Jade May Hoey

1974-2004

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28.12.06

Reformas

Acá a la vuelta nomás, hay uno de esos localitos que se la pasan vacíos, sin que a nadie les interese tomarlos en alquiler. Será la ubicación -de espaldas al sol de la tarde-, será que un fracaso llama a otro fracaso y ya nadie quiere probar suerte entre esas cuadro paredes. Lo cierto es que hasta hace unas pocas semanas, el localito estaba ocupado por una incierta casa de esas que hacen fotocopias, venden accesorios para teléfonos celulares, y cosas así, aunque no daban muchas ganas de entrar, al menos a mí no me simpatiza la idea de entrar a ningún comercio que esté a cualquier hora del día copado por la caterva de amigos del dueño que lo ayudan a paliar las horas que pasan sin que entre un alma ni para pedir limosna. Maquiavelo se llamaba. Tal vez por eso sentí más rechazo. Odio a Maquiavelo, no porque lo vea y practique a diario sino porque me parece una versión, una más, del ya mítico Arte de la guerra, que es el libro que alumbró a oscuros campos del pensamiento como la política y el marketing, que a mi gusto son la misma cosa. Pero, en fin, si hoy me detengo sobre Maquiavelo es porque me he sentido llamado a responder un cartel que ha quedado pegado en la puerta, una promesa incumplida, o un término que no llega, no sé bien.

Cerrado por reformas, dice, y enigmáticamente agrega: hasta el miércoles. Así, cada lunes, al volver de mi trabajo paso enfrente y me digo: cada vez falta menos para el miércoles, ya van a abrir, qué pondrán de nuevo, romperán el embrujo que ha hecho naufragar todos y cada uno de los intentos de reverdecer los laureles de este localito en la calle Sarmiento, casi casi llegando a Lewis Jones, y se hace martes y aumenta mi ansiedad, y es raro porque yo jamás entré a ese lugar y no lo volvería a hacer, simplemente porque soy un animal de costumbres muy arraigadas y hace años que compro todo lo que necesito para vivir en tres o cuatro lugares, y la sola idea de tener que comprarme algo inesperado, un carretel de hilo para coser, por ejemplo, dispara todas mis alarmas, se me sale un botón de la camisa y entro en pánico de sólo pensar que en breve tocará arrojarme a lugares desconocidos, donde tal vez un dependiente de mal humor abuse de mí y se quede con mi dinero, o no puedo dormir sino es para soñar siempre el mismo sueño, entro, pido lo mío, voy a pagar, me olvidé la billetera, y se me suben los colores, y me atacan todas las miradas como alfileres, y me despierto, prendo la luz, me fijo en la camisa y sigue faltándole el botón que está a punto de llevarme a la locura, y busco en el cajón de la cómoda, en algún lado habrá, dos vueltas de hilo blanco, para pegar un botón de la camisa.

Y se hace miércoles y el cartel sigue ahí. Y pienso que falta mucho para que sea de nuevo miércoles. Y lo mismo el jueves, el viernes.

Los sábados no voy a trabajar, así que no pienso en nada.

El camino al infierno está tapizado de botellas vacías

A altas horas de la madrugada de hoy culminaron los actos celebratorios de mis primeros treinta y dos años. Afortunadamente no hubo víctimas fatales y todo se desarrolló en perfecto caos, a punto tal que me veo en la obligación de pedir disculpas por esta vía a los amigos que no han podido saludarme. Ya saben que no me gustan las fiestas y soy de los que se emborrachan con el primero que les toca la puerta. En fin, ha sido muy lindo. En breve publicaré la crónica respectiva. O alguna otra cosa, se verá.

26.12.06

Segunda opinión

Estaba detrás de mí desde hacía una buena cantidad de metros, pero algo me había dicho hasta ese momento que ese azul oscuro con pintitas blancas no merecía la pena. Así, durante el trecho faltante, me concentré en un punto cercano: la cinta que se empeñaba en no correr, el matrimonio de viejos, ella con una alianza enorme, él muy flaco, menos de diez unidades, un vino trapiche más bien barato, chucherías para la navidad; y el cajero, un muchacho nuevo, de esos que dudan ante casi todo y preguntan a una sombra que llevan detrás, pertenezca ésta a la figura de un cajero más avezado o bien a una oscura conciencia que sólo se revela cuando el novato voltea levemente su cabeza, como si buscara algo.

Entonces fue que escuché la voz de un tipo, supongo que su esposo, cada vez más cerca, diciéndole algo así como mirá esto, qué bonito, y ella, a la sazón la poseedora de la billetera, preguntándole cuánto es que costaba eso, que en su voz aparentaba no justificar el entusiasmo que mansamente enarbolaba el esposo. No sé, me cuesta encontrar el lugar dónde ponen los precios, dijo, y algo más que se me escapa, porque emprendió un nuevo derrotero que tal vez le deparase traer algo bonito, con precio, y que le gustara a su mujer. Sólo allí giré levemente mi cabeza, como si fuera el cajero en busca de la voz de su conciencia, y ahí estaba ella, toda majestad, una preciosa teta enfundada en una camiseta sin mangas, de un azul muy oscuro, con algunas pintitas blancas.

¿Me creerían si les digo que yo me levanto cada mañana con la esperanza de ver una cosa así? Aunque no lo creyeran poco me importa. Ustedes se lo pierden. Es un gusto menor, simple de satisfacer. Siempre hay una teta a la que echar mano, aunque más no sea en lo que la vista permite, cuando se está ligeramente atribulado por los alfileres que nos viene clavando la vida, ¡y lo que no daría uno por traspasar el capote y acabar con todo y torero!

Antes de que hubiera mundo, una teta y sólo una, prolijamente ataviada en azul oscuro y pintitas blancas, vecina de un brazo fortachón de piel blanca, casi amarillenta, en adelante coronada por un hombro nada desdeñable a la vista, un cabello de ese rubio ceniza que sólo se ve en las sobrecitos de tintura, bonitos ojos, y una generosa papada que era el único indicio de que la propietaria de la teta había pasado ya los treinta, y en eso de nuevo él, que quizá tuviera cuarenta, o cincuenta, o esa edad indefinida en la que uno comienza a sufrir los rigores de la vista menguante, y no tiene otra que esconderse en unos lentecitos muy a la moda, de esos que parecen no tener marco, pero de un cristal tan pero tan grueso, que uno se convence de que el buen hombre no ve lo que se dice absolutamente nada, esta vez trayendo alguna otra cosa, que ni noticias del precio, vaya a saber dónde lo esconde esta gente, y la reacción de la dueña de la teta no es sincera, es medida, y si hay algo para medir eso es la semiplena prueba de que hay un exceso antes que la calle se doble en esquina, pero mejor no pensar en eso y quedarse en los hombros encogidos del esposo, que da media vuelta y sigue en lo suyo.

Tal vez sólo por darme un gusto, y sólo uno, fue que ella también se dio una media vuelta, como si buscase oír mejor a su sombra, que tengo por seguro que le hablaba de mí, de esa compra tan extraña que supone un par de bifes y otras tantas botellas de vino y un gel carísimo para el flamante corte de pelo, y en vez de desdecir la media vuelta mejor dar una vuelta completa para derramar un poco de vista y majestad a lo que la teta vela, y de nuevo él, que estaba vez trae una promoción de dentífrico y cepillos de dientes y, como casi todas las cosas, consulta con ella qué tan buena será la prestación de los cepillos porque el precio era inmejorable, ella duda, ella pregunta, y él un poco de nuevo y encogido de hombros dice tanto como a mí no me afecta, no sé qué pensás vos, y a mí por un segundo me dan ganas de tomarla a ella por los hombros y decirle cómo es que puede compartir cinco minutos de su tiempo con un tipo que es incapaz de imponer su gusto, su criterio, su buen tino, a la hora de escoger un cepillo de dientes, porque no me entra mucho en la cabeza que en materias como ésta pueda haber el mínimo margen de duda. No es igual esto que aquello y a estos efectos poco viene importando lo que diga el ocasional compañero de alcoba, pero me quedo en el molde, que es lo que me pide la voz de mi sombra.

19.12.06

Sala de espera

Puede que me engañe la memoria, pero yo recuerdo haber visto en más de un dibujo animado de los que miraba en la infancia una leyenda que en el español neutro del doblaje decía “En caso de emergencia, rompa el cristal”, y en los años tiernos todo era tan natural que hasta me resultaba fatalmente agradable el hecho de tener que romper el cristal en caso de emergencia. Quizás, habida cuenta de la concurrencia de un evento terrible, fuera válida la ocasión de valernos de eso que se esconde tras un cristal.
No sé. Si hubiese sido por mí, en caso de emergencia hubiera roto la pecera y echado a la libertad a esas pobres criaturas del señor sentenciados a la pena de dar vueltas y vueltas en tan reducido espacio. Si hubiese sido por mí, hubiera roto las botellas de vino. Y los frascos de mermelada. Y los vidrios de la ventana. Y también, por qué no, la pantalla del televisor, el espejo que vigilaba el pasillo, los focos de alumbrado público de todo el vecindario. Hubiera roto los vasos, los platos, el pingüino y la majestad de la jarra de agua que tanto le gustaba a mamá.
Sólo después supe que en caso de emergencia los cristales suelen romperse por propia voluntad. Como si el mundo necesitase cada tanto que alguien le sacuda un hombro y la modorra, que algo cruja y se fracture y se haga añicos y lastime.
Entonces cada vez que viajo en colectivo y me toca sentarme a la mitad, levanto la mirada y veo el modo en que me mira el martillo y otra leyenda: use en caso de emergencia, y tonto como soy me da por preguntarme cómo haría yo para quitar el martillo de la cárcel que lo sujeta, cómo podría hacerlo con estas manos torpes para todo lo que no sea taparme la cara cuando lloro, y cómo si no tuviera manos y tuviera que redoblar el esfuerzo para acercarme a él con un muñón, con el hueso astillado y los tendones, o cómo si nada de eso tuviese y nada más la boca llena de dientes amarillos y entonces su silueta dura de martillo de metal riñendo con mis dientes, la lucha desigual, la derrota y entonces por qué no goma en vez, que si total no hay martillo que sirva al que no tiene manos y la vista roja de la sangre precisa un consuelo, que le digan, por ejemplo, en caso de emergencia use el martillo, y el pensamiento rojo de la sangre se contente de saber que alguna vez alguien ha pensado en él.
Pero vamos el martillo sigue allí, en su corsé. No hubo emergencia. No hemos llegado.

18.12.06

Vísperas del niñito

El fin de los días ocurrirá una tarde de verano. Estaremos todos, ustedes, yo, nuestros enemigos, organizando alguna de las tantas celebraciones que nos ocupan en víspera de las navidades. Tendremos la billetera vacía y nos lanzaremos a los bancos a retirar todo el dinero que quieran darnos. Ello porque gustamos de recibir al niñito dios con la panza llena y los mecanismos digestivos perfectamente lubricados, amén de que, puestos en plan de reconciliación con esa familia que nunca nos ha caído muy en gracia, tendremos al resto de las cosas de este mundo envueltas en papel de regalo y rematadas con la cinta roja contra la suerte que es mala. Hasta que un cajero diga no hay dinero. O mejor: la red no puede procesar su operación, vuelva a intentarlo dentro de unos minutos. Confiados en que se trata de un error del dispositivo, ustedes, yo, nuestros enemigos, otros transeúntes llamados a apiñarse en las cercanías de estos cubículos de la fortuna, empezaremos a rodar de aquí para allá, con tal de dar con un billete, la mitad de lo que en primera instancia queríamos e incluso menos. Todo con tal de llegar en pie hasta mañana, que seguramente todo volverá a su cauce, sólo que tendremos un día menos para prodigarnos en homenaje a nuestros afectos y tendremos más sed y mucha más hambre y nos sentiremos un poco en falta con ese niñito dios que viene a traernos la buena nueva, envuelto en papel de regalo, rematado con una cinta roja contra la suerte cuando es mala.

12.12.06

Abisma

Me dicen que falleció un pibe que conocí en la facultad. Una muerte absurda, un resbalón mientras escalaba no sé que rocas de un sitio que siempre se ha ofrecido acogedor a nuestras excursiones festivas, a nuestra juventud.
Alguien me habla del vértigo, como si supiera lo que es sentir en las muñecas el tránsito de una autopista infernal y en los pies el irredento deseo de dar el salto y acabar de una buena vez con todo esto.
No le creo.
Otro menciona una cierta enfermedad que es mejor no nombrar. Un ataque de lo más inoportuno. Veintiocho metros, veintiocho años, sí, no fue el mejor momento para perder el sentido.
Tampoco.
Porque todo lo demás se hace cuento. Esas materias de trasnoche que él aprobó de modo irreprochable y yo dejé justo antes de que el profesor aprendiese mi nombre. ¿Alguien pasa al frente? Yo, yo, decía él, y a escondidas lo imitábamos con la voz que nuestro menesteroso teatro le pone a tipos así, grandes, gruesos, torpes, tontos. El profesor le decía, bueno, pasá vos, Luciano, pero lo miraba con gesto de mejor que sea la última porque todos, el público presente no me deja mentir, queremos ver a Moniquita frente al pizarrón y grato hubiese resultado que vos no levantases la mano, que todos acompañasen tu silencio, para que yo, profesor, amo y señor, mi soberanía de dictador recuperada, le pidiese a ella que pase al frente, que borre lo que yo escribí y haga un esquema del brainstorming que nos depare su pantalón blanco tan perfectamente justo a su cometido.
Qué va.
El resto de las veces yo no estaba allí para escucharlo en sus intervenciones, todas guiadas por el mismo instinto que a nosotros nos gustaba festejar en los pasillos. Y esa novia insufrible. ¿Ay, viste qué lindo está mi Lu? y lo bien que hizo en cambiarla por otra, lástima que después padeciera la recaída que ataca a los corazones abandonados y, en fin, tal vez en el fondo no era mala chica y nosotros éramos los equivocados.
Decenas de exámenes pasados con lo justo. Todos se preguntaban cómo hacía. Horas culo, es de suponer, porque chispa no le había sobrado nunca, porque no tenía el carisma que hace buenos a los expositores aunque toquen de oído. Era el destino que toca a los perseverantes.
Me dicen que Julio y su novia lo vieron caer, que incluso ella, en gesto desesperado, trató de sujetarlo, qué esperanza, esos brazos flacos que salían de la camiseta rosa, el grito desgarrado de lo que se parte sin remedio, de lo que parte sin remedio, la parte, él parte, nosotros partidos.
Quién sabe si Julio puesto en el lugar de su novia no hubiera dado todo de sí con tal de retenerlo, si no hubiera rodado también él, cuesta abajo, tironeado por esa mole que era Luciano o si todo hubo de ser escrito de antemano y fue preciso que un delicado brazo salido de una camiseta rosa fuera el último peñasco al que aferrarse.
La puta madre.
Ni siquiera era mi amigo, pero episodios como este nos devuelven la certeza de cuán frágiles somos.
*
El diario de hoy informa que el domingo, víctima de un cáncer, falleció Rafael Pinedo, autor de Plop. Tenía 52 años.

7.12.06

zum

pasará sin dejar huella también este verano lo sé de sobra lo he visto en la playa en la madrugada de un lunes borracho y alguna que otra tarde ganada a las cuotas que con usura cobra el insomnio es gris de lejos parece brillar pero todo mentira puro cartón pintado y mal pero a qué espetarle el desaliño con qué fin si todo es todo seco como de siempre de talonario de hojas amarillas y la hoja inútil del carbónico a medio arrugar si fuera todo tan simple como arrugarse por mitades yo no podría en cambio así tan frescos así lanzados de lleno al desenfreno de estrellarse de puro torrente insoluto que es uno en el fondo los huesos blandos en la espalda dura la cama fría sin sábanas y el sol asaltando la ventana como un gato del piso al árbol del árbol al techo y sus provincias tan ajenas a mí de noche aferrado de un hilo prometedor a la buena del viento

6.12.06

Metástasis

Ayer ganó alguna repercusión incluso a nivel nacional, lo que ya es decir bastante, la decisión de la sociedad rural local de no acompañar el paro de actividades determinado por la mayoría de las agrupaciones que reúnen a los productores agropecuarios de todo el país.
En realidad, el impacto de esta agachada es ínfimo. A falta de condiciones naturales favorables, la actividad agropecuaria por estos lares no goza de mayor predicamento, de suerte que la adhesión o no a la huelga por parte de los productores locales es sólo un gesto.
¿Un gesto a quién? ¿O a quiénes?
Es preciso anotar que, como sucede en otras latitudes, la producción agropecuaria cuenta con el generoso favor del estado, que presto acude a socavar cualquier amenaza al rédito empresario, sea ésta real o no tanto.
La ecuación es sencilla. Estamos a escasas semanas de la realización de una exposición, feria o fiesta del carnero y el estado local amenazó a la rural con quitarle el suculento subsidio al evento si es que los productores osaban plegarse al paro nacional. La rural, por supuesto, antepuso el interés de sus agremiados y en breve contaremos con el homenaje que el carnero, en tanto motor de crecimiento de la economía, se merece.
Algún día, sospecho, podremos detener a la inflación con mejores artes que el control de precios, práctica perimida y, a la larga, poco funcional.
El problema, queda claro, sólo en un nivel superficial se corresponde al nivel general de precios. Del resto mejor hablemos otro día.

5.12.06

Sancti

Tal vez empresas más avanzadas que esta a la que le vendo mi tiempo ya lo hayan implementado. En tal caso, de nuevo mi pereza me habrá impedido convertirme en profeta, pero eso no me preocupa grandemente. Convengamos que sirve de poco adelantarse a los tiempos si uno no puede obtener a cambio una recompensa.
En tiempos idos, cuando gobernaban ratas incluso peores a las que hoy, tener algún informante podía cuadruplicar una fortuna en el término de pocos días. Las políticas regulatorias que no regulaban, las políticas cambiarias que mutaban con llamativa facilidad, en fin, la anomia que es nuestra marca de fábrica, sólo con el marco de ligera previsibilidad que uno pudiera, con buenas o malas artes, ganarse. La cosa era sencilla: pasarse a dólar antes de una buena devaluación, cosa no tan simple como decirlo, y a los pocos días recoger el fruto del cimbronazo que dejó el tendal entre los desprevenidos. Quien tenía mil hectáreas pasaba a cuatro mil. Cualquier hijo de vecino, con un trabajo decente, veía su salario licuarse de un modo inconcebible. Un gris comerciante de allende las pampas, erigido ahora en policía bancario, sentaba las bases para su futuro ministerio.
Hoy, saciadas mis necesidades materiales o, para mejor decir, olvidadas que han sido mis necesidades materiales, me encuentro escribiendo en plena jornada laboral. Sólo por acentuar el disimulo, alejé de mi alcance al mate reglamentario, me rodeé de las hojas amarillentas de una resolución que data de los facinerosos `70 y las desparramé en abanico, solapando una buena parte del enorme planillaje que supone la auditoría de los bienes de capital, a la que supuestamente me encuentro abocado. Pero no sólo de pan vive el hombre, ya lo sabemos, y tampoco es bastante con la buena carne de cordero. A veces, aunque no nos falte techo, alimento y vestido, sentimos las rodillas de nuestro espíritu flaquear.
No flaqueo, no mientras escribo, no mientras escribo si sé que un par de boxes más allá, en el espacio que han destinado el equipo creativo, yace, apoltronada en un sillón azul francia con rueditas, la rechoncha humanidad de nuestra flamante incorporación. Cargo indefinible, aunque propio es aclarar que a la nueva gestión ese asunto de ponerle nombre a las funciones no le resulta del todo cómodo. Currículo vitae breve, a la usanza moderna, una carilla salpicada de imprecisiones, con más, y prolijamente abrochada, la tarjeta del señor secretario privado. Sorprende, o no tanto, que su principal formación sea el año y medio en el seminario. Lo que yo venía contando: la juventud viene frágil de espíritu. Y ni te digo los burócratas. Con qué gusto algunos lo visitan en consulta. Me pregunto, sin malicia, si no nos haremos de un confesionario, para mejorar la prestación de su servicio.

4.12.06

No

Algo largo Qué tan largo Tanto como para que no se agote dentro de un minuto, no es mucho, ¿o sí? Sí, aunque en realidad depende, a veces, el flujo está, se vale por sí mismo, no necesita de mayores coerciones, pero otras veces, pongamos hoy, esta noche apenas celeste en el cielo del oeste, no me sale, no puedo, ni mucho ni poco, ni de un tirón ni con fórceps, y esto vale para cualquier estímulo que estés tramando Bueno, está bien

1.12.06

Líquida Babel

Cuando Carmen me vio entrar bastante desmejorado –la barba crecida, ojeras, el pelo revuelto porque ni siquiera había ido a trabajar–, me comentó que el asunto podía ser grave, que me lo tomase en serio, que el ibuprofeno y la posibilidad de bronquitis. Ahí nomás me contó –yo no se lo pedí pero suelo ser cortés con ella y mi cortesía incluye extender las charlas que ella inicia aunque no a mí no me interesen en lo más mínimo– de uno de sus hijos, el más sano –porque al parecer hay uno que tiene el don de pescarse las enfermedades para las que aún la ciencia médica no ha previsto un nombre–, se había agarrado algo parecido a eso que yo decía tener, eso que no era más que un estado febril –lo que me devolvió mi condición de tipo fácilmente irritable, es noviembre, de vez en cuando refresca–, una mucosidad ligera, de tinte apenas diferente al agua cristalina, y una sensación de fatiga generalizada, que bien podría tener que ver con las extensas jornadas laborales, con el derrotero que me he propuesto para lo que queda del año, o bien mi reaparición con vida material en los días de un jefe que viene haciendo agua por todos lados y tiene severas dudas sobre su continuidad inmediata en el cargo, los urgentes amaneceres de la latitud 43, tan a contramano de la vida normal, la devolución de mi cuerpo al territorio de la humedad, sumado esto a los primeros calores y a los no por esporádicos menos intensos vientos que pegan mañana, tarde y noche, en fin, un leve resfrío estival, tan al alcance de la mano que a mediados de noviembre, todos los sabemos, tarde o temprano, hará más arduas las cosas que hasta ayer apenas lo eran.
–O una alergia –repuse, y acaso mentía porque yo nunca he pertenecido a la clase hipocondríaca, antes al contrario: toda la vida me he jactado de vivir lejos de médicos, medicinas y remedios.
–Claro, el polen ha de ser –decía ella y yo creía que sí, que en una de esas era culpa del polen, pero a poco de asentir con la cabeza me daba cuenta de que, aunque yo hubiese estado lejos de la ciudad, la primavera había proseguido sus trámites sin mí y a esta altura, bien entrados en noviembre, ya era molesta, pegajosa a la vista como esas señoras que no asumen las complicaciones propias de su edad y se atavían en verde manzana y echan mano a esos pantalones tan parecidos a los que uno usaría para ir a correr al parque o para dormir en una noche del más crudo invierno y no, pongamos por caso, concurrir a sitios públicos, yo qué sé, el cine, la oficina.
–No, creo que no tengo alergia a nada, salvo a trabajar, como todo el mundo –dije, ya repuesto del pequeño vuelo anterior, en todo atribuible a lo poco interesante que resulta mi interlocutora cuando pontifica, a la fiebre, al deseo incontenible de sonarme la nariz con urgencia, de tomarla fuertemente entre los dedos y hacer lo que diría mamá.
–¡Soplá!
Eso, suponiendo que eso fuera soplar, pero Carmen estaba dispuesta a volver a la carga, así que con mi mejor gesto de hombre comprensivo la seguí escuchando.
–Son cuarenta y ocho horas o tres semanas.
–¡Pero tres semanas es muchísimo!
–Vos no estás tan mal.
–Sí, pero éste es mi tercer día así.
Era el tercer día.
Ya no llevo la cuenta de los días, no tiene sentido. Tomo las porquerías que me dicen y trato de convencerme de que eso alcanzará. No quisiera llegar a las navidades así, no porque me importe la navidad. Odio los almanaques, sobre todo a esa altura. Pero no quiero imaginar que esto sea tan largo.
Sin embargo, creo que a longitud nada habrá de superar a la del moco blanco que guardo en la mitad derecha de mi nariz. Puedo estar diez minutos seguidos soplando –supongamos que eso sea soplar–, acumulando el residuo en mi pañuelo, en una carilina, en mi mano pelada, y siempre hay un resto que sobrevive a mis fuerzas.