Jade May Hoey

1974-2004

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8.6.06

Traje la lluvia en la botamanga de mis pantalones, el barro en los zapatos y mil gotas suspendidas en la campera gris fingiéndose células rebeldes. De un tiempo a esta parte, la postergación de esta gerencia en beneficio de otras ha deparado que el único mobiliario nuevo sea un perchero, un hermoso perchero munido de un compartimento para colgar paraguas. Son tan poco comunes aquí los paraguas que a veces pienso que toda esta gente encerrada entre paredes de cristal blanqueado -en aras de una intimidad que nunca ha sido- finge no saber -yo creo que finge y ninguna otra cosa- cuál es la utilidad del plato negro de plástico que luce al pie del perchero. A nadie se le ocurre pensar que hay días de lluvia y gente con paraguas, impermeable o campera y esos paraguas, impermeable o campera, son herramental callejero. Aquí, en esta noche perpetua bajo la luz blanca -siempre blanca, para maldición de mis ojos, semprísimamente blanca- debemos comportarnos como gente normal. En mangas de camisa o con suéter liviano. La cara despejada de todo -menos de los lentes que sí, gozan del prestigio de usurpar caras-, prolijamente afeitada o revocada, según corresponda, el saludo cordial -de nuevo todos están fingiendo, todos menos los que se besan que participan de una competencia de contaminación auditiva, chuic acá, chuic allá-. Lástima que el hedor húmedo no se entera que le ha llegado la hora de retirarse, no hasta bien entrada la mañana, cuando ya la cordialidad también se ha marchado a mejores barrios. Entonces, es decir ahora, encarcelado en el traje de invierno, con la suela de los zapatos tomada por el barro, me detengo en la triste caida de la pierna gris, en su final negruzco. Así, envalentonado por la su repentina asignación de funciones, cobra nueva majestad el perchero, su cabildo de paraguas, el charco en el plato de plástico negro.

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