Jade May Hoey

1974-2004

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29.8.05

La barea

La noche se derramaba sogazos de rocío en el banco de plaza. El reloj del campanario de la iglesia dio una campanada. Eran las “y media” de alguna hora incierta y todo parecía indicar que ladrón y suicida fracasados dormirían a la intemperie, sólo que al dar la campanada el caco se solbresaltó y empezó a blasfemar generosamente. Primero contra el reloj del campanario, después contra la iglesia y en medio de la ebullición contra el cura párroco le inventé un recuerdo que lo apaciguara. O lo hiciera reír, pero que sólo logró interrumpirlo.
Cuando era chico mis padres me cargaban a mí y a mis hermanos y cumplíamos el rito de estar todos juntos en la liturgia de católica de los domingos. Para ese día nos calzaban la mejor ropa que pudiéramos tener y todo brillaba demasiado, encandilaba. Por eso yo hubiese preferido quedarme en casa, leer un libro o por lo menos imaginar que tenía un libro, o mejor una docena y podía leer un poco de casa cosa, pero no estaba en edad de decidir. Cuando llegara ese momento me daría cuenta, eso decía mi padre y sólo de oírlo sentía algo deslizarse por mi espalda.
En la iglesia las canciones eran números, los números de página de un libro en el que estaban las letras de las canciones. Tal vez nadie las sabía de memoria o todos preferían olvidarla de domingo a domingo con tal de arrimarse un poco al que estaba al lado y pizpearle un poco el libro. Había una canción, una en particular, que les gustaba cantar a mis hermanos pequeños. Suerte que ellos no precisaran del libro para cantarla en casa y a los gritos! El estribillo repetía hasta el cansancio “alabaré a mi señor Jesús, alabaré, alabaré”, algo que a los chicos también les quedaba lejos y le cantaban “a la barea” y nunca se preocuparon de averiguar qué o quién pudiera ser barea, pero había que cantarle y eso hacían.

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