Jade May Hoey

1974-2004

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27.4.05

Miastenia Gravis

UNO
Algún día de mi temprana infancia me enfrenté con la satisfacción del pediatra que me atendía. Con letra ilegible había hecho una pequeña volanta en la parte superior de la primera hoja de su recetario. Entre signos de interrogación, casi como quien sobra el percance, había escrito el nombre de mi presunta enfermedad. A dios gracias, en aquella época no había internet, lo cual me dio un par de meses de tranquilidad hasta que supe que Onassis había muerto de eso. Convencido de mi temprana partida, no dudé de asombrarme de los extraños síntomas: por la mañanas era un pibe como casi todos, pero el decurso del día me sumía en un lento e interminable apagarme. Por las tardes, ya sin fuerzas, mi madre me recogía del patio junto a la pelota y el resto de mis bártulos, con algún trabajo me quitaba zapatos y ropa, y me echaba sobre la cama. Claro que yo no estaba enfermo de miastenia gravis sino que había incorporado a mi vida los síntomas que me habían contado y trataba de fatigarme hasta el límite. Convencido de que sólo los felices mueren jóvenes, por la mañana traía las mejores notas de la escuela y durante el resto del estampaba los goles más improbables ante el asombro de los pibes de la cuadra. Estaba, sin duda, enfermo, pero ni el paso de los años alumbró una respuesta.


DOS
El tiempo me ha hecho un tipo sin fe. Puedo jactarme de no pisar consultorios médicos ni iglesias durante años, salvo que la desgracia de algún pariente me obligue, pero mi enfermedad sigue conmigo, muerta de risa. Sé que me voy a morir de viejo como es ley entre los de mi estirpe y esa impunidad me sirve como mantel. Con ella cubro la mesa antes de servirme los más variados vicios. No haré un catálogo de ellos porque en esta ocasión voy a referirme al juego.
No soy un jugador compulsivo, nada de eso, pero el gobierno de la provincia ha tenido la gentileza de inaugurar un enorme casino frente a mi casa. No digo en las tardes, porque el sol lo disimula bastante, pero por las noches, las luces de la marquesina se convierten en un anzuelo inevitable para mí. Usualmente llevo poca plata encima. Soy un negrito pobre y más de una vez he comido arroz durante dos semanas seguidas por haberme quedado pelado, pero ya aprendí. Ahora tomo la precaución de llevar el dinero suficiente para comprar un par de fichas rojas de ruleta, con un poco de suerte eso me alcanza para tirar toda la noche, y sino mala leche, a tomar un traguito y volver a casa, fingiendo orgullo al saludar al guardia que custodia la puerta de salida.


TRES
Hoy pretendí no entrar pero el anzuelo fue otro. En el estacionamiento vi el flamante auto de mi jefe. Fue como si me empujaran a jugar mi par de fichas. DQP 014, irresistible. No está de más apuntar que mi jefe es uno de esos recién llegados que salieron de perdedores con la llegada del progresismo al poder. Si hasta se ha dado el lujo de comprarse un Renault Mégane, como todo le corresponde a cualquier funcionario de su alcurnia.
De antemano sabía que el catorce habría de salvarme la noche; lo azaroso era saber a cuál de mis compañeras había escogido el líder para su velada. Ese fue mi mayor impulso. Pagué los tres pesos de la entrada y me arrimé a mi ruleta predilecta. Del otro lado del paño estaba él, que me saludó con una ligera inclinación de cabeza. No tuve igual suerte con su acompañante, que se notaba un poco abochornada por mi irrupción.


CUATRO
Esta mesa, este paño, han sido los de mis mejores noches aquí, noches modestas, pero lo suficientemente generosas para comprarme un traje decente y un sombrero, toda una extravagancia en puebluchos como éste. Pero este verde sería tan despreciable como cualquiera otro si no fuera por la presencia de las manos de la croupier más bonita del casino. Analía se llama, según he oído por ahí. Me enloquece la displicencia con la que barre la mesa y la precisión con la que apila, casi sin mirar, pilas de fichas, azules, verdes, rojas y amarillas. Quienes vamos a su mesa nos sabemos su juguete. Ella canturreando alguna canción de los insoportables Credence Clearwater Revival nos despojará de todo nuestro haber, pero es tan lindo mirarla ceñida dentro de ese mezquino pantalón, que nos decimos que es sólo una mano más.
Analía tardó exactos cincuenta y dos minutos para destrozar la billetera y el amor propio de mi jefe. Hay que verlo, eh, no cualquiera tiene su capacidad para mudar el gesto desde el saludo mundano, casi despreciativo para mí, a esa hocico de perro mojado que con los ojos reclama abrigo. Yo lo conozco algo, no digamos mucho, y sé de sus ínfulas de comienzos de mes, cuando su cuenta bancaria rebosa de billetes y también de la palidez que lo asalta cuando el mes lo ahorca, ahí le vuelven los buenos modos y es casi un buen muchacho. Lo que es yo, digamos que perdí mis dos fichas a manos del cero, pero qué me importa: mañana será un gran día.

24.4.05

Nabokov sabía que las mujeres (la literatura, al cabo) son cosas de momento. Eso al menos me pareció a mí, pero para el que no esté contento conmigo, con mi blog, e inclusive con el propio Nabokov, Lucrecio nos regala una nueva respiración de su blog, buena ocasión para leerlo de punta a punta. ¿O no?

22.4.05

una mujer saxofón

Tenía plata y una agenda con media docena de números de teléfono para tentar suerte, todas mujeres, a cual más hospitalaria, pero no, ya me sentía derrotado. Ya en el aeropuerto, como quien tienta a la suerte, me senté al lado de un teléfono. No llamaría. Me pararía en ese mismo instante, buscaría la ventanilla de Aerolíneas y confirmaría mi pasaje para las seis. Sólo sentado en el muelle y con el cuello enlazado a una piedra me hubiera sentido más a salvo. Para el después elegí un banco cómodo sin reparar en la rubia que tenía a mi lado. Hubiera jurado que era pariente de una pareja de ancianos, al menos los trataba con una jovialidad que no se conoce en lugares así. Pero apenas llegué yo la dejaron hablando sola.
Para no pasar por loca, o quizá porque lo estaba, siguió hablando como si yo le prestase atención, y de hecho empecé a hacerlo apenas sospeché que esa mujer no estaba bien.
No tardó en comentarme que si estaba ahí era sólo por no llevarle la contra su marido, que ella no era mujer de subiese a aviones así como así, pero te imaginás, la única manera de llegar a Zapala es ésta, te juro que yo muero por tomarme el colectivo de mañana, pero mi marido me mata si no llego a estar hoy.
Un caballero no hace preguntas, y yo fingía serlo en esta ocasión, de modo que no tardé en comprobar que el saquito negro terminaba en unas suaves manos blancas, con delicados dedos de uñas rojizas y alarde de matrimonio potentado. En tren de erigir complicidades le ofrecí un cigarrillo que aceptó temblando y un guardia demasiado amable nos confinó a la penitenciaría de los fumadores, un pequeño rincón que daba a la avenida.
Verla de pie, como una lámina desplegada, me obligó a decirle mi nombre. Yo no podía decirle a Liliana, no era lo correcto, que me causaba la misma impresión que contemplar un saxofón. El brillo exacto, la curva y el detalle para dar todas las notas y yo sin saber por qué lado tomarlo para arrancarle un sonido.
Nos juntamos como partículas de humo. Aplacamos ansiedades como cóncavo y convexo. Yo hablé largamente de la vulgaridad del amor y la santidad de los amantes y ella probablemente no oyó nada más que el arrullo que otras puertas le vedaban.
Cuando volví a estar dentro de mi piel los altavoces llamaban a alguien. Jorge Mayer, puerta seis, último aviso. Ya es hora, le dije. Nos abrazamos con premura y en el abrazo dejé de sentir la tibieza del saquito negro y entreví el ruido de las sirenas, el pegamento en los huesos, los puntos de sutura en todo el mapa.

21.4.05

Sala de lectura

El día que empezaron a poner bombas en la universidad casi no me doy cuenta. Estaba sentado en la mesa grande de la sala de lectura. Enfrente estaba una chica preciosa que se cortaba el pelo cortito, a la moda. A mí, que no soy afecto precisamente a que las mujeres invadan los terrenos masculinos, me introdujo en el fangoso terreno de la duda que no lleva a ninguna parte. ¿Acaso no era deliciosa ver la integralidad de su cara sin los molestos eclipses de la capilaridad en los márgenes? Si en su gesto casi podía adivinarla atravesando uno de esos párrafos ilegibles de Weber, y comprendía que alternaba treguas al perder la vista en el horizonte y de nuevo vamos a la carga hasta y de nuevo apretar el labio inferior entre los dientes y decirse para adentro que a lo mejor sería más fácil diez páginas más adelante. Me daba pena ella, pobrecita, lidiando contra uno de los escribas del régimen pero más pena me daba yo, que hacía demasiado que había abandonado mis esfuerzos por domar al álgebra lineal. De a ratos todo esfuerzo se muestra a sí mismo como una pieza vana del rompecabezas celestial. Y mi cabeza ya estaba rota. Eso era más que notorio, porque a la par que mis manos intentaban una nueva y mágica solución a los sistemas de ecuaciones con múltiples variables, yo lo único que verdaderamente deseaba saber es por qué diablos estaba sentado ahí y no jugando un truquito con los muchachos, a ver quién se dignaba a lavar los platos sucios que ya llevaban casi una semana a la espera de nuestra decisión. Pero ya estaba ahí y tampoco era de mucha utilidad quitarme los lentes, acomodarme el pelo con la mano, volver a mirarla intentando hacer pie en sus arenas movedizas, por que aunque fuésemos los únicos habitantes de ese magno espacio la palabra nos estaba prohibida. El silencio ha de ser la norma infranqueable en toda sala de lectura que se digne de tal. Decidí salir de ahí. Se me ocurrió que lo mejor fuera ir a pedir un libro de los que nunca osaría comprarme, algo de la alta literatura que estudiaban sólo unos pocos elegidos. Pensé en Thomas Mann. Recogí mis lentes y junté mis apuntes. En eso oí el trueno cerca de la ventana. A ella se le cayó el lápiz de las manos. Por un momento nos miramos, pero nos quedamos con el consuelo de volver a nuestras cosas.

18.4.05

Es oportuno que dé una excusa adecuada para el momentáneo cese de mi actividad pública (uno siempre está escribiendo aún cuando no escribe). Pasa que estoy abocado a varios proyectos a la vez, uno de los cuales me está consumiendo todas las energías que tengo a mi disposición. En efecto, yazgo en mi lecho, de cabo a rabo resfriado. Y el menos imaginativo de ustedes quizá desconfíe de la ausencia de mocos. A él le obsequio mis lágrimas cada vez que toso y el espinazo amaga perforar las paredes de la caja pectoral. En fin, ya pasará. Descansen de mí, sean felices.

13.4.05

tres cruces negras

…y un día llegó el día. Yo lo estaba esperando. Durante los últimos tres meses sólo había ido un par de veces a trabajar en horario. Lo hice casi a hurtadillas, a ver si encontraba a los otros hablando mal de mí, pero nada, ni siquiera alguien que me echara de menos. El resto de los días iba tarde, no demasiado, entre treinta y cuarenta minutos tarde, lo suficiente como para hacer ostensible mi intención de molestar. Lo malo era que nadie se molestaba.
En ocasiones iba al baño sin ganas. Quería cruzarme en los pasillos con alguien que me saludara. Yo no pretendía nada demasiado efusivo. Con un buenos días me hubiera dado por satisfecho. ¿Puede uno acostumbrarse a tanto?
Pero el día llegó. No me despidieron. Simplemente no me renovaron el contrato. Sospeché que se trataría de algún olvido. Hasta ese momento nadie se había quejado de mi baja prestación laboral. En el calificativo lo pongo yo. Nadie podía decírmelo. Al cabo era nada lo que hacía.
A la mañana siguiente fui a quejarme. Me anuncié en la recepción. La empleada no me dio mucha bola. Estaba pintándose las uñas. Insistí. Logré mi objetivo. Me atendió el Adscripto General. Juró que no me recordaba, pero a la vez me dijo que estaba interesado en mis servicios, que le dejara un curriculum, que él me propondría al directorio y que si tenía alguna tarjeta, algún teléfono donde ubicarme, que sólo era cuestión de días, la burocracia, sabe, la tarea de refundación que nos proponemos se encuentra con no pocos obstáculos, pero el recurso humano es lo mejor que tiene cualquier organización, incluso ésta. En fin, le hizo una seña a la secretaria, que me tomó del brazo y me acompañó a la puerta.
Nunca me llamaron.
Entré en la más profunda de las depresiones. Estaba ya harto de ejercer la mendicidad. Nunca he sido lo suficientemente sociable como para extenderle la mano a cualquiera. Además, por si no bastara con la amargura de la gente, está la competencia. Se nota que algunos han ejercido toda la vida y si hay algo que no se adquiere en ningún lado eso es la experiencia. De todos modos, si se pudiera comprar más angustiante hubiera resultado no tener con qué.
Con el tiempo comencé a apreciar la enorme belleza de vivir por las calles. No estaba del todo mal aquello de dormir cada noche en una cama distinta, sólo que algunas noches el frío no daba mucho lugar para dulces sueños y el día era demasiado corto como para echarse una siestita al sol.
La tarde que lo conocí al turco ya era primavera. Pasar ese agosto fue un mensaje del altísimo: yo viviría una larga vida. Era joven. Tenía un largo camino por recorrer, pero no estaba esclarecido respecto del cómo. Conocerlo a él también me cambió la vida. Entre los de mi clase, él era distinto. Era demasiado generoso para ser tan pobre. No tardó en enseñarme un par de casas que él había tomado como suyas. Las dos tenían jardín y tachos de basura llenos de buena comida. Para más él tenía mujer.
Yo hacía mucho ya que no tocaba a una, pero algo me retenía. Era la mujer del único tipo que había sido bueno conmigo. Sin embargo supongo que mis ojos dicen la verdad más a menudo que yo mismo, al menos una verdad de la que ella se dio cuenta bastante rápido. La primera vez fue una noche de luna llena sobre el pastito. Ni siquiera nos importó demasiado que todo estuviera recién regado y que nos llenásemos de barro hasta las orejas.
La lujuria es como el talento, Mayer -me dijo ella una vez-. No puede ocultarse. Jamás me habían dicho algo tan extraordinario, pero nunca creí demasiado en mí y preferí echarle la culpa a los hedores del amor. Quizá ella fuera como yo, que digo cualquier cosa cuando me emborracho.
Nos escapamos del turco y dejamos de vivir pidiendo o, para mejor decir, empezamos a pedir por las malas. Uno puede ser todo lo manso que un perro cuando está bien comido, pero también puede cebarse y yo ya estaba cebado. Por darle de comer a mi mujer no me tembló el pulso a la hora de asaltar a un par de viejitas. El botín fue magro, pero fue el primero, y me acordé de las sabias palabras de mi viejo: los pesos se cuentan de a uno.
Ya estábamos prevenidos. Había que vivir en estado de fuga, pero con la panza llena fue todo más fácil. Incluso, con la economía ya estabilizada pude comprarme un revólver, y después un impermeable, y después un coche e incluso gané cierta fama.
Un día me apresaron y ese fue el mejor día de todos. Tuve un abogado. Le caí simpático, ahora que era un rufián ya podía darme el lujo de ser un seductor. No sólo me sacó sino que me dio un par de trabajitos sencillos. Un día le pegué un susto a un juez, otro día le prendí fuego al auto del intendente. Cobré un buen dinero y para peor a mi patrón la vida también le sonreía. Cuando alcanzó un escaño en el parlamento yo toqué el cielo con las manos. Ya me vestía bien y pronto me empezaron a tocar buenos negocios. Ya no era yo el que tenía que poner el pellejo y era tan dulce.
Había dejado a mi mujer. Nunca creí que el amor fuera para toda la vida. De hecho la pasé muy bien mientras duró, pero ahora yo era otro tipo. Después me dio un poco de culpa, no lo niego, en particular cuando mi nueva mujer se preocupó por ciertos desequilibrios que yo tenía en mi nueva vida y me mandó a una bruja.
La bruja vivía en uno de esos barrios que yo había frecuentado cuando era pobre y aunque quería desprenderme de esa época todo esfuerzo resultaba vano. Me pareció mentira que me hablara con toda soltura de lo que yo había sido. Por eso mismo me inquietó cuando me dijo que veía tres cruces negras en mi futuro, tres cruces en el mes de agosto. Era abril. Estaba al borde la muerte y recién empezaba a saborear las mieles que se me habían negado durante tanto tiempo.
La bruja no me dijo cómo sería y no quise volver para preguntarle. Tal vez un accidente de autos, un resbalón en la bañera, un ajuste de cuentas o la mujer del turco. Todo era mucho peor de lo que pude haber pensado. He vivido aterrorizado. Puse el colchón en el piso para no caerme de la cama, salí a la calle sólo cuando tuve la imperiosa necesidad de hacerlo. Me deshice de mi perro, de la escopeta, de mi mujer. He dejado de leer el diario por temor a ver mi nombre en las necrológicas.
Hoy es 31 de agosto y faltan un par horas para la medianoche. Tengo una botella de whisky escocés y estoy tiritando. Una inmensa nube ha ocultado la luna.

12.4.05

de empachos y derroches

La curandera de la cuadra se llamaba, se seguirá llamando me temo, Norma. Era bastante alta para lo que se suele ver en los barrios pobres y tenía unas tetas desmesuradas al punto de que mi inteligencia de niño no podía resolver el enigma: cómo sería aquella mujer envuelta en perifollos de juventud. No hacía gran cosa. Nada más curaba el empacho, enigma insondable para los médicos y perpetua preocupación de las madres.
A diferencia de la vieja Pérez, ella no tiraba del cuero de la espalda hasta arrancar el ruido que todo lo cura. Menos mal. Eso dolía sólo de verlo. Y un poco más lejos estaba el viejito Rodríguez, que untaba la frente con el agua que tenía en un vaso muy chiquito y profería unas oraciones que yo oía extrañado, como si las pronunciara un ucraniano. Definitivamente lo de Norma era mucho más aséptico pero aún menos lógico que los anteriores. En este caso no había intervención física ni referencia divina sino meramente una cinta que extendía entre ella y el enfermo, e iba recogiendo, acortando el tramo de separación cada vez, siempre cambiando la referencia en el cuerpo doliente.
Sin saber lo que era la fe, cuando me pasaba algo y mi vieja me convidaba con buenos modos a ir a verla, yo me negaba rotundamente. Yo no creo en ella, qué me va a hacer, decía yo, sin saber que ponía a mi madre en un brete insoluble. Y pobrecita acababa por darme la razón, supongo porque en una familia patriarcal como la mía, yo era el legítimo aspirante al trono y era casi una impertinencia llevarme la contra.
Sin embargo, algo aprendí de ella. Los dones vienen de otra parte. Es infame hacer uso de ellos por el mero interés de un lucro, mediato o inmediato. No importa que tal don forme parte de la imaginería. Apenas si hay la satisfacción de hacer algo, ni más ni menos que lo que los otros, la única imagen divina que tenemos a mano, han creído que es oportuno encomendarnos.
Por eso los derroches.

la trama y la marea

A ciertos llamados del destino conviene darles pelota.
Ayer y todos los días anteriores mis divagues internos no salían del por qué, por qué, por qué. Eso no debería causarme el menor asombro. Acostumbrado que estoy a hacerle frente a los sacudones imaginarios casi tanto como a los reales, de algún modo me acomodé a ese deleite absurdo de preferir algunas palabras más que otras, ya no por lo que quieren decir tanto como por el modo en que suenan. Un por qué es mucho mejor que un porque. Y no me pregunten ni por las causas ni por las contingencias que puedan derivarse de ese descubrimiento. Algunas cosas simplemente suceden.
*
Todas las buenas historias ya fueron escritas; quedan estas otras, un poco atadas con alambre, atadas a un presente que se siente mejor en una tapera de mala muerte, después de todo qué otra cosa de él que no sea su perpetuo estado de fuga. A punto de dejar la historia a un costado le encuentro un poco de valor. Los actores que la inspiraron, al menos hasta donde yo sé, estando haciendo noche y lo estarán por los próximos diez años, de modo tal que ya no tengo ocasión de cruzarme con ellos y si algún capricho del destino quisiera que eso ocurra, ya no son los mismos ni yo tampoco. Cuando las armas vuelven a su cartuchera y se escoge dejar que el tiempo fluya, que sanen las heridas, todos confesamos lo inconfesable: perdimos la ocasión histórica de alzarnos con toda la gloria.
*
Y ya agazapados ellos, cómodo yo, que de algún modo soy un sobreviviente, vemos en el filo de los dientes de una sonrisa compañera como una amenaza de que sólo los nombres hayan cambiado y otros ocupen esos lugares. Quizá ellos también paladeen ahora sus sueños de eternidad y hasta se permitan perseguir la huella que hemos pretendido borrar, algunos para retornar al ruedo con remozadas ínfulas, yo como contador de la historia, al cabo tuve mi momento para ejercer la delación y la dejé pasar para que los abriles maceren los hechos y la historia cierre como una conciliación bancaria.
*
Tenté al olvido y no me dio pelota.
*
Quise abandonar las armas y no he podido. A punto de conseguirlo estaba, y vi a uno de los nuevos mercenarios. Me escupí los dedos y peiné mis cejas. Si detrás de esto anda el demiurgo de siempre, no estaría bien que oculte mis deseos de venganza.
*
Cada pelo en su lugar, canchero en la postura, saco de invierno, rayadito, si no fuera porque hay muchos tipos casi diría que es la marca de Caín, pero no, no es eso. Podría también llevar aros que hagan juego con los zapatos, colorete en las mejillas y echarla a cagar diciendo que es de la tribu de los Patiblanca, eso es lo de menos. Lo que importa es la apariencia amistosa, la afabilidad en que se prodigan los pocos escrúpulos cuando se saben impunes. Este se hace llamar doctor, aunque sabrá dios si pisó alguna vez un aula. Te extiende la mano tibia casi con dureza, te dirá gordito o papi, te tomará del hombro con cualquier excusa y no dejará de mirarte a los ojos. Así son ellos.
*
La Historia, mi historia, se escribe sola. Si hasta parece que el demiurgo me moja la oreja y me pone delante los personajes que me faltan, dibujados con trazo grueso, como para que no pierda de vista aquello a lo que me debo.

11.4.05

diatriba contra los plazos de entrega

La verdad es que tenía ganas de escribir un texto sustancioso. Después de todo, de algún modo tenía que hacerme notar como un extranjero que debate los asuntos de la cosa pública desde un punto lejano, no digamos intelectual, pero sí desapegado de los dogmas que el profesorado estima que es saludable seguir a pie juntillas como si de una liturgia se tratase. Al final, apremiado por el tiempo que nunca alcanza, terminé citando párrafos enteros sin referir la fuente, formando una suerte de collage a la bartola, que me hace decir una cosa en la página tres y su perfecto opuesto en la página 12 (en efecto: descubrí inconsistencias como esa! [y ya no me voy a tomar el trabajo de repararlas]). Podría escudarme en la falta de impresora: no hay otro modo de corregir un texto que no sea lápiz en mano y sobre papel. Trabajar sobre un monitor implica, para un chicato como el suscripto, la ineludible necesidad de ampliar el tamaño de la letra hasta lo indecible y a nadie escapa que a pesar de que la asamblea del año XIII haya abolido la tortura, aún quedan resabios que enfrentamos con más desidia que estoicismo: tener un monitor chico es en cierto modo someterse a la picana de la tecnología cada una de las veces en que uno ansía escribir algo de una extensión digna. De modo que: (a) si ejerzo la poda no es una reminiscencia de los tiempos en que con papá amputábamos ramas al olmo a hachazo pelado; (b) si alguna casualidad me depara un texto sintético, meduloso, punzante, es sólo porque me resulta demasiado incómodo lidiar con el procesador de textos en documentos largos. No hay hechizo poético, sólo imposiciones del contexto. El siguiente paso es borrar toda evidencia, incluso este mismo texto, y que sea el lector de la posteridad el que se rompa los cuernos buscando referencias intertextuales, homenajes velados, loco afán de novedad o estilo personalísimo. Toda la literatura ha sido un fraude.

10.4.05

Las puertas de la Literatura

Imagino que para la idea de arte, así como para la de literatura, debería haber casi tantas respuestas como sujetos interrogados. Recordé esa tontería no sé bien si a propósito de:
el artículo de Aira sobre las vanguardias, que remite al axioma económico de los rendimientos decrecientes
(como si los espíritus sensibles no estuviesen hastiados ya de los escritores que mencionan la palabra mercado a razón de una vez por párrafo); o
por haberme cruzado en mi caminata de la tarde con uno de esos tipos que sólo pueden conocerse en el afiebrado mundo universitario. Yo sé que no es culpa de él, que al fin y al cabo tiene raptos de buen tipo que lo visitan de cuando en vez, ante la menor mención de su nombre recuerdo a esa gente que el encarna perfectamente: los apasionados por las cosas que no sirven absolutamente para nada.
Un día de tantos, charlábamos de bueyes extraviados, y ante un comentario feo de mi parte, categórico hasta la obscenidad (pertenezco a esa clase de escribas que merecen agarrarse a piñas una vez a la semana para no levantar el tono cuando escriben), me dijo: eso es lo que decía Eliot. Cuando le pregunté a qué Eliot se refería, muy suelto de cuerpo me dijo: ese que escribe citas, y acto seguido buscó una enorme carpeta. Dentro de la carpeta tenía decenas de hojas, cada cual delicadamente enfundada en un folio y habitada por elegantes renglones que pude atribuir a su vieja Remington y reconocí en cada uno de ellos las malditas frases con las que adornan los boletos de colectivo.
Buscó, y ya no recuerdo si encontró, alguna frase del tal Eliot. En cualquier caso yo me hundí metí en mis profundidades. Del fondo del pozo extraje algunas fotografías: él viajando, él juntando boletos en las bocas de tormenta, él descifrando una oscura sentencia de Ciceron.
En adelante no pude considerar seriamente nada que él me dijera, ni siquiera un buenos días.
En adelante me pregunté muchas veces cuál sería la mejor puerta de entrada a la Ciudad Letrada, qué me era dado esperar de ella. Comencé, un poco después, a saquear bibliotecas ajenas, empecé y abandoné decenas de libros, me hice lector, me hice lector exigente, odié a los que escribían mal, odié a los que escribían tonterías, odié a los que escribían mejor que yo, odié a la literatura y a sus mercenarios.
Si una buena biblioteca no debe tener más de cincuenta buenos títulos, seguramente ya fueron escritos y es vana la peregrina idea de colarse ahí a codazo limpio. La única esperanza al respecto es que no falte demasiado tiempo para que esos libros se conviertan en una lengua muerta como el latín. Esa será la hora apropiada para escribir algo, mientras tanto, lo mejor es dedicarse a otra cosa.

9.4.05

sólo excusas

A veces me pregunto qué será de mí cuando logre hacer pie en este vaso de agua que hoy me tiene a mal traer.
Como si no tuviese bastante con el escrito que me ha tenido ocupado en las últimas horas (no cunda el pánico: no lo voy a poner en el blog, trata sobre la reforma del estado argentino), me ataca un arrebato de inspiración y me despacho con un capítulo interesante de una novela no demasiado ambiciosa que ni siquiera planifiqué. Era de esperarse: hoy tocó derrapar y orillé el sutil infierno de un mercenario. Si no fuera por el esfuerzo que me demanda ponerle una voz digna al narrador, me atrevería a decir que fui feliz.
Cuando quise descansar de mí y de mis demonios, salí a la calle. Pronto me dolieron las piernas y vino en mi socorro una vidriera. Previsiblemente me detuve ante ella, contemplé artículos, precios, y una figura desgarbada, yo mismo en el reflejo, depositario de un cansancio inmerecido. Me di vuelta con premura, tanta que me encontré con un borreguito que escapaba de los brazos de su madre y evitó chocarme improvisando un abrazo a la altura de mis rodillas.
Por fin, todos sonreímos.

3.4.05

Educando al Rulo

Cómo le va, doña Carmen. Ya sé que le sorprenderá en grado sumo que me digne a escribirle unas líneas. Bueno, sí, esto es una excepción hija de una circunstancia infausta. No puede ser que el estado habilite líneas de aeronavegación que desprecien el mínimo del confort: ¿qué diría alguien razonable si en vez de pasar película el servicio se rebajara a una modesta función de teatro de títeres?
Y ya que mencionamos el desprecio, fíjese que es de espanto al nivel que ha llegado la educación. Lo extraño del caso es que todo lleva a pensar que las concepciones vigentes responden a un plan silencioso y sistemático, un plan que desprecia por igual a chicos y a grandes, que se regodea en la pobre perfomance intelectual de aquellos a quienes cabría pedirles un poco más.
La raíz del error, o su culminación, según se quiera ver, está en educar a los niños para que sean siempre niños, no estimularlos para que generen su propio pensamiento. En pocas palabras, yo creo que un pibe a temprana edad ya tiene los modelos de pensamiento que lo conducirán el resto de su vida; lo que le falta, es a la vez lo que puede matarlo de sobredosis: la información. En este tiempo de vértigo y polución el remedio es darle un poco más de complejidad que aquella que le esté dado comprender. Es esperable que sea capaz de generar mecanismos que oficien de filtro. No falta tanto para que todo el conocimiento existente esté al alcance de cualquiera. Se trata, entonces, de estar preparado para separar la paja del trigo.
Si quiere llevar el análisis al mundo adulto, no estamos demasiado lejos. El modelo vigente, vehiculizado hasta la náusea por los medios de comunicación masiva, se apoya en la censura. Apoyan toda su artillería en un supuesto fuerte: creen que el público es tonto [mi público no entiende, hay cosas que no puedo darle porque le generan perplejidad, incomodidad o llano desinterés], pero al mismo tiempo no hacen nada por educarlo. Lo prefieren así. De otro modo, peligraría la condición dominante que hoy ejercen a destajo.
Un tipo que afirma sin rubor que el carro va delante del caballo, debería estar condenado a disputar su alimento palmo a palmo con las ratas. Pero no es así: nuestra pampa es tan generosa que puede darse el lujo de darle a las alimañas una importante red de contención: el amiguerío, la portación de apellido, el toma y daca de favores de moralidad dudosa, las relaciones que pueda tener, catapultan a cualquier incompetente al rol de comunicador influyente, formador de opinión, facilitador del pensamiento.
Hay dos posibilidades: la primera es que el tipo padezca, a falta de formación apropiada, de una temprana obsolescencia de su capacidad de pensar. Con franqueza, esa opción me resulta por entero desechable. Ya no quedan ingenuos o, lo que sería lo mismo, encuadra en la segunda opción: hace las veces de sofista profesional, es un aceitado engranaje del aparato de propaganda de la ignorancia.
A mí o a cualquiera de este tiempo, se nos hace cuento que pudo haber una época en que la gente consultara a oráculos. Nuestra imaginación rastrera nos conduce a pensar que detrás de cada piedra parlante había un atorrante que administraba profecías a placer. Sin embargo, es eso lo que pasa hoy con los medios de comunicación. Las masas silenciosas y sus mentores filosóficos han creado la gran mentira de confundir el mundo con la imagen que dan de él en la televisión.
Me acordé de Leibniz. Los peores de la clase le decíamos Láinez, acaso con ese apellido lo sentíamos más tangible, casi un compañero de los cursos superiores. A él se le deben dos grandes cosas: aquella desafortunada sentencia que proclamaba que vivimos en el mejor de los mundos posibles y el desarrollo del cálculo infinitesimal. Si esto fuera una mano de truco, es para gritarle paso y quiero. Con el herramental de cálculo que nos dejó podemos resolver ecuaciones de tres variables y dos incógnitas con relativa facilidad. Claro que para que ese análisis sea útil hay que ser lo suficientemente despierto para saber cuáles son las variables dependientes, y cuál la independiente. Entre nosotros, doña Carmen, el yeite es establecer relaciones de causalidad, qué es necesario, qué es contingente, como en la vida misma. Contra lo que puedan sostener los pensadores de peluquería, el sol determina a la mañana, y no a la inversa, del mismo modo que un país en llamas no deja de serlo porque se clausure el canal de televisión que transmite el fuego en vivo y en directo.
Ah! Acabo de recordar a qué viene esta perorata, doña Carmen. Cuando lo saque a pasear el Rulo, si lo lleva a mirar teatro de títeres, después de la función dígale que a los muñecos hay un tipo que los mueve y los hace hablar. Por favor se lo pido, sino el Rulo corre severos riesgos de ser como esa gente que cree todo lo que pasan en TV y termina temiendo más a Al Qaeda que a O'Globo.
Le mando un cariño.

2.4.05

Pequeñas anécdotas sobre las instituciones

Para cerrar esta sucesión de desatinos, creo que es oportuno reunir algunos de los cabos que la conversación va dejando sueltos bajo la falsa premisa de tenerlos por meros episodios cuando, se sabe, esos cabos son fértiles para nuevas interpretaciones o desinterpretaciones de este enredo galopante que nos circunda.
Las palabras no son neutrales. El discurso es un hecho político más que otorga a cada palabra un contenido nada inocente. Basta pensar en el tufillo nauseabundo que le ha dejado a la palabra «institución» el sostenido martillar del liberalismo, especialmente en el último cuarto de siglo. Es lógico que así sea: somos todos liberales, de modo que la única cierta es la verdad del mercado, para qué se va a juntar la gente si no es sólo para maximizar la rentabilidad. De otro modo: la única institución que debe permanecer en pie es la empresa; cualquiera otra es subversiva.
Las instituciones son personas que pactan, expresa o tácitamente, un conjunto de reglas y una finalidad. Son necesarias ya que le ponen cierto coto a nuestra finitud como individuos, esto es: extienden el horizonte de nuestras posibilidades. Pero también, y aquí está el meollo, resultan perversas en la medida en que no transparentan sus medios y sus fines, dando lugar a equívocos que desgraciadamente no siempre son inocentes.
Sólo para poner los pies en la tierra, voy a detenerme en un par de casos, aunque podría extenderme ad infinitum.
Analicemos el caso del fútbol.
Supongamos que la federación argentina de clubes se reúne y decide que a partir de ese momento los partidos deben ajustarse a una cuadrícula predeterminada de resultados, enderezada a que se disputen el título de campeón, de modo alternado, aquellos clubes más taquilleros. De acuerdo a la reglamentación vigente, si un club -sea por h, sea por b- se siente perjudicado por alguna circunstancia, debe sujetarse a la justicia de la «república de la pelota» (según la afortunada expresión de Ezequiel Fernández Moores). Aquel que llevara su reclamo a otro ámbito (v.g.: la justicia ordinaria) de inmediato es sancionado con la pérdida de su afiliación.
Pero es evidente que el principal afectado no es club alguno sino un ente difuso: el público; los clubes son los artífices de la reglamentación anómala: unos como promotores, otros como aceptantes.
En la república de las letras, a propósito del incidente Piglia, se verifica un hecho análogo. La manipulación operada en un concurso literario fue denunciada a la justicia ordinaria por un concursante perdidoso y no obstante ser favorecido por la sentencia judicial, quedó para la república de las letras como un buchón, como el ariete de una campaña difamatoria contra el pobre Piglia.
Aquí también la principal damnificada es María del Pueblo que nada sabe de las reglas del mundo literario y confió en que el galardón fuera una garantía de calidad, sucumbió a la presión publicitaria y compró el libro. Está fuera de duda que la pertenencia al circuito, la aceptación de un conjunto de reglas (entre las cuales debió estar la inapelabilidad del fallo del jurado), otorgan al denunciante (como al resto de los participantes) un conocimiento que el público corriente no tiene. En consecuencia son víctimas de un daño, pero en menor medida.
La justicia le dio la razón al denunciante y lo premió con una modesta indemnización, aunque al que suscribe (que entiende más de derecho que de literatura) no le queda del todo claro qué es lo que el tribunal pretendió reparar con esa guita. En todo caso, eso no hace mucho a la cuestión. Sí es crucial que no se haya considerado a esto un delito contra la fe pública, merecedor, en el mejor de los casos, de prisión en suspenso para los involucrados. Queda claro que el bien público afectado es un valor menor dentro de nuestra escala.
Que el desagravio a Piglia esté rubricado por las firmas más destacadas de la republiqueta, que uno de los firmantes sea un juez de la nación, son sólo anécdotas que no deben ocultar el fondo: para la los letrados (¿para la sociedad toda?) es más grave delatar que delinquir.
A modo de apostillas:
si la defensa de Piglia durante estos años fue tan cómica como la que expuso en página/12, ¿no habría que promover la edición de un libro que compile ese valiosísimo testimonio? [si yo fuera un intelectual, firmaría una petición pública]
¿qué hizo Piglia con la plata del premio? [se rechaza por obvio]
¿no es gracioso que el año pasado el premio fuera para Valfierno de Caparrós, una suerte de furgón de cola argento del Código Da Vinci?,
¿no resulta deprimente que un yanquee novele sobre códices y su émulo argentino sobre un caco subalterno?
¿cuánto de autobiográfico hay en Valfierno?
¿es descabellado pensar que el cruce con Guelar (quiero decir: Guelar mismo) fue un elemento más de la campaña promocional del libro premiado?
El problema no son las instituciones en tanto tales, sino las perversiones que suceden cuando no se transparentan sus miembros, medios y finalidades; denunciar los movimientos oscurantistas es el único de modo de no terminar siendo una víctima, sea por sometimiento, por defraudación como por cualquier otra forma ardidosa. Si se presenta al campeonato de la NBA como una competencia deportiva, no está bien que los jugadores consuman drogas; pero si lo consideramos un show no sólo estaría bien sino que habría que analizar si un poco de sangre no le daría más elocuencia al espectáculo. Y la ecuación vale para todo emprendimiento que para existir necesite de la fe pública, sea un weblog colectivo, sea el estado mismo. Se trata, entonces, de erigir instituciones nuevas tanto como de preservar la salubridad de las que tenemos, de prender la luz de las habitaciones, ventilarlas y sacar la basura antes de que pase el recolector de residuos.

1.4.05

Vigilia

Wojtyla a esta hora está escribiendo su última página. Ojalá que con él se mueran algunos dogmas, entre ellos, el que pregona la preminencia de la vida, a secas, a cualquier costo. Nadie merece vivir un segundo de sufrimiento que pudo evitarse.


Imbuido por cierto espíritu cristiano que me ha embriagado esta tarde, quisiera anotar otro deseo, un tanto más improbable que el anterior. Ojalá que en un futuro próximo los escritores argentinos encaren a sus deseos de trascendencia como se encara a la chica bonita de la cuadra: de frente march. Es aburrido ver el repetido espectáculo de los atorrantes tejiendo conspiraciones para meterse por los tragaluces a las fiestas que no los invitan. Las intentonas contracanónicas sólo han logrado ganar las páginas de los suplementos literarios de los diarios. En fin, se sigue escribiendo la perplejidad del perro preguntado por su genealogía y ya que lo tenemos entre nosotros, podríamos consultarlo: ¿cuántos de estos atorrantes pueden golpearse el pecho para decir cabal y genuinamente: yo recuperé a un lector, gracias a mis libros lee gente que nunca antes lo había hecho?


A los visitantes de siempre, se les informa que el Mayer habitual volverá la semana que viene. Éste ha sido sólo un arrebato más propio del sueño interruptus (cable de Reuters mediante) que de una aguda reflexión.
Candorosamente, los abraza vuestro seguro servidor

50401

Nuevamente tiene razón Cioran. A la bondad le falta imaginación, es incapaz de crear, ni siquiera le hace falta: todo lo que necesita lo tiene en sí misma. Crear el universo, en el caso de un dios, o escribir novelas, modesta aspiración de hombre, no pueden ser concebidas más que como actos de polución.
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Al despertar contempla su almohada. No puede detenerse demasiado. La modorra se desbarranca por todo su ser. Recuerda su bien amada contractura. Las malas horas han anudado las venas de su cuello construyendo un tejido con forma de horca, que afecta la irrigación sanguínea del balero. Quisiera arrepentirse pero sabe que es preciso escoger y que ya lo ha hecho. Irse lejos sin almohada es decirse: yo me voy, no sé si vuelvo, pero una esperanza queda.
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Si de pedir deseos se trata, yo pido a quien corresponda correr la misma suerte que el punk: tener una partida de defunción hermosa: Killing an arab de The Cure.
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A causa de mi educación (cierto embudo nos educa para hacer lo que mejor podríamos hacer como en un libro de H.G.Wells), se me escapa el bosque y me detengo en el árbol torcido. No puedo evitarlo. Evado multitudes concentrado en una astilla: mi astilla.
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Acabo de leer la reseña de un libro futurista que me ha dejado azorado: uno de los escritores olímpicos de la próxima década es de mi barrio. Y glosa a los redonditos de ricota. Se acaba la literatura. Si no estamos frente a un hecho, al menos se trata de un temor sólidamente fundado.