Jade May Hoey

1974-2004

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12.5.06

Historia con pies

Quizá yo no pasara de los trece o catorce años. No más de eso. Lo recuerdo vivamente porque sólo tenía dos pares de zapatillas. Unas más o menos, que me ponía para ir a la escuela y otras que ya era elogio llamarles zapatillas, pero para estar en la casa, iban bien. No me pasaba por la cabeza hacerle caso a papá, que me pedía que ande más tiempo descalzo, que así se fortalecen los pies y el cuerpo todo se arma de más defensas, ni mucho menos comprarme unas alpargatas en alguna tiendita del centro ahora que estaba por terminar la temporada y liquidaban todo a dos mangos. Ojotas sí, durante los días de calor y haciendo lo posible por no mirar los pies de papá. Era increíble. El tenía los mismos pies que yo tendré cuando sea viejo. Un par de pies muy blancos con el empeine amarronado a golpes de sol, los dedos muy largos, las cicatrices a flor de piel y yo nada, los piecitos inmaculados, salvo por una pequeñísima erupción que me había salido en el dedo segundo del pie derecho y ni que hablar de la rebeldía de la uña del último. Izquierdo, derecho, daba igual. Imposible cortarlas con precisión. Imposible descalzarme y ver los pies sin sentirme ridículo. Por eso no le hacía caso a papá. Que las defensas vayan con quién las necesite, yo me quedo así. La erupción, era de esperarse, creció. Mamá siempre la miraba con gesto de horror y me decía ay, hijo, algo tenemos que hacer con eso, y más de una vez me he despertado con mi hermano a los pies de la cama, alicate en mano, con la mirada tensa pero sonriente de quien está por degollar a otro. No había caso. Encima a los pibes se les ocurría armar campeonatos de fútbol en el barrio y yo no es que fuera de los buenos, pero corría mucho, y cuando no daba más de cansancio me quedaba arriba que es más fácil. Un quiebre de cintura y pegarle a la pelota con el dedo chico. La cuestión es saber darle en el gajo adecuado para que la pelota tome comba. Era más que fácil. Pero yo no le pegaba muy fuerte. Mis pies no tenían defensas, ya lo he dicho antes, entonces debía conformarme con ser preciso. Chutarle con alma y vida y que me saliera un tirito. Pero el impacto siempre era fuerte. Lo supe bien el día en que volé al carajo a mi nuevo amigo. Era fútbol con ojotas al rayo del sol. En cueros y con pantalones cortos. Partidos de dos horas y media o tres hasta quedar rendidos. En uno de esos fue que le pegué a la pelota con el dedo segundo del pie derecho. La pelota no agarró comba y yo sentí que me moría. Ahí nomás recordé lo que me decía papá. No te toqués eso, hijo, que allá en Ascasubi yo supe de un viejo que por sacarse una verruga se quedó inválido. A la flauta, decía yo, si me quedo en silla de ruedas voy a tener que olvidarme de jugar a la pelota, pero por tentar al destino cada tanto inventaba una cosa nueva. Recuerdo, por ejemplo, el día en que me até esta cosa con hilo de coser. Alguien me había dicho que si la sangre no pasaba durante un tiempo, la bolita de carne se secaría y se caería sola. Eso me daba terror. Me imaginaba hacerme un torniquete a mitad del brazo capaz de secarlo hasta que quedé sólo la piel arriba del hueso y chau. Pero no, esa vez me duró hasta que me bañé. Por mucho esmero que le puse, igual el hilo se salió de su lugar. No me dolió mucho el día del pelotazo, pero me dio un poco de asco ver a la tapita del grano desprenderse y quedar agarrada al dedo sólo por un itsmo infinitesimal, tanto que hice pack, y me quedé con la tapita de carne en la mano y allí debajo, amenazante, el cuerpo extraño que se había quedado sin techo. Yo estaba acostumbrado a ver en la tele el escándalo que hacían esos que se quedan sin casa y pensaba en lo que habría dejado desamparado allí, a cielo abierto, con sólo hacer pack. Estaba consternado, pero si hay algo que tiene el humano, y a esto no lo aprendí en casa sino que vino como información genética, eso es la perseverancia. Al par de meses, debajo de la cascarita sobre la herida apenas sanguinolenta, de nuevo arremetió la bolita de carne y cada vez más grande, y cada vez con textura más irregular, como si el episodio aquél la hubiese rebelado y estuviera decidida por fin a mostrar su peor cara. Sí, era horrible, pero me acostumbré a vivir con ella. A ir a la zapatería a comprarme un par de zapatos, con la gravedad que implica para un hombre elegir los zapatos que habrán de acompañarlo por los próximos cinco años, y dar vueltas y vueltas, sin atreverme a decirle a la chica, señorita ¿no me vendería un zapato izquierdo 41 y un derecho 42? No por lo absurdo de la pregunta sino por lo que ella podría pensar de mí. Que soy un engendro o algo así. O que estoy loco. O la quiero timar para robarle. Entonces me compro un par de zapatos 42, con suela Febo, la única que soporta el rigor de estas callejuelas, y al probármelos, siento como el izquierdo baila sobre el pie, tanto que no podría comprarme mocasines sin temor a que uno se me pierda. Es así, siempre abotinados. Y a echarle doble nudo a los cordones. En fin. Hoy me levanté un poco antes de lo habitual. Tenía que hacer varias cosas que me habían quedado pendientes de ayer, que seguirían pendientes como demorase lo mismo que vengo demorando en ponerme los zapatos, bah, el zapato derecho. Esta cosa no deja de crecer y yo no tengo otros zapatos. Y también tengo que ir a trabajar y se está haciendo tarde y el zapato no quiere entrar. Voy a la cocina, miro el cuchillo, y digo no, me tomó un café y me acuesto un rato. Tengo que pensar qué les digo a los del trabajo. Algo se me va a ocurrir.

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