Jade May Hoey

1974-2004

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15.11.05

Al costado del camino

Los libros, algunos de los que me traje de Corrientes, vienen conmigo casi a todas partes. He descubierto, después de no pocos forcejeos para llevar el cierre a buen puerto, que en el bolsillo caben cómodamente tres volúmenes, lo cual es una buena cantidad de libros para leer contemporáneamente. De entre los que levanté para hoy, mi mano prefirió el de Wilcock (El caos, que comparte viaje con uno de Macedonio y otro de autores varios que se pregunta qué le sobra y qué le falta a los últimos veinte años de literatura argentina), un cuento al azar, La engañosa que, según reza el postfacio, tiene otras tres versiones, alguna más corta, alguna más larga; en alguna de ellas la protagonista se llama Concetta (aquí es Concha) y el narrador Tony (es preferible Miguel). En el mismo postfacio cuenta que una de las versiones está ambientada en la antigua Ur de los Caldeos y otra lleva por título Prime esperienze di Cavallo Alto in Uganda -esta vez sucede en Mendoza-. Leo:
Y me condujo de una mano hacia la tibia estancia ya descripta, donde yo llevaba los libros de la Cooperativa. Me había quedado pegado a los dedos un poco de relleno del seno de Concha; me lo acerqué a las narices, y en tren de descubrimientos, comprobé que olía a pis de gato. Esta mujercita es un hormiguero de sorpresas, pensé; con razón su andar moruno es tan dislocado.

Hay algunos detalles discutibles. Veamos. Si el tipo dice que es contador debería tener, por lo menos, veintidós años y no veinte, pero que sea contador ni le pone ni le quita nada al relato. En cambio, los veinte años son una cualidad esencial para caer en las trampas que Concha/Concetta le tiende. Tanto a los veinte como a los cuarenta, una mujer es siempre un hormiguero, en el sentido de casa. Todas las casas, incluso esas que se construyen en serie, son una caja de sorpresas para el visitante, no así para el anfitrión. Entonces la expresión “hormiguero de sorpresas” sobreabunda, lo cual quizá haya sido un golpe buscado por el autor, o quizá sea un efecto propio de una mala lectura, imputable a mi vocación infantil por profanar hormigueros.
Cuando supe de Wilcock yo ya estaba tan crecido que me había olvidado de los hormigueros. Lo recuerdo vestido con ropas de playa, sentado en la arena en compañía de Borges, una mujer y probablemente Bioy o Bianco.
Empecé a leer lo poquísimo de sus textos que anda desperdigado en la web y me sentí menos incompleto la tarde que, en Viedma, hice un alto en la vigilia hospitalaria de mi padre para meterme en una librería. Pagué una pequeña fortuna por La boda de Hitler y María Antonieta en el infierno. A juzgar por el escaso éxito que tuve entre mis amigos, soy un mal evangelista de su obra.
Más recientemente pagué casi nada para hacerme de Hechos inquietantes y El caos. No podría estar más complacido de saber que lo tengo entre mis cosas, agazapado, esperando que le pida un cuento.
Leyéndolo, por oposición, no pude dejar de pensar en las argucias con que combatió la prosa de sus colegas, los ingenieros. Sin embargo, siendo su especialidad los caminos, también en su lectura supe que yo ya había andado antes por ahí, en un antes lleno de matorrales y cañadones inoportunos que ahora era sigue siendo un pavimento confortable, una vidriera suave para contemplar el mundo y sus amenazas.

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