Jade May Hoey

1974-2004

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31.8.06

Maetr

Lo mío no es la tolerancia. No tengo empacho en decirlo. No me empeño en negarlo. Ni siquiera muevo un dedo por combatirlo.
Ya sé que no hay mérito en esa carencia; tampoco lo hay en la confesión, pero con el estado de cosas vigente, cierto es que, día sí, día no, siento un deseo irrefrenable de agarrarme a trompadas con alguien, no diré con el primero que se me cruce pero tampoco puedo sostener que haré justicia de mi arrebato.
Aclaremos los tantos: no me molesta la gente ni sus cosas. Me altera la regularidad que observan en sus conductas.
Quizá allí se esconda una virtud. Veamos.
Con el tiempo he desarrollado la facultad de descomponer a las personas, no ya en esos atributos que sirven para completar formularios, cosa que está más o menos al alcance de cualquiera, sino en tres o cuatro acciones que hacen a su rutina, gruesas pinceladas que me sirven para hacerme un boceto de lo peor de cada quien.
Antes, para eso, necesitaba conversar. Ya no. Ahora me alcanza la panorámica de mi ventana. Todo es tan absurdamente previsible que pocas veces me equivoco. Y no preciso involucrarme, forzando vínculos que no han de perdurar.
Ahora estoy pensando en uno de esos sujetos.
Viejo. Voz de lengua hecha nudo. Andar encorvado. Eso está a la vista de todos.
Pero a poco de prestarle un poco de atención a sus rituales puede comprobarse que seis o siete veces, cada mañana, fatiga el pasillo que media entre su oficina y la hornalla más cercana. No lo hace movido para matar el tiempo apurando el mate en ronda, que es la práctica más extendida, sino con un propósito más rata.
Se me escapa en qué gesto arranca la secuencia. Yo lo veo a mitad del pasillo y más allá, con el pucho entre dos dedos de su mano derecha, asomando apenas su cabeza entre las solapas del saco, no porque se esconda sino porque su cuerpo evidencia los años de trampear de noche y de día.
Al ritmo que va, fuma, como mínimo, atado, atado y medio por día, sin embargo se resiste a comprar un encendedor. O una cajita de fósforos. O una carterita que no debe costar más de veinte céntimos. Lo dicho: un rata, prejuicio que se disipa apenas uno lo oye entablar conversación con cualquiera que le dé un poco de calce. Todo es trepar, trepar y trepar, hacer fortaleza del descuido ajeno, colarse en la fila, mangar, pagar un peso lo que vale dos y vender a tres lo que cuesta uno, meter codo y, primero y principal, hacerse amigo. De todo y de todos. Hazte amigo y no mires de quién.
Por eso, el periplo que a diario realiza, veinticinco metros de ida y otro tanto de vuelta, multiplicado por seis o siete, deviene en escenografía ideal para extenderse prodigando saludos, que pecan todos por comedidos. O por babosos. O por petulantes.
Cómo le va, señor doctor (o ingeniero o licenciado o, en el peor de los casos, don; sí, cómo le va señor don...) Fulano. Qué dice doña Fulanita (o señorita Fulana, observándose en tal caso una peculiar musicalidad que se empeña en preservar). Cómo anda, maestro (que en su lengua bola se oye algo así como “comandamaetr”), o padre, o hermano, o hermanito, dependiendo en cada caso del contexto, de la cara que ponga el interlocutor, no del tiempo, que nunca le falta, ni del grado de confianza, que aparenta provenir de fuente divina.
Aquí llegado es propicio el párrafo para decir que él no me molesta. Ha dejado de molestarme desde que he sido capaz de separar el evento que me fastidia de su propio ser. No me interesa cómo se llama, si tiene padrino, familia con hijos, fortuna, relaciones, prestigio, coche, cuernos. El ha muerto para mí. El es eso: la no compra de un encendedor, que no sale más que un peso, con tal de saludar a troche y moche.
Y es eso lo que desordena mi composición celular, a punto tal que se desatan mis deseos de darle una buena sandunga. Para que aprenda. Para que sepa. Èl y todos los que son como él. Que no tengo interés, ni siquiera el menor que pueda pensarse, en trabar relación con él. Y con los que son como él. Nada. Ni los buenos días. Ni la conversación sobre las condiciones del clima, según manda el reglamento. Ni quiero saber en qué anda metida su hija o las maratónicas gestiones que ha tenido que hacer por conseguirle una beca que jamás de los nunca le pagan. Ni las aceitadas relaciones que lo han subido a la condición que hoy ostenta y mañana y pasado y todos los días que dure el régimen.

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