Jade May Hoey

1974-2004

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17.5.06

Muerte y resurrección del dueño de la hora celeste

Nada grave, en realidad, qué podría pedirle si lo pagué cinco pesos, quizá seis o siete, porque si lo querés con pila es un peso o dos más -debería decir si lo querías con pila porque no tengo ni remota idea de lo que pueda costar una pila hoy y para más no he escuchado que Felisa llegase a un acuerdo con los fabricantes de pilas para tener el precio sujetado hasta fin de año. Tiene una carcaza celeste, translúcida, hecha del plástico que parece que en China les sobra y me lo compré de apuro, en una de esas casas que venden chucherías importadas a granel, y también me compré una pava para el mate. Fue la misma tarde. Estaba llevando mis cosas al pasaje Los Andes, a una buhardilla oscura y fría en la que no viví más de dos meses. Cuando llovía, la cuadra se llenaba de charcos. Habían dos semanas seguidas de sol y los charcos seguían ahí lo más campantes. Debo haber perdido para siempre algún pantalón de pisar los charcos y no poder quitarle la marca de barro en la parte interna de la botamanga. Hasta que me mudé. Un día, ya resuelto a irme, acaso sin casa, me compré el diario para ver los clasificados y me senté en alguno de los bancos de cemento de la plaza Centenario. Fue un llamado del destino porque en realidad es raro que haya avisos clasificados de departamentos ofrecidos en alquiler. Desde la mitad del menemato, nadie ha vuelto a poner un ladrillo en Trelew y eso se nota. Somos siempre los mismos treinta o cuarenta universitarios que pujamos por los mismos veinte o treinta departamentos, sólo que cada año viene alguien y no se va nadie. Pero abrí la página de los clasificados y encontré mi nueva casa. Estaba a un par de cuadras nada más, así que a la tarde ya estaba instalado, incluso con mi reloj de cinco pesos, que en ese entonces gozaba de una estupenda salud. O tal vez fuera que algo en él me faltaba descubrir y recién ayer acabo de hacerlo. Al tipo le gusta dormir. Sí, señor, quién lo diría, esa cosa inanimada que parece latir y que sólo se queja -y de qué manera- de lunes a viernes a las cinco y media de la mañana, también gusta de emular a su dueño, o sea yo. ¿Cómo darse cuenta? Sencillo. No fue un experimento, porque eso hubiese supuesto controlar las condiciones y yo no he podido hacerlo, sino que apenas si me limité a analizar las evidencias surgidas de la mera observación. Día uno: media hora de atrado. Día dos: perfecto. Día tres: hora y media de atraso. Día cuatro: perfecto. El análisis entonces, radicó en buscar el punto en común entre los días uno y tres o, por oposición, el común entre dos y cuatro. Fue más sencillo vincular al uno con el tres. Aparentemente el dos y el cuatro sucedieron en condiciones de plena normalidad. En el uno y en el tres el tipo amaneció acostado. ¿Cómo? Sí, simple. Me levanto en medio de la noche, no siempre, pero curiosamente estas últimas noches me da por buscar un trago de agua o algo para comer en la heladera o ir a rezar al baño -allá cada uno con sus malos hábitos- y ese letargo que es saludable no romper, el cuerpo es torpe, toma menos precauciones, desestima la forma a manos de saciar la urgencia. Las dos noches el reloj no estaba de pie sino decúbito ventral. Es evidente que, al menos una de las dos noches, estando él en el piso, al costado de la cama, le pegué con el pie sin querer.
Esta noche vuelve a la cómoda. Y que la cómoda esté lo más incómoda -entiéndase lejana- que me sea posible.

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