Jade May Hoey

1974-2004

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29.9.05

Me propuse vaciar el contenido de todas las cajas. No quería que nada quedase bajo la forma del equipaje que se trae de una mudanza a medio desarmar. En cierto modo imploré a mi dios de la perseverancia: basta ya de medias tintas. Entre todas las cajas hay una que conservo con especial cariño. Es de las del correo argentino. Sus feos colores cortan la uniformidad del polvillo. Me gusta tenerla siempre dando vueltas cerca mío. Como el monedero casi nunca abierto que conserva un mechón de pelo casi rojo. Cuando fui a tomar la caja, volví a detenerme en el apellido del mensajero. Nunca le di un abrazo. Nunca más que a través de un turbulento epistolario que no tuvimos modo de prolongar. Me detuve en su dirección. En aquellos días él vivía sobre la calle Obligado. No sé dónde pueda quedar eso pero soy de los que se aferran mucho a los símbolos. El no pudo rehusar ese papel en el que casi le va la vida, en el que acaso le sigue yendo aunque esté muy lejos de aquí y muy lejos de la calle Obligado. Por alguna razón sacudí la caja. Algo me mandó a hacerlo. Allí estaba el aro que nunca antes había encontrado, el aro por el que pensé en resignar la virginidad de mi lóbulo izquierdo. Lo recogí. Lo puse junto al mechón de pelo que custodia la modestia de mi estudio. Nunca irá a parar a mi oreja. Quizás pocas veces me atreva a mirarlo a los ojos. Quizá nunca, pobrecito.

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