Jade May Hoey

1974-2004

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31.8.06

Luz última en agosto

Se escribe para exorcizar, dicen. A veces para matar, agrego, como si me estuviera dado agregar alguna cosa.

Por nunca esclarecidas razones siempre desprecié a Kafka. No sé, no le creí. Su mundo me pareció de juguete; su pintura de la asfixia, mera entretención de niños. Tal vez fuera otro de los modos que tengo de odiar a mi padre, bien que el no nació checo, pero también, alguna vez, quiso introducirme a la lengua alemana. Sin éxito, por supuesto. Y mi prejuicio, no teniendo bastante con la lengua, se ha extendido a todo lo alemán. Sin más.
No voy a hablar aquí del mérito o demérito de la obra de Kafka. Desconozco a uno tanto como al otro. No me interesa y a otra cosa. Nunca me interesó.
Más allá de mi germanofobia, algo habrá hecho la proliferación del adjetivo kafkiano. Es posible que ya esté en condiciones de empardar a lo dantesco, aunque no propongo leer en eso más que lo que he dicho: Kafka tercia entre los comentaristas de fútbol, agrega cierto barniz a lo obvio, jerarquiza.
Tal vez, a mis dulces dieciséis, ya sabía yo que el mundo en el que me tocaría vivir se parecería mucho a las novelitas del orejón. O tal vez, simplemente, no me gustaba.
Sin embargo, a juzgar por otras experiencias de lectura, es extraño que todavía no haya llegado a gustarme. Un poco, sí, La transformación, pero tampoco para cortarme las venas.

Hoy por la mañana me llamó aparte uno de los personeros. Cuando no usan el teléfono o no me dan una orden delante del resto de los súbditos, sé que las noticias no son buenas. Y la verdad es que todos estos días mi cuerpo estuvo avisándome que no habría buenas noticias. Dentro de lo posible estaba que me tocase una racha de pequeñas derrotas de esas útiles para esmerilar la autoestima o que se desatara un vendaval siniestro. Parece que se trata de un vendaval siniestro, pero todavía no canto victoria: todo puede ser peor bajo las leyes de la cleptocracia.
Era una mala noticia, bah, no mala del todo, un alerta. Ojo que se larga la maroma. ¿Otra vez? Sí, otra vez. Ellos son cortos de libreto. Sé que no me quieren, que nunca me han querido y que, donde puedan, van a querer ensartarme. Es lo que vienen buscando desde hace años. Se prevé la derrota. Se deja ver. Como en el truco, cuando uno va descubriendo el naipe por la punta.
El asunto es no perder la dignidad. Estoy enojado. Y sé que no estoy enojado por lo que creo sino por cosas rotundamente más graves. Esto no me importa mucho. Es una comedia. Un capítulo más en la novelita del orejón.

Estamos en El proceso. No recuerdo bien de qué iba la cosa, pero el aparte de hoy tenía que ver con eso. Quieren novedades. No me comprometí a mucho. De a ratos tengo la estampa de un condenado a muerte y quiero que acabemos con los simulacros. Así que dije que hoy no, que mañana sin falta. Ya es casi mañana. Di vuelta el orden de mi casa buscando la papeleta. No la encontré. Por un momento se me ha ocurrido pensar que mañana puede irse todo a la puta que lo parió, pero al rato pensé en que tengo la carta ganadora. Eso antes de levantarla del paño. La siento al tacto. De ella emana una tibieza que me hace sentir seguro, pero puede que también esto sea fantasía, que ya hayan jugado la carta por mí y que sólo quieren ver mi semblante a la hora del dictamen último.
Ella hubiese dicho: ¿por qué pasa siempre así?

Cómo pensar de otro modo. Cómo pensar y aún seguir pensando. Pensando en que hay gente que los trata como si fueran señores. Que les ofrecen a besar los bebés y los corren para tocarles el saco. Los creen sanadores. Mamá Evita estaría orgullosa.

Y sigo hurgando. Las cajas están llenas de polvo y de ayeres. No puedo controlarlo. Cuando vuelvo a mis cabales me encuentro releyendo cartas de gente que hoy me resulta tan extraña, gente que ha sabido quererme, que tal vez se hubiese batido a duelo por devolverme la libertad perdida a mano de estos tipos. Regalos. Qué manera de hacerme querer, la puta madre. Certificados. Más cartas. Apuntes. Manuscritos. Fragmentos de un discurso amoroso, impreso de contrabando y envuelto en un folio. Y los poemas de Rosario Castellanos. Y fotos. He sido tan feliz.

Incluso sin la papeleta.

Yo no sé si en algún momento me interesó saber la verdad de todo esto. Sí, tampoco puedo evitarlo, recuerdo el primer día que subí por la bendita escalera que también suben los cuervos, y los cuervos que fallan, y vi a toda esa pobre gente que trabaja a sus órdenes, tapados de expedientes, de fichas garabateadas en una jerga que me resulta extraña, los mostradores, el formalismo, el perfume nauseabundo de los doctores de la ley y yo con mis zapatos sucios de tierra y la campera verde y el ruedo descosido, un poco avergonzado de no tener que someterme a la humillación de subir la misma escalera que ellos, como si fuera uno más, o un delincuente.
Porque yo no quería defender mi derecho. Lo había puesto a disposición, como hace cualquiera que trabaja de buena fe. Y no tuve alternativa. Me convertí en denunciante. No reclamé nada más que una declaración. Que digan que no soy eso que dicen. Se tomarían su tiempo, siempre lo supe, pero también que me asistía la razón y que a los negros con la papeleta les bastaba. Eso pensaba. Eso, los negros.

Mi identidad, ¿eso tengo que defender? ¿no es una vergüenza? No para ellos, de ningún modo. Sí para mí, por el agravio primero y por tomar las armas para defenderme. Y pensar que yo, acaso como Chaplin, en un concurso de tipos que me imiten, saldría último, lejos, porque hace tiempo, demasiado ya, que he dejado de ser ese que dicen los documentos, los certificados, las cartas, ese que recibía regalos.

Me acordé de Kafka por el día de mañana, por lo que puede suceder si yo no llego a encontrar la papeleta en lo que queda del día, hecho por demás probable. Pediré por mí, que apenas sé cómo me llamo, me derivarán a otra oficina. No podrán creer que yo denuncie y tenga tanto miedo. Que ya haya tocado el curso de las cosas de modo que mi denuncia, la solicitud de una tal declaración, ajena a todo contenido patrimonial, haya devenido abstracta, y que lo mismo luzca angustiado, como si me importase, o no tanto porque no sé el número del expediente que a mi nombre iniciaron, ni el extracto, simplemente porque no lo he visto jamás en mi vida y no quiero verlo, tampoco mañana, aunque me lo pidan bajo amenaza, porque no tiene sentido defenderme de haberme defendido, o algo así, ya no entiendo mucho de lo que digo.
Perdón.

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