Jade May Hoey

1974-2004

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11.8.06

Criollita

Fue un ave de paso, qué iba a saberlo yo cuando la conocí. Siempre he sido tan atolondrado que más de una vez he tenido que oír que dijeran de mí: te imaginás cuando éste maneje, claro que yo nunca les di el gusto de intentar siquiera aprender a conducir, pero no deja de ser una pena, porque yo podría tener auto, podría haberlo tenido cuando la conocí y eso hubiese facilitado las cosas. Bah, no sé como sea facilitar algo que viene mal parido, pero ahora que todo ha pasado y la historia sólo transcurre dentro de mi pensamiento, sitio propicio para el hipertexto, que no la vida real, su perpetua manía de que una cosa venga detrás de la otra con el pretexto del destino.
Decir, sólo por decir algo, otra ciudad, dieciocho kilómetros de por medio, que se traducen en media hora de viaje a la hora que otros deciden, nunca más allá de la una de la mañana, tampoco antes de las seis.
Decir, sólo porque es necesario, que ella quería que le hablasen de libros, por ejemplo de Oscar Wilde. El fantasma de Carterville es hermoso, me decía, y yo en realidad pensaba que era un texto que no estaba a la altura de Wilde, pero habérselo dicho hubiese supuesto tener que meterme en el fango de las explicaciones y, se sabe, nada merecedor de un desprecio mayor que las explicaciones doctas, que el consejo del padre o de cualquiera que sepa un poco más o aparente saberlo o actúe como si.
Callaba.
Me gustaba verla toda prisa por resolver un asunto que no era tan importante como ella hubiera querido, pero hay algo que mueve el motor de los que intuyen que su tiempo es poco, una asincronía con el mundo que les devuelve una imagen que se mueve morosamente. Y también comer las criollitas que se me ofrecían solas en el escritorio del mate, una y otra más, porque tenía un hambre de huerfanito y unas ganas locas de verla, aunque me reventase verla así y escucharla tan leve, tan veinte años, que me sentía no diría viejo sino gastado, arrumbado.
-¿Me das una galletita?
Le ofrecí el paquete, con un dedo puse una más cerca de su alcance.
Ella, los ojos puestos en los míos, maliciosa:
-Esta quiero.
La que yo tenía entre los dedos.
La que, a falta de un bocado, era la más idónea para mi rubor.

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