Jade May Hoey

1974-2004

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9.11.05

Curso de Cómo pudiste. Acápite tercero

Hoy tocó remerita verde de hilo, con cuatro botones a los costados, llegando al ecuador.

Antes de salir, alguien me interrogó respecto de cómo hice para saber tanto de la señora de Bracchetti después de un par de clases de ignorancias y computadora a medias. La respuesta no fue tan sencilla como hubiese deseado, pero me gusta suponer que nadie me entiende. La incomprensión es un sitio muy cómodo para el ejercicio de la estupidez y a ese efecto no pongo ninguna traba.

Verás: la primera mañana que me subí a un colectivo de la empresa Rawson fue el diez de marzo de 1997. Durante los dieciocho kilómetros del recorrido no paré de hablar. El tiempo me dio un poco más de tino, y comencé a poner ojos y oídos al servicio de mi obra, por llamarla así. Más que nada oídos, eso hay que subrayarlo. Soy corto de vista, tirando a muy. En consecuencia, desde cachorro vengo entrenado en el arte de ver las cosas más allá del signo visual percibido. No tuve otra alternativa que trazar hilos conductores entre las sombras que danzan delante de mi vista. El resto lo ha hecho la conjetura y el convencimiento. Hay que creer que esas sombras son ciertas, pero a la vez desconfiar -y mucho- de ellas. Tal vez me engañen mis ojos y ni siquiera se trate de sombras y sea mi imaginación la que me ha hecho el mundo en el que vivo.
De esas primeras vistas y oídas me hice una composición de lugar bastante certera. No es casual. La rutina de la hora, el estado de somnoliencia de los pasajeros, la estrechez del espacio físico, el frío como una amenaza concretada, hicieron de mí un niño. Todas las sensaciones eran vigorosas, de cada pestañeo extraía la razón de ser de mi motor, cada detalle en el accionar de esos individuos fue una señal. No tardé en ponerles un nombre a cada uno, yo que sé, srta. Rabolargo, sr. Sabagnoni, dr. Babosovsy, y así varios más que por falta de uso eché al saco roto del olvido.
Es decir, antes de que hubiera historia, yo tenía la mía. Era bastante precaria, hecha de primeras impresiones, más que nada de prejuicios, de iras como tormenta de verano. Pero nunca soslayo que soy hijo de labrador y si hay algo que me sobra es paciencia. De modo que me puse en plan experimental. Ante mis ojos sucedía un experimento de simulación controlada a la que podría denominar -ambiciosamente- novela. Bastaba que yo, habitué de la butaca 16 me sentara en la butaca 29 para que se armase un modesto descalabro, se alterasen las parejas habituales y germirara, en consecuencia, un tejido de relaciones ligeramente modificado, lo que abría las puertas de reducir las áreas que en lo previo eran dominio de la conjetura, para abrir otras nuevas. Qué pasa si me pongo un perfume caro. Qué pasa si voy con la bragueta abierta. Qué si me levanto de mi asiento hecho una furia y pateo a ese señor de canas amarillentas. Qué tal si el tipo tiene consenso y se paran otros a prepotearme. ¿Y si otros salieran en mi defensa? La suma de esas posibilidades era mi novela.
Uno de esos personajes era la señora de Bracchetti. Tantas veces la vi subir delante de su esposo que elaboré en mi mente todas las escenas previas a subir la escalerita del colectivo. Para eso me bastaba con ver sus cachetes inflados, sus tetas infladas, su panza de embarazo por el sexto mes, el gesto soberbio de su esposo y sus ademanes, tan lejanos de la cortesía como yo de Ciudad del Cabo.
O sea, la conozco porque es mi invención, yo la hice a mi medida, yo planeé su llegada porque durante los primeros calores tiendo a perder la paciencia y necesito del placebo de una mujer con dueño, una que sea por entero imposible, una con la naricita erguida, vamos, una modelo diseñada a mi capricho.

A la vuelta, me crucé con una mujer policía muy gorda. Llevaba unos lentes azules en degradé. Eran iguales a los que mamá perdió una tarde del año 1979 de nuestra fe. Fue en el cementerio. Rezábamos por Reina Isabel.

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