Jade May Hoey

1974-2004

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30.4.07

Once canciones para escuchar al palo

Play for today, The Cure / Life on Mars, David Bowie / Purple Rain, Prince / Give it way, Red Hot Chilli Pepers / King Kong Five, Mano Negra / Poison Heart, Ramones / Highway Star, Deep Purple / Rock and roll, Led Zeppelin / The fly, U2 / Panamá, Van Halen / Journeyman, Iron Maiden

Sobre una idea de oncecanciones.blogspot.com

De la coherencia

Por cierto, el día de hoy es feriado en mi provincia. ¿Por qué? Eso sería bueno preguntárselo a la gente de a pie. Casi nadie sabe la razón de los feriados tradicionales, pueden imaginarse el lamentable resultado de la encuesta que propongo.
A propósito de eso, me acuerdo de mi pueblo, de mis primeros años en el colegio secundario. Eran tiempos de bonanza. Teníamos hasta un canal de televisión propio. Un 20 de junio, feriado, día de la bandera en conmemoración de la muerte de su creador, Manuel Belgrano, un cronista de la tele salió a preguntarle a la gente el por qué del feriado. No recuerdo más que una respuesta. El que hablaba, y esto es lo cómico, tenía el uniforme de Prefectura: "porque siempre fue así". Cerrá y vamos.
Lo nuestro sí tiene razón de ser y no siempre fue así, sino que empezó hace poco. Hace exactamente tres años se cumplía el centenario de una decisión popular sin precedentes: una comunidad (de cuyo nombre no quiero acordarme, emplazada muy cerca de la frontera con Chile, votó en favor de pertenecer a la Argentina. ¡Viva la autodeterminación de los pueblos! (siempre que quieran ser argentinos).
Se suponía que lo que importaba era el centenario y que, por lo tanto, ese feriado no se repetiría en el tiempo. Sin embargo, algún error nunca salvado del legisferante determinó que el feriado cobrase una involuntaria permanencia. Dio la casualidad de que durante los años 2005 y 2006 el 30 de abril fue sábado o domingo. Este año, durante la semana previa, no sin alguna tos de parte de los funcionarios que perpetraron esta patraña, se barajó la posibilidad de derogar aquélla ley. Al final el tema no se trató. Quedaba feo.
Más acá en el tiempo, cuando se discute (bah, nadie discute nada; Argentina reclama) la soberanía de Malvinas, la posición de nuestro estado es irreductible: los kelpers no existen, no pueden decidir. Claro que no pueden: ellos son británicos.

Comienzo y final de una verde mañana

Tema para una ponencia: el origen del nombre de los libros que nos gustan. Pucha. El primero que me viene a la mente es El astillero de Onetti y es bastante claro por qué se llama así. Es más: no podría llamarse de otro modo.
El punto es el siguiente. Hoy me desperté tarde. Creí que era temprano porque por la ventana no entraba más que una hebra de luz. Creo haber sonreído. Pero era tarde y yo tenía cierta necesidad de levantarme temprano para liquidar algunos asuntos, esas cosas que nos da a algunos mortales, que con un feriado a la vista nos da por planear una tarea titánica: hay que recuperar los años perdidos.
Sin embargo tenía algo entre manos que me daba esperanzas. Tenía (tengo todavía) una buena idea. Lo asombroso del caso es que, por primera vez en la vida, tuve antes el título que el corpus. Claro que apenas me puse a buscar la disponibilidad del título (esa mala costumbre que ya tenemos incorporada los que necesitamos un nick para las web que nos gustan, o una casilla de correo, o un blog) encontré que ya lo usó otro. Una calamidad. Un poemario de 28 páginas.
Apenas me reponga del evento, voy a ponerme a escribir. Promesa.

25.4.07

La señorita Roldán/8

Hace ya casi veinte años de la última vez que le pegué a una mujer. Acabo de recordarlo. Esas cosas tiene la mente –o el cuerpo, quién lo sabe– que sin interpelación previa, y tal vez a causa de esa predilección de los hombres por las cifras terminadas en cero, nos encontramos, de improviso, con una escena que tiene ya diez años. O quince. O veinte. O son trece y parecen diez. O son doce y parecen veinte.
Pero de esto sí que hace veinte años y no sólo hoy viene a mí el recuerdo sino que se trata de una visión que me toma por asalto con cierta recurrencia. Me toma, digo, como algunos sueños que ya soñé cientas, miles de veces.
En un tiempo que ya no es me daba por soñar con que andaba por la calle en medias. No lo notaba a mi paso las piedras o las ranuras de las baldosas, tampoco el frío ni la humedad. Sólo me perturbaba la mirada de todos los transeúntes. En el sueño no había sola persona que, a su paso, no se detuviera a mirar mis pies casi descalzos. Así, llegado un punto de la marcha, sentía la multitud de miradas en mí clavarse como dagas que se sucedían las unas a las otras, cada vez más alto, cada vez más profundas, al punto de que yo sabía –por esas cosas de los sueños– que poco venía faltando para que yo quiebre ese estado de cosas con un grito. Y de hecho creo haberme despertado gritando más de una vez, o que al menos estuve tentado de hacerlo, como me pasa cuando retorno de un modo brusco a la vigilia y siento de un modo inexorable caer sobre mí el desamparo.
Otras veces me soñaba en caída libre. Nunca terminaba de caer. Esa era la pesadilla, el hecho de imaginarme planeando por los cielos de los cielos sin sospechar siquiera la inminencia de algo que me detenga. Para esos casos no había modo de escapar. Entonces, ya empapado del sueño, me daba al placer de viajar de todas las formas imaginadas y la condena era precisamente la certeza de nunca agotar las posibilidades que se me abrían, y ante el estupor emergía la tentación de asirme fuertemente a lo primero que se apareciera: las maderas de la cama. Siempre así. Siempre menos una vez, en la que sentí en mis pies, porque en verdad lo sentí, la loza de un techo, y satisfecho por la concreción de mi última hazaña, y en extremo feliz por haber conseguido la panacea, abría como podía los ojos a la oscuridad y me hallaba somnoliento, turbado, con una agitación que entorpecía mi respirar.
Pero esto otro no es un sueño sino la pura realidad de un día, el día en que le pegué a una mujer por última vez. La mujer por entonces no era más que una niña de mi edad. Tenía por nombre Ivon y era la más linda del grado, o por lo menos la que yo hubiese elegido si me daban esa chance. Tenía unos rulos negros estirados y unos ojos que falsamente presagiaban un linaje oriental. A pesar de ser vecinos de banco eran pocas las veces en que charlábamos. Se me ocurre que no teníamos otro tema que no fuera articular la manera de copiarnos en los exámenes y eso era suficiente para que cada quien esté contento con el vecino que le tocaba en suerte. Pero en secreto yo tramaba conversaciones que nunca me salían. A veces, también en sueños, la invitaba a tomar un helado y le contaba que me gustaba, pero ella no me atendía, o atacaba con mayor saña de su lengua la resistencia del helado. Otras me suponía enojado y fantaseaba con la posibilidad de no dejarla que se copie de mí, pero desechaba esa idea cuando me daba cuenta de que tal vez eso perjudicase mis calificaciones. Las cosas en casa no estaban tan bien como para darme esos lujos.
Pero un día, a propósito de no sé qué tontería de niños, me enojé mucho con ella, algo que no me había pasado. Entonces, sin pensarlo demasiado, resolví acercarme a ella y reprochar las cosas que decía o hacía en mi perjuicio. Ya cerca de ella, cuando estaba a una distancia que no excedía del largo de mi brazo, no sé qué fuerzas guiaron el revés de mi mano derecha hasta su mejilla, y de ahí en adelante todo lo previsible. Alguien se enojó conmigo, otro me justificó, un tercero consoló a la mujer ofendida. Yo, simplemente, volví a mis asuntos, pero no pude prestarles demasiada atención. En mí mano todavía no se marchitaban las huellas de mi acto. Y todavía lo espero.
*
siete / seis / cinco / cuatro / tres / dos / uno

23.4.07

Notas sobre mamá

El texto que sigue es viejo. Empecé a trabajarlo urgido por llegar a alguna parte si es que otro no llegaba. El caso es que el otro llegó y yo me quedé con esto, sin saber a quién dárselo. Sólo por ser fiel a la costumbre de todos estos años, lo mando como estaba, sin corregir, a ver qué tal.
***
alguna vez [yo era muy chica, me gustaba la magia, pulía sueños titánicos y jugaba siempre con los mismos chiches] me planté frente a mi madre [una gran mujer, una de esas capaces de decir, así nomás, como quien no quiere la cosa, agarrada a perpetuidad a un escobillón, "yo no sé cómo hay mujeres que se aburren en su casa"] y le dije yo quiero ser artista [yo pensaba, quiero decir en realidad me imaginaba, que artistas eran esas mujeres que contoneaban su figura envueltas en ropa con brillantina a la que la gente aplaudía a rabiar] y mamá [que no pensaba, quiero decir en realidad no se imaginaba, algo muy distinto que yo, no en vano era mi madre] me echaba encima una de esas miradas que mezclaban rabia y ternura [mixtura difícil si las hay, pero ella misma me había inculcado que no había imposibles y en su decir y en haceres como éste, allí estaba la magia, la que a mí me enamoraba] amagaba darme un chirlo [que nunca me dio y cada tanto se lo reclamé, y cada tanto se lo agradecí] pero invariablemente llegaba a mi cara con la palma suave [los dedos gordos, ajados de tiempo y lavandina, las uñas crecidas, con algún resto de esmalte, porque de vez en cuando mamá era coqueta] y no con el revés amenazante [muchas veces me pregunté por qué el revés, por qué la amenaza abortada] con un silencio que no pedía a gritos que lo rompan [a cierta gente se le dan bien los silencios, a gente como mi madre], para decirme, por fin, que algún día hablaríamos de eso [y yo sabía, e incluso hoy nadie me convence de otra cosa, que los algún día son mucho peores que los hoy, mucho más crueles que los mañana, por la sencilla razón de que en su incerteza no son, jamás llegan a ser]
otra vez [yo todavía era chica para algunas cosas, un poco menos que ahora, pero no podría decir con precisión para cuántas menos cosas era chica] le pregunté a mamá [papá siempre fue un ogro, papá siempre prefirió a mi hermano] si podía casarme con Albertito [que era, que sigue siendo, mi hermano y uno de mis mejores amigos] y ella con los ojos grandes [de un negro intenso sobre el blanco cruzado de ríos colorados de cansancio] me preguntaba [antes de que me preguntase algo yo siempre me encogía de hombros] de dónde había sacado eso [por lo visto una ocurrencia malévola por la cual merecería el peor de los castigos] y yo, acaso entre lágrimas [cada vez que he hablado llorando no he dicho otra cosa que la verdad], y no sin algún rodeo [sabía que estaba a las puertas de decir algo que a mamá no iba a gustarle], agachando la mirada, le decía que nos dábamos besos [besos en la boca] como en la televisión [como Jorge Martínez con la cieguita, Grecia Colmenares] y ella con esa paciencia de madre [que yo que no he sido todavía madre no encuentro ofrecida en los avisos clasificados del diario] me decía que no [que no, hijita, cómo se te ocurre], que los hermanos no pueden casarse [y si no podíamos casarnos, no ahora, que éramos sólo un par de niños, más él que yo, no podíamos darnos besos en la boca, con lo sabrosos que eran], vas a tener que buscar fuera de la familia, [¿darme besos en la boca con un extraño? ¡qué barbaridad es esa!], hija querida [y entrecerraba los ojos, como queriendo decirme que eso no lo era todo, pero que algún día, otro, me lo diría].
Y llegó el día [hoy me río a carcajadas cuando lo recuerdo], la mancha roja [qué espanto esa vez, qué espanto siempre] y de nuevo la pregunta [y esperaba esta vez no hubiera dilaciones], y de nuevo la respuesta [mamá estaba muy ocupada, creo que le cosía el ruedo al saco de un viajante de comercio] ah, estás con el asunto [la voz medio apurada, la vista puesta en el saco gris], eso te va a venir todos los meses [como la boleta de la luz, el gas, los impuestos] menos cuando estés con un chico [pero si yo estoy siempre con chicos, en la escuela, en el recreo sobre todo, me estaba enfureciendo], no te aflijas, corazón [qué linda mi mamá cuando me decía corazón, que linda cualquier mamá cuando le dice corazón a su hijo, a su hija], estás creciendo [yo no me daba cuenta, me miraba en el espejo y estaba igualita que ayer].
pobrecita mamá que se fue sonriente [aunque le hayan quedado cosas por hacer, algún ruedo rebelde, no todo el polvillo se deja levantar por el escobillón] con su cara de viejita buena [nunca me dio un chirlo y hoy a gritos se lo estoy pidiendo], pobre pero coqueta [le pintamos las uñas con paciencia], hermosa en sus silencios [hermosa aún en éste, el perpetuo] de mujer sabia [que es decir dueña de las magias]

18.4.07

Así

¿Estás enojado?

¿Estás?

Estás enojado.

Sí, estás enojado.

Me parecía.

Pero ¿porque no me lo dijiste hoy a la mañana?

Sí, antes de irme.

Todo el día haciéndome problemas por vos.

Qué sé yo, cómo estarías, llegué a pensar que te había caído mal comer frito.

Por qué me hablás así.

¿Yo qué te hice?

¿Te enojaste?

Te enojaste.

16.4.07

Destino

Estamos cortando la calle. Esto es Sarmiento y Gales. Un choque. Cambio.
Leo sin pasión un libro, La nueva dirección de proyectos, de un tal J. Davidson Frame. Hay que llamarse J, sí, pero ¿qué me dicen de llamarse Frame? Ha querido el destino que tenga el difuso recuerdo de haber leído otro libro de este autor. Por supuesto: La dirección de proyectos. Nada nuevo bajo el sol. Digamos, por ponerlo simple, que para un iniciado, como creo ser, el libro es apenas rudimentario, pero un transeúnte cualquiera no pescaría una sola palabra. Esas cosas tiene el management.
Una moto roja está apretada entre dos autos, un taxi y un particular. Una de las ruedas ha quedado casi debajo de uno de los coches.
Alguien pregunta cómo han de estar las pizzas que llevaba el pibe del delivery. Hay dos que hoy se quedan de comer. A esta hora deben estar llamando a la rotisería para quejarse de que su pedido no termina de llegar. La rotisería tiene una coartada. No siempre los pibes del delivery chocan y eso es un verdadero milagro.
Sus libros son todos iguales. Tienen bastante de autoayuda, resúmenes, cuadros, variopintos ejemplos de empresas yanquis que tomaron de la pócima y de la noche a la mañana se convirtieron en exitosos modelos dignos de emularse. Nadie escribe sobre los fracasos. Será que ese es el ancho campo de la literatura.
Quiso hacer un fino, dice otro. Alguien quiso hacer un fino, el taxi, la moto o el otro coche. En pocas palabras, la clave es administrar recursos ajenos, tratar de satisfacer al cliente, que nunca sabe muy bien lo que quiere, hacerlo rápido, barato y bonito y, si fuera eso posible, no morir en el intento. Vamos, la vida misma.
La policía le toma declaración a alguien. Me late que, como siempre, el cana está anotando cualquier cosa. Pasa un móvil de los bomberos. Es de otra jurisdicción. Se suma a los curiosos.
La receta cabe en un puñado de frases. Se trata de formarse un criterio económico. Hay poco de todo y con ese poco hay que lograrlo todo. Hay que valerse de dotes políticas. No vale la pena enojarse con el que es más fuerte que uno. Hay que ser dialoguista, tolerante, delinear y realizar pruebas periódicas de cumplimiento de objetivos. Hay que hacer bandera con las conquistas y se deben corregir los desvíos apenas son descubiertos.
Es una moto, dice un viejo. El chasis pelado, vos sos el paragolpes. Mirá dónde quedó el casco, dice, mientras señala la prolija posición de éste sobre el capó de uno de los autos. De la nada aparece el pibe. Sabemos que es él, se está mirando una pierna. Tiene la pierna y puede verla. Eso ya es noticia.
Pienso en los otros, los recursos ajenos, que es como los llama Davidson Frame y me atrae, por decir algo, una señora de perfecta nariz, que empuja un carrito de bebé y un chango con los mandados y no por eso le quita los ojos de encima a una niña, tal vez de cinco años, la misma nariz, sólo que rubia en vez de castaña, y me doy cuenta de lo efímero que todo puede ser, incluso un prejuicio. Decir por ejemplo me gustan las flacas o las coloradas o las odontólogas, y a la vuelta nomás, sin echar mano a ese ideario (prejuiciario), caer redondo ante una cualquiera, por más que tenga sus buenos kilos de más, el cabello castaño desarreglado y ojos de maestra jardinera.
Duro el pavimento, le digo. Duro y rugoso, me aclara él, estirás la mano en la caída y te raspás todo. Yo, la mar de tremendo, le doy mi pálpito: ser motociclista es jugar a la ruleta rusa con las gambas. Es un arma, admite el viejo. Claro, habría que ponerles un bozal, como a los perros. Que en vez de meter ruido hacen caca, le digo, a la par que pego media vuelta y sigo con mis cavilaciones.

13.4.07

Julio

Si saben de alguien que necesite que le incumplan las promesas, pueden contactarme. Con rigor de entomólogo analizaré cada oferta.
Ayer iba por otro capítulo de Palahniuk, pero algo se cruzó en mi camino, y cuando algo se cruza en el camino lo más oportuno es entrarle a la cosa por otro lado y eso hice yo.
Por razones que no vienen al caso, me pareció que anoche era una buena noche para ir de visita a lo de un amigo al que hacía un buen tiempo no veía. Por rutina, cortesía, esas cosas que uno no sabría bien cómo decir, por antojo, porque nunca voy al súper que está camino a su casa, no sé, el caso es que me metí en el centro comercial y dispuse un plan al efecto. Buscaría una botellita de Colón beaujulais (seis mangos con 77/100, un negoción) y echaría un rápido vistazo a los libros que tienen desparramados desde hace tiempo y la gente desprecia. Eso es algo que practico con cierta puntualidad. Siempre están los mismos. Es claro que hay libros que no le interesan a nadie y siguen allí, ajándose al calor de los dedos que los manosean y los lamparones de luz blanca. El caso es que, cada tanto, aparece alguna novedad, y tengo resuelto no dejar ocasión de llevarme un nuevo volumen a mi casa. Me arreglo con poco. Es suficiente con que el libro luzca bien, sea de un autor conocido o tenga un título prometedor. Con los libros baratos soy más bien fácil.
No había nada. Mucho de autoayuda, el cuarteto de Alejandría, la incomible novela Las hernias de Damián Tabarovsky y cosas así. Ya tengo algún volumen del cuarteto, ya leí el libro de Damián, autoayuda no consumo. Franco se abría el camino hacia la caja cuando vi algo que podía interesarme. Una biografía de Cortázar, Cortázar sin barba, de Eduardo Montes-Bradley. Lo compré sin fe. Estaba barato. Pensé que sería útil en mi biblioteca, eficaz compañía de otra bio, una de Arlt, que pide a gritos algo en lo que sostenerse.
En lo de mi amigo no encontré justificación para la adquisición. Pude haber dicho, como hacen las minas, estaba un poco depre, tenía la plata, y viste cómo son las cosas cuando uno anda así: se manda la cagada y sólo se da cuenta bien luego, ya entretenido por alguna otra cosa, ya echando de menos el dinero derrochado.
Volví a casa. No era muy tarde pero debía acostarme. Mi despertador suena a una hora de escándalo, pero las cosas estaban dadas. Había un libro nuevo y media botella de vino, así que me dispuse a buscar elementos para refutar las promesas de la contratapa. No pude parar de leer hasta que se me acabó el vino. Eran las dos y media de la mañana. Mejor irse a la cama.
El libro, no sé si se lo propone, pero desmonta el mito “queríamos tanto a Julio”. No, sí, seguimos queriéndolo, al menos yo siempre he de estarle agradecido. En sus Cuentos completos, el primer tomo, el previo a 1968, es impecable. Eso me basta. Podría extenderme en ejemplos, pero no, eso me basta. Leí tres veces Rayuela. No creo que vuelva a hacerlo, pero pongamos su novelita Los premios. ¿No es el personaje de Paula Lavalle capaz de redimir la comisión del Libro de Manuel? Yo pienso que sí.
Lo que nunca soporté es la actitud militante. Uno puede estar a favor, en contra de Cuba, o lo que le plazca, eso no tiene el menor interés para mí. Lo que me da rabia es la actitud paternalista de darle de comer a la gente manzana rallada, como si toda la vida fueran a tener tres meses de edad, el buscar en eso las razones para el reconocimiento y no en la obra, que aun en decadencia era de buena factura. ¿O alguien puede decir que un cuento como La escuela de noche es un cuento más?
El libro indaga en las oscuras razones que Julio pudo tener para modelar ese personaje. Puede que exagere, eso es cierto. Las teorías conspiracionistas a las que solemos propender no son más que vestigio de inseguridades, malsana envidia que nos queda no sé de qué. Montes-Bradley las alimenta, pero si uno es lo bastante perspicaz como para tomarse la biografía como una novela de intrigas, hay que decir que el resultado es eficaz y, de nuevo, eso basta. A mí me basta.
La posteridad apremia. El ego eclipsa la luz del genio.
Con un poco de imaginación, uno podría verlo a Julito en la contratapa de alguno de los diarios de ahora pontificando deberes seres de tal por cual y enlodado en la cosa espuria de meter dentro de un nombre propio la razón de todas nuestras aflicciones y me da pena, pena de esa caricatura, pena del que supo ser con buenas armas.
Y me hace ruido. Porque, para hacer lo uno, deja de hacer lo otro, lo suyo, lo que los demás necesitamos de él, lo que nos gusta pedirle a los libros. Que nos ayuden a pensar, no que piensen por nosotros, que eso es más bien cosa de tiranos. Soltarnos la mano, que es lo que hace todo buen padre cuando llega la hora, y no un minuto después, porque ya no sería hora y ya no sería bueno ni padre ni mano sino otro de los síntomas de la enfermedad. Esa que se pelea escribiendo. Si él leyera esto, presumo que sabría de qué estoy hablando.

12.4.07

Chuck

Desde que tengo los dedos ocupados en actividades menos placenteras, es poco y nada lo que leo y redondamente nada lo que escribo. No importa. Ya habrá tiempo de hacerlo, me digo, tratando de convencerme de que esto va a pasar muy rápido. En fin, pasa rápido, sólo que si me doy cuenta de la velocidad con que las cosas pasan a mi lado comienzo a sospechar que todo siempre cargó con el mismo frenesí y soy yo el que no se pone a tono.
Al fondo de todo esto, entra un tipo a los gritos. Pregunta cómo va Velez. Me pregunto qué será Velez. Sonrío, suerte que a la gente le gusta mucho el fútbol. Si les quitaran el chiche de la mano (¿o serán ellos los chiches en la mano de otro?) se preocuparían por otros asuntos que mejor es dejar aparte.
Andan matando docentes, me dijeron en la facultad. Nunca me cayó del todo bien el gremio. Si a uno le falta vocación, mejor sería conseguirse alguna otra fuente de ingreso. Pero tampoco es para que a uno lo maten a quemarropa y por la espalda. Claro, eso pasa en Neuquén, que es tierra gobernada por la misma gente desde hace casi medio siglo. La única provincia patagónica verdaderamente pujante es gobernada por un tiranuelo que sueña con ser presidente aunque en Buenos Aires no lo conozca nadie. ¿El mandó a que lo maten a Fuentealba? No, naturalmente, pero pagará varios precios juntos. El ministro/candidato de Educación/a intendente de Buenos Aires, el conflicto docente en Santa Cruz, que era urgente mudar a alguna provincia opositora, no sea cosa que la gente llegue a pensar que nosotros despreciamos a la educación y toda la cosa.
El tipo que pregunta por Velez tiene la voz muy aguda. Una mujer con la voz aguda raya lo insoportable. Un tipo ya es otro cantar.
Pero con tal de salir de la apatía lectora, tomé Fantasmas de Chuck Palahniuk. Lo tengo arriba de la mesita de noche, esperando alguna noche en la que yo tenga ganas de leer. Avizorando que esa noche puede que demore mucho en llegar, agarré un capítulo al azar, el 20, veinte páginas que leí en un cuarto de hora. Malo, francamente. No hace mucho había intentado leerlo desde el principio. Llegué a Tripas y deserté. Qué asco, che, así no se puede.
El tipo que pregunta por Velez se ha quedado charlando. Su conversación es vivaz. Cada tanto eleva el tono para remarcar alguna cosa, y el otro, el que charla con él, que mayormente escucha o interviene con nexos conversacionales, rompe a reír y su risa es todo un estruendo. En otra circunstancia, si fuera lunes, ya me hubiera mandado a mudar de acá, pero se está acabando el jueves y el estruendo de la risa del otro mitiga la voz del tipo que ha preguntado por Velez, la cada vez mayor velocidad de esas palabras que dice y yo no entiendo. El otro ríe más fuerte y el tipo que preguntó por Velez pega un rebaje que da la idea de montaña rusa, acelera en la curva descendente hasta el colmo de lo agudo. Los dedos se me cruzan, ya no sé ni lo que escribo.
Hace poco, un mes o dos, leí Asfixia. Esa sí que es una novela efectiva. Tiene todo lo que tiene que tener una novela para que a mí me guste. Se lee rápido. Por eso mismo uno se va poniendo el freno, repasa capítulos, cierra el libro y se queda repitiendo los estribillos, los piensa cada vez que habla con alguien. Sólo en la tapa Fantasmas es mejor que Asfixia. La gente en el colectivo no sabe quién es Palahniuk pero ven la tapa y se hacen a la idea de que puede ser un Lovecraft. Bah, la mayor parte de la gente vive feliz sin saber quién era Lovecraft.
El arquero de Velez, les oigo decir a aquellos dos, ha salvado el partido.
Las frases cortas acaban por parecerse a los golpes de la llovizna en la frente, esos que no mojan y sin embargo molestan, se los siente ahí, como estiletes; aunque más apropiado se me ocurre que es hablar de lo que los entendidos en el deporte de las bestias (hablo del box) llaman jab. El tipo mantiene al lector a distancia sin mayores consecuencias hasta que zas, ahí fue la piña, y uno no se dio cuenta, acusa recibo, le cuentan hasta ocho, alza los brazos como quien dice “estoy bien”, pero qué va a estar bien uno. Nunca estuvo peor.
¿Qué te debo?, pregunta el de la voz aguda, mi hija, ¿viste qué bonita?, es una mujer, y un alarido porque acaba de entrar otro clientes. Once kilos dice que bajó. Ahora lo llaman el flaco. De a poco los estoy odiando.
Capaz que antes de dormir hago otro capítulo de Fantasmas.

9.4.07

Decir adiós debería ser algo más sencillo

Acaso sea cosa de sabios el tener el don de darse cuenta cuál es el momento más oportuno para irse. De todos lados. De las ciudades que lo han visto a uno crecer, del calor del hogar, del amor más tierno, del texto improbable que no dejamos de soñar y nunca se escribe. Pero tampoco es que la cose sea tan sencilla. Uno se acomoda a la tibieza conseguida y después pone todo el empeño en conservarla.
Palabras, palabras y más palabras. Palabras para explicar que kaputt se acaba, que se nos fue escapando de las manos, que ya no tiene mucho sentido estirar los rodeos. El día doce, que ya viene llegando, expira el plazo por el que fue contratado el host. Un día de estos, más temprano que tarde, y cuando solucionemos algún que otro problema de logística, mudaremos los textos a algún servidor gratuito. Si alguien nos aporta su conocimiento sobre bases de datos, le estaremos muy agradecidos. Entretanto, la despedida.
Nunca es grato despedirse. De nada. Ni siquiera de una enfermedad que le dio entidad, sentido, a un derroche. Un día nos curamos, o nos morimos, que es casi lo mismo, y debemos aprender a convivir con la ausencia de esa musa equívoca que se ha llevado en sus alforjas lo mejor que teníamos para darle: nuestro tiempo, una maldita cosa detrás de la otra.
Siento algo de pena, no puedo evitarlo. Me ocurre pensar, por ejemplo, en una lectora en especial. Pienso que en la que fue mi profesora de historia en el colegio secundario. Era tan linda que todos sabíamos que esa recién llegada al pueblo no tardaría demasiado en conseguirse un novio, un compromiso, tres o cuatro hijos con los mocos colgando, que le crecerían las caderas y un par de anteojos para leer y empezaría a teñirse una vez al mes, pero qué linda era.
Por esos caprichos de la virtualidad un día supe de ella, la contacté y tuve la suerte de que recordase mi nombre. Le canté alguna alabanza a la belleza de aquellos años y a vuelta de correo me enteré de varias cosas. Que tenía una hija quinceañera, por ejemplo, y eso me bastó para creer que la quinceañera era ella, porque a mí el tiempo no me ha pasado. Mi tiempo sigue siendo aquél.
La convidé a leer mi kaputt de los lunes. Me daba un poco de vergüenza decirle que se dé una vueltita por acá. No sé, creo que acá ando de entrecasa, y yo, como un montón de gente que conozco, ando descalzo de un cuarto a otro, y no invierto demasiado tiempo en peinarme. Es así. El día a día es prosa. Allá, al menos eso me gustaba pensar, todo era diferente. No importaba que el texto que publicara no fuera del todo nuevo. El tiempo sabe lo que hace. El tiempo le pone a todo un cierto barniz que le sienta bien.
Ya no va a leerme allá. Eso me da un poco de tristeza. Ella.
Porque si de ser sincero se trata, la he pasado muy bien durante todo este tiempo. Pueden culpar de todo a Massei. El fue dueño del entusiasmo inicial. El me dio el espacio de los lunes. Yo, francamente, no lo quería. Es más. Ya estaba cansado de los blogs y barajaba la posibilidad de terminar con este de una buena vez. Confiaba, y de hecho lo sigo haciendo, en que el deseo de escribir se impondría por su propio peso, con lo que este medio dejaba de ser importante. Pero estábamos en La academia, es posible que tuviéramos nuestros vasos llenos de alguna bebida con burbujas, y estaba Balduccio, que no se tomó en serio mi negativa y me encontré sin coartada. Viajaría un sábado, llegaría el domingo a la tarde. Era tiempo suficiente para escribir un par de carillas para publicar el lunes. El lunes al mediodía.
Pensé en Bolaño, en los hijos de Bolaño, y escribí un texto que se llamó Lecciones de vértigo. Era un texto breve pero muy sentido. Recuerdo que se lo di a leer a una amiga, que me sugirió un par de correcciones. Estaba contenta, a Roberto le hubiera gustado, me dijo.
No sé si era para tanto, pero a mí, por un par de días, que es lo que me dura el entusiasmo, el texto me gustó.
Después vinieron otros. Siempre hubo altos y bajos, claro, pero la sola idea de quitar el yo era seductora. Alguna vez había que decir nosotros y eso estaba bien.
Si no fuera por las alteraciones que provoca a mi vida mudarme de huso horario, un sábado a la noche nos hubiéramos juntado todos los kaputt. Por increíble que parezca, nunca hemos estado todos juntos. A la gente le da por vivir en sitios por demás remotos, digo desde mi buhardilla patagónica, donde siempre es invierno.
Me daba cierto escozor ocupar el sitio en el que había firmado Freidemberg, ya lo dije alguna vez. A Balduccio no le gusta Pink Floyd. Massei no quiso regalarme su saco. A Piro le gusta Begnini. Genovese no había leido a Baudrillard. Paula toma champagne. Daniela tiene alas. Acteón es el comentarista que todo blog que se precie merecería tener.
Genovese, el más kaputt de todos, me habló de Charlie Feiling y de sus recuerdos del dique Ameghino. Balduccio tenía una amiga bajita, un ángel que fumaba Parisiennes. Piro evangelizaba no sé qué trago que aparejaba el vómito. Massei me llevó a la casa de Nielsen. Nielsen me regaló Auschwitz. Paula me invitó a comer y no comió. Acteón se preguntaba si los bloggers escamotean pero un día confesó que “había leido metros de Mayer”. Compré Hecho en Buenos Aires, quité mi pocillo del alcance de una gota de lluvia, me abracé a Daniela.
Supe de la tarea del editor. Perseguí textos, los corregí. Busqué títulos. Comprobé la maravilla de tener un sitio donde publicar con amigos.
Duramos un par de años. No estuvo mal.

3.4.07

2 de abril

Hay demasiadas cosas de mi infancia que me gustaría recordar. Recordarlas con exactitud y no instalarme en la duda de si una cosa sucedió o no. No tendría a quién preguntarle, de todos modos. Y si lo hubiera, no estoy seguro de que me interese conocer la verdad por boca de otro. Creo que a nadie le interesa que le cuente qué hizo o dejó de hacer. Sólo el convaleciente de una noche de borrachera. Y no en todos los casos.
Del mismo modo, por una ley no escrita que todo lo compensa, como en pos de un equilibrio universal a costa mía, hay muchas otras cosas que recuerdo y preferiría no. Algunas escenas de la vida familiar, los gusanos de la pobreza cimiento de la estructura, los tantos domingos en la iglesia, el día en que algunos amigos dejaron de serlo, los tanques por la ruta, nuestras manitos niñas que los saludaban a su paso, las voces que imitaban el ruido de los Pucará, la honda emoción que nos provocaba la marchita, el bendito redoblante que la quebraba en dos.
Y los apagones, aunque a mí no me pasaba por la cabeza que el deber de apagar las luces a las siete de la tarde tuviera algo que ver con la guerra. Los apagones no me daban temor ni mucho menos. Al cabo, a los pocos días, papá decidió que no tenía mucho sentido el apagar las luces, que bastaría con poner frazadas en las ventanas y ya. Era otoño. Puede que a la hora de acostarnos las mismas frazadas volviesen a su sitio habitual. No lo sé.
Sólo el paso del tiempo me informó que los apagones eran para evitar bombardeos. Sólo mucho tiempo después supe que mi pueblo no podría jamás haber sido un objetivo militar. Era poco en comparación a otros puertos, a otros puertos que incluso estaban más a mano. Y desde no hace mucho me asusta la mera posibilidad de que les diera por invadirnos. Nunca tuvimos con qué defendernos. Nunca habrían tropas ni armamentos para proteger tan enorme territorio.
Basta hacer un viaje desde la costa hasta la precordillera para darse cuenta de la inmensidad de este templo inhabitado. Bastaría para darse cuenta que las islas Malvinas siempre han sido un capricho. Y los caprichos no saben de razones. Mucho menos si al frente de las cosas del estado se encuentra un demagogo, un demagogo que hace juego con un pueblo pusilánime. Me refiero a ese año, no a éste. Aunque.
Ayer tuve ganas de enamorarme de una chica de veintiséis. Por qué veintiséis, me preguntaba mientras trataba de llamar al sueño. Trece por dos, me respondía. No, no es eso. Y si no es eso, qué se supone que sea. Una chica de veintiséis, por más que hubiese crecido a la vera de la ruta por la que marchaban los tanques, no tendría memoria de eso.
Quizá fuera como mi hermano, que hace algunos años, mostrándome una página de su libro de la escuela, señalaba un punto del mapa. Estas son las Malvinas, decía, suficiente, acá hubo una guerra. Hace mucho, en los tiempos del Cabildo.