Jade May Hoey

1974-2004

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10.10.04

Suelo echar de menos los techos a dos aguas, las casitas bajas de madera, la sonrisa de sol a sol. Madera les sobra, también la nieve, pero acá ni eso. Acá no nieva nunca, a pesar de lo que piensa la gente. Ya se sabe que la gente piensa lo menos posible y en tal caso es bueno pensar que nieva en la patagonia, hay sismos en japón y huracanes en la florida, pero nada de eso. Quiero decir: nada de eso que postulan tan linealmente ocurre así. Yo he visto sismos. Eso sí, cuando era chico. La azada abría la tierra en dos y a eso le llamábamos surco. Había muchos surcos y cada uno de ellos recibía por las tardes un enorme torrente de agua de pozo y se anegaban hasta un borde. Eso había que cuidar: no desperdiciar el agua, no romper esa línea prolija, dejar que el agua penetre sin intermediarios de nylon. También he visto huracanes que duraban un suspiro pero eran capaces de tirar abajo los eucaliptos que estaban al costado de la ruta. Más de un paisano se desgració en esas tardes de verano. No sé cómo es que no se daban cuenta de que el viento hecho racimos se escondía detrás de la sierra y salía hecho una furia primero con rumbo al cielo. Desde la ventana yo podía ver la nube amarronada que se precipitaría sobre el pueblo como un malón. Ellos que vivían desde antes no se percataban y púfate: esa semana teníamos un par de velorios de esos fuleros en los que no destapan el cajón. La gente se alarmaba, las viejas lloraban, los chicos jugábamos a la pelota y pronto todo se olvidaba. Y he visto la nieve una sola vez. Nadie puede verla mucho de cerca. Es mejor que se quede en las alturas, cerca del cielo. Cuando hace noche en la tierra brilla de un modo tal que el que la ve queda ciego. Y eso es suficiente para saber que está ahí, pronta a irse, como el verdugo que se ha ganado el salario.

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