Jade May Hoey

1974-2004

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17.8.06

Desafantasmar

Acaso por evitar el demasiado trajinado sitio que custodia el título aquel, Mujer que dice chau, es que a veces me voy antes de tiempo de donde no me echan. No sólo no tengo la precaución de despedirme, que bien podría ser tomado por la contraparte como una muestra de debilidad, una invitación, un si me insistís me quedo, sino antes por el contrario: tomo el bidón de nafta que siempre traigo encima y un fósforo, de la cajita última que ha quedado guacha de cigarrillos pero ávida de destrucción.
Todo criminal que se precie vuelve al escenario a contemplar en carne propia las repercusiones de su propia obra. Vienen a mi mente, por caso, las fotografías de un fastuoso incendio allá por el 97. A los pocos días, sobrevivientes, damnificados, contadores de anécdotas, todos reunidos en torno a los álbumes recién revelados, no salíamos de nuestro asombro cuando vimos entre los curiosos que entorpecían la tarea de los bomberos un rostro que conocíamos desde no mucho tiempo atrás. Era el pobre infeliz al que todos los dedos índices apuntarían como responsable del siniestro.
Por supuesto, la trama de esa historia es mucho más espesa. Quizá algún día la cuente, no todavía porque debajo de las cenizas mojadas del archivo quemado -intuyo- quedan algunos restos vivos y es preciso dejarlos morir antes de perderles todo el respeto, pero, como todos sospecharán ahora mismo, los autores intelectuales y materiales del hecho fueron muy otros.
También entre los testigos incrédulos de aquella mañana sin sol andaba el gato al que alimentábamos. De poco sirvieron los intentos de quienes pretendieron traerlo a la nueva locación, no muy lejos de aquel sitio. El bicho era de ahí y no nació el que lo convenza de lo contrario. Algunos, yo entre ellos, festejamos el incendio en la esperanza de que el gato también se hiciese polvo y salimos defraudados. El mal había tramado -y ejecutado- una obra perfecta.
Lo que quería decir, y acá retomo el desvarío trunco, es que bajo esas nubes yo me sentía culpable de las cenizas. Nada tenía que ver con los autores. Es más: sólo supe la verdad con el correr de los años. Pero siempre se me ocurre que si hay llamas es porque yo las he ocasionado. A lo mejor, apuntará alguien que sea versado en cosas raras, mi conducta es el reflejo de alguna vida anterior y yo he sido quien quemó Roma, vaya a saber.
Por eso mismo ahora, paralizados ante el estrago, ella me llama para contarme que él se lo reprocha y no sabe bien cómo reaccionar, aunque en realidad con eso sólo está reclamando que yo la escuche, le dé un poco de mi tiempo a manera de contención, si es que eso existe más allá de la palabra de las señoras paquetas; y yo, lejos de actuar como catalizador, tengo a mano el bidón, y los fósforos, y sin duda alguna lo que más deseo en el mundo es que ella desembuche de una vez, que me dé la excusa mejor para que yo actúe en consecuencia, pero que lo haga rápido, urgente, porque me salgo de la vaina por hacer lo que siempre quise, que es lo que él viene haciendo desde que tengo memoria.
Entonces, dentro de un rato, cuando se aplaquen los mares hirvientes, comprenderé que lo imperdonable es el actuar reflejo, que es un modo, quizá el más triste, de ser un fantasma.

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