Jade May Hoey

1974-2004

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2.8.05

Huellas bajo la lluvia

Hoy dejó de llover pero el viento sigue allí, insaciable.
Por qué escribí lo que escribí si no era a propósito de ninguna efeméride, de ninguna pregunta. No, no, alto ahí. Que no haya preguntas del exterior no significa que no las haya en el interior. Más aun, las preguntas del interior rebotan contra las paredes del estómago cuando esta vacío y a Narciso todavía le llama la atención que la ninfa Eco quiera decir algo y no haga más que repetir, repetir, repetir hasta que alguien diga algo. Narciso, de todos modos, no dejará de verse a sí mismo.
Algo así. Para escapar de mi trabajo, implacablemente asociado a una ciudad borrosa como es Rawson, hay que subirse a un colectivo que, ruta 25 mediante, me deposita en Trelew, una ciudad un poco más cierta pero esquiva, puntiaguda, detestable; veinticinco, la veinticinco tiene un tramo cerrado al tránsito, entonces a poco de llegar hacemos unas cuadras por la ruta 3 hasta que llegamos a la 7, que sí, es la definitiva, la que confluye en Yrigoyen y cinco paradas después, sin contar los semáforos en rojo que ocurran en el medio, me deposita en casa, o cerca de ella, tres cuadras antes, cuesta arriba, lo suficiente para prender un cigarrillo si la lluvia lo permite.
Para huir de la ciudad borrosa tengo media hora de viaje, media hora que es mejor rellenar con alguna lectura, ya que hace tanto tiempo que no doy con alguna voz amiga que me conforte. Ayer, por caso, me pareció que era oportuno darle una segunda chance a Gombrowicz. A nadie espanto si digo que en un principio me resultó casi empalagoso; sus dudas eran tan certeras que yo sentía que algo de eso ya lo había leido en Chesterton. ¿Gilbert Keith? Sí, el mismo que utilizaba sus dudas certeras para mover las aspas del molino evangelista. Pero ayer era otro día, y escogí un par de capítulos de Ferdydurke, sin mucho sistema, como hago siempre, qué tal el XI y el XII. Muy buena, elección, sólo que cuando se imprime con impresoras que funcionan con tinta a chorros es prudente proteger el papel de la eventualidad de la lluvia y otras humedades. Sí, siempre hay que cuidar el papel del agua, pero en estos casos no se trata sólo de la erosión de las arrugas, que dentro de todo le dan al papel una cosa romántica que no tiene por sí mismo. No, el agua socava las raíces de la tinta, la mueve; no la borra pero sí tuerce el mensaje del autor y eso me pasó.
Llovía y nadie me creerá si digo que entraba más agua dentro del colectivo de lo que se veía llover afuera. Tal vez las mutaciones de la mugre adherida al vidrio no permitiesen ver cuánto llovía del lado de afuera, pero adentro llovía demasiado. Enfundé las hojas sueltas dentro de mi cuaderno guerrero y me dispuse a mirar por la ventanilla.
Las gotas pegaban con violencia contra la mitad superior de la ventanilla, la parte corrediza. La parte inferior, la fija, comienza a partir de un ecuador un tanto grueso, por el que se colaban las gotas pero sin guardar la regularidad que las de afuera, que daban contra el pavimento, ni las menos afortunadas que ahogaban la mugre del vidrio de la ventanilla. Algo había en el ecuador que metía las gotas dentro del colectivo en un tono brusco, algo así como un texto traducido a golpes de martillo. Afuera las gotas eran una sinfonía; adentro, superado un nudo que yo no podía ver en todo su esplendor, las gotas se colaban esporádicas e hirientes. Podría afirmar que el traductor me escupía desde una distancia tal que la gota no se privaba de describir en su trayecto un arco que venía a dar de lleno contra mi cuaderno, contra mi campera, contra mi molestia. Tal vez en Trelew no estuviese lloviendo y yo padeciera durante unos metros de caminata el cálido instinto de la vergüenza de ser el portador de una lluvia personalísima. Vamos Narciso todavía!
Durante los metros que hicimos por la ruta 3 en dirección al norte recordé que hace varios meses que no voy a casa de mis padres. Estuve mucho tiempo sin documentos y ahora que los tengo no tengo una mísera moneda y no es de buena gente visitar a nadie que me quiera si antes no mitigo este hambre asesino. Ese camino lo recorrí tantas veces debería saberlo de memoria y sin embargo jamás podría recordarlo. Qué extraños bloqueos operan los burócratas de la administración de los recuerdos. Esos ominosos seres me recordaron a los bomberitos de Madryn y las llamas desgraciadas que los devoraron. Era sobre esta misma ruta, unos sesenta kilómetros al norte, en un extraño paraje en el que se mezclan los sabores del mar inminente y del rey desierto y la vista devuelve el verde amargo de los jarillales prolijamente despeinados por un viento que debe dar largas zancadas entre cada escalón de la meseta.
Entonces, la pregunta sería ¿hay una caterva de escritores apropiada para los días de lluvia? Desarrolle y enumere. Como dice un amigo, acá todo el mundo da respuestas y todavía no acertamos la manera de hacernos mejores preguntas pero por lo pronto, y como quien tira un piedrazo a la luna, se me ocurre que a algunos autores los baños de lluvia les sientan muy bien.

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