Así las cosas de este mundo, un día de estos el tirano perecerá y antes de que diga las palabras que pasarán a la posteridad, otro ocupará su sitio y desatará de su boca peores tempestades que las que tú, caro lector, o yo, modesto fabulador de los confines, seamos capaces de imaginar. Ante el pelotón que caro cobre ser distinto o en la ratonera que merezca un disidente, quiera el creador entrase un hilo de poesía.
En fin, ¿perecen las copiosas lluvias cuando las precipita el padre éter en el regazo de la madre tierra? No: pues hermosos frutos se levantan, los ramos de los árboles verdean, crecen y se desgajan con el fruto. Sustentan a los hombres y alimañas, de alegres niños pueblan las ciudades, por cualquier parte en las frondosas selvas se oyen los cantos de las aves nuevas, y los rebaños de pacer cansados tienden sus cuerpos por risueños pastos, y sale de sus ubres retestadas copiosa y blanca leche; sus hijuelos de pocas fuerzas por la tierna hierba lascivos juguetean, conmovidos del placer de mamar la pura leche: luego ningunos cuerpos se aniquilan; pues la naturaleza los rehace, y con la muerte de unos otro engendra. Lucrecio, De rerum natura, libro primero
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