Jade May Hoey

1974-2004

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28.3.07

Los oficios

Son las doce del día. Llevo ya siete horas en posición vertical. Mis fosas nasales no dejan de echar un líquido delicadamente pegajoso, que se adhiere un poco en el bigote, un poco en el pañuelo, algo en las pocas carilinas de las que me traje.
Son las doce y ya tengo ganas de volver a casa. Desde hace mucho rato tengo ganas de volver a casa y que me arropen, como en los viejos tiempos. Pero no. Tengo que esperar. Una hora, una hora y algo, y cuando llegue a casa me haré algo de comer, tal vez me tome una copita de vino y cuando la tome sólo sabré que es vino por la suave consistencia de su cuerpo. No tengo olfato y del gusto es poco lo que me queda.
Quizá después me acueste. Antes de eso sería mejor que acondicione mi velador nuevo y me ponga en posición de lectura, que busque en el cajón el hermoso libro de María Martoccia, que me compré a precio de saldo y lo paladee por un buen rato. Porque ese gusto no está perdido. Incluso me atrevería a decir que el propio libro es el que regenera mi gusto.
No es sencillo ponerlo en palabras. Ahora tengo los dedos duros. Llevo ya varios días sin escribir más que a mano y a duras penas. Pero el libro es maravilloso. Así, a secas. Algo tiene. No es la prosa. La mayoría de las páginas, me parece ver, están sobrecargadas de comas. Las descripciones son grises. Los diálogos, algo forzados, algo que a gritos dice que nada de lo anotado es real. Pero hay una atmósfera especial. La vida de provincias, ciertas tradiciones de insularidad que se ha venido con esos ingleses de vida chata, le dan a la obra, a esta sucesión de cuentos que tanto se parece a una novela, el soplo que dios a la arcilla.
Es de editorial Sudamericana. Lo pagué, no hace mucho, seis pesos, que es casi lo mismo que nada y a pesar de que fue eso y no otra cosa lo que me llevó a comprarlo, tengo cierta pena por el destrato que supone que un libro, sólo por haber sido editado hace dos o tres años, se venda a precio vil.

27.3.07

La razón de tanto odio

¿Y yo qué tengo que ver con todo esto? Yo apenas ordeno las letras, pongo una detrás de otra y ni siquiera estoy del todo de si eso sucede a mi entero capricho o en verdad hay una o más fuerzas por mí desconocidas que me piden que lo haga una o dos veces al día, por las buenas o por las malas, y eso es lo peor, que muchas veces es por las malas y eso no me deja muy decente ante el resto de los compromisos que tengo que enfrentar. O acaso a alguien le sucede pensar que todo esto es por arte de magia, que no lleva su tiempo, que es todo dar un soplido y que las botellas se hagan de una vez botellas y menos mal. Menos mal, digo, que crezcan botellas sanas y fuertes antes que bergamotas con crisis vocacional o complejo de Edipo, permeables a todos los males de su tiempo, a la varicela, a los tsunamis, al papel tissue, a los puertos usb. O que derechamente no son como yo, que le tengo miedo a los colectivos y a las escaleras mecánicas y no vean los trastornos que eso me trae cuando ando por los viejos Buenos Aires.
La gente, incluso él, y en eso ya nos vamos poniendo de acuerdo, no entiende. No entiende nada de nada. Y como no entiende hace pucheritos, se encoge de hombros, organiza huelgas, busca responsables. Ninguno es capaz de quitarse la pelusa del ombligo, no señor, ni de dejar a un costado los venenos. Yo los veo, por ejemplo, cuando azucaran el café. Primero la cucharita justo allí, en la azucarera, la elección de la justa cantidad y el arrojo, torpe o delicado, no toda la gente es igual a toda la gente, hay que decirlo, y la cucharita que ponen a dar vuelta contra las paredes del pobre pocillo, a veces muy cerca, con ruido, y a veces demasiado lejos, incluso a costa de dejar más de dos tercios del azúcar sin diluir, presto a besar el suelo y el despojo, lo mismo que ellos, que dan vueltas y vueltas, que se dan contra las paredes o no se hacen al placer de diluirse sin más y acaban allá abajo, resignados a la suerte de ser mugre hasta que otro los quite del medio.
O sea sí, los reproches, los de siempre, nunca falta alguien que tenga motivo para quejarse, aunque el motivo no sea más que un ejercicio, como pasar por lo de Cosme a bichar las noticias del diario y no comprarle nada. Viejo tarambana, a veces, con tal de charlar con alguien, hasta deja que le hojeen las revistas, y sabe dios dónde habrán andado antes esos dedos sucios. O acaso es que alguien se cree que la gente no transpira, no se saca los mocos, no se pasa la mano por el pelo y carga en consecuencia con la escoria que el paso del día va dejando. Y eso cuando no se andan con otras pestes.
El reproche es una peste. Atender el reproche es un síntoma del contagio. Ya mismo me siento enfermo. Estoy perdiendo el tiempo en contestarle a alguien que no lo merece. En realidad nadie, ninguna persona, merece que pierda mi maldito poco tiempo en algo que no me reporte una compensación.
Pero para quejarse todos son mandados a hacer. Y eso que andaban diciendo que ya no había modistas. Cada quien tendrá la suya, un día lo sabremos. El resto, sólo por hoy, lo dejamos acá mismo. Y usted, mocito, camine a la cama. Y derechito. ¿Me oyó?

26.3.07

Excusas

Qué quieren que yo les diga. A mí esta cosa de blogger un poco me revienta y nada es lo que puedo hacer al respecto. Sin ir más lejos, hace unos pocos días, una lectora, una amiga de este sitio, me comentó que le intrigaba la existencia de un post titulado Los oficios. Era un post que sólo constaba de su título y eso parecía no alcanzarle. Siempre a los títulos se agrega algo, en general más extenso. Un texto, una fotografía, un video, qué sé yo. Pero este se llamaba así como les digo y no decía nada. Quizá, habrá pensando alguno, era el reflejo de la mente del autor. Eso lo desconozco por entero en tanto yo me declaro personaje y no autor de este blog. ¿Y dónde cuernos se supone que un personaje vaya a ubicar a su autor? Ya ven lo inútiles que han sido las plegarias elevadas al dios de los católicos, las procesiones, las largas jornadas de ayuno, la erección de monumentos sagrados, la constitución de sacramentos, la invocación del mágico nombre de los santos, el derroche en la indumentaria de los sacerdotes, el papel gastado para la impresión de las encíclicas, la pastoral social, la máquina de humo blanco, la resurrección de la carne, la justificación de la existencia del propio dios, la infalibilidad del papa, los buenos hábitos de las monjas, la bolsa para la limosna, el cáliz, el sufrimiento del tipo al que tomaron por modelo para construir la cruz, los largos bancos de la iglesia que donó el Rotary club, la condena a los científicos del medioevo, las mamúas del padre Hilario, el partido demócrata cristiano, los caídos en las cruzadas, los campos de exterminio de la segunda guerra mundial, la bandera vaticana, el misterio de la trinidad, el opus dei, los estados pontificios, el encubrimiento de los curas violadores de menores, la lectura de la santa biblia, la cabeza de Yokanaan, la prédica de las canciones de u2, la novela El Código Da Vinci, los voluntarios de la acción católica, los campanarios, el canto gregoriano, las fiestas del pentecostés, la palangana de Poncio Pilatos, la sucia agua del Jordán, la degradación del pueblo palestino, la sal para el churrasco convidado al padre Aldo, las misiones, el imperio romano, el padrenuestro, los vía crucis, la obra de Michelangelo, la película de Mel Gibson, todo inútil, de pies a cabeza y de costa a costa. Nada peor que un dios ausente y un autor con parte de enfermo por gripe.

25.3.07

Dandy

Negocios son negocios. Eso creía yo. Eso me parecía creer. Pero creer, como tantas otras cosas, es una abstracción. Uno no cree, en verdad no cree nada. Le parece que cree. Quiere creer que cree. Se convence de que cree. Cree que cree.
Bueno, si no fue un negocio hay que buscarle otra categoría. Fue un acto de amor. De ella a mí, claro, un desprendimiento, una atención que yo no había solicitado. Y un acto de amor de mí hacia ella al aceptarla, al tomar de entre sus manos eso que yo no había pedido.
¿La querés?, me preguntó, poniendo distancia, como con miedo, miedo no sé de qué, si yo no sé pegarle a las mujeres. Miedo de que la rechace, supongo. A su regalo, quiero decir. A ella, que es casi lo mismo. Pero no, no rechacé el regalo, la regalo en realidad pues se trataba de una camisa.
Se trata de una camisa. Una camisa difícil. Nunca me había pasado y si me pasó antes alguna vez, de esa vez nada es lo que me acuerdo, pero nunca me había costado tanto ponerme una camisa. Me la regaló ella, pienso, lo hice a cambio de un favor. Quería la partida de nacimiento, una copia nueva, para tramitar el pasaporte, porque en rigor de verdad no caben en mí las ganas de mandarme a mudar. No tengo con qué, es cierto, pero tampoco tenía pasaporte y no quería que eso funcionase como excusa. Eso lo logré.
Y la camisa.
Suelo ponérmela los sábados, para salir. Frecuento lugares oscuros, donde las luces rompen los ojos y el volumen de la música no deja que la gente converse con tranquilidad. O sea que nadie distingue a mi camisa, no entre las demás, y si la distingue, si hubiera un ojo de gato en medio de la noche, no puede decírmelo, y si me lo dice no lo escucho, y si lo escucho puedo decirle que no entiendo de qué me habla, que mejor me llame, que en la semana nos vemos, que cualquier cosita un email.
Mi mejor amigo, que suele acompañarme en esas salidas, me toma para el churrete. Un rato antes de que nos encontremos, cuando lo llamo o me llama y acordamos la salida para esa noche, me pregunta: ¿hoy te venís con la baliza? Y yo respondo sí, o no, o me hago el ofendido, o trato de otro modo de descalificarlo, que es lo que hace un argentino derecho y peronista cuando se queda sin argumentos.
Sí, voy con la baliza. Es decir con mi camisa naranja. La naranja es una fruta, me dice alguien. Es cierto. Nadie se viste con frutas. Aunque, aquí, entre nosotros, se me ocurren algunas ideas al respecto y tengo en mente un par de nombres y frutas con los que me gustaría experimentar. Nadie se alarme. No pienso contar un solo detalle de mis fantasías frutales.
No es naranja, digo yo, es color ladrillo. El ladrillo tampoco es un color. Eso de bautizar a los colores con nombres que ya están asignados a cosas que uno ve a diario, chicas, no está nada bien. Nadie se viste con ladrillos, salvo que se entienda por tal eso que hace Sandro. Yo no me visto con ladrillos. No podría pagarlos. Yo me visto con mi camisa.
Es terracota, me dice alguien. ¿Sí?, me hago el desentendido.
Es un acto de amor. Haberla aceptado. Usarla. Llevarla con dignidad. Con altura. Como si fuera un dandy.

23.3.07

Lo mismo

Llevo varios días en que me despierto antes que el reloj. Son los primeros en mucho tiempo, al menos los primeros que no imputo al insomnio, ese puntual amigo que aparece los domingos a última hora y nunca acaba de irse, como si tuviera un comentario más en el tintero o le gustase estirar la charla en el umbral de la puerta un pucho y otro más. Y los días lo mismo no alcanzan. Ni lunes, ni martes, ni. Simplemente hay espacios que no caben en estos días. Me ocurre pensar, por ejemplo, en las lecturas adeudadas, sean por obligación, sean por placer pretendido en la obligación, sea por placer, que es también una obligación, lo mismo los libros se apilan aquí y allá. Hay un par de ejemplares nuevos que a gritos reclaman atención. Y hay otros groseramente trajinados por el tiempo y las marcas que de puro ansioso les voy haciendo.
Ahora tengo acá nomás Puro humo, de Guillermo Cabrera Infante, el único tipo que sabe poner las comas en su sitio en todo el ancho de esta lengua. Sabía poner, eso es lo que he querido decir. Basta abrir el libro en cualquier página para darse cuenta de cuánta es la verdad que encierra ese juicio dicho así, con esos aires tan autoritarios, tan latinoamericanos. Y de la crueldad que -por eso mismo- encierra.
Un tipo que sabe escribir. Un tipo que, engolosinado en su barroquismo, sabedor de tener para sí el don de parir palomas de los dedos y a un solo chasquido, se despilfarra y sin embargo siempre tiene algo más para dar.
Llevo varios días de sueño corto, venía diciendo, y eso para mí es una noticia. Ni buena ni mala, sólo una noticia. Estoy durmiendo menos. Deben ser los malos sueños, los sueños de la infancia que regresan. El de las letras de un libro que por las noches salen de parranda y vuelven borrachas, que es como ha de volver uno de una fiesta que merece la pena, y se acuestan donde pueden o en el lugar que los caprichos que Baco tiene para cada una reservado.
Se desescribe Puro Humo. Vuelvo sobre las páginas y no entiendo una sola de sus palabras.
Guillermo Cabrera Infante, pedazo de infeliz.

15.3.07

Coaching ontológico

Por razones ajenas a mi voluntad -de algún modo siempre me las arreglo para ponerme en la posición más incómoda en el peor momento- he vuelto a las andanzas académicas. No se trata de las mismas materias de siempre, esas cuatro que me han incomodado por año. Antes bien es esta la última vez que gasto algo de mí en ellas. No me va la vida en aprobar los exámenes. No, no, es otra cosa, no sé bien qué; el caso es que me destaco como un aguerrido asistente a clases que bordean la comicidad sin adentrarse del todo.
El hombre es un animal lingüístico, leo. El lenguaje crea realidad.
Es increíble. Lo leo en el apunte y me da risa; lo escribo yo y me da algo parecido a la pena, pero no tanto, no es tan grave. Simplemente es cursi. Lo que alimenta el absurdo es que en esta materia están convencidos, el jefe de cátedra y todos los autores que él nos manda leer, que eso es algo novedoso. En esta materia, por suerte no en todas, lo último es lo mejor. Lástima que lo último es lo que está de moda y no el último piso de una robusta arquitectura. Así, diez años antes, cuando yo también asomaba mis narices por acá, sin suerte, sin ganas, sin el deseo de llevarme el mundo por delante -hago el esfuerzo de creer que ahora es diferente-, eran otras las modas. Lo último era lo bueno; lo último ya no, y no es que hubiese sido refutado, superado o algo por el estilo. No. Otros eran los gurúes y por tanto otras las necesidades del mundo editorial, otras también las apetencias de los concurrentes a conferencias, coloquios, seminarios.
El hombre, digo yo ahora, es el único animal que ríe. Más: es el único que se ríe de su desgracia.
Ja!

14.3.07

El largo camino al Río

El apremio por llegar siempre se las ingenia para dar con su antídoto. Yo no sé cómo es que lo hace, pero conmigo nunca falla. Hoy debí poner un pie, porque un pie solo basta, en una sucursal de banco a la que no acudo nunca. El motivo, baladí, requería que se lo atienda con la mayor de las seriedades. Eso creía hacer, mientras subía la escalerita del bondi, con mis dos pesos en la mano, y dos moneditas de diez centavos, el cambio perfecto para que el chofer tenga la consideración de saludarme y hasta agradecerme. Ultimo asiento a la derecha, mullido, la cortina dejando pasar la aspereza del sol esquivo que a veces nos regala marzo. Y apenas pasada la rotonda, la 5 de octubre, que nos da la bienvenida a casa, el corte abrupto de la marcha, la intentona de arranque y ninguna señal de parte del motor. Todos abajo, dice el chofer, y todos abajo. ¿Pero es que viene algún otro coche?, preguntó una señora, como si en vez de un colectivo del servicio público viniéramos en un carro tirado por caballos. Sí, sí, dijo él, mientras marcaba el número para dar cuenta a la central de la mala nueva. Ya fue, dijo una pareja, y la emprendieron por la avenida, y yo, aún un poco atontado, atiné a hacer lo mismo. El reloj marcaba las y media. Ya no llegaría, pensaba, no sé cuánta es la distancia, pero, sólo por aportar un dato de color, a esta altura la avenida no tiene veredas. Hay que andar por el pavimento. Hay que jugarse a sentir en el costado la velocidad de los autos que, como si fuera una ruta abierta, y casi que lo es, no le mezquinan al acelerador.
Paso revista, entonces, como para aligerar el peso de los pasos, a los comercios de la zona. Un pelotero, claro, bautizado Disney. Qué lejos queda esto de Orlando, de las franquicias y esas cosas de abogados. Rotisería La salida, que no le pone ajo a la pizza a la napolitana y por ello le damos gracias a dios. Y al cocinero. Panadería Roldán, siempre tan concurrida. Las enormes casonas del barrio Padre Juan, que a esta altura se llama Villa Italia. Una verdulería sin nombre. Una casa de repuestos llamada Warnes. Todo moto, promete todo para motos. Un local en una esquina rosada, antes bar, después GNC, ahora en ruinas, aparente depósito de ladrillos. Una radio, qué digo una: la radio. Un colegio primario lleno de hermosas nenas y de borregos con teléfono celular, al fondo, esto es José Hernández, o tal vez Martín Fierro, se divisa en colegio Padre Juan, el de los curas, el de los únicos pibes que egresan sabiendo cómo es que se hace el nudo de la corbata. Ellinor automotores, que tiene en exhibición un Mini Cooper, creo que el único en varios kilómetros a la redonda. Panadería Los olmos, el mejor pan de la ciudad. VS materiales, que acaba de inaugurar un nuevo local, justo en diagonal, porque esta provincia, atención albañiles, no para de construir. Pinturería, eh, no se alcanza a leer. Gomería, bien puesta, pero gomería al fin. Estudio contable; el pudor me exige que no nombre a esta gente y le haré caso. Casas, notorias casas, de afamadas fortunas locales. La casa de las Alfombras. La huerta del valle. Local que se alquila por temporadas: Osama pirotecnia.
Ingeniero Mario
Cómo anda, querido.
Contando penares, y usted.
A los saltos pero sano.
Digno de envidia, le cuento.
Qué anda pasando.
Y, nada nuevo, nada que usté no sospeche.
Se resfrió the boss.
Algo así, pero pongamos que es un resfrío perpetuo. Un moco atrás de otro. Un moco sanguinolento.
Lento sólo el sanguino, siempre fue rápido pal mandado.
Mandado pacer cagadas.
Digame a mí, que como inspector meta y meta facturar certificados deformes.
Pero, si se habrá visto, buen hombre, no es lo que uno merece.
Pero bien que lo hace.
Seguro, es la parte de la torta que a uno le toca.
Claro, retorno va, ida viene, qué se va andar fijando uno si hay un cero demás o si eso que parece un tres ahora resulta ser un ocho.
Es el fin de la historia.
Un golazo, el fin de la historia, y ahora que nos tiren los perros.
Sí, nadie vendrá detrás de nuestros pasos.
Mejor, mire, vea, no sea cosa que se aviven y en vez de un quince se les ocurra que ahora hay que ponerse con un veinte.
Todo es mentira.
Por supuesto. No sé nada de lo que dicen que dicho.
Ni oído.
No, si yo no le presto el oído a tamañas habladurías.
Aquel, el de la toyota, no será el excelentisimo.
Ojalá que no, porue hoy tuve que tomarme el piro temprano.
Trámites en la capital, me imagino.
Sí, hacer banco, cuánto tiempo llevaba sin hacer banco.
Desde los años felices, me imagino.
Sí, en los años felices también nos quejábamos.
De llenos.
Yo no sé como hace el Mauricio para aguantar en la ratonera.
Haciéndose el boludo, algo le habrán dejado estos años.
Tres hijos, una mujer enferma.
Treinta chances desperdiciadas.
Claro, porque no es ningún boludo, a él le salen posibilidades.
Y si no salen hay que inventarlas, mi amigo.
En eso estamos, créame.
Le creo, lo adiviné en lo presuroso de la marcha.
Sí, menos mal que hace día lindo.
Que sino...
Que sino tendría otra cosa para quejarme.
Y no quiere.
Le juro que no quiero.
Le creo, le creo.
Hasta más ver.
Lo mismo digo.
La galería, que se levantó antes de que se inventarán los shoppings. Fénix tenía que llamarse. Pobre Fenix, ahora es el cagadero de palomas más grande del casco céntrico. La oficina de los muchachos liberales. El revistero El parque, para enterarse lo que pasa en el mundo. Telecentro San Martín, ¿una maquinita?

Parroquiales

La pintura es poesía muda; la poesía es pintura ciega, nos cuenta Inx, desde su flamante museo.

13.3.07

la estúpida manía de cortarse las uñas

Hace mucho tiempo, creo, en realidad no llevo la cuenta, que no me pongo a escribir sin plan, pegando una letra a la otra por el mero repiquetear y se echa de menos, pero tengo el presentimiento de que hoy no es un buen día para musicar a mis orejas con aquéllas viejas canciones, en particular a la izquierda, si lo cuento no van a creerme, pero en una de esas y si se los juro sí, me creen, pero yo no soy hombre de jurar, así las cosas, tomen o dejen, que de todos modos se los voy a contar. Me duele mucho la oreja izquierda. Mucho, mucho, y desde hace un par de días, y sólo hoy, y porque aparentemente no hay otro remedio para esto, me he resuelto a no meter los dedos allí. Bueno, antes que los dedos, quiero tratar de explicar el dolor y todo parece más absurdo de lo que es en realidad, el que se metió en tan estrecho domicilio es un grano, o quizá sean dos que están pegados, que luchan el uno contra el otro por un territorio escaso, y lo hacen con malas artes, y si para colmo de males se mete a hurgar mi dedo, una y otra vez, porque no soy hombre de jurar pero eso no quita que sea lo más empecinado que conozco en el planeta, y es ese el modo por mí escogido para decirme hombre de convicciones, de ir siempre para adelante, pero ya ven, el tipo de convicciones se mete el dedo en la oreja y llega un punto en que la oreja empieza a inflamarse y a intervalos que uno quisiera regulares pero ni eso aparece el puntazo y toda la malograda arquitectura de mi ser se estremece, me dan ganas de llorar, de pegar el grito para que se apersone mi madre con su arsenal de cuidados y no hay nadie y lo mejor es curarse en salud y ocupar los dedos en otra cosa, en cortarse las uñas, por decir algo, pero viste cuando adoptás la costumbre de cortarte las uñas cada vez que te acordás de hacerlo y te acordás muy seguido porque el alicate está ahí nomás de los discos y vos te atraía la idea de escuchar una buena canción y resulta que tenés mil discos mil veces escuchados y te das cuenta justo cuando los dedos tamborilean sobre los lomos diciendo para sí éste no, éste tampoco, éste menos que menos, y la hora pasa y ves que es mejor el silencio y te cortás las uñas, porque hay días que no te sale otra cosa que cortarte las uñas, en realidad si la cosa pasara por querer uno quisiera quedarse estacionado en el momento exacto en el que el mejor de los besos no alcanza a marchitarse, para qué esperar otra cosa de ese momento, si de buenas a primeras, esa boca ahí, a mano, que invita a un nuevo intento, a una recreación de aquella imagen, ya no es la misma, es como el camino que hicimos una vez, no hace tanto, cuando fuimos tan felices, y de golpe se te ocurre que un buen día como hoy querés hacer otra cosa que cortarte las uñas y salís a andar ese camino y ves, es la mitad, la vegetación rala del desierto amarillea hasta el cielo de la boca, la abolladura en la baranda que es seña de que alguien se ha dado el palo de su vida aquí mismo, y te das cuenta de que vos mismo podés haberte dado ese palo y ya no podés hacer un metro más sin repetir la escena, los oídos aturdidos por la frenada, el golpe seco, las vueltas, ya no vale la pena intentar la misma aventura, no es posible sin dolor, y que lo diga mi oreja izquierda.

9.3.07

40/73

Dos años sin vernos. Dos años, quizá más, y encima llueve, llueve desde hace días, días que parecen años. El agua se enturbia en las cunetas. Las ruedas de los vehículos juegan a mojar a los desprevenidos. Dos años y ninguna precaución. Ni la más elemental. Acordarme de su nombre. Que se llama Caridad. O Consuelo. Algo así. Y honores que le hace a sus piernas, siempre en pantalones. Tal vez no fueran tan lindas como yo las he sospechado. Ya no es geometría sino color, sino textura. No son lindas. Por eso a diario los pantalones. Negros, jeans, con pinzas, con tiras que se sacuden cuando marcha a paso vivo. Ajustados a la piel las más de las veces, colapsando las atestadas calles que navega la sangre, apilando a un costado, o en el fondo de un pozo, las erupciones, las cañadas que deja el tiempo cuando pasa, siempre de noche, cuando el cuerpo está dormido. Por eso, aunque es de día, aunque yo no soy el tiempo, él, rubio, fornido, la abraza, como poniéndola a resguardo del aguacero, pero no, ella elige quedarse frente a una acera y desplegar desde ese momento y por todo lo que la respiración dure, una sonata a golpes de lengua, una marejada de besos con los ojos abiertos, con los ojos abiertos en dirección a mí, a mí que miro y mucho no entiendo, pero entiendo, y entiendo que sobre la improvisada tarima de una callecita lateral, dos, uno y una, un desconocido y una olvidada, se han confabulado, se han pretendido adivinos de un deseo, lo han olfateado, lo han creado y ahora lo pisotean. Entonces vuelvo mi cara al agua turbia del charco que no me atrevo a saltar. Me miro perro y me dan ganas de ladrarle a ese del espejo que me mira perro con ganas de ladrarme.

8.3.07

La señorita Roldán/7

Por hache o por be, la noche en que dimos el primer golpe, yo no estaba allí, sino en mi casa, cómodamente despatarrado mirando la televisión. En ese entonces, los jueves a última hora, hacía furor un programa casi completamente protagonizado por títeres y a nadie debía llamarle la atención. Ya vendría el tiempo en que todos seríamos muñecos en la gran ópera infame pero, por lo pronto, era agradable esa sensación de fresca libertad que provocaba el oír de boca de un muñeco la estupidez más grande del mundo, con tal de que a mitad de cada frase dejase caer alguna palabra como culo, boludo, mierda o puto.
La noche, quizá demasiado fresca, tal vez fue mi coartada el viernes siguiente, cuando muy temprano en la mañana, me atrevería a anotar que más temprano que nunca, los seis estábamos en derredor del mástil sin bandera, oyendo las voces de alumnos y docentes que maldecían en voz alta pero por dentro se reían de la travesura, no una cualquiera, sino una que tenía algún rasgo de elaboración.
Fue una obra de profesionales, le escuché decir a la señora directora, la viuda del doctor Mercuri. Algunos le decían que sí, sólo por compromiso, quién podría faltarle el respeto a la señora directora. Otros, nosotros, preferían una prudente distancia del hecho, no fuera cosa que se nos notase en la cara que sabíamos mucho más de lo que podríamos decir sin rubor.
Era una tradición, y de hecho creo que una vez utilizamos ese modus operandi, el llamado telefónico con amenaza de bomba. Normalmente el colegio se evacuaba en quince minutos y la policía tardaba una hora, acaso dos, en decir que era una falsa alarma. Siempre pensé en lo temerario de ese dictamen. ¿Y si un día resultaba que era cierto?
La operación era sencilla. El Rata tenía algunas llaves inservibles en su casa. Era cuestión de limarlas hasta que la paleta quedase agarrada al cuerpo de la llave nada más por un hilo. Creo que su padre nunca lo vio trabajar tanto. El resto era comprar una buena cantidad de pegamento, ir a la noche, a la medianoche, por ser fiel a la tradición, meter una llave por puerta, quebrarla y después tapar la ranura con una buena cantidad de pegamento. Esa noche, la Bruja, tan parecido a sí mismo como nadie, creyó que era oportuno asentar una amenaza: esto es sólo un aviso, la próxima BOOM.
La policía tardó unas largas seis horas en desmontar el dispositivo terrorista. Puso, por precaución, una guardia discreta, aunque no tanto como los pícaros ojos que en la oscuridad se mofaban del tantísimo poder que detentaba una modesta banda barrial que sólo aspiraba a evitar la fatídica prueba de Historia, la que pocos días después reprobaríamos categóricamente.
*
seis / cinco / cuatro / tres / dos / uno

7.3.07

La señorita Roldán/6

Horacio ya casi era el Gallego. Quiero decir: sus calificaciones eran mediocres, solía vestirse con unos pantalones náuticos de un gris azulado y una camisa que, en su estampado, no permitía observar que su tropa de botones se reducía sólo a dos. Eso sí, muy bien ubicados. Le gustaba el trago. A todos nos gustaba un poco el trago, pero cada cual tropezaba con las dificultades que uno tiene a esa edad para llenar el vaso. Las consumiciones en los tugurios que frecuentábamos no eran baratas y qué padre le daría más dinero a un hijo si él mismo ya ha pasado por la circunstancia en que el garguero empieza a calentarse y a pedir más y más.
Ahí volví a hacerme amigo del Gallego. Era uno más de la banda, un poco menos echado a perder que ellos, pero a todos nos faltaba lo peor. Un par de años juntos serían capaces del estrago que hasta ahora ni se avizoraba.
La ventaja que él tenía, al menos a mí siempre me pareció que eso era una ventaja, era tener del otro lado de la tapia que ponía fin a su casa a cierta bella nínfula, a la que sólo por una cortesía a esta altura innecesaria llamaremos Cristina, mejor Cristinita, la nena que criaba Lulú, la hija de la pareja con la que convivía en ese tiempo, el único tema que había en las charlas de Lulú, lo linda y obediente que gracias a dios había salido la Cristinita.
Se le caía la baba al viejo, eso era notorio. Todos no queríamos pensar mal. En algún sitio lo reprimíamos, yo creo que más que nada a eso nos movían los no confesados celos. Cristinita era una nena y nosotros, a diferencia de Lulú, que era un borracho cualquiera, de esos que no tienen empacho en salir por la tarde en bicicleta, llevando por acompañante a una dama de cinco para comprar otra, y nosotros, unos caballeros, que si no llevábamos una vida recta, aunque con algún desliz que se guardaba para el sábado, era porque no teníamos el capital para hacerlo.
Algún día, pensaba yo, habría que ofrecerle algún buen plan a la linda Cristinita, entre tanto no era mala cosa pizpear por arriba de la tapia, a ver como ella jugaba a dejar de ser niña, y lo bien que le salía, y las ganas, río inusitado de viscosa leche, de cogerla, más temprano que tarde, para darle una más apropiada forma a la tan mujer en ciernes.
*
cinco / cuatro / tres / dos / uno

6.3.07

La señorita Roldán/5

El padre, gran muchacho, era uno de esos grandes proyectos de vida que tienen la desgracia de encontrarse con dos pibes antes de cumplir los veinte años, y no es que los críos en sí, ni la mujer o las mujeres que los traen al mundo, sean propiamente una desgracia, sino que la vida pide decisiones vertiginosas que uno no está en situación de tomar. No a los veinte años, quién sabe a los treinta. Ya no es libre. Qué importa que tenga un palmarés de maravillosas calificaciones en la escuela, un puñado de fieles amigos, muchos sueños y la vida toda por delante. Ya está. Uno se ató de pies y manos. Quizá con el primero, a lo mejor, pero el segundo es un golpe que hace realidad todos los fantasmas. Se crece de golpe. O no se crece nunca.
Qué importaba si no la quería demasiado. ¿No dicen contigo, pan y cebolla? ¿Justo pan y cebolla? ¿No se podrá dar a cambio algo de pan o algo de cebolla con tal de matizar la frugalidad con otro sabor? Fue contigo, pan y cebolla mientras duró y hubieron otros dos chicos en común. Mirta era una gran mujer. Puso el hombro cada vez que hizo falta y esto es algo más que una frase de fórmula, aunque hace veinte años tal vez la cosa era diferente. La mujer, incluso ella, sus ojos verdes nunca del todo marchitos, era educada para criar muchos hijos. Lejos se vivía de otro ideal de autorrealización que no fuese ése y caramba que le rendían honores.
La búsqueda de ese otro sabor, era previsible, años después lo llevó, incluso a él, que tan buen muchacho era, a las primeras infidelidades. No fue con cualquiera, claro que no. Fue con una experta. Adela era experta en el toco y me voy, pero algo de él la prendó de un modo que el rumor del barrio creyó definitivo. Adela, experta y todo, jamás, ni siquiera viviendo en pareja con él, pudo desprenderse del apellido de quien fuera su marido. El, ni siquiera viviendo con una mujer que tenía el apellido de otro, pudo olvidarse de Mirta, de sus cuatro hijos, de la cosquilla en el estómago de aquella vez, cuando todavía sin cumplir los veinte años, supo que el atraso que lo tenía con Jeús en la boca era tan definitivo como una muerte.
Ale y el Gallego siempre rivalizaron con eso. Cada vez que por alguna circunstancia se enfrascaban en alguna discusión que amenazaba no tener fin, Ale le decía al Gallego: andá, a vos no te querían. Lo decía con suma firmeza. Como si a él lo hubieran querido como ninguna otra cosa en el mundo.
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cuatro / tres / dos / uno

40/72

Los acabarse nunca se acaban. Están todos liados de tal modo que a cualquier tipo de a pie, pongamos en ese lugar a Finnegan, que siempre va de a pie, le da la impresión de que nada se acaba nunca. Así, la vida como enfermedad, el amor como marcha hacia el abandono, la literatura como un dedo que se hunde a escribe entre la arena mojada y ese regusto en el paladar de sabor probado mil y una veces y sin embargo la resignación, la resignificación, la recreación, la postración de la creación que, cierta en su futuro levantarse, se mira el ombligo con desdén, se mofa de las heridas de los heridos y de las caídas de los caídos, como si hiciera falta un último escamoteo y uno más

5.3.07

La señorita Roldán/4

Qué le habría pasado al Gallego, me preguntaba yo, qué lejos estaba de aquel Horacio con el que yo competía en la primaria, es decir, no competía en términos de una decisión, sino que éramos el comentario de las maestras de cada división que veían en uno y en otro dos tipos de futuro brillante. No sabía qué fue pero debí imaginármelo. La culpa no era del cambio de escuela, mal que mal todas son un mecanismo de igualación del estudiantado, para peor, claro, sino de algo mucho peor, la familia. La familia dividida.
Su padre se había ido con otra, cosas que pasan, y jamás le había dado el divorcio a Mirta, la mamá del Gallego, y todo eso pasó cuando él era apenas un chico. Ale, su hermano más grande, se las vio peor. Padecía algunos raptos de violencia y dificultades para el aprendizaje que la llevaron a Mirta a decenas de citas con las maestras, que no estaban preparadas para solucionar ese tipo de discurso. Y no lo están todavía, más allá de que los divorcios sn la regla de este tiempo y no la excepción, como antes.
Menos por vocación que por descarte, el Gallego acabó por hacerse maestro de escuela. A mí me daba mucha risa escucharlo, pero en algún punto él necesitó de la experiencia de lidiar con críos que pasan a menudo las que él ya tuvo que pasar, para colmo agravado todo por la condición miserable en la que se vive en los barrios periféricos de las grandes ciudades. Así, compinche de los pibes, empezó a pasar con sobrado orgullo y grandes notas las prácticas, y hasta se alzó el cetro de mejor alumno de su promoción, lo que no era poca cosa. Claro que era como para que Mirta llore y cómo lloraba.
Se lo merecía. Tanta pena me había dado a mí, años antes, cuando erigido en su hombre de confianza, más allá de que sólo fuera un chico que tenía la gracia de hablar de corrido y decir cosas sensatas, le escuche decir algo como que a ella no la miraban ni los violadores.
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tres / dos / uno

2.3.07

El límite de la democracia

Desde que los tiempos son tiempos, el primer mandatario encabeza el acto formal por el que se deja inaugurado un nuevo período de sesiones del parlamento. Así es en la nación, en las provincias y en las municipalidades.
El discurso, si es el primero de la gestión, debería enderezarse a describir el plan de acción. O algo que se le parezca. Los períodos subsiguientes la van más de balances pero siempre hay alguna que otra promesa.
El discurso suele durar una hora. A dios gracias estamos lejos de esos países del tercer mundo donde los los presidentes hablan horas y horas. No obstante, la regla es el tedio y no cabe tener esperanzas de otra cosa.
Hay que recordar que se trata de discursos leídos, lo que le quita toda emoción al asunto y que en la composición trabajan burócratas de la más variada laya, acaso con el auxilio de algún escriba profesional, de los que no abundan en las oficinas públicas.
En fin, para cortar el tedio, puntualmente, cada determinada cantidad de párrafos, o ante una frase destinada al impacto, los parlamentarios que forman la tropa oficialista rompen en aplausos más o menos enfáticos a lo que, en general, el orador responde repitiendo la última frase que se empeñaba en leer, como dejando en claro que se trata de un hecho espontáneo y no de un efecto convenido o buscado.
Ayer, primer día de marzo, ceremonias por el estilo se extendieron en todas las comunas del país. La prensa dio generosa cuenta de lo sucedido y, como siempre, remarcó esas frases llamadas a ser repetidas a fuerza de aplausos.
Tomo una y sólo una que ha sido capaz de asombrarme, y créanme que no es poca cosa. Uno de estos muchachos dijo: menos daño hace un delincuente que un mal juez. Yo también tuve que leerla dos veces y no obstante eso me quedé pensando si quien lo dijo está seguro de lo dicho. Sí, y no sólo eso, además está convencido de estar en lo cierto. Tanto es así que hace unos meses encabezó una autodenominada "marcha contra la justicia".
En fin, si yo estuviera con otro humor, comentaría el estado de la administración de justicia, la desastrosa articulación con el régimen penal y la política carcelaria. Comentaría, por ejemplo, que hace unos pocos años, durante el mes previo a las elecciones, los dos principales candidatos pactaron con el hampa una especie de alto el fuego, no fuera cosa que la inseguridad alterase la convicción de los votantes. O me detendría en las acepciones que la academia asigna a la palabra delincuente. O escogería tres o cuatro delitos al azar y las compararía con algunas acciones el poder judicial. O, por último, trataría de elucubrar el sentido de la expresión "mal juez". Pero no, nada de eso.
Mejor me quedo pensando en el escriba profesional que puso adornos retóricos a un giro que no por temerario causa sorpresa. Un cipayo.
El límite de la democracia, ya lo ha dicho Sartori, es la ignorancia.

La señorita Roldán/3

Un día se acabaron los festejos. Fue silencioso, como quien no quiere la cosa. Nadie dice listo, se acabó, basta de despedirnos, vámonos, váyanse, aunque eso no sería del todo malo. Quizá sería útil para desprenderse de la maldita esperanza de que algo pase en medio, algo que vuelva las cosas a su lugar, que ellos no se vayan, que nosotros, los que nos quedamos, no tengamos que lidiar de sopetón, de golpe y porrazo, con este golpe del desierto en las aulas.
Sí, acabamos por fusionar a las diferentes divisiones. La convivencia se forzaba. Aquellos compañeros que habíamos preferido no lo fueran ahora estaban sentados entre nosotros. Alguna vez, a propósito de mi cabeza dispersa que sólo pensaba en jugar a la pelota, yo pensaba en lo bueno que hubiese sido convidarlo a nuestro curso al flaco Vivar y a Urza, que eran unos defensores como no había otros, pero no se los dije a los muchachos. Uno si tiene que elegir, se junta con sus amigos, no importa lo bien o mal que jueguen a la pelota. Además, si de ser sincero se trata, sólo el criterio de la amistad, que no el de mis destrezas deportivas, era el que me había hecho pertenecer.
Pero ahí nomás, al otro año, no quedó otra. Todos estábamos juntos, aunque nunca dejamos de ser nosotros por un lado, ellos por otro. Ya no más las borracheras aquellas con las chicas en el garage del Gallego. Se habían terminado las noches de pachanga regada son sangría. Aquello era el verano y esto algo muy distinto, algo seco en el paladar, de a ratos dulce, de a ratos amargo.
Es que cada tanto a alguno de nosotros nos llegaba una carta con mensajes para todos. Papá consiguió trabajo, yo entré en un colegio nacional, cada vez que escucho esa canción no puedo dejar de lagrimear y nosotros no nos tomábamos muy en serio aquello. Es que cada carta, dijera lo que dijese, siempre era un puente al pasado, un te acordás de, qué es de la vida aquel otro. Sólo que ya no había nada de eso y hacían varios meses que no sabíamos nada de ese otro. Y pasarían los años, la mitad de la vida, y de a poco la boca se sentiría menos seca. Todo era cosa de morderse un labio, pasar la lengua, tragar saliva y a otra cosa.
El largo camino del aprender ya estaba en marcha.
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dos / uno

1.3.07

Deuda con Gloria

Un día de los por venir, lo sospecho, aparcarán en mi vereda los titulares de una serie de acreencias que me vienen torturando desde niño. Me ocurre ahora pensar en Gloria, una señora muy amiga de mi madre, hija de unos portugueses pobres de toda pobreza, de esos muchos atravesaron el océano para encontrar aquí, de este otro lado de las cosas, una suerte de pequeña grandeza, una acumulación de bellezas materiales que daba gusto. La casa de los padres de Gloria quedaba, debe quedar todavía, allá por el kilómetro cuarenta y cuatro y pico de la autovía 2, camino a La Plata, El peligro le llaman los lugareños, un nombre en efecto muy incómodo a la hora de indicarle el destino a un bruto chofer de taxi, por ejemplo. Y aun con los inconvenientes del nombre, es decir el que provocan las fáciles asociaciones a las que la gente echa mano con tal de no gastar la batería del pensamiento, yo me planteo ahora mismo ¿cuál es el gentilicio de la gente de El peligro? ¿los peligrenses? ¿peligreños? ¿peligreros? ¿peligrosos? No había ningún peligro en El peligro, lo único que metía un poco de miedo era la ruta. Para mi gusto, demasiado tránsito, la gente muy apurada. De una y de otra punta de la ruta existían lugares a los que siempre urgió llegar. El peligro, en cambio, nunca le gustó mucho a nadie, y eso que vendían a dos mangos los cinco kilos de naranja, y los terrenos eran tan enormes y tan verdes, que no pocas de las fincas tenían su propia cancha de fútbol y casi con las medidas del reglamento y daba gusto subirse a los techos y no ver a muchos cientos de metros a la redonda nada que sobresalga, ni escuchar nada más que algún pregón lejano, todo por completo ajeno a la propia existencia de los que habitaban bajo ese techo. Los portugueses, eso sí, gente agarrada como casi no he vuelto a ver. Mezquinaban las naranjas, las bergamotas, me obligaban a tomarme toda la coca cola que me servía, en fin, a la legua se notaba qué tan pobres habían sido. La memoria de la miseria es así, no se va nunca. Viven como pobres por temor a volver a serlo, qué remedio. Gente buena, por lo demás, que daban ganas de pasarse días y noches charlando con ellos, muy a pesar de ese cocoliche apenas entendible que lo deja a uno, purrete al fin, más de la mitad de las veces en perfectas ascuas. Gloria no, ella era bien argentina, hablaba perfectamente el idioma, pero se había hecho una comerciante más o menos próspera, abnegada madre de cuatro o cinco varones, ya no recuerdo, y de una nena, Silvita, que había tenido la desgracia, apenas siendo una bebé, de poner su andar bajo la marchatrás de la camioneta de su padre. Pobre criatura. Siempre habló como si fuera una persona mayor. Me refiero a la dicción; es claro que los niños hablan, en todo lo demás, mucho mejor que sus padres. La recuerdo reprochando el uniforme de domingo que le había puesto su madre, un vestido que dejaba ver las ortopedias. Así nunca me van a saludar los morochos, decía, y amagaba el pucherito de una diva, toda una diva. Gloria me prestó, o yo elegí, ya no lo sé, un libro de su biblioteca para prestarme, la biblioteca de sus hijos en realidad, aunque los mayores tenían toda la pinta de ser unos atorrantes marca cañón. Me prestó, o elegí, las fábulas de Esopo. Ese fue el segundo volumen que leí en mi vida. El primero fue, también ajeno, Dos años de vacaciones, de Julio Verne. Los dos tuvieron el mismo fin: los agarró mi hermana y ya no fueron libros. Se transformaron en los cuadernos en los que la niña bocetaba sus primeros dibujos, pequeños grandes alimentos para el fuego y el viento.

Parroquiales

El autor de este blog desea manifestar desde aquí su profundo malestar por la desaparición de El arte de extinguirse y El diario de Mara Pérez. Sirva la presente para notificar a la niña, donde quiera sea que se encuentre.

Una pena, che, un par de esos blogs que no rutilan en la farándula local, escritos con desparpajo, chispa, agudeza. En fin, un reverendo bajón.