Jade May Hoey

1974-2004

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28.8.05

Del zurcido invisible

1.


No puede escaparse uno de los rumores que requieren sus oídos excepto, claro, que no esté ya sordo y no conserve ni un melancólico residuo de la dimensión sonora del mundo.

2.


Sin embargo, siendo corto de vista me reservo ciertas prevenciones en el trato con aquellos catalogados como sordos o en vía de serlo. No apunto a los sordos que no saben que están sordos con holgura lo peor de los sordos si no a los que están sienten que están mermados en su facultad auditiva y tienden a acercar uno de los lados de la cara cuando hablan o derechamente prolongan en el pabellón de la oreja con una de sus manos.
La prevención deviene de mi propia limitación. Yo sé que todo el mundo sabe que soy corto de vista, lo que me permite andar por la calle con la traviesa comodidad de permitirme soslayar el saludo de la gente a la que no soporto. Me dirán que sería preferible cortar relaciones de una sola vez, plantarme delante del sujeto en cuestión y cantarle las cuarenta del mazo. Sí, tal vez, pero es de los hombres de buen juicio el no dar demasiado crédito a su memoria (ni a su inteligencia). Muchas veces el olvido se llevó la razón de mi enfado, lo que no implica necesariamente que me pelee sin que medie motivo o siendo tal motivo de una magnitud despreciable. A contrario sensu, tantas veces me he olvidado de cosas que sí son importantes que antes de prestarme a enumerarlas preferiría volver a alabar al dios de lo católicos.

3.


Además, siempre es de más fastidio la hipocresía. Más efectivo que agarrarse a las piñas es trabajar la situación con piedra esmeril. Si, como suele suceder, el que me saluda se queda con la manito en alto y yo apuro el paso con la mirada concentrada en los autos, él no acabará de sentirse objeto de mi desprecio, si no se entregará a los previsibles interrogantes: ¿me habrá visto Mayer? ¿estará enojado conmigo? ¿cuándo se mandará a hacer unos anteojos ese tuerto de mierda?
Cuando llegue la hora de encontrarnos, yo pondré mi mejor cara de estúpido y alegaré en mi defensa que después de lo de Elenita peleo en mi cabeza contra un nudo marinero y la vista que no ayuda, y las obligaciones.
A mí me asusta que los sordos hagan lo mismo conmigo. Estoy prácticamente convencido de que también se apoyan en su debilidad.

4.


Al principio decía que no hay modo de escapar. Lo ratifico.

5.


Un capricho de mi aparato de radio me deparó una sesuda exposición sobre la técnica del zurcido invisible.
Se trata de tomar un hilo de la tela original, comenzó la reporteada y no pude prestarle suficiente atención. O mejor sería asumir mi condición de lego en la materia y de todas maneras no hubiera entendido. Antes de terminar, se permitió agregar que el zurcido invisible era casi un arcaísmo. El avance del sintético tornó inaplicable la técnica. Lo que se rompe ya no puede componerse. Ahora la ecuación es: rotura, ahorro, remplazo.

6.


¿Y si se extingue el ahorro antes de que llegue el remplazo?
Hacer un rápido inventario de mis hilachas me deparó la tristeza. Sólo desnudo estoy a salvo de esos desgarros. Al menos frente al espejo no encontré ningún hilo con ansias de vida propia. Fingí que daba con uno y de inmediato me precipité sobre unos viejos borradores que pedían mejor trato. Una de las voces del coro elegíaco de Rilke me dictó un párrafo, dos, tres.
Albricias. He comenzado.