Jade May Hoey

1974-2004

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5.9.05

Los jugados

Desde que me senté en el silloncito azul, sin darme cuenta, empecé a despreciar el trato personal. Tal vez la sospecha de que el señor ministro fuese el único tipo capaz de hacerme temblar con sus dichos, me llevó a un trato desdeñoso, casi mañero con la gente. Reduje al mínimo el número de entrevistas y hasta evitaba el contacto personal con mis subalternos. El conducto para llegar a mí era el teléfono y el teléfono era atendido por Daniela, que en lo suyo era, seguirá siendo, una mina muy capaz, resoluta, tersa.
El señor ministro nunca me llamaba sino a través de su secretaria, Graciela, que era una vieja zorra que había timoneado tres gestiones, que es decir seis o siete señores ministros, cada cual con sus manías, cada cual con sus alardes. Ese conjunto le daba a ella los modales del ministro, y su autoridad, y todo eso me lo transmitía por teléfono, con pequeñas pinceladas irónicas, con punzantes humoradas que taladraban mi estima.
La venidera sería semana de candombe. Me disponía a componerme un mapa de prioridades, a examinar las alternativas, si es que quedara alguna que no fuese quemarme a lo bonzo frente a la Contaduría General, que es con lo que venía amenanzando en los últimos tiempos, o encadenarme en bolas al poste de luz más próximo a la puerta principal de la casa de gobierno. Instintivamente me agarré la cabeza.
Teléfono, no había más datos, una voz de mujer que pregunta por vos. Pasala, nomás, total, ya estoy jugado. Dijo llamarse María, pero el nombre María siempre me pareció tan etéreo que supuse sólo era un nombre de ocasión como el que uno le pondría a una puta a la que verá muchas veces. Aparentaba conocerme, pero eso no era ningún mérito. Mi firma y mi teléfono circulaban en docenas de documentos que pasaban quien sabe por qué manos. Aunque después sólo dijo que tenía alguna referencia mía, una referencia literaria o algo así. En esos tiempos dar con alguna referencia literaria mía era todo un hallazgo. Tal vez en los pueblos no haga falta ser y con parecer alcance. Alguna vez a alguien le pareció que yo escribía. Otro alguien colaboró en la difusión diciendo que escribía bien, tirando a muy bien, lo demás, incluso mi pase a retiro, vino solo, como viene el río sin que nadie lo llame. Esa vez no hablamos de nada en particular. Estaba tan nerviosa y yo tan desconcertado intentando desbaratar la broma o malentendido o lo que carajo fuese esa voz apelativa que rascaba cascaritas del pasado, esa voz de mujer mayor, casi de maestra, a la que yo nunca antes había escuchado. Me pidió seguir hablando otras veces. Accedí, por supuesto; esa predisposición para con las mujeres me ha jugado más de una vez en contra pero algo me decía que esta vez ya estaba quedando poco por perder.
Una mañana me llamó y yo estaba ocupado, le pedí que llamara más tarde. Se negó. La voz estaba hecha de hebras. Me asaltó el temor de que algo grave pudiese pasarle, uno nunca sabe con tanto loco suelto que pueda deshebrar una voz anónima en el teléfono de una oficina pública. Me corté un dedo, me dijo, y soy muy impresionable a la sangre, pensé que vos, no sé, tu palabra, dejalo así, gracias, y cortó.

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