Jade May Hoey

1974-2004

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16.11.05

Curso de miedos. Parágrafo noveno

Blusa en riguroso blanco, de nuevo los hombros descubiertos.
Quiso saber un poco más sobre mis transiciones. Me sentí aludido. Quizá me haya ruborizado o algo así. Sé que extraje del bolsillo de mi campera un papel lleno de garabatos. Uno con mis últimas anotaciones, siempre tan trémulas que tienen el sabor de las primeras y me dispuse a leer.
Sin proponérmelo, acaso urgido por llegar pronto a alguna parte, o nada más por ver qué es lo que sucedía dentro de aquellos carromatos verdes, una vez -me refiero a la primera, hubo muchas más pero lejos de mí yacía el asombro original y todas me resultaron una misma, tan parecida a mí, predecible- me subí a un colectivo de la empresa 28 de julio. Debí sospechar la anarquía que podía reinar en un ámbito controlado por los mismos trabajadores. Me los imaginaba, no pude evitarlo, contando por las noches los boletos por cortar al día siguiente, las monedas pegadas de diez en diez con cinta scotch, los billetes numerados en el rincón superior derecho del anverso, las risas de hiena planeando la inminente quiebra, el desfalco a los acreedores disfrazado de acuerdo preventivo extrajudicial, las declaraciones de un morochito de bigotes de voz enérgica requerido por una horda de reporteros salvajes, detrás de él y por toda escolta, una fila de galeses fornidos con la mano derecha a medias dentro del saco, como quien tantea una pistola o un dolor de panza. Por un momento sentí en mis pasos el miedo. Por un momento estuve a punto de bajarme. Me sentaría a esperar. Tal vez fuese media hora o el intervalo suficiente para encender tres cigarrillos a fumar con pitada lenta y mirada extraviada. Me llenaría el pantalón del polvillo de la madera que por todo asiento ofrecía la garita. Esquivaría los comentarios de ocasión de otros compañeros de espera. Ocultaría el gesto brusco en ciernes quitando de la vista ajena la mano derecha transformada en puño enrojecido. O mejor aún: no me daría permiso para anular los pasos ya dados y estrecharía un billete azul hasta la mano de un conductor sonriente que daría a cambio un recio buenas tardes y un ticket mal cortado con una frase de Confucio dicha sólo hasta su precisa mitad. Buscaría entre los asientos alguno que me dejase extenderme cuan ancho soy, uno que tuviese lugar suficiente en el portaequipajes para colocar mis penurias.
Mañana o tal vez pasado te sigo contando, le dije al descuido, amparándome en el misterio de una dilación sin mayor causa. Sonrió y eso me llenó de gozo; me bastó.

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