Jade May Hoey

1974-2004

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17.8.05

Puff

Eran, mucho me temo, mejores tiempos que este que ahora toca y podía pasarme las horas jugando a la pelota. Detrás de un barrio que no ahorró pompa en su nombre: Esfuerzo Propio, había una cancha grande, donde podíamos darnos el lujo de hacer partidos de once contra once, lo que era placentero, sobre todo llegado el tiempo de proteger las escasas energías remanentes hasta que se restablecieran. Uno se recostaba sobre una de las bandas y podía pasar largos minutos lejos de la pelota y de la faena, cambiaba el aire y volvía a batallar.
De las hazañas de mi equipo es mejor prescindir de los detalles, al cabo todo está ya prolijamente olvidado, sin embargo no puedo evitar el cariñoso de recuerdo del día en que aprendí que le pegaba maravillosamente a la pelota. La agarraba en cualquier lado y le aplicaba un suave golpe en alguno de sus cascos y la pelota, si bien no iba donde yo pretendía, cobraba una vida propia muy lejos de las intenciones del arquero. Nunca supe cómo hacía. No eran demasiadas las variables que controlaba. Apenas elegir en qué casco le pegaba, con qué parte del pie y qué recorrido hacía la pierna hasta el consabido castigo. En cuanto a la fuerza siempre fue poca. Mucho mejor me iba pateando los tobillos de mis adversarios.
Lo que sí puedo decir que pasé en limpio, y lo hice a partir de una limitación no demasiado severa en el ámbito aficionado, fue que nunca podría patear con el pie izquierdo o que si lo hacía corría demasiado peligro de caerme sobre las piedras de punta de las que estaba llena la cancha y lastimarme. Siempre he sido demasiado impresionable con la sangre, mucho más tratándose de la mía pero más temores me asaltaban cuando me imaginaba las preocupaciones de mi madre al ver a su vástago preferido mortalmente herido, así que no había mayor opción: siempre con suavidad, siempre con la derecha, la izquierda sólo sería el apoyo y ahora a ese respecto necesito saciar ese interrogante: ¿por qué uno ataca con lo más duro y apoya su defensa en lo más débil? ¿No es acaso la materialización de la vocación destructiva que reside en el espíritu de todos los hombres? En efecto: en vez de educar la ductilidad que nos haga reversibles, permeables a las necesidades del medio, preferimos aguzar el sentido ofensivo. Tempranamente asumimos el carácter incorregible de nuestras debilidades y edificamos sobre en su derredor el armazón, el esqueleto; que las terminaciones sean, en lo posible, bruscas, de suerte que el que nos vea proceder sepa que no le resultará sencillo acceder a los compartimentos sensibles; antes deberá correr demasiados riesgos.
Otro punto de análisis era el don de pegarle bien a la pelota. Quedó dicho que lo mío no era la eficacia sino un componente excéntrico que me excluía del contorno de los posibles. Por este despreciable detalle me condené a jugar lejos del arco contrario. Cuando el jugador está de frente al arco con la pelota dominada, todo el mundo espera que convierta el gol, no precisamente que resuelva con originalidad. De algún modo eso fue menguando mi gusto por el juego. A nadie le interesa demasiado oficiar de parante del lucimiento de otros, al menos yo nunca he bebido gustoso de esa fuente. Con lo cual me transformé en un jugador oficinista que, huérfano del don de eludir rivales con destellos de habilidad, se limitaba a recoger la pelota cuando le pasaba cerca y buscaba cederla a algún compañero que poblase la misma área de influencia.
Recapitulando tendríamos que mi fuerte no reside en la fuerza sino en lo excéntrico, que me apoyo en mi debilidad, que no tengo el don de eludir obstáculos, que me alejo progresivamente de los objetivos y que –finalmente– me aburro.
La vida es un furor breve me decían. Sí, claro, no reviste mayor complejidad comportarse como un infradotado en el juego, lo malo es que el cerebro sea capaz de generar ideas y que los pies no respondan en consecuencia. Si uno fuese un perfecto idiota estaría a salvo de sí mismo.
Eso es lo peor de estas horas, la dispersión. Tal vez a eso se refería Miguel Abuelo cuando quería encuadrar su búsqueda un juntar de partes rotas de algo tal vez haya sido una sola cosa. Ahora es dilapidar energías por no poder encauzar las intentonas, la impotencia de no poder erigir un destino superior al de la suma de las partes rotas, el calvario de padecer lo mismo que un idiota sabiendo que no hay un culpable que buscar.
Ahora, el caos.

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