Jade May Hoey

1974-2004

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11.11.05

Ligazones

Me quedé viendo el anillo. Largo rato. Me gusta. Soy fetichista declarado. La metáfora es mi religión.
Siempre fui opaco. Desprecié todos los brillos que pude elegir. Siempre de negro. O de azul oscuro. Recién descubrí el verde en Verónica, borrega caprichosa como pocas. Y hay que ver qué insistente. Y escucharla en desde esa voz a mitad de camino entre la carraspera y la flauta dulce. No, dulce seguro que no era. Y no es que yo la hubiese lamido alguna vez. Lo nuestro no excedía, a dios agradezco, de los besos de buenos días. Los más sonoros que pudieran oírse en toda la ciudad, de eso estoy casi seguro. Tal era el énfasis puesto al servicio de la succión que resultaba llamativo que en nuestras caras no luciera la marca del otro, la demarcación territorial. Eran otras las formas de trascender en el otro. Yo, la pura razón, le regalé un reloj de pared. No tuve motivos para hacerlo. Lo vi, me gustó, lo compré. No me gustó tanto como para quedármelo, así que decidí que sería un buen regalo. A falta de mejor candidata, fue ella la escogida. Fingió sorpresa al abrir el paquete. Puras mentiras. Mi puntualidad la ponía sobre aviso. El tiempo venía machacando. Y también ella, que no quiso ser menos y me regaló una camisa verde, una que nunca me atreví a usar hasta la noche en que fuimos a cenar a un restobar de las afueras, uno bastante oculto, que nos preservase de los chismosos que durante tanto tiempo habíamos alimentado.
A ella nunca se le hubiese ocurrido regalarme un anillo.
Todos hablaban de nosotros. Las conjeturas crecían en un disparate que nos encantaba. Un día me dijo que hacía más de dos meses que vivíamos juntos en su departamento, en la calle Rivadavia. Qué estúpidos. Nunca hubiese vivido en un lugar que no tenía patio ni terraza. Sólo tenía una buena vista del atardecer. Lástima que también se veían los calzones tendidos de la vecina de abajo. Eso era capaz de eclipsar el jardín rematado en pensamientos básicamente naranjas. Idiotas. Nunca me juntaría con una mina sin tetas. Y ella nunca se juntaría con un chabón sin guita ni planes, uno de esos tipos que transcurre en un continuo presente, el único capaz de comprar un regalo sin destinatario determinado, un regalo al portador. Cuando me lo contó, me descorazoné. Sabía quién era el responsable de la patraña. Un amigo de esos. Un amigo.
Ni mucho menos quitárselo de su dedo con cualquier excusa para calzármelo a la vista de todo el mundo.
Lo nuestro, los besos sonoros, el reloj de pared, la camisa verde, las cenas a escondidas, la comidilla de mis amigos, estaba pronto a terminarse. No me cuestioné mucho el cómo. Sólo supe que ya no estaba más en mi vida. Alguien se la llevó. Alguien me la amputó usando anestesia de la buena. También me dejaron los negros, los azules, los opacos. Un tipo renovado lo primero que hace es llenar el placard de camisas verdes, rosas, a cuadros, incalificables bermudas. Un tipo nuevo se quita de encima todos los regalos. Otro.
A eso llaman ligazón. Me dijeron que con una tenaza. O con agua fría. Pero ya me olvidé. Ahora me gusta verlo. Con detenimiento. Es lo único de mí que brilla. Un brillito modesto, delgado, casi blanco que viene en la mano con la que escribo, ni más ni menos. Su presencia a todas las horas. Dormido, limpiándome la baba del sueño, desesperado bajo la ducha, al borde de parir una emoción, tapando el sol, siempre es ella. Por eso casi no le quito los ojos.

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