del bufonazgo en los tiempos de la cólera
En primer lugar, desearía echarle tierra a un preconcepto relativamente instalado con aires de verdad entre algunos lectores de este espacio: yo no escribo un diario. Soy un tipo tan poco interesante que lo más extraño que me pasa es que en lo mejor del amor se me rompe el calefón o no puedo comprarme un scotch porque no me alcanza para pagar el alquiler.
Para ser sincero debo confesarles que los botones de mi camisa no se suicidan arrojándose a inodoros. Tampoco es cierto que me convierto en gato cuando tomo dos vasos de cerveza. Y quizá lo peor de todo sea que no me tiro al piso para ver de cerca de las señoritas con zapatos colorados. Si lo he dicho antes fue con fines literarios.
Me guarezco en una convicción que llevo en la sangre: hay cosas que sólo yo estoy llamado a decir. Me siento un portavoz de aquellos a los que nadie les da pelota sencillamente porque soy uno de ellos. El resultado de esas bregas suele ser errático, no siempre doy en el clavo y soy el primero en descorazonarse por eso. En el mejor de los casos suelen tomarme como un provocador pero, hago justicia conmigo al decirlo, la mayoría ni siquiera entiende de qué hablo. Me gusta la monarquía. Me atrae la nobleza. Alucino con la idea de que la nobleza obligue y me sentiría obscenamente satisfecho si de la nobleza fuésemos capaces de recrear en conjunto, cada cual con su aporte, este chiquero en el que estamos. Y cuando hablo de nobleza no lo hago pensando en la transmisión hereditaria de la estirpe sino en algo más radical que mi fe me señala que surge de la propia entraña del individuo. De todos los individuos. Me leen cuatro o cinco amigos muy fieles. Nunca comentan y eso está bien. No se los permitiría tampoco. Sería asqueroso de mi parte regodearme en la baba de mis bufones y pocas cosas más lejanas a mi propósito. Qué quiero decir. Creo que es sencillo. Cada día a través de los buscadores entran un puñado de tipos. Quizá a ellos se orienta mi trabajo en la medida que deseo que esos extraños sin cara se vayan inquietos, asombrados, indignados, lo que fuere, pero nunca indiferentes. Ojalá les diera una cosquilla interna que los tentara a volver. Sé que no vuelven nunca y si volvieran nunca tendrían cara, pero ése es mi horizonte. Dicho de otro modo: escribo sólo lateralmente para aquellos que tienen mediana idea de la cocina de los textos. No me interesa montar un ghetto con mis lectores cercanos para tejer una telaraña que de tan hermética desemboca en disparates a los ojos del lector no iniciado. A eso aspiro yo pero no puedo decir que eso deba ser la ley para todos los que utilizan el weblog como vehículo de comunicación. Mucho me temo que si el medio ha naufragado es por culpa de esa conducta sectaria. Lo mío no es escribir un diario pero tampoco soy ciego. Hace poco César Aira comentaba respecto de su método de trabajo: “me abro a lo que me ha pasado ese día, el día anterior, a cosas que veo por televisión, a programas frívolos, a alguna de esas novelas costumbristas”. Sin ánimo de ponerme a la par del maestro yo agrego a la lista mi lectura de los weblogs y puta que da leña para hacer fuego.
Ya lo saben, el paternalismo no me sienta bien ni me dedico a la crítica de otros weblogs. Apenas si me da el cuero para cuidar mis propias hilachas. Sí me interesa dejar en claro algunas cosas para quien guste leerlas. Supongo que los lectores de buena leche no necesitan de este paréntesis pero lamentablemente tengo que ocuparme de la mentada caterva para no multiplicar los equívocos. Para decirlo todo de un tirón la cosa es simple:
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