Jade May Hoey

1974-2004

Powered by Blogger


Locations of visitors to this page

30.6.06

La previa

gana Argentina
cuatro a dos
en los penales
los polacos con camiseta alemana
arrugan

29.6.06

un diario ajeno
la descripción de tres niveles de la tierra
sueltos muchos sueltos
lo peor es que sé
-y sé porque lo he visto-
que hay al menos dos personas
que lo han impreso todo
eso dicen
eso creen

Qué

Cada vez más seguido debo enfrentarme a la pregunta qué escribís.
Yo qué sé.
A ratos escribo lo que la mano pide y esos ratos suelen ser los mejores. La proa puesta con rumbo a ningún lugar y una maldita palabra tomada de la mano de la otra. Y así hasta el final. Hasta cansarme.
Pero eso no podría explicárselo, por ejemplo, a mi padre y me pasa muchas veces que, si quiero encontrar una respuesta que me (lo/los) satisfaga, me bloqueo.
Tal vez sea porque sea la vida misma la que pida proas y la cada vez menos pretendida adultez sea el límite que demarque: la dirección, el sentido, la razón es hacia allí.
Más confortable resulta, por el contrario, la incertidumbre, tener a la mano el ramillete de todas las posibilidades como la imposibilidad, la madre de las imposibilidades.
Así, en cierto modo, a falta de parámetros, de horizontes, a falta del deber ser, pareciera no haber modo de chingar el vizcachazo.
Sucede que, llevando ya varios años a la deriva, determinados puertos poco seductores (pero puertos al fin) van quedando cada vez más lejos y se roza ya el no retorno. No ha hecho falta quemar la nave porque yo mismo estoy en llamas.
He perdido la facilidad para encarar ciertas cosas. Distritos técnicos en los que hasta anteayer era baqueano se han vuelto casi inexpugnables, sólo que de vez en cuando, haciendo de tripas corazón he conseguido sobre ellos alguna victoria parcial y me he sentido tocado por la varita que distingue a los unos de los otros.
Pamplinas. Creer que la noche puede acabarse en un relámpago.
Entonces, casi sin quererlo, llega el día en que la pregunta se repite y la respuesta se demora más de la cuenta.
Ese día ha sido hoy.

¡TRES!

Hoy -aunque tal vez ayer o mañana; de todos modos no es eso demasiado importante- se cumplen tres años del comienzo de mi primera bitácora.
No es que tenga intenciones de ponerme sentimental justo ahora, pero tres años, el día a día de tres años, es mucho tiempo.
Es día a día porque, salvo algún que otro intervalo que no excedió la semana, el río escritural ha manado casi sin tregua. Con muchos errores, con algunas parrafadas acreedoras de nostálgica evocación, con un puñado de amigos que no ha dejado de crecer, acá estamos, acá seguimos.
Gracias por eso.

28.6.06

Avanza la K K

La patria kirchnerista no tiene ideas. Eso ya es sabido. Sin embargo cuenta con consenso. Eso es entendible. El pueblo es básicamente peronista. Le preocupa la panza llena y el veranito económico, mal que mal, provoca la sensación de panza llena. Pero la realidad es que no hay tal verano sino que el caldo está cerca del punto de hervor.
Y nos queda el revanchismo. No sabemos que queremos, entonces nos basta con atacar cualquier "fantasma del pasado". El pasado esto, el pasado lo otro.
La moda está en su apogeo. La reacción está en su salsa. Y si no, lean lo que dice este pelotudo.
Yo no soy quien para desearle la muerte a nadie, pero qué gran favor nos harían los pelotudos con sólo mantener el pico cerrado.

27.6.06

Allez!

La sensación es agridulce.
Los restos del campeón de la copa del 98 despertaron del sueño de los justos a la inflada España.
Dulce por la France. No la de estos crotos sino la de Deleuze o Bataille. Por ratificar que lo efímero hace bellas a las pompas de jabón.
Agria por Henry. Más agria por Zidane que a punto estuvo de repetir la primera ronda del mundial pasado, sólo que esta vez como director técnico de estreno. Tan de estreno que hizo un equipo con sus amigos.
Dulce por Puyol.
Agria por Barthez. Por Thuram. Por Domenech.
Dulce por La marsellesa. Por Vieira. Por Vanessa Paradis. Por Juliette Binoche.

Hipótesis

Días como éste -una semana, tal vez dos, casi de noche-, salpicados del agua de lluvia que amenaza terminarse de un momento a otro y que sin embargo, apenas la vista del pavimento que tengo desde la ventana de mi cuarto finge volver a sus colores habituales, renace con fuerza inaudita y se monta en las esporádicas ráfagas de un viento que odia el tránsito de a pie. Y, mis queridos gorriones mojados, cada quien a guarecerse debajo de su cama que si esto no es el fin del mundo le pega en el palo. Una tormenta. Una lluvia de invierno. Un chaparrón. Un estornudo de gigante. El paño se deshilacha. Y vuelta a empezar. Estos días -empecé diciendo- me recuerdan a algo que solía contar mi padre y aparentemente había oído en los viejos buenos tiempos en que el hombre estaba plenamente embarcado en la conquista del espacio. Es un viejito el que habla en su media lengua de pocos dientes:
-Estos son los rusos ´e mierda que tras de ir a la luna han roto la mósfera y ahora no va a parar nunca de llover.
Se me ocurre que ya hay demasiada literatura de escritores borrachos y lo que está haciendo falta es que alguien se ofrende en sacrificio al lector borracho. Es más: me he planteado algunos recursos para utilizar en tal liturgia, pero creo que no merece la pena. Los borrachos desprecian los libros. Y lo bien que hacen.
Fraude en perjuicio de Australia.

26.6.06

Y por fin una noche de pizza y recuento del botín que esta mano el parque Rivadavia ha soltado para estos sures.
Elegimos oír a Frankie.
Y yo, que no he sido jamás docto en su obra, me maravillo con una canción y tengo ganas de cortarle los dedos al sujeto que ha castellanizado los nombres.
Hablo, claro, de Comienza el beguin.
Bien pudo Borges haber imaginado su paraíso con forma de biblioteca. Y James como un hospital. Mucho más modesto, yo he descubierto que el infierno puede ser Rawson. Rawson bajo una llovizna invernal. Rawson bajo una llovizna invernal en un día de corte de luz.
Hay que ver la destreza del condenado avanzando a tientas entre los charcos, pisando baldosones que esconden géiseres, calculando casi al centímetro la ubicación de la acera que no está donde aparenta estar y en el ligero roce de lo último del taco de su zapato con la arista de la vereda, asido a la vida por ese hilo despreciable, recordar que hace nada más unos metros, cuatro o cinco, un tipo de barba crecida, perdido en la noche laberíntica, acaba de dirigirle la palabra, más exactamente un buenos días señor bien propio de quien está perdido y echa mano al bendito socorro de un transeúnte que lo ignora y apura el paso, que apremiado por ganarle a la lluvia va a llegar al final de la vereda y se va a cagar de un golpe que -por descortés- en buena ley se ha ganado.
El viernes va a volver el sol. Acabo de oírlo en la radio.

24.6.06

El día de la Fiera





23.6.06

Los pinos

Lo que nos abría decir es por qué se llamaba Los pinos y no Los eucaliptos, que es el árbol que predomina en esa zona.
En los tiempos en que el pueblo recién se estaba construyendo, hace treintaypocos años, el intendente de entonces plantó eucaliptos a ambos lados de la ruta tres.
No sé por qué eucaliptos y no un árbol más apropiado al rigor de nuestros vientos. Se me escapa si el problema es que no hace demasiada raíz; lo cierto es que muchos han sentido esos rigores y peor suerte han corrido los que circunstanciales transeúntes. Viene a mi recuerdo el terrible caso de una piba que fue literalmente partida al medio por la caída de uno de ellos.
Esa tarde fue de un viento endiablado. Casualmente tomó a mis dos hermanas en la calle y mamá rezó un rosario hasta que estuvieron bajo nuestro techo, sanas y salvas. A mí me había mandado al patio a rescatar un par de gatos que se nos habían agregado. Una ráfaga me tiró contra uno de los postes que sostienen el parral. Que se caguen los gatos, dije, y desistí.
Mamá siempre les dijo ocalitos, pero esa palabra nunca se la he corregido. Es mucho más linda que la versión original.

Dar

Muchas tardes de domingo en la iglesia. Y sólo unas pocas noches, las de misa de gallo. Los besos de la paz, el peso en la piernita del niño Jesús y el cura pronto a limpiar el beso antes de ofrecer la piernita a otro feligrés, pero, por sobre todas las cosas, la caridad.
Si dar es la ley de dios, papá la reglamentó. No hay que dar de lo que nos sobra, hijo, me decía, hay que dar lo que nos pertenece, lo que nos duele dejar.
A veces cuando escribo, recuerdo sus palabras, porque siento que estoy dando lo que me sobra. Me lo estoy quitando de encima como si fuera una tara. Lo mío es un acto de higiene.
Cuando llegue la hora, daré todo lo que es mío.

22.6.06

Membrillar

En la cuadra de los Pérez, en la esquina entre su calle y la de la ruta -que si en vez de ruta fuera autopista llamaríamos la colectora- estaba y sigue estando el hotel Los Pinos.
La entrada a la cochera -bah, el estacionamiento- está pegado a la casa de los Pérez, pero jamás vi entrar a ningún auto ahí. Es más: no he tenido noticia de que nadie jamás ocupase habitación alguna.
Pero la culpa de todo, y esto es sólo una sospecha, es mía y sólo mía, que sólo he aprendido el funcionamiento de los hoteles cuando estuve fuera de mi pueblo, que han sido más bien pocas y más bien tristes, no porque el pueblo me produzca una nostalgia inigualable sino porque me ha tocado ir a otras partes a ver médicos de nombre raro que jamás han encontrado en mí la piedra de la locura.
Frente al hotel, cruzando la callecita del barrio, vivía una viejita cuyo nombre ya no recuerdo. Tenía un gran patio que daba a la ruta y en el centro del patio un árbol de membrillos.
Alguna vez, un verano cualquiera, yo, junto a varios rufianes de pésima calaña, le robamos todos los membrillos y en algún sitio retirado, posiblemente en la canchita de los bomberos, quisimos comernos los membrillos, malditos membrillos que lejos estaban todavía de madurar.
Tan rica la pasta frola, tan sabroso el dulce de membrillo y tan fea la fruta. Y tan dura cuando está verde.

Desgramatizándonos

Me cansé de corregirla. De intentar hacerlo. A mi madre, digo. A las cosas que dice mi madre. Al modo que tiene para decir las cosas mi madre, he querido decir.
Y eso que en materia de correcciones siempre me he portado como un maníaco y sino que diga lo contrario Norma, mi maestra de quinto grado que cada vez que llenaba el pizarrón con algo para que copiásemos en el cuaderno se daba vuelta para preguntarme si todo estaba bien.
Eso me daba un cierto orgullo pero hasta ahí nomás porque siempre supe que ella me odiaba, como todos los maestros de escuela que saben que tienen un agitador entre sus blancas palomitas.
Sin embargo es el día de hoy y todavía no he aprendido a usar correctamente los signos de puntuación.
Y ni decir el desprecio que guardo para con los signos de pregunta y de admiración, para las rayas de diálogo, para las comillas y para una larga lista de símbolos que deberían ser inocuos.
Por eso, supongo, me gusta Lobo. Cada quien se invente su gramática y los demás -qué importan los demás- que lean como puedan.

Noticia de la Tiqui

Hace un rato me disponía a saldar una vieja deuda y le eché una visita al bueno de Cabrera que, egún dice alguien que sabe de lo que habla, es el único que ha sabido poner las comas en su sitio.
Pues bien, el tipo empieza a contar la primera vez que subió una escalera y ya me maravillo porque yo, también habitante de un peqeño pueblo hasta mis 18 años, no recuerdo el momento análogo y debería recordarlo porque allí tampoco demasiadas casas con más de una planta.
Hago memoria y me da por sospechar que la primera escalera fue en un hospital, durante alguna visita en mis tiempos niños, cuando trataban de ponerle nombre a las dolencias que no me dolían más que de un modo subterráneo.
Había barrios de monoblocks. En uno de ellos recuerdo haber pasado más de una tarde jugando al ring rajen en su variante planta alta, la única emocionante. En esos años el barrio era bastante nuevo y todos los edificios se parecían mucho, pero también tenían un cartel indicador del número de escalera, lo que facilitaba bastante las cosas. El tiempo hizo trizas los carteles. Hubo gente que construyó un ambiente más en el espacio que mediaba entre la puerta y la entrada a la casa. Otra se dejó estar y la humedad hizo lo suyo carcomiendo paredes y colores.
Frente a la ruta, frente a la rotonda central, está todavía el segundo hotel más nombrado del pueblo. Tiene una placa de bronce que dice hostería Sierra Grande de Gatica y Prado pero mi madre siempre le ha dicho la Tiquiprado, que es el nombre que yo le pondría a una confitería si es que alguna vez pongo una.
La antigua hostería tenía tres plantas, pero nunca he conocido sus escaleras.
Otro emprendimiento blogal de Piro & friends: Nación Apache.

Vadinho sigue las enseñanzas de Poe y esconde su blog en el sitio menos evidente: en la vecindad santa demonia.

21.6.06

Conducta de un fóbico en la era de la hipercomunicación

Acabo de darme cuenta de que, desde la poliferación de los aparatos de telefonía celular, se ha cerrado uno de los grifos que me deparaban nuevas amistades o, si me pongo en exquisito y echo el barniz de lo sagrado a la palabra amigo, a lo que se conoce bajo el apelativo de conocidos. Me refiero, claro, a esa gente que hace bien a la escenografía de -pongamos- un colectivo atestado de gente que comparte destino, ocupación y escasez en los temas de conversación. Con ellos nunca dio como para decir loco, no sabés lo mal que estoy, pero que incluso así no son materia prima a despreciar. Es que no pocas veces uno necesita hablar. De cualquier cosa. Cuantimenos para saber que todavía sigue incólume ese derecho/deber que es el habla.
No se trata, dejémoslo en claro, de repudiar los beneficios de la comunicación. Nada de eso. Antes bien lo repudiable resulta ese ensimismamiento, ese achicamiento en la burbuja que habitan estas hermosas criaturas del señor.
Un número de teléfono fijo, mal que mal, siempre está en la guía, pero la casi clandestinidad del celular, esa tendencia a reservarlo sólo a un pequeño grupo, relega a la mayoritaria casta de los hipercomunicados a una suerte de novedoso autismo.
Casi nadie habrá de llamarlos por azar, de suerte que, ante la alarma sonoro o vibratil del cachibache, dejarán todo lo que estén haciendo, no importa si el interlocutor ocasional es el secretario general de las naciones unidas, con tal de atender al llamado, ese aditamento a la fisiología urgente de los bípedos implumes.
La reserva a que se sujeta un número de teléfono celular es la culpable de este prodigio. Se supone que ese ser que llama es importante. Y, peor aún, que lo que tiene para decir importante. Y todos sabemos que eso no es cierto. Que bien puede suceder que lo mejor que nos toque oír un día cualquiera sea el saludo desinteresado de un alguien sin nombre ni apellido, ocasional camarada en la cola del súpermercado. O, redoblando la apuesta, que lo mejor del día sea la charla que suceda a ese saludo que no se pretende medio sino fin.
Pero no. La verdad es que el poseedor de un cierto número de teléfono se cree habilitado a llamar a cualquier hora sólo comentar un partido de fútbol. O porque no podía conciliar el sueño en la media hora que lo separa de su casa y tampoco sabía lo que hacer con las manos más que oprimir las teclas. Pi pi tu pi tu.
¿Holá?, seguramente dirá alguien del otro de la línea, acaso con un sobresalto. O mejor no, que eso ya es una antigüedad. Dirá acaso Aníbal, qué te pasa.
Y Aníbal, tras la carraspera del motor dirá, nada, voy en el colectivo.
¿Eh?
Que vooyy en el coleectiivooo.
Y ante tamaño deseo puesto al descubierto, el resto del pasaje padecerá la infección por contagio, buscará en bolsillo, cinturón o cartera, su propio aparato para decirle a otro:
Vooyy en el coleectiivooo.
Sí, eso lo sabía. Quiero decir: si querías hablar, sólo bastaba que me lo dijeras. No hacía falta que me interpelaras de modo directo. Con un simple qué humedad a mí me alcanza. Te juro que me alcanza. Pero preferís oír una voz metálica, que por toda respuesta te pide que repitas lo que venís diciendo. Y lo que venís diciendo a mí no me importa.
Nada.
Nada de nada.
Que eso que decís no me importa una mierda.
Que eso que estás gritando nooo me impooortaaa una mieeeerdaaaa.
Así, tan torpe, no hay quien pueda ir demasiado lejos. Bien lo sé. Pero a quién le importan los lejos. ¿Y los demasiados? Se impone derogar la polución de adverbios. En esta cruzada estamos solos. No alcanzan los culos de carnaval ni las colaboraciones que piden los muchachos de mameluco naranja. Tampoco los decretos. Por más que exista necesidad agravada por la urgencia. Por más que mediare ratificación de la horda de pájaros bobos reunidos en parlamento. En esto estamos solos. Perdón: quise decir estoy.

Infinito/2

20.6.06

Empacho

No te va a doler.
Doña María, gorda de una gordura absolutista, envuelta en remeras que tendían resultarle más breve de lo deseado y en polleras de esforzada tela que dejaban a la vista buena parte de sus chuncas varicosas, trataba a la angustia del paciente sin sutilezas.
Sus brazos, también varicosos, acababan en gruesos dedos que vivían prestos para cumplir la misión de la curandera del barrio, de esa zona en el barrio en realidad, porque del otro lado, más bien hacia el este, estaba el viejito Landa y más allá el viejo Rodríguez.
Landa era el abuelo que cualquier niño quisiera tener. El cabello blanco bien cortado siempre oculto debajo de la gorra, un bigote prolijo y sus tecitos y metete a la cama a mí no me convencían. De Rodriguez, pelo largo de un blanco brillante se decía tenía contactos con los marcianos. El recibía a los empachados con un vasito de agua en el que se mojaba los dedos y medía el mal con una cinta en medio de oraciones dichas en un tono casi inaudible. Doña María, la madre de los Pérez, tiraba el cuerito.
Y pucha que hacía doler. Al menos eso me parecía a mí, que frecuentemente acompañaba a mi hermana, que solía necesitar a menudo de sus servicios. De por sí, ya me metía miedo ver la imagen de san Ceferino en un cuadro que también albergaba un billete de lotería, sus manos de una belleza casi salvaje y su pelo renegrido.
Pero yo era el mayor y debía comportarme como un valiente. Por eso, con la vieja, decía también no te va a doler.

Infinito

19.6.06

Novio

Lo recuerdo viejo, adinerado, con una tos que podía oír desde el patio de mi propia casa aunque dos cuadras me separasen del portón de alambre colorado. Viejo quiere decir pelado, con unos pocos pelos blancos formándole una coronita, poniendo límites a una frente morena. Adinerado nada más porque decían de él que tenía plata. O por lo menos una cuenta en el banco y en aquel tiempo eso era indicio de tener mucha plata. Para la gente común, el banco era una oficina extraña que por fuerza pedía atención un par de veces al mes. La una, a cobrar el sueldo. Uno se hacía anunciar en un mostrador, el dependiente tildaba un renglón de su planilla y uno debía esperar a que lo llame el cajero. La otra, a pagar. Luz, gas, impuestos. El peor día del mes. En esos todos coincidían.
Sin duda le quedaban pocos años. Quiero decir: no es que a Georgina le sobrase juventud, pero cuando dos viejos se juntaban el avispero se alborotaba y de más está anotar que éramos lo suficientemente pocos como para saber si éste o aquél andaban haciendo trampas así que lo mejor era juntar la pilcha y a otra cosa. Y así lo hicieron.
No les importó el murmullo, qué va, más bien creo que Georgina estaba feliz de estar de nuevo en un sitial que habría creído perdido para siempre. Futura heredera del botín o no, se paseaba sonriente por las callecitas de tierra y elegía a quiénes saludar y a quiénes darles vuelta la cara.
Pero el viejo nunca se murió. Todavía se oye su tos en el fondo de las noches.

Fulbito pa la gilada/2

Cada vez que los que se les pide una retribución a los amparados por benefactor, estos saltan como leche hervida.
A nadie le importa demasiado que la cultura sean también, por ejemplo, las bibliotecas. Nadie sabe -no tienen por qué, después de todo el clamor está arrinconado en un suburbio- de los bibliotecarios de una de las universidades más australes del mundo y de su reclamo de que no avance una propuesta del rectorado.
Como vienen las cosas, el poder administrador ha creído conveniente traer al ruedo una moción que viene a salvar las estrecheces del magro presupuesto: que los no docentes (bibliotecarios, maestranzas, administrativos) cedan parte de su sueldo para permitir el pago de las becas que se adeudan a los estudiantes. Claro que ni unos ni otros están en condiciones de pagar solicitadas en la prensa más leída. Y eso por no decir que es raro que algún medio de comunicación dé cuenta de algún foco de conflictividad social. ¡Y es lógico! ¡Si este es el país del pum para arriba!
Mientras tanto, los quejosos de turno patalean para que no avance el proyecto que obligaría a las películas producidas con apoyo estatal (no hay otro apoyo que el que ha de entenderse en metálico) a que incorpore una imagen de la bandera nacional. Hablan de fascismo, de chauvinismo, de patrioterismo, pero son tan cortitos que responden a la demagogia con más demagogia. Quieren comerse al caníbal.
Imaginemos que en vez de cine hablásemos de literatura y que entre los promovidos estuviera un tal Kafka Franz. ¿Podría escribir, por ejemplo, El castillo? ¿Haría falta que alguien le diga no, Franz, no muerdas la mano que te alimenta? ¿Hace falta decir que quien se refugia bajo el manto tutelar del estado ha de esperar que algo le cobren por eso?
Pareciera que sí.

18.6.06

Compré puchos en un kiosco fantasmal. La chica que atendía era hermosa y terrible como el cielo. Y ciega.
Distinguía los billetes al tacto y las monedas por su tintineo.
Las de cinco centavos se parecen demasiado a las de diez.

17.6.06

Fulbito pa la gilada

Una oscura senadora patagónica presentó en el parlamento un proyecto para que las películas financiadas con apoyo del tesoro nacional incluyan una imagen de la bandera nacional y no tardaron en alzarse las voces de allegados a la vecindad cinematográfica y charlatanes de toda laya algunos de los cuales no dudaron en traer al ruedo palabras temerarias como stalinismo.
A los administradores del estado les cabe la grave responsabilidad de delimitar el interés público. Que un estado cualquiera brinde su apoyo a expresiones culturales debería ser un buen síntoma. Y el apoyo -queda claro desde el vamos- no ha de ser en términos de meras declaraciones de ocasión sino en dinero contante y sonante. Dinero que si se aplica al financiamiento de la producción cinematográfica se está excluyendo de los muchos otros flancos que ha de cubrir un estado digno.
No será ésta la ocasión de discutir sobre la utilidad de fomentar el cine en desmedro de, por ejemplo, la producción de rabanitos. Esa decisión es de carácter eminentemente político y se habrá sustentado -es de esperar- en razones de oportunidad, mérito y conveniencia. Del modo que fuere, siempre quedará abierta la discusión sobre eso.
Con años trabajando en un organismo de fomento, el que suscribe no desconoce quiénes son los que buscan el amparo estatal y en qué términos y por esa razón se declara absolutamente indignado por el derecho que se arrogan estas gentes. Demás está decir que muchas de las prácticas que se han hecho usuales no están en el conocimiento de la mayoría de quienes contribuyen a formar el tesoro público y que muy posiblemente otro sería el cantar si los actos del príncipe fuesen tan públicos como el régimen republicano aconseja.
No obstante eso, las voces que se oyen en esta discusión no suelen reparar en lo que el estado deja de hacer para apoyar este tipo de empresas porque -de nuevo- tan afincado está en el imaginario que el largo brazo tutelar de la cosa pública tiene que otorgarles la defensa que por sus propios medios no pueden conseguir. Y que debe hacerlo a cambio de nada.
A mí me provoca espanto que estando en crisis la educación y la salud una banda de pelafustanes crean que el subsidio a lo que hacen es un derecho. Y más aún que una senadora quiera ganar notoriedad trayendo al tapete un tema estúpido como éste, que es apenas una cortina de humo a tantas otras omisiones que padecen los que no tienen con qué pagarse un aviso en la prensa.
Pero bueno sería que se plebiscite este asunto a ver a cuántos contribuyentes les preocupa la situación del cine vernáculo y hasta dónde están dispuestos a seguir soportando esa mano en el bolsillo. Mucho me temo que los quejosos de turno quedarían obligados a pedirle apoyo a Coca Cola y que aguzarían su ingenio con tal de incluir el eslogan de la marca dentro del guión aunque sea con fórceps.
Mientras tanto, fulbito pa la gilada.

16.6.06

Hoy no voy a hablar de fóbal. Quizá mañana.
Invito a quien no lo haya visto a ver el jugadón de Carlinhos -el serbio desparramado en el suelo es una postal-.

GENTE RARA
09.46 Argentina http://www.google.com.ar/search?hl=es&q=mirar%20partido%20de%20argentina%20y%20serbia%20montenegro&meta=
10.16 Argentina
http://www.google.com.ar/search?hl=es&sa=X&oi=spell&resnum=0&ct=result&cd=1&q=transmision%20partido%20de%20argentina%20serbia&spell=1
10.17 Uruguay
http://www.google.com.uy/
10.19 USA sin referido
10.26 Brasil sin referido
10.52 Argentina sin referido
11.12 Argentina
http://www.bloglines.com/
11.14 Venezuela
11.54 Argentina sin referido
Me quedé con ganas de verla. Hice todo el trayecto pensando en la última vez que estuve con ella. Esa vez le leí tres o cuatro veces un cuento de su libro. Y a su vez, ella me lo leyó a mí, en su versión, que en mucho supera a las que yo puedo decirle porque -debo decirlo- yo me ato a lo que dice, a esos símbolos que ella no entiende, o quizá entienda pero prefiera las fotos y lo bien que hace. Para ella es liar los dibujos con algún resto de lo que yo leo. O imaginar, derechamente imaginar, que Facu no quiere llevar al zoológico a su gato Café con leche porque al gato le gusta hacer quilombo. Y es posible que sí, que el gato haga quilombo y su dueño trame no llevarlo en su paseo, sólo que yo lo diré más o menos igual la primera vez y la cuarta y todas las risas serán de ella -yo guardo la mía bajo siete llaves- pero es posible que ninguna lectura me dé tanto placer como esa. Esa que hoy me faltó y es una pena: tenía una buena noticia para darle.

15.6.06

Ravioles

La vieja Georgina una vez vino a casa no sé con qué excusa y me invitó a comer ravioles. Sería un domingo, seguro, y me invitó para el próximo. Es la casa con las rejas rojas, me dijo, cruzando la pasarela, no te podés perder. Pero mi mundo en esa época era muy pequeño. No sabía bien cuál era la pasarela y apenas podía imaginarme que hubiera alguna casa con rejas.
Siempre que iba a jugar a la pelota, cuando cruzaba la pasarela me acordaba de la vieja y de la invitación. Mi mundo era un poco más grande. Ya andaba a un par de cuadras de mi casa y podía ver que las rejas rojas eran en realidad los delgados hilos de un alambre y poco más que eso. Claro que ese domingo yo no fui. Mamá no me dio permiso. O papá. O no recordé que era domingo porque cuando uno es chico todos los días se parecen demasiado entre sí. O tuve miedo de perderme y volver a casa con el mismo hambre con el que había salido.
Ya era un poco tarde. La vieja se había conseguido un novio y se la veía sonriente. No como antes.

Helada

Mansa, cae la helada.
Mamá llamó. Dice que se nos heló buena parte de la cosecha postrera, la que hace a la diferencia de un año de trabajo. Nos miran más cuando somos pocos y no tenemos nada. Cosas así. El rocío, yo no sé por qué, prefiere las esquinas.
Mañana es posible que sea un generoso día de sol pero a mí me gustaría que fuese como la primera vez que me levanté y salí muy temprano en busca de los chiches que había dejado en el patio. En algún sitio estaban, debajo de la capa blanca. Volví corriendo donde mamá y le pregunté a quién se le ocurre pintar todo de blanco. Cuánto trabajo y encima por la noche. Es la nieve dijo ella. Eso pasa algunos inviernos dijo tal vez para tranquilizarme pero yo no sabía bien qué eran los inviernos pero algo malo sería, sin duda. Nadie liga un nombre tan feo si no se ha mandado una macana de ese tamaño. O se la está por mandar.
Pero es posible que mañana haya de nuevo sol. Como todos los días después de la helada.
Qué será la helada, sigo preguntándone yo que nunca la he visto. Qué será, digo, fuera de esas gotas amuchadas en las esquinas y qué hemos hecho para merecerla.
Nieva poco en la costa. Casi nunca.
Ya me acostumbré -a todo me acostumbro y de eso me declaro culpable-, incluso a la helada, al invierno aunque no lo soporte, al trabajo echado a perder cuando ya no tenemos defensa.
Porque a veces le da por helar en agosto. Y es feo. Recién hemos sembrado. Esperamos con paciencia al cuarto creciente. Lo esperamos roturando la tierra, quitando del medio los yuyos, trazando el nuevo surco. Y todo se pierde. La semilla helada no crece. Pero queda setiembre y con setiembre otro cuarto creciente para sembrar.
Pero a veces hela en setiembre y ya no hay arreglo.

14.6.06

Puntín

A Oscar nadie lo invitaba jamás a jugar a la pelota. Era demasiado torpe. Quiero decir: todos en algún punto éramos torpes jugando a la pelota, de otro modo hubiesemos sido invitados a jugar en San martí, el club del barrio, que tenía su cancha en lo más alto del barrio, pero Oscar era peor a todos nosotros. El solía pegarle de puntín y eso no estaba bien. No sabíamos por qué, o al menos nadie supo decírmelo a mí en aquel tiempo, pero de puntín le pegaban las mujeres. Por lo demás, era pesado en sus movimientos y cada vez que encaraba en velocidad era capaz de tirar al suelo a cualquiera que no estuviese bien agarrado al piso.
Vivía en la casa vecina a los Wladiuk, en la casa de rejas rojas junto a Georgina, una mujer mayor, que no sé bien si era su madre, su abuela o una tía lejana. Nadie sabía mucho de él, pero no faltaba el que dijera que se había agregado en la única casa en que le ponían un plato de comida, como si en vez de un chico como todos fuese un gato de la calle.

Chasco

Jugar al fútbol es más lindo que verlo, pero ver fútbol es preferible a leer (o escuchar) la versión que otro da de un partido.
Considerando que el inminente partido de Argentina contra Serbia me encontrará encerrado en una oficina pública sin tv, estoy ensayando alternativas para seguir el juego.
Hoy, por ejemplo, seguí las inclemencias del juego de Ucrania a través de elmundo.es. Desopilante.
Et in Arcadia ego desea agradecer a José Luis Orihuela por haber hecho mención de este espacio -más que modesto en comparación a tan prestigiosos vecinos de lista- en su libro La revolución de los blogs.

13.6.06

Mañana, como era de esperarse, en la Arcadia haremos fuerza por Ucrania. La tierra tira.
Amo la media hora incierta después de las siete, por ejemplo. Sentarme con las manos sobre el escritorio y verme reflejado en el monitor en negro. Recular. Sacar cuentas. El resto de papel a4 robado está en el cuarto, metido junto una partida más nueva del botín de hormiga. Ese es oficio, pero hoy se me antoja a4 y lapicera Bic de color azul, que ya le queda poco y es cuestión de un tironcito nomás, un tironcito que bien podría suceder esta noche. Y llegando a la carilla y media, ya entusiasmado, decir por ejemplo y qué tal el cuaderno. O incluso mejor podría mecanografiar. Pero no. Ahora tengo ganas de tejer un mapa.

Tejido

La excusa era revocar una piecita del fondo. Supongo que la destinarían a las noches de Vanesa o algo así. El Ruso debería ordenar un poco más las herramientras, meterlas en cajas, esas cosas que suceden por la manía que tienen los humanos cuando crecen de necesitar más espacio para más objetos para más desorden.
Y una tapia. Dos hileras de bloques que también revocamos y cada tanto, un poco más alta, una columna`para hacer más corto el enrejado. La bendita tapia, a último momento, modificó ligeramente su trayecto. Cierta irregularidad de la manzana -exacerbada en esa esquina- y el mal cálculo de la cuadrilla municipal un poste de alumbrado dentro de lo que, de acuerdo a los planos, era parte de los dominios del Ruso- eran los dueños de la impunidad que nos dio un par de días de trabajo adicional.
Calor a la hora de la siesta. La vecina de pelo corto se paseaba en una malla de color celeste. En el patio, fácilmente divisable a través del alambre tejido, habían puesto una pelopincho que era el deleite de los pendejos.

jpn vs ca

Desde que existen, los libros se prestan. Este tipo de "piratería" es una revalorización progresiva tanto de la obra como de su autor. Por eso he decidido presentar públicamente la novela "Japón versus California". En el fondo, para cualquier artista, la oscuridad es un enemigo mucho peor que la piratería.


No lo digo yo; lo dice María Dubón.

12.6.06

Wiltold

No sé qué me pasa con el conde pero no puedo resistirlo más de dos párrafos, tres, con mucho entusiasmo. Y sin embargo es un totem como varios otros que se arrumban en el arcón. Dice algo de los intelectuales. Bah, decía hace 50 años y vuelve a decirlo Perfil este domingo (que para mí es lunes porque Perfil no llega nunca en domingo). Hago un esfuerzo para llegar al final. Destapo una cerveza. La tomo. Alcanzo el bendito final y -deformación profesional mediante- quiero tamizar. ¿Qué amo? He ahí la pregunta más abarcadora que nadie pueda formularme. Qué cosas. A quién sería un poco más sencillo. Una figura estelar que va mudando conforme a mis humores y un reparto más o menos estable. Pero qué. He ahí la única pregunta.

Ingrazia

No recuerdo demasiado sobre la familia de Vanesa pero sí cada detalle de su casa. Su papá había contratado al mío para hacer unas pequeñas refacciones y allí nos la pasamos un par de semanas. El todo el día, yo dándole una mano por las tardes, hasta que la voz de Carlos Ingrazia exclamaba en la tele ¡Buenas noches, Argentina! Apenas lo oíamos papá me mandaba a limpiar balde, cuchara, fratacho, pala. Después juntábamos los bártulos en la carretilla y saludábamos.
A papá le disgustaba que yo me distrajese mirando no sé qué vecina. Ahora sé que el tiempo ha pasado porque ya no dejaría de hacer ninguna cosa con tal de mirar a una mina con el pelo corto. Ella lo llevaba a lo varón y se cambiaba la ropa por mitades. Un día el pantalón, al otro el pullover.
El papá de Vanesa no me caía del todo bien. Tenía un Chevrolet 400 color verde igualito a uno que se veía en alguna propaganda la tele atropellando a alguien. Yo le tenía terror.
Hoy mi intervención en kaputt es una anotación acerca de António Lobo Antunes.

11.6.06

Pedro

Tanto es así que un día no contuve más mis deseos y quise estropearle la nariz a Fabi, un pibe encantador, hijo de una de esas hermosas familias que crecen en la pobreza, una pobreza que no es ésa que ahora quieren mostrar los cineastas que el estado financia sino una muy otra, que a contra viento y mareas pervive buscando el trago más dulce. Vamos, un pibe como yo, sólo que ahora seguramente andará por ahí pegando ladrillos y jamás de los jamases le ocurrirá pensar que en algún remoto suburbio alguien lo recuerda.
Tenía que ser por una piba y en efecto fue por una piba, por Vanesa, la mayor de los Wladiuk, los rusos del barrio. Era muy blanca, y cuando chica, parecía tener un rostro de porcelana, sólo que a los rusos -ellos no lo eran, pero mi viejo, a su padre, siempre le dijo el ruso y qué importa si en realidad fuesen polacos, húngaros o lituanos- les da por envejecer de un modo extraño y a ella esa vejez temprana la condenó a un mote desagradable: cara de heladera. Muy blanca, ni una arruga, nunca un gesto, muy rubia, Vanesa.
Y yo le pegué a Fabi sin causa en realidad porque ella nunca se enteró del tabique torcido ni de la consulta con el doctor Jauregui que dijo que tenía el puño recalcado y de mi alegado, tal vez encogido de hombros, de una caída, una desafortunada caída. Creí que se me iba la vida en esa piña. Creí que debía de poner en mi mano derecha toda la fuerza como aquél que dijo tú te llamarás Pedro y serás la piedra sobre la que.
Nada ha sido igual desde entonces.

Aunque no lo veamos

Sí, sí, me hubiera gustado estar aunque no sea demasiado afecto a las reuniones multitudinarias. ¿Por qué? Porque siempre es poco, porque el tiempo, aunque sean siete horas de un tirón, sólo alcanza para entreverse, adivinarse, casi como en los blogs mismos, como en el truco, que en vez de mirar las cartas de un saque nos imaginamos que se van pintando mientras las tenemos en la mano. Y por la convicción -a esta altura no me tiembla el pulso a la hora de escribirlo- de que todos los blogs se parecen a la persona que los hace. Los hay locuaces, eclécticos, tímidos, punzantes y realmente una experiencia fascinante arrojarse a compartir una mesa -uno de los placeres supremos- con alguien que puede ser -por qué no- un asesino serial, un grafómano que sólo se ha sentado allí para seguir robando historias o un niño que tira piedras al estanque a ver para adivinar qué sucede en las profundidades, allí donde sólo con la piedra llegará.

10.6.06

Algunas anotaciones sobre el estreno mundialista:
No se puede creer que un tipo como Cambiasso juegue en la selección argentina. ¿Nostalgias de aquel otro pecho frío conocido como Fernando Redondo? No lo sé, pero el mediocampo fue igual de lastimero que él.
La sorpresa: Saviola. ¡Ave Conejo!
La sorpresa II: Abondanzieri. ¡El Pato se puso las manos!
La sorpresa III: Drogba no era ningún cuco. Drogba es mucho mejor que Crespo.
La sorpresa IV: los exabruptos de JP Varsky no se reducen a sus intervenciones escritas en La Nación; las desparrama a troche y moche -también- en la transmisión de Directv. Decir que Argentina ganó en las dos áreas ¿no es igual a decir que en el medio no atajó a nadie?
El adelanto: el mundial que viene seguro que no faltará el chip en el arco que indique si la pelota entró o no. Mientras tanto Argentina padece el mejor nogol de este mundial.
Y la previa, a destiempo, pero quizá útil para releer -como cábala- antes del partido del viernes contra Serbia y Montenegro, en Crónicas Germanas..

Líbero

El más chico de los Pérez -quiero decir el más chico de los que jugaba conmigo porque en casa de los Pérez siempre andaba correteando algún chiquito de cuatro o cinco años que yo no sabía a quién atribuir, a tanto son capaces de llegar las familias numerosas en el barrio-, ese era Juan, Juan Pérez, un nombre que fiel a sí mismo, un tipo silencioso como pocos. Pasó por la escuela secundaria, bah, hizo, según creo recordar, dos o tres años y después se dedicó a trabajar, y muy poca gente le conoció la voz.
Me gustaba su modo de jugar al fútbol. Era un tiempista a lo Juan Simón, uno de esos tipos que son demasiado limpios para jugar atrás, muy claro con la pelota pero lento a la vista. Siempre parecía que no llegaba a cerrar pero las ganaba a todas. O a casi todas, como corresponde a un defensor de ley. Y sin dar nunca una patada.
Un tipo paciente, Juancito, fiel a su estirpe, nunca lo vi enojado, nunca con las venas hinchadas por ningún asunto. Y eso que si uno mira las cosas con algún detenimiento es raro que no le den ganas de agarrarse a trompadas. El barrio mismo incitaba a eso y por suerte, al menos durante el tiempo que duró mi infancia -más ese largo rato en que se es grande para ser niño pero se es niño para tantas otras cosas- todo contrato verbal sobreentendía que en caso de controversia las partes convenían limar las diferencias a piñas.
Pero los Pérez vivían en un confín del barrio, a sólo media cuadra de la ruta, en una zona de casas más o menos arregladas, lo que en algún punto era raro porque el viejo Pérez era albañil y le había pasado el oficio a sus muchachos. La vieja era costurera.

9.6.06

Zapatero

Tuve la suerte de criarme en la cercanía del cuartel de bomberos de mi pueblo, lo que de algún modo siempre me tuve en estado de alerta porque, mal que mal, todas las semanas se escuchaba el sirenazo que a todo el mundo ponía los pelos de punta. No recuerdo bien cómo era el código, pero creo que los tres golpes de sirena eran la señal para los bomberos voluntarios del pueblo de que había que ir a apagar un incendio. La autobomba tenía una limitadísima capacidad y los muchachos eran puro corazón, así que las más de las veces el esfuerzo era inútil, pero para los pibes del barrio eran héroes ataviados en traje rojo y casco.

No los conocí a todos, pero me hice más o menos amigo de Reyes, que además de pelado era policía y no se trataba ya de que mi casa solicitase su auxilio a menudo ni que yo fuese un pibe simpático entre esa manga de atorrantes sino que pasé muchas tardes cerca del cuartel. La excusa era la canchita de fútbol. Tenía los dos arcos y eso superaba en mucho a los campos de juego improvisados en medio de la calle con cuatro piedras a manera de arco.

La otra mitad era la pertenencia a una gavilla, la de los hermanos Pérez, Cefe y Pedro. Según mi viejo ellos eran cualquier cosa menos Pérez. Sin duda no eran Pérez más que por algún capricho del registro civil porque en esa familia tenían toda la pinta de indios. Tal vez el más aindiado era Cefe. Bajo, morrudo, el pelo negro brillante y ciertos rasgos simios hacían que mi padre, quizá también mi madre, se refirieran a él como "ese que se parece a san Ceferino".

En rigor de verdad no hay ningún san Ceferino y el santo al que se refieren papá y mamá es Ceferino Namuncurá, un mapuche que hizo no sé qué prodigios, y es una especie de santo patagónico. Quizá ya se haya extinguido la pasión de nuestra gente por tan hidalgo antepasado. O haya quedado limitado a la comunidad aborigen. El caso es que, hasta donde yo sé, Ceferino nunca pasó de beato y a todos un poco nos gusta echarle la culpa al Vaticano por el desgano con el que han encarado este trámite.

Volviendo a la canchita, cada equipo era encabezado por uno de los Pérez. A mí me gustaba jugar para Cefe, no porque creer que en su figura tenía a dios de mi lado, sino porque Pedro pasaba poco al ataque. En cambio cuando avanzaba Cefe, pelota al pie, cabeza levantada, metía miedo. Miedo de verdad.

Yo era muy chico. Jugaba atrás. Me decían Schumacher porque, aunque nada tenía de zapatero, los muchachos creían que algún parentesco podría tener con el arquero alemán. Por supuesto: ignoraban que antes hubo otro más cercano a mí: Sepp. Sepp Maier.

8.6.06

Arno x Piro

A un tipo así, hay que leerlo:
Pensar. No estar satisfecho sólo con creer: seguir adelante. ¡De nuevo a través de los campos del conocimiento, amigos! Y enemigos. No interpreten: aprendan y describan. No hagan planes para el futuro: sean. Y mueran sin ambiciones: han sido. A lo sumo llenos de curiosidad. La eternidad no es nuestra (¡a pesar de Lessing!): pero este lago veraniego, este canal cubierto de vaho, el cuadriculado multicolor de las sombras, la picadura de avispa en el antebrazo, la bolsa estampada llena de mirabeles. Allí, el esbelto vientre arqueado de la nadadora.
Traje la lluvia en la botamanga de mis pantalones, el barro en los zapatos y mil gotas suspendidas en la campera gris fingiéndose células rebeldes. De un tiempo a esta parte, la postergación de esta gerencia en beneficio de otras ha deparado que el único mobiliario nuevo sea un perchero, un hermoso perchero munido de un compartimento para colgar paraguas. Son tan poco comunes aquí los paraguas que a veces pienso que toda esta gente encerrada entre paredes de cristal blanqueado -en aras de una intimidad que nunca ha sido- finge no saber -yo creo que finge y ninguna otra cosa- cuál es la utilidad del plato negro de plástico que luce al pie del perchero. A nadie se le ocurre pensar que hay días de lluvia y gente con paraguas, impermeable o campera y esos paraguas, impermeable o campera, son herramental callejero. Aquí, en esta noche perpetua bajo la luz blanca -siempre blanca, para maldición de mis ojos, semprísimamente blanca- debemos comportarnos como gente normal. En mangas de camisa o con suéter liviano. La cara despejada de todo -menos de los lentes que sí, gozan del prestigio de usurpar caras-, prolijamente afeitada o revocada, según corresponda, el saludo cordial -de nuevo todos están fingiendo, todos menos los que se besan que participan de una competencia de contaminación auditiva, chuic acá, chuic allá-. Lástima que el hedor húmedo no se entera que le ha llegado la hora de retirarse, no hasta bien entrada la mañana, cuando ya la cordialidad también se ha marchado a mejores barrios. Entonces, es decir ahora, encarcelado en el traje de invierno, con la suela de los zapatos tomada por el barro, me detengo en la triste caida de la pierna gris, en su final negruzco. Así, envalentonado por la su repentina asignación de funciones, cobra nueva majestad el perchero, su cabildo de paraguas, el charco en el plato de plástico negro.
Solucionados los inconvenientes técnicos, estaremos en condiciones de llevar a todos ustedes las incidencias de la próxima contienda ecuménica. Nada quedará fuera del alcance de nuestras poderosísimas cámaras de última generación: saques de banda, apiladas memorables, patadas descalificadoras, puteadas al referee, arrugues de barrera, tiempos adicionados al reglamentario, verde césped, cabezazos con el parietal derecho, penales marrados, cara interna del pie derecho, gorro, bandera y vincha, caños, rabonas y pisadas, disparos a puerta y pitazo final. Será emocionante como ver a Pinky en fundada en vestido colorado para el estreno de la televisión en colores. No se lo pierdan.

5.6.06

Algo

Para ser sincero -alguna vez tengo que serlo, mucho me temo, al menos conmigo, que tampoco sería la gran cosa- estoy angustiado.
Es una angustia, como todas, algo invernal. El agua para el mate tarda demasiado en calentarse. Si descongelo la heladera -ya es hora, en el congelador entra apenas nada- estoy casi seguro de que el piso mojado nunca se secará. El río tímido que se forme juntará en el camino un resto de sal se me cayó un poco el viernes -y no he tenido tiempo, tal vez no he tenido ganas, pero lo cierto es que no he barrido la cocina-, un recorte de diario en el que se celebraba una película entrañable que he resuelto olvidar, besara, si resulta lo bastante ancho, el pie de madera barata del estante y lo herirá de muerte -si anotaba por ejemplo “lo herirá de vida” esa frase me hubiese gustado más pero ahora mismo no tengo ganas de que me guste nada-.
Es el demasiado fumar y no vaciar el cenicero tan rápido como la proliferación de colillas lo requiere. Detenerme en los trazos de ceniza que se van dibujando en el vidrio y entrever una figura que no m es grata. Yo con el pelo encanecido. Yo llorando.
Afuera podría llover y sin embargo no llueve, pero es como si lloviera. Cada partícula de aire lacrimal vuelta un barrilete anárquico que se tira y tira hasta donde dé la tanza y el carretel nunca se acaba. Golpea contra la pared. Hincha las puertas de madera. Todo cuchitril, incluso el mío, pintado en celestriste, en sueños se cree palacio encantado. O casa de fin de semana en miércoles. En invierno. Sola.
Tendría que intentar algo. No sé bien qué. Por ejemplo cambiar las sábanas. No porque estén sucias. O viejas. Sino porque son mudo testigo de mis pesadillas. De los revolcones que nunca terminan. De los despertares a cualquier hora durante la noche profunda y de golpe el repaso de un cierto sueño continente de un mensaje cifrado. Pensar en él recostado sobre la derecha. Sobre la izquierda. Dando vuelta la almohada. Bajando una frazada más. Dibujar otra rosca entre las mantas. Una que tenga algo del tres catorce quince noventa y dos. Que no deje nada afuera. Ni un dedo pequeño. Ni la nariz. El temor a la asfixia. A la muerte por asfixia con tantas cosas por hacer.
Quemar las sabanas. Ofrendarlas en sacrificio al fuego. Temer al hedor de mis pesadillas quemadas. Echarlas a la basura. Meterlas en una bolsa doble. O triple. Bien anudada. Que un mendigo se sorprenda con el bulto y eche sus sucias manos encima de ellas. Que se deje ser al hechizo. Que beba groseramente un licor de a tres pesos la botella. Que las vomite. Que al despertar en la mañana no soporte su rancio envoltorio y crea por un largo rato que sólo podría conjurar el hechizo volviendo esas sabanas a la basura. A que otro las junte, las use, las vomite.
Pero no. Sólo torpes imaginerías. Algo ebulle. Algo se funde. Algo se congela.

4.6.06

No hace el frío que yo siento en los huesos. No.
Encima faltan dos minutos para que pierda la categoría Olimpo, el único equipo que le daba algo de federalismo a la liga porteña. Tamadre.

3.6.06

Portate bien que te estoy mirando -mamá desde el fregadero- no le hagas daño a ese animal -detrás de la puerta con mosquitero- ya vas a ver cuando venga tu padre -dándose la vuelta para dejar de mirarme. Y yo de vuelta a la carga.
Un día mamá habló.
Supe en ese entonces que no es bueno atosigar a mamá. Lo digo con todo el amor del mundo hoy. Mañana, quién sabe.

Sábados

El tío Alvaro es un fenómeno. Viene todos los sábados, reparte caramelos entre los chicos y saludos entre los grandes. Horas y horas se la pasa contando las mismas mismas historias que contó el sábado pasado y el anterior. Cada vez les agrega un detalle que por sustancial no merece despreciarse, sólo que el sábado pasado pudo contarla sin ése detalle y a nadie le afectó que no contara, por ejemplo, que la vez que se agarró a trompadas en Take Off trabajaba para el diario y tenía un jefe que tomaba demasiado. Así, de a poco, sábado a sábado, los grandes se van enterando de que la historia que siempre los aburrió es en verdad interesante sólo que la memoria del tío Alvaro es tan traicionera que los ha privado de algo que hace a la esencia de las cosas. La primera vez que la contó, y de esto hace mucho, dijo que estaba muy borracho, que le habían dado ganas de pegarle una buena trompada al tipo que vendía las entradas en Take Off que, no por nada, le impedía el paso, tal era el peludo que el tío Alvaro cargaba. Hubo una mano que lo detuvo. El la sintió donde empieza el brazo, casi en el hombro. De ahí en más no se acordaba mucho, sólo que lo agarraron en el pasaje y eran tres, todos grandotes, todos con camperas de cuero y se turnaban para pegarle. Al otro día alguien, posiblemente el tío Mario -eso dijo la primera vez- fue quien le dijo: boludo, menos mal que no le pegaste al acrílico, porque el tío Alvaro cuando se mama es capaz de cualquier cosa, incluso de no darse cuenta que entre la cara que quiere castigar y su puño hay un acrílico de unos dos centímetros. Y qué linda piña le iba a pegar, contaba, todo el peso del cuerpo puesto en el brazo cuando alguien se interpuso -la segunda vez le echó la culpa de Bernabé y la tercera a Evaristo-, que sino le fracturaba hasta el dedo gordo del pie -la cuarta vez al loco Aníbal y la quinta, de nuevo, al tío Mario-. Y así cada sábado tardaba más en despedirse y a mí me daba una rabia tremenda porque los grandes se amontonaban junto a la mesa del comedor y no me dejaban ver la televisión. A las siete daban los Dukes de Hazzard y aunque siempre fuesen los mismos capítulos a mí me parecían mucho más interesantes que escucharlo al tío Alvaro. Yo no tenía que escucharlo porque se suponía que estaría con los demás chicos, jugando en el patio, pero se hacían las seis de la tarde y ya empezaba una especie de vigilia esperando que llegue la hora en que se mande a mudar. A veces ya tenía la mano en el picaporte, había contado su historia -al menos eso parecía- y se había despedido de todos y a cada uno le había hecho un encargue. Hacé todos los deberes del colegio, me decía a mí, que era lo mismo que me había dicho el sábado anterior, pero no parecía darse cuenta de que ya me lo había dicho y ni falta hacía que me lo recordase porque yo siempre hacía los deberes bien temprano. Tenía la mano en el picaporte, ya se había despedido y hacía otros dos pasos hacia la mesa del comedor y preguntaba ¿les conté de la vez en que el finado Ricardo me invitó a coger? y todos los grandes se reían, alguno se tapaba la cara con las manos porque se le caía la cara de vergüenza del tío caradura y sus guarangadas. El finado Ricardo era el director del diario en el que trabajaba el tío Alvaro. A veces el cierre estaba complicado porque le faltaba gente y el tenía que meterse a escribir el horóscopo y ponía cualquier burrada porque no sabía distinguir cuándo se usaba el punto y cuándo las comas, pero igual se las ingeniaba para hacerlo. Terminaban todos muy cansados. Es mucho trabajo armar el diario pero peor se pone la cosa cuando uno tiene un jefe medio borracho y putañero, eso decía el tío y las carcajadas de la platea familiar se escuchaban a media cuadra, porque el finado Ricardo era putañero mal. Parece que le daba a todo lo que se le ponía enfrente: hombres, mujeres, niños, todos estaba bien con tal que pudiera mojar la chaucha. Y más carcajadas. ¿Te imaginás -preguntaba a toda la mesa pero hacía de cuenta que le hablaba a uno solo- el tipo invitándome a coger? Yo lo quedé mirando y él me dijo con chicas, Alvarito, quedate tranquilo. Y el tío se acomodaba de nuevo en la mesa, daba la indicación de que la dueña de casa, o sea mamá, prepare otros mates, que los bizcochitos de grasa están buenísimos.

2.6.06

Los enanos estaban alborozados. Una visita, no sé qué, alguien con la estatura suficiente como para hablarles y para que ellos le dieran pelota. Si no sé es porque con ellos no me hablo. Apenas los miro desde lejos. A veces les da por hacer caterva y toman por asalto sitios públicos. So pretexto de algún sentimiento que yo no alcanzo a comprender, se agolpan ante el palacio legislativo, ante tribunales, ante la alcaidía. Llegan en colectivos cuando no como el propio ganado, en camiones. Llevan banderas. Entonan cánticos que prometen lealtad y juran venganza. Allí van, cruzando el puente, con sus pies deformes y sus ropas colorinches. Parece que alguien prometió hablarles.

Cantinga mundialista

[colaboración de Kurupicho]
Los formoseños juegan fútbol con los tailandeses, con los genoveses,
con los timoratos (de Timor, isla vecina de Java y Flores)
pero no juegan fútbol con los chinos...
los alemanes juegan fútbol con las cabezas de los irakíes,
los yankees juegan fútbol con las cabezas de los sunníes,
los franceses juegan fútbol con pelotas veladas,
los lapones juegan fútbol con la cabeza de Maradona,
las pelotas juegan fútbol con las geishas,
las bombas de uranio juegan futbol con los mapas asiáticos,
Bagdad en realidad es un campo de fútbol,
de tiros a puerta, de sudor oscuro, de catinga animal,
de pelota de cuero humano,
los argentinos juegan fútbol con los ojos traviesos de K,
los rapais juegan fútbol con el dedo mutilado de Lula,
los chilenos high school juegan a veces con su destino de miserables
otras con el trasero decadente de los bache...s,
los insomnes juegan fútbol con los TVs y PC,
los alemanes no piensan perder este verano nuevamente como en el 33,
los peruanos juegan fútbol con las novelas de Varguitas, el neo-último-liberal,
los poetas juegan fútbol con las ideas que saltan como metáforas cegando a la horda,
los europeos juegan fútbol con los niños de la calle vueltos balones de fútbol,
los niños de calle asuncena son las pelotas
donde descargan su ira monetaria el FMI y el Banco Mundial,
los colegiantes chilenos quieren copular
y jugar fútbol con la cabeza cuadrada de sus profesores
antes que volver a dar clases,
los peruanos juegan fútbol-dialéctico
la de los dos cuernos negativos
la de la doble negación del mundo,
los chinos juegan al fútbol con todo el mundo
hasta con la cabeza de Buda
menos con los formoseños -es decir los taiwaneses-
uih, que ¡catinga poética!

1.6.06

Piolín

Los caminos del yo son previsibles, tienen forma de embudo. A poco de haber superado estadio, basta echar la vista atrás para colegir que nada pudo ser demasiado distinto de lo que fue y hasta al más estúpido de los mortales lo asiste la duda irresoluble: ¿estoy cumpliendo el libreto que otro ha escrito para mí?. O incluso peor: ¿no hay una mano que guía estos pasos? Pero con el simple acto de verificar que las manos se mueven a nuestro antojo y no habiendo en ellas señales de piolín alguno, podemos apretar el puño o golpear las palmas en la seguridad de que hay una dirección nacida de nuestra propia entraña. Más adelante, nos hacemos empresarios. Contratamos empleados que tejen escarpines o procesan datos, que ríen de cuando en cuando, que interrumpen la tarea para tomar mate o para salir al pasillo a fumar. El yugo, la paga mensual, se convierte en el piolín. Un pilín un tanto lánguido. Eso es cierto en la medida que no está de más sembrar periódicas amonestaciones, indagar un poco en sus vidas, hacerles saber que la calle está más dura que nunca. Pero no hay caso. Hablan entre ellos. Un poco menos cada vez. Es evidente que el paso del tiempo, la forzada convivencia en la jaula de rejas imaginarias, tiende a crear entre ellos un lenguaje común y esa jerga requiere brevedad. La mueca de uno es un fallo en el sistema. La media sonrisa de otro es el recuerdo del chiste que alguna vez fue afectivo. Un dedo en alto es la señal de que hay que preparar mate y conocidas las habilidades de uno y de otro, cae de maduro que para alguno de ellos ese dedo en alto es una orden. El jefe los ve y piensa por un momento que dentro de su propia burbuja está sometido a leyes peligrosamente simétricas, que él mismo suplica al reloj que dé la hora de volver a su casa y que la sirvienta se haya acordado de que hoy no cumpliría en verdad años si no lo esperase su plato de risottos a la hora de la cena.