Jade May Hoey

1974-2004

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11.11.05

Curso de alfileres. Apartado quinto

Blusa sin mangas de color rosa con bastones celestes.
Somos los más aplicados de la clase. Queda a la vista. Concluimos nuestros menesteres al vuelo pero sin vértigo, sabiendo que la suma de los retazos hacen a la charla un hilo que no acaba de cortarse. No pueden con él las digresiones de Daniela ni las eses que por el camino va dejando Brenda ni las toses que finge Oscar cuando está empantanado en algún inciso y no se atreve a preguntar.
Me contó de su nene de tres y casi al pasar le despaché que recuerdo su embarazo de los tiempos en que tomábamos la línea que iba por la Pellegrini, que no, que hace mucho que no vivo por ese lado y que me van quedando cada vez menos sitios donde vivir, tanto que me he juramentado que el próximo cambio de domicilio será en el registro civil de una ciudad remota, en donde ojalá me atendiese una dependiente de cachetes consecuentes.
Hoy trajo caramelos. Me pareció una gran elección. El chicle es capaz de mancillar la belleza de la más hermosa mujer, pero en homenaje a esa belleza es que uno barre con esos detalles y de lleno encara la pesquisa de otros nuevos. Dentro de su boca cerrada imaginaba la punta de la lengua empujando el caramelo como mi mano traccionaba barquitos de papel en charcos de agua sucia y nula corriente y no pude evitar agarrar uno de los míos y es por poco que no me lo eché al garguero con todo y papel.
Estuve tentado, casi se lo digo, de contarle cómo concebí la historia y por qué me he guardado tantos detalles que en manos desaprensivas irían sin escalas a la basura, pero no, preferí contenerme, al cabo a mi historia le faltan agujeritos por los cuales respirar, y yo tengo en la mano un alfiler que avanza sobre los brazos desnudos y me siento un profanador. Casi todo un artista.
La que ni de negro deja de dar gorda retrocede. Por supuesto que no tiene espejo retrovisor. Todo en ella es torpeza. Le suceden los errores que a nadie. Qué sería de nuestros ignorantes corazones sin la gorda en retroceso, cargándose silla, bolso y poniendo en jaque mi lánguida humanidad.
Se agacha para recoger mis papeles del suelo. Mis ojos corren de la punta trunca de sus suecos al talón. Y a pinchar, pinchar.

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