Jade May Hoey

1974-2004

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10.11.05

Curso sobre anillos. Lección cuarta

Lo primero que me vino a la mente fue Cozumel, luna de miel en Cozumel y todo por culpa de su blusa color esmeralda con un estampado que me retrotrajo a la flora submarina que puede verse sólo allí. Glub. Glub.
Hoy me senté a la izquierda, de modo que los anillos se miraban con el rabillo del ojo; el mío, de hombre comprometido pero no tanto, el de ella de mujer casada. Glub.
Cuando ella se volvía para mirar el pizarrón, yo me detenía en las hebras doradas que tiene en su caballera.
¿Por qué no escribir aquélla historia? No lo sé a ciencia cierta, no soy de los que se ponen a pensar por qué hacen o dejan de hacer las cosas. Me enrolo, sin buscarlo, entre los que justifican el efecto indeseado de sus acciones. Lo demás me queda un poco lejos, a qué negarlo!
Los personajes no pueden ni deben convivir en paz. El único modo en que lleguen sanos y salvos a su destino es el ejercicio de la fricción permanente. Y gran parte de esa fricción debería trascender la potestad del autor. Quiero decir: la clave de la supervivencia del sistema es su búsqueda permanente de la catástrofe. Que el lector tome el volante del convoy, tuerza el camino y acelere. Que todos estén en vilo por las doscientas páginas que pueda durar un desvarío semejante. Y eso se construye sólo a través de las ambigüedades, de los intersticios por los que pueda filtrarse su mano. Dejarlo lleno de agujeros es el único modo en que se me ocurre que el texto pueda respirar.
La otra senda, la de estrechar los márgenes hasta convertirlos a todos en sujetos aprehensibles en una página, más temprano que tarde se agota. Las redondeces son tentadoras. Sin embargo es el caos el único que puede preservarnos de alcanzar el tan temido horizonte. El producto es el ebullir de las células un instante antes de mutar, no el estadio que alcancen como resultado de una combinatoria.
Eché en menos -sabía que alguna de estas tardes pasaría- la llegada de unas botas imponentes en lugar de esos zapatitos que dejaban los pies desnudos al alcance de mi voluntad si es que ella ordenase que me agache.

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