Jade May Hoey

1974-2004

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12.8.05

El psicofísico

El primer paso del proceso fue ir a un médico. Escogí el hospital público porque no estoy para incurrir en mayores costos que los alimentarios, según ya fue asentado en estas mismas páginas.
Por supuesto que hacía tanto tiempo que no pisaba un consultorio que el proceso de hacerme a la idea de que me enfrentaría nuevamente a un profesional me produjo un desarreglo importante en materia estomacal. Decidí hacer caso omiso a los síntomas y me lancé en frenética búsqueda matinal por calles de nombre desconocido, desiertas, custodiadas por hileras de casitas pintadas de un blanco venido a menos, descarado, descascarado y por un buen rato me sentí salido de una pesadilla. Eran cientos de ojos puestos sobre mí, que una y otra vez echaba mano al croquis que me dieron antes de salir, que es, en honor a la justeza, un papelito doblado al medio, con un cuadrado que viene a ser la plaza y dos flechas.
El viento quería llevarse el papel y yo tan preocupado en los ojos que no alcanzaba a ver que no podía negociar como dios manda y decirle por ejemplo: llevate el papel si lo querés, a mí no me valen nada más las flechitas, dejámelas, te lo pido encarecidamente.
Encontré el hospital y en lo que tardé en subir la escalera repetí escenas que he tenido archivadas por más de veinte años. Volvieron a mí las miradas de los habitantes de la ciudad fantasmal, sólo que esta vez les puse un rostro, muchos nombres y un solo apellido.
Doctor Caminos, la segunda puerta a la derecha. Hay gente por todos lados. Apenas tres están sentado. Uno que se para y yo me quedo con ese lugar. Un apellido se transforma en un viejito encorvado que entra y no tarda en salir más que tres minutos. Otro apellido, uno más, el mío. ¿Qué tal, doctor? Buen día, sí, examen de ingreso. Ah, es una declaración jurada, tiene que completarla usted. Nombre… Edad… Puesto a desempeñar… Enfermedades que declara. Ninguna, sin dubitar pero el pulso me tiembla. A lo lejos, detrás del escritorio, él me mira cordial. Debo repetir el procedimiento, en los consultorios médicos no hay hojas de papel carbónico. A punto de completar el espacio destinado a la edad me asalta la duda. Miro borrosamente mis dedos torcidos y un atisbo mnemotécnico me señala que con mi edad doy tres vueltas a la cantidad de dedos que tengo. Si fueran diez, la cuenta sería sencilla.
Muy bien, dice, y data la declaración jurada un día impar del mes que se lleva a los viejos. Debajo estampa la redonda y le echa encima todo el peso del sello. Eso ha sido todo amigo, me estrecha la diestra y me señala la puerta. Que tenga buenos días, usted también, che.
He jurado que estoy sano, que soy apto para el ejercicio de las funciones que me encomiendan. Al final del cuadro sale el sol. Un perro callejero se acerca, me olisquea la mano, estoy tentado de dársela con tal de ser un poco más joven. Quiero sacarme de encima los aderezos, ser de nuevo una hoja de col, hacerme golpear con latigazos de agua y que el sol no pueda brillar sino en mis gotas.

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