Jade May Hoey

1974-2004

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28.2.07

La señorita Roldán/2

Esa temporada jugamos al basquet.
Como quedó dicho, el profesor no dejaba ningún detalle al azar. Nosotros, los quinceañeros de entonces, lo mismo que los de ahora, preferíamos la anarquía, de suerte que, no podía esperarse otra cosa, aquel año se pareció bastante a una conscripción.
La violencia formaba parte del acervo cotidiano. Por ejemplo, un día cualquiera, a propósito de la lenta marcha de los soldados, Sifón, que así le llamábamos por su contundente nariz, decidió ponerle un coto a la desidia y echando mano a su ronquera, puso el grito en el cielo: ¡el último manteada!, lo que puede traducirse más o menos así: al que llegue último, caguenlo a palos.
Ante el rigor del régimen que encabezaba (más ajustado a la realidad sería “ennarigaba”, pero jamás me tomaría esa licencia), la orden se cumplió a pie juntillas. Tal vez sea oportuno que aclare que el profesor sintió algo de sana culpa cuando el rostro ensagrentado de Capelli, que no se había tomado muy en serio la orden, o no pensó que llegásemos a tanto, pidió algo así como una tregua. El caso lo ameritaba.
La decisión de ponernos a jugar un campeonato de básquet entre las diferentes divisiones no fue afortunada. Mi curso, por ejemplo, integrado sólo por elementos que ni en su madurez han alcanzado ese umbral de decoro masculino que es el metro setenta, se vio perjudicado seriamente. Más allá de que no hubiera ningún premio al campeón, nadie ahorró malas artes para la competencia.
Así y todo, el básquet nunca podrá echar de su sitial al fútbol. Más allá de sus atractivos, hay pequeñas cosas de las que carece y hacen a nuestro adn deportivo. Voy a referirme sólo a una.
Pocos placeres experimenta el cuerpo que se le parezcan al de ir a trabar una pelota. Toda la fuerza concentrada en un tobillo contra otro tobillo en el mismo plan, el ruido que resulta de la compulsa, el momento inmediatamente posterior, en el que uno de los jugadores se ha llevado toda la ventaja y el otro ve lo vano de su esfuerzo, esas cositas son impagables. Claro que es lindo meter goles, intervenir en jugadas lucidas o salvar a la valla en la ultimísima instancia del juego, pero esos son extremos. Esto es el juego mismo.
En el básquet es diferente. Casi todas las fricciones se sancionan con falta. Así, lo que prevalece es la maña sobre la fuerza. El que gana la posición, gana la pelota y esta diferencia crucial se funda en que el balón se disputa casi por completo en el aire y el menor impacto de un cuerpo contra otro, sin el sustento que da el tener al menos un pie en el suelo, termina por magnificarse.
Algo así nos pasó una vez al Cuni y a mí.
Nuestros equipos medían su disparidad de fuerzas. Perdíamos feo, pero ya estábamos acostumbrados. Sin embargo, mi equipo se prodigaba por entero, incluso yo, que era de los peores. Así, en una instancia del juego, alguien habilitó al gordo, que con suma comodidad se dirigía al aro en mis propias narices. Así, cuando se elevaba para encestar, le crucé uno de mis brazos para dar contra los suyos, lo que en cualquier caso implicaba una falta, pero con tanta mala suerte que acerté con su cara. En fin, malogré su acción, pero él no contento con la falta, casi sin pensar se hizo de nuevo de la pelota y me la tiró por la cabeza.
Ni hablar. Nos echaron a los dos. Hicimos un poco de teatro. Teníamos quince años y llevábamos más de diez de conocernos. Nadie entendió nada. Qué decirles. Fue la primera y única vez que me echaron de una cancha. Bueno, sí, alguna vez me echaron de algún bar, pero eso ya es otra historia.
*
uno

27.2.07

La señorita Roldán

Una pena el haberme olvidado de cada nombre de los pibes de la señorita Roldán. Me ha quedado uno, a lo sumo dos, y eso en ocasiones es bastante. Quiero decir: me entusiasma la idea de que uno solo de esos nombres, el que más a mano tengo, el que mi memoria se empeña en recordar, sea suficiente para recrear a los otros. Después de todo, pienso, ese nombre, las huellas que en él ha dejado el paso del tiempo, no me permiten, respecto de él, otra cosa que no sea una recreación; de él mismo, de su familia, del entorno que nos vio crecer y ahora, muy de a poco, nos reencuentra, de distintos modos, derrotados.
Quiero contarles un poco sobre el tipo que yo conocí como Alfredito, en el jardín le decíamos así, según creo recordar, en la secundaria fue el gordo Quepercha y ahora, al menos de boca y puño de los amigos que le han quedado en la capital, es el Cuni.
Yo nunca podría llamarlo el Cuni. Es más, me enteré de su nuevo apodo por puta casualidad. Bah, quién dice que en estas cosas existan las casualidades. Yo no. Yo no puedo decir algo como eso justo ahora, que acabo de recordar cómo fue aquello. Qué milagros trae consigo el escribir. Voy a malograr el texto que tramaba. Mejor será que les cuente como lo reencontré.
Hace unas buenas temporadas, yo chateaba demasiado, varias horas al día supongo, todos los días. A menudo solía jactarme de mis horas de vuelo en ese mundo, que en rigor de verdad eran horas quitadas al vuelo y en cambio otorgadas en ofrenda a la vida sedentaria, lejos del sol. Así y todo me gustaba. Así y todo, les decía a mis interlocutores de entonces, me gustaba mucho. Creía conocer a la gente y de hecho es el día de hoy que tengo el don de saber en tres o cuatro frases si alguien sirve o no. Me equivoco, claro, y muchas veces, pero no reniego de eso. He preferido tomármelo como si fuera una cosa propia del oficio. Puedo equivocarme con alguien. Puedo tener una primera impresión negativa pero sólo por el hecho de darme permiso para esa licencia de equivocarme de vez en cuando, soy feliz.
Chateábamos.
El allá, yo acá, donde siempre. Yo no sabía que él estaba escondido detrás de un nick que poco tiene que ver con él: no voy a escribirlo; diré sólo que es el apellido de un galán de telenovelas, uno que habla entre jadeos. El tipo era el animador de la pista central. Aparentaba no llevarse nadie a privado y, desde luego, eso me movía a intriga.
Hasta que saltó la broma, la misma que le había oído decir dentro de un aula hacía más de diez años, cuando él era el gordito chispeante nos arrancaba de esas horas de nada.
Imaginen una clase de educación física, tal vez la primera de ese año, o quizá la de un día de lluvia. El profesor peroraba sobre la planificación que nos estropearía la vida ese año, contaba cuán exigente era. Daban ganas de pegarle. En un punto hablo de que cada tanto haríamos algún deporte y preguntó a la concurrencia, ya que en esos tiempos la democracia estaba de moda, cuál podía ser ese deporte que a todos les gustase, descartando, desde luego, al fútbol.
El rugby, dijo un chico bien, porque mi escuela si de algo estaba plagada era de chicos bien, y otro se sumó, y grandotes como eran, hicieron valer su propuesta, que es una de las formas en que la democracia se ha puesto de moda.
¿Y en qué cancha lo jugamos?, interrogó el profesor, convencido de que con eso desbarataría la intentona.
Desde el fondo, Alfredito, más conocido en ese entonces como el gordo Quepercha aprovechó el bullicio general, se hizo bocina con las manos, y gritó:
-¡En la cancha de tu hermana!
Aquella vez lo suspendieron por un par de días. Esta vez me sirvió de anzuelo para preguntarle en verdad quién era.

26.2.07

Pedir no cuesta nada

Les confieso que he visto más de una vez esta película y nunca entendí de qué iba, claro que mediando la belleza de Natalie Portman, a quién puede importarle mucho algo tan banal como eso que designan trama.

Algo como eso, un detalle, una boca que distraiga durante 200 páginas, algo así me gustaría.

Parroquiales


Durante estos días el diario La Voz (antes era La voz del interior, pero quién sabe ahora) ha honrado a este espacio incluyéndolo en su cartelera de blogs invitados. Gracias por la mención y también vaya nuestra gratitud perpetua al malentendido que nos ha puesto aquí, que es decir allí.

24.2.07

Impromesa

Uno de estos días voy a escribir algo sobre Fitzgerald, uno de estos. Nadie se lo tome muy en serio.

22.2.07

Si me viera Noé...

Después no importa nada, les aseguro. Nada, nada (tortura en la radio). Bah, un poco sí. Distinto sería echar mano a otra muda de ropa y no tener que ver el agua caer lenta de la camisa, de los pantalones, ver el color negruzco en el marrón de los zapatos, y el incesante goteo en las manos, en el pelo, y con lo que costó ajustar el peinado, el de siempre, el de memoria bajo el spray.
Deja de importar la ciudad, por ejemplo, (ahora es Paulina), y eso que la he puteado una y otra vez en lo que duró el trayecto. Miento. Sé que miento, que no he tenido fuerzas para decir una sola palabra hasta llegar a tierra firme y ni tampoco. Sé que he preferido quedarme a ver la lluvia tras la ventana, los coches apurados, la luz pequeña de sus faros zigzagueando, algún que otro paraguas, mucho transeúnte corriendo hasta donde las patas le den, y las mil y una perforaciones del agua sobre el agua en los charcos, pero bueno sería que comience las cosas por el principio.
Salí y era la hora, tanto que un último recuerdo me sobresaltó. Algo me faltaba y no tardé en remediarlo. Era un papel (nadie podrá olvidar los Grammy del 94), lo doblé en dos, no sé por qué. Fue un gesto. Habré querido preservar la cara escrita del roce con las lapiceras sueltas en el bolsillo del maletín. Algo así.
Salí, decía, me sentía con tiempo, prendí uno, y no apuré el paso hasta llegar a la Gales. Antes de la estación lo tiré. Estaba por la mitad pero yo estaba en situación de darme saciado de todos los placeres del mundo. Afuera relampagueaba. Vi mi camisa, una a cuadritos, la más veraniega de mi placard, regalo de mi madre, y por un segundo deseé que eso que se avecinaba en el cielo no pasara de una tormenta de verano, diez minutos, cosa de nada.
Vi en el revistero que nadie se ha comprado el libro de Hemingway que salió con el diario el jueves pasado. Vi que en Don Otto me sigue faltando la morocha que me alegraba las mañanas y que hay en su lugar una rubia desabrida, edad indefinida, que la va de simpática un poco a la fuerza con los choferes del colectivo que llega de Esquel, en fin, las cosas de siempre, sólo que yo nunca me acostumbro.
En mi andén no estaba el coche de David, el 26. El resto, Walter, la vieja enana, la petisa que suele sentarse al lado mío, improvisaban una fila. No hace falta hacer fila en realidad. El coche viene vacío. Todos podemos ir sentados. Pero hay algo de orden socialista en eso de guardar el orden de llegada. Sólo por vicio me quedé a un costado. Un trueno sin majada sonó y todas las miradas se miraron.
Llegó David. Lo de siempre. Canciones de Valeria Lynch y Banana Pueyrredón. La enana que saluda a todos, a Walter le piden el diario. David pide que le lean el pronóstico. Alguien repasa en voz alta las policiales. Seis y diez, nos vamos antes de que lleguen los bolsos, dice David y pone la marcha atrás.
Tres o cuatro gotas salpican la ventanilla. Presiento que hoy puede ser un día que valga la pena. Es jueves. En la primera parada se suben los de siempre. La flaca de cara verde, para mi asombro, busca lugar en las últimas filas. Saluda a cada uno a su paso, pero se olvida de mí y le estoy muy agradecido. La avenida, la galería Fénix, los de siempre. Para ser sincero, me falta alguien. Hubo un tiempo en que había una indiecita que me gustaba. Ocasionalmente se subía al 26, no sé por qué, tal vez por desorientación. Discretamente bonita, todo en su lugar, pañuelito al cuello, pero hace rato que no la veo. Me consuelo entonces cuando veo subir a otra como ella, un poco más fornida, siempre con largas faldas que no opacan lo bello de su figura. Está bien. Son las seis y cuarto. No soy demasiado exigente.
De reojo la veo subir, hoy de pantalones blancos, y me entusiasmo pensando en que hoy sí voy a asomar mi vista al pasillo para verla por entero y sin restricciones, pero, segunda sorpresa de la mañana (¿o van tres ya?), elige sentarse conmigo y yo celebro en secreto su elección. La última vez que se sentó conmigo, y a esto lo sé ahora que he consultado mi libreta azul, fue el 14 de febrero. Lo recordaría de todos modos, sin necesidad de chequear el dato, porque fue el 14 un gran día y yo ya me daba por pagado con sentir la vecindad de un culito mullido, lo mejor que puede pasarle a uno a esas horas.
Hoy me doy cuenta cuán ancha es de espaldas. A pesar de ser los dos bastante delgados, no consigo evitar el roce permanente de mi brazo izquierdo con su brazo derecho. Se pertrecha, toma de la cartera el espejo, comprueba que está todo en orden. Afuera llueve con más intensidad. Siguen subiendo pasajeros y sospecho que hoy quizá no haya lugar y a los últimos les toque hacer el trayecto de pie. Ahora toma su teléfono. La luz azul me encandila. Cierra la tapa. Me dice, y es ésta la primera vez que me habla, cosa que también anoto en mi libreta, me da miedo viajar en días así, yo finjo tranquilidad. He viajado cientas de veces como ésta. Recuerdo, sin ir más lejos, cuando conocí la ruta El Bolsón-Bariloche (¿te acordás?), eso sí que metía miedo. Llovía como nunca. El auto precedente siempre levantaba agua. No se veía nada de nada y una curva acá, un curvón, otra curva, y yo que no sabía de dónde agarrarme. Me siento un poco como esos estúpidos que invitan a la novia a ver una película de terror, a ver si aprovechan a forzar lo que ellas no quieren, más roce, más miedo en ella, lo que permite suponer más hombría en él, pero la verdad es que a mí la hombría nunca me ha sobrado.
Truena. Durante las curvas el agua pega duramente contra las ventanillas. Está inquieta. No deja de sacudir la pierna derecha. Ahora finjo desinterés. En el fondo del cielo clarea el amanecer. Creo que en nuestro destino no habrá ni lluvia ni nubes para amenazarnos. Se lo digo. Ella finge interés pero no me cree una palabra.
El coche se detiene. Miramos a los costados buscando razones. Sube un pibe, tiene la campera empapada. David lo hizo correr unos buenos metros, el pibe se lo reprocha. El chofer se excusa. En verdad no se ve casi nada.
Primera y segunda paradas. Da la impresión de que no será fácil el descenso. El agua anegó todas las esquinas. David no lo toma en cuenta. Todos los que se bajan lo hacen dando un salto que es digno de verse. Muchachos de traje, señoras con tacones, todos corren el riesgo de un mal movimiento y dar su humanidad contra el suelo. Tanto da. Llueve tanto que la mojadura, de todos modos, es un hecho.
Tercera parada. En la entrada del ministerio hay más luces para ver. Alguien, antes de bajarse, desliza un ¿y ahora?, todos se preguntan lo mismo. Alguno, no lo veo, de seguro se persigna. Después el salto y la carrera. Cinco, diez metros hasta la puerta. El coche de nuevo en marcha. Es mi turno de bajar. Ella, según tengo anotado, siempre se baja después que yo, así que no sé dónde trabaja. Miro en su mano un anillo en el dedo de la alianza. Me pregunto si es cosa buena preguntarse por estados civiles debajo de semejante aguacero. Es demasiado tosco. No puede ser una alianza. Es grueso. Parece de acero. En todo caso, el marido tendrá mal gusto para las alhajas pero ¡qué caramelito que se come! Ya me veo pidiéndole permiso, forzándola a salir al pasillo, quizás a adelantarse un par de asientos, que es lo que más deseo para verle el culo por última vez, pero está visto que hoy es un día con demasiadas sorpresas. Se prende en la fila india. Ella también baja.
Maldigo lo que me hace tomar el 26. Maldigo a las chicas y a sus conjuntitos ceñidos. Maldigo a las seis o siete cuadras que me faltan hacer y me veré obligado a encarar entre charcos y bajo una lluvia torrencial. Maldigo no tener ninguna amistad en el Instituto como para subir yo también la rampa y quedarme dando vueltas hasta que el agua pare. Hago dos metros en la dirección planeada. Ya no veo nada. No hay sitio donde guarecerse. Retrocedo. Elijo el plan b.
Es otra calle. A diez metros hay una cabina de teléfonos. Allí me quedo. Mi camisa, y han sido sólo diez metros, chorrea como si la estuviera lavando. Los zapatos son pura agua. El pelo, las cejas, la nariz, todo me gotea. Miro los autos pasar, sus pequeños faros alumbrando las olas que el viento improvisa sobre la calle 9 de julio. Son 30 centímetros, no más, pero avanzan dando zancadas que más quisiera yo para mis pies. Hay autos a contramano. Gente que se baja corriendo de los colectivos. Un ciclista, toda la cabeza dentro de la campera, que pedalea sin mirar a dónde va, las frenadas bruscas. Hago señas y nadie me ve. No sé para qué lo hago. Nadie querría rescatarme. Voy a llegar tarde. Estoy tentado de discar nuestro número y decirles ey, estoy acá, a la vuelta del Instituto, en la cabina telefónica, manden un móvil, pero desde que dejé de usar el reloj no sé en qué horas vivo. Deben ser las menos cinco, me consuelo. Todavía no son las siete, me digo, y ya deben haber pasado diez minutos. Lo sé por el movimiento. Lo intuyo porque no ha dejado de llover, todo está oscuro menos las luces que vienen y van a toda carrera.
Decido que ya es tiempo de salir.
Hay dos caminos. Una chance es retomar el plan a. Tendría una cuadra y media hasta los cajeros automáticos. Podría hacer una escala en la estación de servicio. La otra es la intemperie. Me juego a todo o nada. A los veinte metros estoy arrepentido. No tengo donde guarecerme. Subestimé a los goterones helados que ahora me atacan por la espalda y se mofan del maletín que ahora llevo por sombrero. Doblo en la esquina, en lo que creo es la esquina. Estoy agitado y con los ojos llenos de agua. Mi cuerpo pide una tregua. Con gusto se la daría si encontrara un porchecito, un balcón, pero en vez de eso me encuentro con mangueras que desagotan a la calle, con canaletas de los techos que desembocan a mitad de la vereda y me obligan a no guardar una línea recta.
Con suerte, ya estaré a una cuadra de la plaza. Basta que dé un salto lo bastante largo. El salto es casi perfecto. Quiero correr por sus pasillos de laja y levanto agua para todos lados, y trago y lloro y tengo ganas de gritar pero es que estoy tan agitado que me dan ganas de reír, porque hay gente que hace el camino inverso y yo levanto tanta agua que podrían devolverme un insulto, y nada de eso. Qué más da. Esta y aquella lo mismo son el agua, de cielo, un poco más sucia, un poco más gastada por los zapatos que corren y doy gracias de no tener que llevar tacos altos, pero si fuera mujer no llevaría medias y no tendría problemas en llegar y descalzarme, pero esta humedad en las medias, esta camisa y este pantalón por único indumento harán de esta mañana mi condena.
Ahora voy campo traviesa por el césped de la plaza. Estoy a un metro y medio de la cale Maíz y no sé cómo saltarlos. Hago lo que puedo. Me salpico un poco más. Ahora son dos metros hasta la vereda. El agua es negra. Sigo a alguien que busca ese resquicio para dar un salto digno. No hay. Así hasta Trelew, me dice el tipo, y se ríe, y me deja, y decide saltar en un sitio donde yo no podría. Qué más da. Ya estoy mojado y piso el agua podrida y me echo a correr por la vereda y las baldosas flojas levanto más agua. Perdí toda mi dignidad y me queda otra cuadra y media. Acelero. Y estoy cerca. Freno antes de que me atropelle un colectivo. Acelero, ahora es un auto, estoy a un salto de mi vereda. Quiero volver a respirar y que todo esto acabe.

15.2.07

Vacío/3

A veces tengo una sensación extraña. Ha de ser culpa de la pampa pelada. A veces, a fuerza de hacerme contar cosas por otros que han tenido más suerte que yo en eso de viajar y conocer mundo, veo de nuevo la foto de la pampa pelada. La mía, la nuestra. Esta que empieza allá lejos y nunca alcanza a terminar del todo. Y la sensación, o en todo caso lo que mi supertición designa como tal y bien podría llamarse de otro modo, es que tanta nada que se apiña no está puesta aquí, con nosotros, por pura casualidad. En algún punto, yo creo que algún mérito tiene que haber en la nada. Premio, castigo, el nombre se lo dejo a otro. Quizá no haya vinculación entre el vacío interior y esa nada, la de afuera. Pero a mí se me ocurre que en ella hay algo de mensaje, algo que tomar, procesar, reproducir. Hacer algo. Hacerlo antes de volver a la nada. A fuerza de tanta nada allí, habrá que pensar que los algos hay que buscarlos aquí, y el aquí ha de concebirse tan amplio como nos dé el elástico. No hay precio pero, si lo hubiera, pensemos por un momento que hay un precio en eso de darle bola al adentro en desmedro del afuera, quién dice que no merezca la pena pagar eso que piden. Tomemos ese riesgo. Creo que no va a darnos el cuero para tanto, pero tanto hemos perdido antes, qué más da quedar debiendo, que en todo caso ha de ser mejor a morir sin probarlo. Mirémonos. ¿No nos pica demasiado el bicho de rebelarnos contra lo primero que se nos aparezca? ¿Por qué siempre así, siempre trampeando y jactándonos de la trampa? No importa quién caiga, ni cuántos, ni a qué horas. Siempre así, la risita socarrona del que se ríe al margen de los hechos, como si festejara en ese quebranto del orden una suerte de justicia propia, venganza que le dicen. Es rico su sabor. Quiero decir: es dulce, invita a ser probado, pero tiene algo de imbécil tomarlo como el mejor de los sabores. Alguna vez deberíamos ser capaces de detenernos en perfecta desnudez frente al espejo. Sin escudos, con esas pocas grandes armas que hemos tenido desde siempre, acaso podamos atisbar que todos y cada uno poseemos un cierto poder de fuego, un touch de malicia, de poder para el daño, y una piel tan delgada que apenas si no es permeable ante una cosa tan simple como el agua. ¿Vale la pena festejar el daño por qué sí? ¿Si no es para mí es mejor que no sea para nadie?

14.2.07

Ya es hora

Hace mucho tiempo ya, yo trabajaba, tenía las manos curtidas, no me importaba demasiado la horda de bichos en plan de dejar en mis brazos, en mis piernas desnudas, la huella de sus andanzas, las ronchas que aprendí a ver con resignación y sobre todas las cosas a no rascarme. No tenía, como ahora, estas manos de oficinista, acostumbradas a tipear documentos de word con los que no estoy muy de acuerdo, a diseñar primero, y completar después, interminables planillas de cálculo, que apenas si sirven para verificar que la cosa no va tan bien como la pintan. Tampoco tenía los ojos tan cansados. Ni las piernas tan faltas de sol. Hace mucho tiempo ya, yo trabajaba, y un poco era feliz, sobre todo a la hora de volver a casa, e incluso un buen rato antes, cuando las últimas luces del día marcaban que ya era tiempo de ir poner en su sitio cada herramienta. Ese camino, el que me llevaba de nuevo a casa, era lo más grato en lo que se me ocurría pensar. Un rastrillo sobre un hombro, o una pala y la regadera en la otra mano, el saludo con la cabeza a los vecinos de siempre, que aprovechaban esa pequeña y tardía tregua que el calor les daba y salían a la vereda a tomarse unos mates, el finado don Antonio, que ocasionalmente demoraba a mi viejo con alguna charla pueril y yo que me quedaba con él, con ellos, por hacerle un poco de compañía, como si fuera una parte más del trabajo. Y después el baño, la cena copiosa, el placer de terminar un día más. De haber ganado la vida. De haberle dado batalla a los rigores del sol, que amenazaba quemarlo todo y de hecho a veces lo hacía y le daba a todas las plantas ese aspecto de achucharramiento que era propio de las hojas del zapallo.
Con nosotros, con papá y yo, solía trabajar un bolita, Castro, como muchos de los bolitas que vivían en el pueblo, aunque a los otros, a la mayoría de ellos, les había tocado mejor suerte y administraban comercios que se cagaban de risa de la crisis que decían en la televisión. El, viudo, un tendal de hijos que mantener, desempleado desde que un decreto firmado frente la lejana e ilusoria Plaza de Mayo había decretado que la mina de hierro no iba más, no se cobraba por su trabajo más que lo que tomaba de la huerta para comer. Un pobre hombre, lo mismo que mi viejo. Después de todo, había quién decía que yo todavía no era ni siquiera un joven, que tenía por delante, y que si me esmeraba y tomaba por el camino de los libros, no pasaría por las penurias que ellos, que no eran tantas, al menos a mis ojos, tan felices se los veía cargando las bolsas cuando llegaba la cosecha. Todo era trabajar. Poco más que eso.

Por cosas así fue que una tarde, me calenté más de la cuenta cuando mi viejo me mandó a la casa del bolita, no muy lejos del predio que trabajábamos. Se le había ocurrido que quería mate. Una locura. El no tomaba mate desde hacía mucho tiempo. Le hacía mal. Después de la úlcera no comía otra cosa que no fueran verduras hervidas y tomaba leche, mucha leche, dos o tres litros por día, dando unos sorbos gruesos con ruido que me a mí me volvían loco o poco menos, porque me daba la impresión de que eso era la pura barbarie. Igual que las hijas del bolita, a las que a mí no me interesaba, bajo ningún punto de vista, arrancar de lo que hacían en la casa, o dejaban de hacer, para pedirles una pava de agua caliente, un mate y un poco de yerba sólo porque al loco de mi viejo se le había ocurrido que esa tarde tenía que hacer un desarreglo. Me negué. Primero postergué la ida con alguna excusa estúpida. Cambiar la manguera del riego, pongamos. Después con algún énfasis. Papá gritó. Yo, carne de su carne, mucho más testarudo que él, no me dejé amedrentar y hoy mismo nadie me corre con un grito, cosas que se aprenden. Para mal o para bien. Con dolor. Se aprenden. Yo las aprendí.

Pero algunos aprendizajes tardan más de la cuenta y a veces duele demasiado comprobar que ese tarde se mide en años. Papá quería hacer un alto, y sólo eso. Posiblemente el mate tenía que tomármelo yo, que ya estaba en edad de hacerlo. No él, que estaba cagado de las tripas, y con un mate caliente lo hubiera echado todo a perder. Mucho menos el bolita. El bolita sólo quería trabajar. A papá una pausa le bastaba. Estaba amigable. Quería conversar.

Para vos, bolita, dijo mi padre, ¿qué significa la navidad?

Faltaba poco para la navidad. Los comercios estaban adornados para la ocasión. Rescataban del año anterior alguna guirnalda y el aporreado árbol al que cargaban de bolas de colores y y una estrella en la punta. Vendían sidras y pan dulce y turrones y garrapiñadas. Esa era la navidad casi para todo el mundo, pero sólo esa tarde sabríamos que era la navidad para el bolita, para esa voz poca amiga de la charla inútil, para ese cuero cansado de sol que debajo de la ropa y el sudor no sabía otra cosa que trabajar.

Para mí, dijo el bolita, la navidad es dejar de comer puchero.

Por tonterías como esta, por lo mucho que puede decirse con apenas un puñado de palabras que tan al alcance están de quien le preste el oído a un boliviano, es que me indigna, me asquea, me repugna, me exaspera, me dan ganas de llenarme los bolsillos de piedras y romper todos los vidrios cuando me entero de alguien que tiene que copiar una novela ajena para escribir sobre bolitas.
Y nada que decir sobre los intelectuales que vindican el plagio. O sí, qué maravilla es tener el apoyo del comisario del Premio Cervantes. Ellos también son indignantes. Ellos, que no son otra cosa que firmar solicitadas acá, solicitadas allá, meando territorios como medio para la conquista.
Despierten, estúpidos. Ya es hora.

9.2.07

Jueves negro

Como si poco hubiera tenido este que escribe con la noticia del fallecimiento de Anna Nicole Smith, ayer la prensa dio cuenta de un episodio del mundo de las letras.
Así como las barriadas pobres sólo alcanzan las primeras planas con motivo de alguna mala noticia: un asesino serial, alguna violación, una catástrofe, del mismo modo, la república letrada sólo cobra notoriedad por algo que mueve a la vergüenza ajena. Entre los escritores, gente gris si la hay, no hay espacio para asesinos seriales o violadores. Lo peor que pueden hacer es dar a conocer algún exabrupto de su verba incontinente o estafar a la fe pública cometiendo un plagio.
Sergio Di Nucci, ganador del reciente premio La Nación, ha sido privado de su galardón por copiar treinta páginas de otro libro. A él, más allá de que el diario pueda iniciarle alguna acción legal, le caerá el escarnio. Los escritores son muy crueles entre ellos. Hace poco Bayer nos contaba que nunca le había perdonado a Sabato una frase dicha en los cuarenta. O quizás en los cincuenta. De eso no va a salvarse Di Nucci. Todo el mundo se sentirá llamado a señalarlo con el dedo.
Me da pena. Sin haber leído el libro, me interesaba que alguien pare la oreja a la realidad de los inmigrantes, no sea cosa que nos quedemos con la tilinguería de Cucurto. Me interesaba que fuera joven porque particularmente estoy algo fatigado por la simpleza (sic) de la autodenominada joven guardia.
Pero eso no es lo peor del caso. Después de todo, cada uno puede hacer de su reputación lo que mejor le venga en gana. Lo terrible es la sucesión de escándalos que se suscitan en torno a los concursos literarios. No hablemos del premio Planeta, que ya es un clásico: Plata quemada de Piglia, Valfierno de Caparrós (¿en qué habrán quedado las acusaciones de plagio que formulaba en su momento Guelar? ¿eran falsas? ¿arreglaron por debajo de la mesa?), y ahora Andahazi. Este año sumamos al premio Clarín el pucherito del cocodrilo Guebel que, aprovechando el espacio del que dispone en un medio, pretendió opacar el lauro para Betina González.
Y detrás de eso, lejos de los micrófonos y los órganos de propaganda de la cool turrita, quedan los ingenuos que gastan tiempo y dinero en participar. Acá me doy permiso para la deformación profesional: en las quiebras, si un acreedor comete un fraude, se dice que perjudica al concurso, esto es al colectivo de acreedores concurrentes, que pujan por saldar su acreencia sobre un patrimonio escaso. Acá también puede decirse que el perjudicado es el concurso. No sé cuántos se presentaron en el de La Nación, pero miremos el ejemplo del premio Clarín. Es vox populi que las novelas premiadas no han sido gran cosa, pero lo que prestigia al concurso, más allá del renombre de los jurados, es que se presenten ¡ochocientas obras!
Con este estado de las cosas, y en vistas de que dentro de un mes va a conocerse el resultado del concurso organizado por la Biblioteca Nacional, este servidor se permite hacer público un pálpito. Gana la ópera prima de Julieta Prandi. Después no digan que no les avisé.

Bien raíz

No pude evitar escucharlos. Nada más quería yo que dormir un buen sueño hasta sentir que faltaba poco para llegar a destino. Pero hay días que se rebelan desde el minuto cero. Nada que hacerle. Sube el flaco en su parada de siempre. Sube y se sienta en un asiento vecino al mío. Saluda, algo distante, a su acompañante, y ahí nomás empiezan a charlar. No pude evitar escucharlos. No quería hacerlo, pero me encontré en ese trámite. El acompañante le contaba al flaco sobre su flamante adquisición, un alquiler de un monoambiente, y los percances que le había aparejado. Nada nuevo hasta aquí. Siempre nos fastidia vivir cerca del dueño de casa. Mucho más si no lo conocemos todavía. Puede que le moleste la higiene o su falta, los horarios, las juntas. En esas andaba el amigo del flaco. No le dio demasiados detalles. Raudo pasó a decirle que quería otro sitio. Que no tendría problemas en pagar 600 pesos. Incluso 800. Caramba, pensé yo, hay alguna diferencia entre 600 y 800. Pero más me alarmó, y acá es donde paré la oreja, saber que hay otra gente que actúa así. Pone un precio primero y después ve lo que le dan a cambio. Yo he preferido obrar de otro modo. Lo que estoy dispuesto a pagar es lo más barato que haya en el mercado. Después de todo es imposible que algo sea bueno, bonito y barato. En el mejor de los casos pueden combinarse dos factores. Y ya.
Alquilar, se sabe, es vivir un poco de prestado, saber que esa casa, esa pieza, ese aguantadero, que acaso nos vea morir, no nos quiere del todo. Entonces nos cobra una ración de sangre al mes. O sea: es menos comida, menos tiempo libre, menos todo. Para qué darle vueltas. Es mejor, si uno anda en esas, ocupar el menor espacio posible, buscar un sitio que no se inunde, que tenga las prestaciones básicas, y después meterle corazón. No hay otra.
Lo malo fue que el flaco se puso a describire un cierto inmueble. Muy céntrico, en altos de una mueblería conocida, en la cuadra en la que vive un político importante, mil comodidades. En fin, eso vale 750 al mes. Lo heredé yo, dice, el otro cree que es una broma, que sí, que no. Bueno, el flaco, como si fuera bastante prueba, enumeró el resto de su haber hereditario. Necesitó un buen rato para hacerlo. Doce cabañas en Puerto Madryn, una casa en Playa Unión, primera fila, 180 mil dólares. Otras propiedades menores aquí. En fin, hermoso botín.
Por suerte abandonaron el tema de los bienes raíces.
Pasaron a hablar de cosas más terrenas. Que yo gano una luca cinco. Yo una luca 7, repuso el flaco, pero no me interesa vivir de rentas, es un bardo administrar. Yo, en el asiento vecino, sofocado por la compañía de un muchacho con carne de gimnasio, compelido a poner mi bolso entre los dos, como valla, porque si hay algo que me revienta, no importa el frío que haga, eso es el roce de un caballero, estaba el borde del trino.
Para qué trabaja la gente, masticaba para mis adentros. Yo vivo con 4 mil dólares anuales. A veces me voy de vacaciones. Tomo el vino que me gusta, de vez en cuando algún whisky. Compro libros. Como un plato caliente al día. Con una propiedad de 180 mil dólares líquidos, a razón de 4 mil al mes, podría vivir 45 años. Tengo 32. Eso quiere decir que no me subiría jamás a un colectivo inmundo como este, que parece una coctelera, para hacer mi aporte a la solución de problemas que no me pertenecen. Qué sentido tendría vender a precio vil la mitad de mi día útil si pudiera vivir de otra cosa. No lo entiendo. Juro que no lo entiendo. Pero no me esmero. Eso puede ser.

8.2.07

Te hemos querido tanto, Anna Nicole

Que ha de ser un placer reencontrarnos alguna vez.

5.2.07

Perdido el miedo

No es este el mejor momento para escribir. Siempre es buen momento para escribir, pero esto es una excepción. Hace calor. Demasiado calor. Somos demasiado pobres para tener acondicionador de aire. Somos demasiado ladrones para tener ventiladores de pie. Tenemos ventiladores de techo. Tenemos miedo a los ventiladores de techo. Es decir, yo supongo que a cualquiera le daría miedo escuchar de la propia boca del instalador "de acá para allá, doy garantías, por el resto no puedo hacerme cargo". ¿Qué significa eso? Tal vez que pueda caerse el ventilador mientras las paletas giran a velocidad crucero. ¿O pateará la corriente? El caso es que no hay muchas alternativas. Yo tengo miedo. Todos tenemos miedo, pero aunque no lo tuviéramos... Eso es, pensemos, es sólo una hipótesis de trabajo, no tenemos miedo. Nos abocamos fieramente a nuestro cometido. Punteamos planillas kilométricas. Corroboramos la exactitud de todos los datos. Con un golpe de vista, detectamos la causa del desaguisado que estraga la partida doble. Y soportamos el calor. El mucho calor. No tenemos calor. No volveremos a tenerlo nunca. Esto es una cámara frigorífica. Nunca fuimos tan felices, nunca tan frescos. Mañana tomaré precauciones. Me traeré un abrigo. Y carilinas. Me gotea la nariz. Creo que esta semana toca resfriarme. ¿Alguien tiene a mano una bufanda que prestarme? La puta madre que lo parió, con los pies fríos no se puede trabajar. Loco, por qué nos saltamos un poco. Aunque sea caminemos. Yo voy a preparar café, que calienta bastante las tripas. Habrá que aumentar la carga calórica. Dicen que tomar leche con miel es bueno para la garganta. Lo malo es que a mí nunca me ha gustado la leche. Y la miel, qué decir de la miel. La miel me empalaga. Eso y los paños calientes. Calentar algo y ponérmelo en el pecho a la hora de dormir. Eso, cuando la tos me lo permite.. A veces tengo la esperanza de cansarme de tal modo que no quede otra salida que caer derrumbado, pero cómo voy a cansarme si la paso todo el día en la cama, meta toser y toser, toser hasta que el estómago llegue a pedir perdón, toser hasta las lágrimas. En esos raros intervalos que no toso siento en mis espaldas el rastro de la golpiza. En esos raros intervalos suelen darme ganas de dejarme ir, no importa donde. Incluso hasta allí donde jamás me atrevería a escribir. Y el aire que se acaba y las luces que se cierran y el dolor abdominal que va cesando y el abandono a las ganas de no escribir nada, pero nada de nada, nunca pero nunca más.