Jade May Hoey

1974-2004

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23.8.05

Hoy pregunta dios

Justo a mí que tanto tardé en salirme de la carrera me toca dictar la última materia y como si no bastase con la densidad de los contenidos, que a cualquiera abatatan, lo sé porque repito la pesadilla cada vez que toca mesa de examen, es a la hora última del día, lo que es igual a decir que hable de lo que hable los pibes están más bien en duermevela, más del lado de allá que del de acá lo que, nobleza obliga, me deja lugar a ciertas liberalidades que no podría permitirme en otras circunstancias. Si hay una rubia, preferentemente de pelo lacio y largo, le hablo sólo a ella. Nadie se queja, es más: a nadie le sorprende. Por alguna razón me han hecho la fama de picaflor y en estos asuntos más vale fama que pinta, bastó que la voz se corriese para que yo me transforme en un galán de teleteatro mexicano, no sé, será la voz, me digo por decir algo que oficie de justificativo. Tal vez. No lo sé. Casi me atrevo a creer que no. Mi voz sale del fondo de una caverna y a menudo me veo en figuritas para contener la tos que me han traido los años tabáquicos. Tampoco soy apuesto, en fin, si nunca he entendido a las mujeres por qué habría de sucederme justo hoy.
También, decía respecto de las ventajas que me reporta la somnolencia de los concurrentes, puedo fumar a discreción. Si la clase dura una hora cuarenta, con tres cigarrillos está bien. Pero no, no ha sido eso. Más bien un alumno incómodo que me ha tocado. Se sienta en el primer banco del lado de la ventana. En realidad se sienta en el segundo, al primero lo usa para dejar la campera y la bufanda. Da gusto verlo en plena ceremonia. La bufanda es gris, tejida a mano, tan larga que sospecho que podría darse tres vueltas completas al cuello. La campera es verde, deshilachada hacia las mangas, lo que le da la apariencia de un mendigo. Cuando yo llego, el siempre está ubicado. Finge leer sus apuntes manuscritos o está escribiendo con un frenesí que no sabe de renglones ni es ejemplo de caligrafía. Cuando doy por concluida la clase, él es el primero en pararse. Antes que él nadie. Siempre es igual, echa las lapiceras al bolsillo izquierdo de la campera, toma la bufanda y se da dos vueltas, y con sumo cuidado se calza la campera, como quien no quiere causarle más estrago que el que ya carga la pobrecita. Nunca había hecho preguntas hasta hoy. Siempre que volteo mi vista hacia ese costado, el más retirado de mi visual, lo veo ensimismado, con la lapicera en pleno vértigo o cruzado de piernas, con los ojos perdidos en el horizonte que ha de permitirle la ventana.
Yo le veía carita conocida, pero esto es así, uno nunca sabe si la familiaridad viene de alguna visita ocasional a la oficina, somos tan pocos y tan llenos de parientes estamos, o de alguna noche de borrachera, en la que a uno le da por rodar de bar en bar hasta que el mozo pierde la paciencia y nos da la señal de retirada. De todos modos, nunca había hablado antes. Si no, puta que lo hubiese marcado. Es que esa es la voz rasposa que tienen los que son de poco hablar. Fuera de escenario el tipo no tiene el timbre bien calibrado y la voz rasposa es casi amenazante. Algo preguntó hoy, yo no le había dado mayor importancia. El tema no ameritaba desarrollo o yo estaba algo distraido y no alcancé a entenderlo.
Como todas las noches él fue el primero en retirarse. Dos chicas se acercaron a preguntar lo de siempre, que tal autor no dice lo mismo que tal otro, y la ley comentada por fulano es carísima que porque la cátedra no adopta un criterio de selección de autores más baratos, en fin, las despaché. Rutina que le llaman. Al salir estaba él, que a boca de jarro me espeta:
-Ey, profesor…
-¿Sí?
- ¿Tiene un momento?
No, en efecto yo no había leido un cierto dictamen de la autoridad de contralor de la capital y parece que el dictamen había levantado polvareda. Si yo fuera soberbio, me hubiese puesto de todos colores, pero como todos saben que lo mío es la modestia le pedí que me lo comente, y lo bien que lo hizo, con lujo de detalles y anotaciones que por lo coloquiales parecían de su propia cosecha.
Olvidé el nombre que me dijo. Sí recuerdo que con mucho respeto se rió del optimismo que yo profeso y ya en tono profético abundó en detalles que me dejaron de una pieza.
Antes de irse, me pidió un cigarrillo.
Lo vi perderse bajo la arboleda y me invadió una espantosa sensación de fragilidad.

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