cabildeos, en reuniones plagadas de declaraciones de intenciones y languidecerá el torrente que nos mantiene en pie hasta ser una hilacha, un hilo, un recuerdo.
Ante la sequía inspirativa que me asiste, hoy les abro la ventana a un debate interesante que se da en uno de los sitios que más me gustan de internet: el florido byte.

1.7.05

Hoy cumpliría años Jade.
Hoy los cumple Gwyn, mariposa de una sola ala. Vas a volar. Yo sé que sí.

La medida de la amistad

A uno se le hace cuento que puedan juntarse cinco mil camiones ante un paso fronterizo bloqueado por la nieve. Los imagina tomando mate hasta que la yerba diga basta, condenados por tiempo indeterminado a respirar sólo el aire de la cabina, que por cómoda que pueda ser, convertida en sala de espera es un garrón.
Del lado del mar no conocemos mucho la nieve, apenas algo un poco más fino, casi invisible, que no alcanza a acumularse en las cunetas, pero algo incómodo delante de la vista del conductor. Más al sur la nieve es impiadosa. En una hora se juntan treinta centímetros y tener el rodado en pie es cosa de expertos. O de kamikazes.
Ayer por la tarde llegó el llamado de Garayalde. Vuelco fatal decía la radio: un muerto y un herido. Enrique, el dueño del transporte, comenzó a temblar. Iba Tito, compañero de mil batallas; lo acompañaba Rossi, un muchacho que recién entraba, tanto que ni siquiera lo habíamos escrito ante Impositiva.
El desastre estaba consumado. Viéndolo llorar a Enrique, para más con esa furia silenta de la que sólo saben los hombres, supe que si el fallecido era Rossi ya no habría más empresa. Tal vez empeñando la flota completa hacíamos frente a semejante fatalidad. Pero si llegaba a ser Tito quizá no había más Enrique, no así como lo conocimos: crispado, jetón, chiflado, jefe, dueño, la medida de la amistad.
No había modo de enterarse de ningún detalle. Salió la ambulancia desde el puesto sanitario. Volcó la ambulancia. La nieve cortó la ruta. No hay nadie en el destacamento policial. La vieja de la estación de servicio no sabe nada. ¿Qué le decimos a la familia? El otro está complicado, el equipo de frío cayó sobre la cabina. Es un milagro que se haya salvado uno. Será una noche de dedos cruzados. Afuera el cielo es naranja. Llueve. Quién dormiría en una situación así.


Me levanto antes que de costumbre. Salgo sin desayunar. La tropa llora. Fue Tito.