Jade May Hoey

1974-2004

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20.10.04

Alcanzame la azada, negra

1

El auge de las vidas huecas ha retraído el desarrollo natural de las calas o, para mejor decir, las ha condenado a un destino menor. El progreso de algunas seudociencias ha llamado la atención de estas almas huecas y en los vastos volúmenes de una enciclopedia ilusoria han observado que una cala no es.
Más allá de toda conjetura que pueda tejerse acerca de los méritos literarios de la mentada enciclopedia hay que decir que lo apuntado era previsible. Un ser cualquiera puede estar ciego a la realidad durante siglos pero un buen día del señor cae en la cuenta de las sólidas razones que han empujado al contorno a ignorarlo casi por completo.

2

En el ámbito de las calas ello puede constatarse con asombrosa facilidad. No causan sorpresa. Nadie se detiene en su redonda perfección, en la obscena blancura hábil para imponerse a cualquier suciedad circundante. Son calas, son viles. Cualquier flor silvestre goza de mayor prestigio entre los entendidos.
Una cala nunca es reclutada para un ramo de novias, nunca pasa de las manos de un enamorado a otro a cambio de un beso, una cala nunca es hurtada, vamos, las calas revisten tan poca relevancia artística o intelectual que no han atraído ni al genio medieval ni al posmoderno presentador de noticiarios.
Una cala que se despierta a esa realidad deja su encierro caracol y pega un giro copernicano. Se alía con otras calas, fomenta conspiraciones de modesta raíz y escaso vuelo. Despechada no puede ya vivir sino que vive en relación a y es en esas batallas inútiles en las que gasta su modesta primavera. Ilusa disfruta poniéndose en la piel de otras calas como si alguien pudiera notar la diferencia. Qué más da que sea la una o la otra si en su esencia son todas la misma. Qué cambia la protección que puedan lograr de parte de las alimañas del jardín. A lo sumo sumarle un poroto más a la viñeta de la doxa: dios los cría y el viento los amontona. Le fascina saberse protagonista de intrigas pero cuando cae el velo y salpica la alfombra y el resto del jardín amanece a esa elocuencia sabe que habrán de lapidarla.

3

La verdad no es un cristal reluciente como han pretendido los filósofos de antaño. La verdad es sucia, descarnada, perversa.

4

Tal vez fuera dable festejar su longevidad pero eso no se verifica en la práctica. Todos sabemos, mis queridos amigos, que en estos tiempos el transcurrir es enemigo de las luces. A los años hay que confinarlos a las sombras. A cantarle a Gardel con la experiencia y esos otros ardides de poca monta. Nadie quiere a un viejo ni para que le sirva de reparo.
Viejo es un moderno heterónimo del infame.

5

Pensemos un poco en el asilo.
¿Qué pueden hacer los viejos más que sentarse a esperar el inexorable desenlace? Pizpear por la persiana que los días pasan como interminables pestañeos del sol.
¿Quién les ofrece un trabajo, un estímulo para ponerle cara fiera a los achaques?.
¿En qué se han convertido que no sea la pequeña mentira de que serán sus hijos capaces de escaparse de esas mareas? ¿Qué sentido a la brega de esperar más que el que les da el verlos crecer rozagantes y fecundos?
¿Qué sensación provoca la elección de una reina entre las huéspedes? En el mejor de los casos nos asalta un cierto barniz de ternura que no puede abolir la esencia patética.

6

Mi vieja, que nunca leyó un libro, era sabia cuando me lo decía: hay que arrancar las calas del jardín. Deben cumplir con el destino que le dolía al Bartleby de Melville: acompañar a los muertos. Quizá lo hagan con disfrute si cantan la canción preferida de Pinochet (¿Hay alguien que no sepa cuál es? ¿No lo sospechan?).
Señor director: disponga de las cámaras.

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